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DESOLACIÓN

La Guardia Civil adquirió, a finales de los setenta, tres edificios de viviendas en el barrio de Intxaurrondo de San Sebastián para ubicar el cuartel de la 513 comandancia.

En un primer momento varias de las viviendas, donde residían más de cien familias de guardias, se transformaron en oficinas y en los diversos departamentos propios de un cuartel. La galería de tiro, los comedores, el helipuerto, la piscina y los campos de fútbol fueron construyéndose poco a poco conforme los presupuestos lo permitieron. Desde luego no parecía, observando el conjunto, que en aquel batiburrillo disperso de edificios sin apariencia de cuartel se hallara uno de los centros de inteligencia antiterrorista más importantes de Europa. La 513 comandancia estuvo dirigida por el comandante Enrique Rodríguez Galindo desde 1980 hasta 1995, cuando ascendió a general.

Un domingo de verano dos de mis hijos se adelantaron al resto de sus hermanos en venir a visitarme a La Cumbre. Era la primera hora de la mañana, así que, como disponíamos de tiempo, les propuse ir a bañarnos a la piscina del cuartel de Intxaurrondo y mostrarles de paso algunas de sus instalaciones: asintieron, encantados por la novedad de la propuesta, y a mí me agradó poder llevarles.

Un guardia conocido les acompañó durante la visita, rato que aproveché para reunirme con el jefe de la comandancia y comentar algunos detalles de las operaciones antiterroristas en marcha. Luego localicé a mis hijos en la galería de tiro del cuartel acompañados del guardia-cicerone. Contemplaban cómo varios agentes hacían prácticas de tiro utilizando varios tipos de armas. La mayoría eran muy buenos tiradores, capaces de acertar a un objetivo desde cincuenta metros. Impresionaba ver aquel adiestramiento.

Ambos disfrutaron de aquella experiencia. Durante la comida no se cansaron de comentar lo vivido con el resto de los hermanos, que no pararon hasta hacerme prometer que volvería a llevarles a Intxaurrondo, esta vez a todos. Lo cierto es que no volvimos.

Supongo que no habrás olvidado esta anécdota. Pasé miedo al imaginar un fallo humano o un accidente, algo siempre posible pese a las fuertes medidas de seguridad. Lógicamente estuve muy pendiente de los dos, sobre todo de tu hermano pequeño. Insistía una y otra vez en que debíais tener mucha precaución y no moveros del lugar seguro donde el guardia nos había colocado. Se cuentan algunos casos de accidentes. Todavía recuerdo el olor de la pólvora, y el humo, que los extractores no lograban disipar. Nunca más volvimos a hablar de ese día; muy pronto dejaríamos de vernos.

* * *

20 de septiembre de 1989. José Antonio Cardoso, cartero de la localidad de Rentería, era asesinado al explotarle una carta bomba que depositaba en el buzón de Ildefonso Salazar, quien había sido detenido varias veces por presunta relación con ETA. Inmediatamente di instrucciones, tanto a la Policía como a la Guardia Civil, para que dieran prioridad a la investigación del crimen. La banda no reivindicó el atentado, algo que, según la Policía, no significaba que no hubiera sido la autora del asesinato.

En mayo de ese mismo año, Francisco Erdozain, parlamentario de HB en Navarra, había recibido también una carta bomba en su domicilio, que fue desactivada por los artificieros; tampoco esa acción fue nunca reivindicada por ETA. Las primeras pesquisas policiales indicaban que los elementos de la carta bomba encontrados coincidían con los que la banda terrorista había utilizado en envíos de cartas bomba anteriores. Tasio Erkizia, dirigente de HB, había culpado a la cúpula del PSOE de los envíos en una rueda de prensa celebrada con anterioridad, algo habitual en el discurso batasuno de la época.

Me puse en contacto con la madre del cartero asesinado, que lógicamente estaba destrozada, para expresarle mi profundo pesar, ponerme a su disposición y darle cuenta de las primeras investigaciones. La hipótesis policial más probable apuntaba a ETA como autora del atentado, a pesar de que HB lo negara.

A continuación me trasladé a Rentería. El portal número 23 de la calle Juan de Olazábal, donde hacía una hora había explotado la bomba, había sido precintado por la Policía. Allí se me informó de que dirigentes de HB habían acudido al lugar para hablar con Ildefonso Salazar, titular del buzón reventado, nada más producirse el atentado. Era evidente que el cartero no era el destinatario de aquella carta portadora de muerte.

En principio no tenía lógica que ETA tratara de asesinar a uno de los suyos, aunque tampoco hubiera sido la primera vez. Nada podía descartarse en aquellos tiempos tan convulsos. Lo cierto es que la autoría de estos actos ha quedado en una nebulosa nunca aclarada y que, hoy por hoy, el responsable del asesinato no ha sido detenido.

Los sindicatos y partidos abertzales convocaron una huelga general en Rentería para el día siguiente, y HB instó a sus simpatizantes a asistir al funeral del joven cartero asesinado. Se avecinaba uno de los momentos más dramáticos de mi vida, y lo presentía.

Desde Madrid se me informó de la asistencia al funeral, un acto que iba a tener lugar en la parroquia de Nuestra Señora de Fátima de Rentería, del director general de Correos. Por mi parte, telefoneé al ministro para decirle que había estado presente en todos los funerales de asesinados por ETA en Guipúzcoa, y que este no iba a ser menos pese al riesgo al que sabía que me exponía asistiendo. El ministro asintió.

Todos los partidos políticos democráticos condenaron duramente el atentado con frases como «La violencia de ETA alcanza un grado de perversión increíble», y denunciaron su hipocresía con estos argumentos: «La actitud farisaica de los corifeos de ETA, que se han apresurado a condenar este atentado mientras ante otros de índole similar han callado cuando no jaleado».

La sección del sindicato proetarra LAB en Correos efectuó un llamamiento a secundar la huelga en el que se hablaba de «una guerra sucia que tiene responsables políticos concretos». Uno de mis hermanos, funcionario de Correos, era militante muy activo de este sindicato. El entorno de ETA pedía a los suyos una respuesta contundente ante «el incremento de la violencia institucional contra el pueblo vasco». Las Gestoras Pro-amnistía, por su parte, afirmaron que «la presencia del gobernador en el lugar de los hechos es una provocación, ya que es el organizador de la guerra sucia en esta zona» y animaron a asistir al funeral en recuerdo del joven muerto.

Tasio Erkizia e Iñaki Esnaola no se quedaron atrás e hicieron también declaraciones en las que se me ponía en el punto de mira de las iras de sus partidarios. Se creó, en definitiva, un clima de máxima tensión que preludiaba una encerrona.

Llamé al responsable policial encargado de organizar el dispositivo de seguridad, que llevaba pocos días en el cargo, advirtiéndole de la necesidad de colocar a las fuerzas antidisturbios a escasos metros de la iglesia donde se celebraría el funeral. Le insistí también en que se trataba de una zona sin cobertura para los aparatos de comunicación de que disponía la Policía, lo que hacía necesario colocar un repetidor que garantizara esa cobertura.

El funeral estaba previsto a las 19 horas. Unos minutos antes de salir para el lugar, los escoltas me comunican la imposibilidad de usar el coche blindado en el que habitualmente me desplazo: está averiado. El tiempo apremia, deseo llegar puntualmente a la iglesia y no puedo esperar a que el vehículo blindado de repuesto disponible en el parque móvil llegue al gobierno civil. Por esto, debo desplazarme en un coche «normal» y confiar en que el blindado me aguarde a la salida del acto. Como medida de precaución el número de escoltas que me acompañan es en esta ocasión superior al que normalmente llevaba.

Antes de entrar en la abarrotada iglesia pedí al jefe de los escoltas que averiguara si el coche de repuesto estaba en camino, y que pidiera explicaciones acerca de la ausencia en las inmediaciones de los antidisturbios que explícitamente había pedido al responsable de la seguridad. Se encontró con que, tal y como yo había advertido, su radiotransmisor portátil no tenía cobertura. Estábamos incomunicados y la unidad antidisturbios no había llegado; se habían producido dos fallos graves en el dispositivo de seguridad.

Desafortunadamente, los teléfonos móviles eran muy escasos entonces. Les recomendé utilizar, como último recurso, una cabina telefónica y entré en el templo. Saludé a los familiares del cartero, ubicados en el primer banco de la derecha y me situé en el primer banco de la izquierda, junto a las autoridades locales y el director de Correos. El segundo de los bancos fue ocupado por los escoltas, que también se colocaron en lugares estratégicos dentro y fuera de la iglesia.

Durante la misa estuve atento a las novedades de lo que ocurría, pero fue imposible establecer comunicación con el responsable de la seguridad. Entre tanto, el oficio estaba a punto de concluir y tenía a un grupo de mil simpatizantes abertzales radicales esperando en la calle mi salida. Todos se habían congregado allí al enterarse de que me encontraba en el interior de la iglesia, y se habían preparado convenientemente para la ocasión armándose de piedras, palos y cuchillos. A esas alturas, el coche blindado y los antidisturbios ni estaban ni se les esperaba.

Una vez finalizado el funeral, todos salimos al exterior. La entrada de la iglesia daba a una plataforma de piedra que se elevaba un metro sobre el nivel de la calle Martín Etxeberria y terminaba en una escalinata de acceso a esa calle. Desde esa altura se divisaba, y se escuchaba, al gentío profiriendo gritos a favor de ETA y en contra de la Policía y del gobernador. Permanecí un tiempo en aquella plataforma atendiendo a los medios de comunicación mientras los escoltas analizaban la situación y buscaban la mejor opción para salir de aquella ratonera. En ningún momento perdí la compostura; sabía que, mientras me mantuviera distante de ellos y cerca de las cámaras de televisión, las de los reporteros gráficos o bajo las atentas miradas de los periodistas que llenaban aquel espacio, la turba allí reunida no atacaría.

No era probable que apareciera el coche, que de todas formas ya no hubiera podido atravesar el tumulto, y no había señal alguna de que los antidisturbios fueran a presentarse. A todo esto, seguíamos incomunicados, por lo que todo dependía de la actuación de los veinte policías de paisano encargados de abrirme paso entre la masa de gente.

Para empeorar aún más las cosas me informaron de que los dos policías de paisano que custodiaban el vehículo no blindado en el que había llegado al acto habían sido reconocidos y agredidos por un grupo de manifestantes, lo que les obligó a huir y a abandonarlo. O sea, que tampoco podíamos regresar en ese coche; hubiera resultado peligroso acercarse a él en aquella situación.

El jefe de los escoltas me advirtió entonces de que debíamos cruzar de un lado a otro la concentración para salir a la avenida de Navarra, situada a una distancia considerable del punto en el que nos encontrábamos. En mi interior, agradecí la eficaz labor de protección dispensada hasta entonces por los medios, me encomendé a todos los santos y comencé a bajar la escalinata.

Puedo recordar con nitidez los detalles de aquella situación insólita: era muy consciente de que no debía añadir ni un error más a las equivocaciones de seguridad acaecidas. Conseguí evitar el pánico y mantener la mente fría. Una masa incontrolada, y aquella lo era, actúa guiada por instintos primarios. Mi forma de andar, mis miradas, todos mis gestos, debían transmitir una sensación de máxima distancia hacia ellos.

Por otra parte, y eso jugaba a nuestro favor, desconocían cuántos policías de paisano se encontraban entre la gente. Un periodista, testigo de aquellos hechos, inició así su descripción: «El gobernador civil, pese al tenso clima, descendió las escalinatas con serenidad […] dispuesto a atender a los informadores»; desconocía el periodista que las verdaderas razones de mi compostura, y las largas declaraciones que realicé a todos los medios, eran más que nada una forma de supervivencia.

Los escoltas que me rodeaban contenían a duras penas la presión de aquellos energúmenos, que pugnaban por agredirme. Sentí un golpe seco en la parte izquierda de la cabeza. Miré hacia ese lado y distinguí a mi hermano, el empleado de Correos: me había lanzado un vaso de cristal. Le vi, pero no le miré. Seguí andando a paso normal. Al tocarme el lugar del golpe noté algo de sangre en la mano, aunque no recuerdo haber sentido dolor. Escuché un disparo y luego varios más; al oírlos, la mayoría de los agresivos abertzales que me rodeaban desaparecieron de forma instantánea, como si hubieran sido arrastrados por la pequeña onda expansiva producida por los tiros.

Los más alocados, los que gritaban con ojos enrojecidos por el odio, los que iban armados de palos, piedras y algún cuchillo dieron un paso atrás, pero no huyeron. Seguían el acoso a una cierta distancia. Uno de los escoltas, que se vio acorralado por ellos, tuvo que efectuar varios disparos al aire para evitar ser linchado. Al comprobar que pese a todo no se alejaban, disparó a las piernas del que tenía más próximo y pudo así salir de aquella encerrona.

Los periodistas, los reporteros gráficos, los cámaras de televisión, observaron atónitos, y supongo que asustados, todo lo que ocurría y gracias a ellos, como luego explicaré, se pudieron reconstruir aquellos hechos, con total fidelidad y libres de cualquier manipulación malintencionada.

Una periodista de El País llevó grabado durante varias semanas en su piel aquel episodio en forma de hematoma negruzco. Una pedrada, seguramente dirigida a mi persona, había impactado en su brazo. La pobre sirvió, nunca mejor dicho, como improvisado escudo humano del entrevistado.

A partir de ese instante el jefe de escoltas mandó acelerar el paso y todos empezamos a correr. Hubo un momento en el que no podía más; en aquella época fumaba, supongo que por el estrés, tres paquetes diarios de cigarrillos y llevaba una vida sedentaria, no hacía apenas ejercicio y andaba sobrado de kilos. Aquel día lo lamenté, y mucho. Dos escoltas tiraban de mí. Habíamos recorrido ya trescientos metros y nos quedaban otros doscientos, que se me hicieron eternos. Constantemente me venía a la cabeza el recuerdo del policía que, en Belfast, tropezó y cayó durante una huida similar y fue linchado en el suelo por una masa enfurecida. Esas imágenes horribles me ayudaban a seguir corriendo.

Parecía que por fin los habíamos dejado atrás. Torcimos una bocacalle y salimos a la avenida de Navarra, desde la que se tomaba ya la salida hacia San Sebastián. El jefe de escoltas, que tuvo un comportamiento ejemplar, paró entonces un coche y le pidió, por favor, que nos condujera al gobierno civil. El conductor, aturdido, accedió. Nunca supe su nombre, no se me ocurrió en ese momento preguntárselo, para agradecerle el gesto. Si alguien de su entorno conocedor de esta historia leyera este libro ruego le transmita mi eterna gratitud.

A los pocos días invité a cenar en La Cumbre a todos aquellos policías, que habían demostrado una sangre fría y una profesionalidad realmente encomiables. Algunos mostraban todavía señales de las agresiones recibidas tras el funeral: once de ellos habían sufrido contusiones y heridas en diversas partes del cuerpo, espaldas, antebrazos, cuellos, lumbares, tobillos, rodillas, región sacra, etc.

Les entregué, a falta de medallas que no estaba en mi mano conceder, una carta de agradecimiento en forma de pergamino, y charlamos de cómo la Policía, asesorada por el equipo de abogados del gobierno civil, trabajaba en la denuncia de los hechos ante el juez aportando como pruebas las fotografías y vídeos que los medios de comunicación amablemente cedieron. La Policía identificó enseguida a la mayoría de los proetarras que, una vez comprobada la contundencia de las evidencias, fueron condenados a varios años de cárcel por delitos de atentado a agentes de la autoridad, unas condenas que serían posteriormente ratificadas por la Audiencia Provincial de Guipúzcoa.

De los hechos probados detallados en la sentencia extraigo los siguientes, y esclarecedores, párrafos: «[…] comenzando a arrojar sobre la comitiva toda suerte de objetos así como a realizar un agresivo acoso […] en el que el propio gobernador civil llegó a ser golpeado por personas que no han podido identificarse […] quedando algunos agentes rezagados, siendo perseguidos y golpeados no solo con las manos, sino igualmente con el empleo de bastones, palos y otras objetos contundentes, resultando como consecuencia con heridas de diversa consideración […] el agente fue golpeado con un tablón de madera que portaba y posteriormente con un palo de grandes dimensiones en la espalda produciéndole contusiones que le afectaban al andar con dolores en la columna […] profiriendo insultos directamente dirigidos al propio gobernador “hijo de puta, cabrón, asesino, qué valiente eres que vienes rodeado de policías” […] Teniendo en cuenta la gravedad de los incidentes el número de agentes que daban protección al gobernador puede valorarse como insuficiente para ofrecer una eficaz función de custodia».

La actuación de los escoltas quedó como un ejemplo de profesionalidad, hasta el punto de que el vídeo con aquellas imágenes se exhibió en las academias de Policía y sirvió para mostrar a los aspirantes a policías la forma práctica de actuar en situaciones límite. La actuación del policía acorralado fue calificada por los entendidos de sobresaliente.

Sigo convencido de que todos, los escoltas y yo mismo, pasamos miedo en aquellos momentos, aunque ninguno de nosotros lo expresara; pero nadie perdió la calma, tan necesaria para actuar con inteligencia, celeridad y capacidad de improvisación ante un peligro. En eso consiste la valentía, no en no sentir miedo sino en saber sobreponerse a él, y mis escoltas demostraron ser hombres valientes.

Me gustaría recordarte ahora lo que dijeron los periódicos del día siguiente. Transcribo los titulares del periódico ABC que supongo no leíste aquel día: «Grupos radicales intentaron linchar al gobernador civil de Guipúzcoa». Y en su primera página de nacional: «Grupos exaltados próximos a HB agredieron ayer al gobernador civil de Guipúzcoa, José Ramón Goñi, tras el funeral del cartero José Antonio Cardosa […] tuvo que ser protegido por sus escoltas. Uno de los agentes, al verse rodeado, tuvo que hacer uso de su arma en dos ocasiones e hirió en la pierna a un individuo» (22-9-1989, pág. 15).

Titulares del Egin, el periódico que tú leías: «Herido de bala tras el funeral por el cartero muerto en Orereta». Y en primera página: «Los incidentes comenzaron cuando el gobernador civil de Guipúzcoa, José Ramón Goñi Tirapu, se personó junto con su numerosa escolta a los funerales lo que provocó las iras de las numerosas personas allí congregadas […] Asimismo se produjeron numerosos heridos entre los que se encontraba una niña herida en la cabeza al parecer, por un golpe propinado por otro policía con la culata de una pistola» (22-9-1989, pág. 1).

Hijo mío, ¡qué gran diferencia entre lo que unos y otros relatan acerca de lo ocurrido! Yo estuve allí, y sabes que lo que te he contado es cierto. Sabes que la división social que he descrito era, y en buena parte aún es, real y sabes también que algunos albergaban y siguen albergando demasiado odio, tanto como para impedirles decir una sola verdad. Sabes que nunca hubiera consentido los malos tratos, y mucho menos la muerte de nadie y, sin embargo, recordarás que ETA envió cartas bomba que asesinaron o mutilaron a muchas personas.

Me conoces, y sabes que en ningún caso hubiera renunciado a acercarme y acompañar en los funerales a aquella familia destrozada por la muerte de su hijo. ¿Cómo puedes creer que mis escoltas pegaran a la gente con las culatas de sus pistolas, y menos a una niña? Conservo decenas de fotos de aquellos momentos. Si quieres te las mostraré para que las veas y compruebes lo que realmente pasó, como las vio el juez que condenó a quienes de verdad tiraron piedras, apalearon e hirieron a los agentes. Viéndolas observarías cómo me echo la mano a la cabeza después de recibir el golpe propinado por mi propio hermano, verías las caras de desprecio de los que tanto me odiaban, comprobarías cómo los que acorralaban al policía llevaban palos y cuchillos, y seguramente también reconocerías algunas de aquellas caras; al fin y al cabo, corresponden a simpatizantes de tu misma causa.

En aquellos tiempos enloquecidos, bastaba con que cualquier corifeo, de los muchos que hacían el trabajo sucio de la calumnia, culpara al gobernador de estar detrás de la carta-bomba para que miles de seguidores fanatizados se lo creyeran como si fuera un dogma de fe. No hacían falta pruebas ni argumentos. Aquello era suficiente para condenar a muerte y tú sabes que estuve condenado a muerte, que fui objetivo de ETA, y que intentaron asesinarme.

¿Por qué leías el Egin, por qué creías sus injurias y sus falsedades, por qué te dejaste contaminar por su odio? Supongo que esa es la razón por la que no me llamaste aquel día, uno de los más tristes de mi vida. No sabes cuánto me gustaría que no hubieran sido esos los motivos de tu silencio.

¿Crees que los testigos anónimos, propios de la época más negra de la Inquisición, que las mentiras vomitadas desde el odio y el rencor son suficientes para condenar a alguien a muerte? ¿Te imaginas que la Policía de cualquier país acusara sistemáticamente a la gente sin haber realizado antes una investigación rigurosa y sin celebrar después un juicio donde el acusado pudiera defenderse? No puedes imaginarlo porque ningún policía actúa así en un país democrático, y si lo hace es condenado social y judicialmente. Sin embargo, sí sabrás que los regímenes dictatoriales se caracterizan por eliminar al que disiente, o que la mafia liquida a los que no pagan la extorsión, o que los cárteles de la droga son capaces de asesinar a cincuenta mil mexicanos al año. ¿A cuál de estos grupos crees que se asemeja más la crueldad con la que se han comportado ETA y los que la han apoyado?

Hijo, por favor, créeme, todas las ideologías juntas no valen la vida de un solo ser humano.

Esa fue la primera ocasión en que se realizó una investigación policial exhaustiva acerca de hechos producidos por lo que luego se conocería como kale borroka, que hasta ese momento les había salido gratis a sus autores. Y sirvió no solo para condenar a los verdaderos culpables, sino también para transmitir a los policías una seguridad jurídica de la que en muchas ocasiones carecían. Probablemente, de no haberse formulado la denuncia contra los proetarras, el policía acorralado que disparó a las piernas de aquel individuo habría sido condenado por defenderse.

Naturalmente, pedí explicaciones acerca de las causas de aquellos fallos en la seguridad; conservo aún una copia del informe remitido al respecto por el responsable del parque móvil. Sus justificaciones resultaban endebles. Lo que no conseguí fue obtener respuesta alguna del responsable policial, que no se molestó en informarme acerca de cuáles fueron las razones por las que nos encontramos incomunicados, ni me explicó por qué los antidisturbios no estaban junto a la iglesia a mi salida, ni tampoco los motivos por los que llegaron media hora después de que yo y mis escoltas hubiéramos abandonado el lugar perseguidos por aquella turba. Los antidisturbios disponían entonces de medios eficaces, no muy distintos de los actuales, para solventar situaciones como aquella sin verse obligados a utilizar las armas.

El ministro me llamó para interesarse por lo que me había ocurrido. Le di detalles de la magnífica actuación de los escoltas, le detallé los graves fallos de seguridad y le pedí que relevara de su cargo al policía responsable, que había dado sobradas muestras de su incompetencia para un cargo de esa relevancia. No me hizo caso, seguramente pensó que con buenas palabras me olvidaría del asunto.

Desde mi nombramiento como gobernador había dispuesto de un entorno que, pese a resultar incómodo y hasta agobiante, me permitía actuar libremente, sin necesidad de hacer concesiones con las que «comprar» mi seguridad. Conocía con detalle las diversas formas de actuar de ETA, y sabía que las medidas de protección de que disponía las contrarrestaban. Me sentía protegido en aquellos años tan inseguros; aquella sensación de seguridad se fue difuminando tras los sucesos de Rentería.

* * *

Los efectos del miedo se ocultan en lo más profundo del subconsciente y suelen pasar desapercibidos para quienes los sufren. Pero ese miedo, que está ahí, se manifiesta de diferentes formas. Una de ellas, la más burda, puede ser confraternizar con los terroristas, o al menos no contrariarlos; las hay también más sutiles, estas pasan por una supuesta equidistancia y/o, en último término, por el silencio.

Creo que cada uno es dueño de su miedo y que existe una ley, elemental y universal, a la que todos tenemos derecho: la de la supervivencia. Una ley aplicable a todas las formas de vida existentes. El terrorismo genera un miedo corrosivo que nos impide determinar con claridad el grado de probabilidad de que algo malo nos suceda, ni quién será el terrorista que nos acecha, ni cuándo ocurrirá lo peor. El terrorismo representa para muchos la esencia del mal sin rostro.

Un buen barómetro a la hora de valorar el riesgo es saber si la última víctima pertenecía al grupo social en el que nos movemos. Si se ha tratado de un periodista todos los reporteros pensarán en ello cuando cojan la pluma. Y cuanta más cercanía más miedo, de ahí el mérito de no pocos periodistas vascos, que han demostrado valor y dignidad a lo largo de estos años. Es obvio que a menos atentados menos miedo personal y colectivo: la relación entre una cosa y otra es directamente proporcional.

* * *

Transcurridos quince días sin que el responsable del desaguisado fuera sustituido volví a solicitar su cese al ministro. Y lo hacía no solo por motivos relacionados con mi propia seguridad. En situaciones de extrema violencia, como la de Guipúzcoa entonces, se hacía necesario, y hasta imprescindible, contar con los mejores profesionales, dotarles de los mejores medios y aplicar controles de calidad como los que ya entonces se realizaban en cualquier empresa importante.

Con anterioridad a mi dedicación a la política había diseñado aparatos destinados a verificar la calidad de la producción para una multinacional de ascensores; era desde luego impensable que el responsable directo de un fallo grave conservara su puesto en la empresa después de cometerlo. Algunos incompetentes atribuían mis supuestas prisas a un mero interés personal o me achacaban los fallos en la seguridad, como si fuera mi responsabilidad organizarla; a sabiendas, además, de que no tenía competencias para nombrar a los cargos policiales, ni siquiera para premiarlos o castigarlos.

Ahora bien, poner de relieve estas consideraciones puede llevar al lector a equívocos que en ningún caso deseo que se produzcan. De los más de tres mil funcionarios que dependían directa o indirectamente de mí durante mis años como gobernador, recuerdo solamente dos casos en los que denoté fallos importantes de profesionalidad. Uno de ellos el que nos ocupa. De no haber sido así la lucha antiterrorista no hubiera avanzado en Guipúzcoa de la manera en que lo hizo en aquella época, como puede comprobarse leyendo El confidente, la negociación con ETA que sí funcionó, publicado por Espasa en 2005.

Pasado un mes de lo acontecido reiteré mi petición al ministro y volví a recibir buenas palabras. Todo siguió igual. Entonces pensé que mi presencia en el gobierno civil no era necesaria. Al parecer no había sido suficiente la repercusión política de los hechos publicados por toda la prensa del 22 de septiembre, ni estaba siendo tenida en cuenta mi percepción de lo que ocurría sobre el terreno en Guipúzcoa, pese a que era yo quien vivía pegado a su realidad diaria. Interpreté que había perdido la confianza de mis superiores y que, por razones que ignoraba, aquel funcionario se la había ganado. Esperé todavía un mes más y, como nada había cambiado, llamé al ministro para decirle que deseaba poder irme lo antes posible.

Como verás hijo, nada sabías de esto que te cuento. Lo oculté entonces porque revelarlo hubiera repercutido negativamente en la imagen de las instituciones a las que yo representaba. Como ocurre en cualquier familia, menos en la nuestra, los trapos sucios suelen lavarse en casa y en silencio.

Han pasado más de veinte años. El que ahora se sepa que no todo fue como entonces se dijo carece ya de importancia, ni siquiera para los que pudieran darse por aludidos por mi crítica. Aun así, he procurado tapar sus caras escondiendo sus nombres. No trato de describir a los buenos como muy buenos y a los malos como malísimos; todo tiene sus matices, y más que nada las personas. Solo deseo reflejar una realidad con sus luces y sus sombras confiando en que sea de utilidad en estos momentos de cambios profundos en mi querida tierra guipuzcoana.

El momento de irme había llegado, lo tenía claro, pero no quería marcharme dando un portazo. Esperé hasta el siguiente Consejo de Ministros y mi cese no se decidió. Volví a llamar al ministro y a esperar otra semana más, así hasta que determiné utilizar otro sistema que resultaría infalible: los medios de comunicación. Filtré a periodistas amigos que en diez días me marchaba, la noticia se publicó y a partir de ahí todo fue muy rápido.

Presidencia del Gobierno (BOE 3/2/1990). Real Decreto 131/1990, de 2 de febrero, por el que se dispone el cese de don José Ramón Goñi Tirapu como gobernador civil de la provincia de Guipúzcoa.

Dejé para siempre la política activa y me trasladé a Madrid con mi mujer y mis dos hijos pequeños, los dos nacidos en San Sebastián. Una nueva puerta se abría.

* * *

No fue fácil adaptarse de un día para otro a una nueva vida. Estaba acostumbrado al estrés diario de estar pendiente del teléfono, que demasiado a menudo era portador de malas noticias —se produjeron más de cuatrocientos atentados en mi etapa de gobernador— y de buenas algunas veces, sobre todo cuando se lograba detener a miembros de la banda. Aprendí lentamente a vivir sin escolta permanente, sin coche blindado, sin recibir llamadas telefónicas a horas intempestivas. Lo paradójico era que mi organismo, en lugar de disfrutar de aquella tranquilidad, parecía añorar la dosis diaria de adrenalina, y lo cierto es que la ausencia de aquella especie de droga natural provocó un periodo de abstinencia que se prolongaría varios meses.

Fue pasado ese tiempo cuando pude empezar a valorar en toda su dimensión una nueva sensación, la de la libertad. Libertad para entrar y salir, para hacer y decir lo que me diera la gana, una novedad desconocida en el País Vasco, donde habíamos pasado sin solución de continuidad de una dictadura a otra.

Lo más curioso era que mis amigos vascos no parecían comprender del todo las ventajas de mi nueva vida, algo que achaqué a su permanencia en la, por llamarla de alguna manera, burbuja vasca, la misma de la que a mí me había costado tanto salir.

Abro uno de los álbumes de fotos y te veo sentado junto a una tienda de campaña; jugando en la playa o posando bajo un acueducto romano. Acuden a mi memoria los días felices de aquel viaje. ¿Recuerdas las vacaciones que pasamos todos juntos en Portugal? Antes habíamos parado unos días en un camping de Mérida. Eran tiempos en los que había que estirar el dinero, pero aun así, conservo muy gratos recuerdos de aquel viaje.

Tendrías unos quince años, aunque aparentabas más. Creo que fue entonces cuando conociste a mi actual mujer. En una de las fotos que conservo se te ve posando en plan estatua romana en uno de los vomitorios del teatro de Mérida.

El sol caía a plomo en aquellos días de agosto, apetecía la sombra y bañarse en el pantano de Proserpina que, según nos dijeron, sirvió en su tiempo para abastecer de agua potable a Emerita Augusta. Luego supe que los romanos no bebieron jamás el agua de un pantano, desconocían la existencia y las propiedades del cloro y solo consideraban potables las aguas recién salidas de los manantiales y que no hubieran entrado aún en contacto con la luz. Por esa razón, el gran acueducto emeritense estaba recubierto de losas que mantenían a oscuras el río de agua que lo atravesaba.

Recuerdo cómo imaginabas a Proserpina bañándose en aquel pantano junto a nosotros; estabas en la edad de imaginar. También nos parecía estar viendo a los gladiadores luchando en la arena del circo cuando lo visitamos; nos lo figurábamos repleto de espectadores, podían llegar a treinta mil según rezaba el cartel de la entrada. Corrimos por su pista central emulando a las cuadrigas tiradas por espectaculares caballos hispanos; siempre llegabas antes que yo a la meta.

Uno de los edificios que más nos impresionaron fue el templo de Diana, muy bien conservado, aunque en realidad no estuvo dedicado a Diana, sino al culto imperial.

En Portugal disfrutamos mucho. ¿Te acuerdas de Setúbal? Estuvimos allí varios días. Habíamos plantado las tiendas de campaña muy cerca de la playa. Junto a nosotros acampaban dos chicas de tu edad acompañadas de sus padres; yo observaba cómo aprovechabas para ir a bañarte cuando veías que ellas lo hacían, pero te mostrabas muy tímido: ellas no. Supongo que era la presencia de tus hermanas lo que te intimidaba a la hora de hablar con aquellas muchachas, sobre todo con la mayor, más morena y de pelo más largo.

Recuerdo que, ya en los últimos días, charlabas amigablemente con las dos hermanas en la playa. Y no olvido tus enfados cuando te tocaba fregar los platos, ni la música que escuchábamos en el coche mientras viajábamos. ¿Te suena el grupo Mocedades?

En la foto que contemplo ahora estás en un café hermoso y antiguo del centro de Lisboa y me sonríes mientras sostienes un refresco en la mano. Siempre has tenido una sonrisa amplia, contagiosa, que muestras en la mayoría de las fotografías tuyas que conservo. ¿Recuerdas la impresión que nos causó cruzar los dos kilómetros del puente 25 de abril sobre el río Tajo? La torre de Belém, los fados, el funicular, aquel barco hundido junto al puerto. Cuántos buenos momentos, cuántos recuerdos y añoranzas conservo de ti.

En este punto cierro el álbum de fotos y pienso en lo que vino después. En cuanto recibí la terrible noticia de tu pertenencia a la banda acudí a informarme en las hemerotecas y recurrí a periodistas amigos, y lo hice con idéntico objetivo de buscar información acerca del comando al que te acusaban de pertenecer. Quería saber qué habías hecho exactamente, cuáles eran los delitos de los que se te podría acusar. Fue así como averigüé que estabas integrado en un comando armado de los conocidos como «legales», y que tus compañeros habían asesinado al ciudadano Francisco Gil Mendoza el 7 de agosto de 1991. Desde entonces me he mantenido siempre pendiente de los periódicos por ver si aparecía alguna noticia relacionada contigo.

* * *

En 1982 la banda terrorista había señalado como objetivo a personas a las que acusaban de traficar con drogas, y ordenado a sus comandos actuar contra ellas. El procedimiento empleado por estos gloriosos gudaris para seleccionar a sus víctimas era tan simple como siniestro: cualquier abertzale podía «denunciar» a un vecino como traficante, y bastaba su palabra para situarlo en el punto de mira.

A mediados de 1991, ETA había asesinado ya a más de veinte personas acusándolas de distribuir estupefacientes. Paradójicamente bastantes abertzales, e incluso miembros de comandos etarras, eran consumidores, y conocían, por tanto, a aquellos que trapicheaban con pequeñas cantidades para pagarse sus propias dosis. Esto evidencia que ese discurso era no solo hipócrita, sino también cruel y mentiroso. Dejando aparte el hecho de que el asesinato no debe ser nunca la forma de acabar con el narcotráfico, lo cierto es que ETA no asesinó jamás a ningún narco.

Juan Ramón Rojo González e Iñaki Recarte Ibarra, miembros del comando «legal» de Irún, deciden entonces asesinar a dos hermanos que, según ellos, se dedican a la venta de marihuana. El tercer miembro del comando, mi hijo, se encuentra en esas fechas pasando unos días conmigo en Madrid. Ambos terroristas y los hermanos Gil seguramente se conocen. Los dos se reúnen a las diez de la noche del día del crimen y echan a suertes quién de ellos será el encargado de efectuar los disparos; una vez decidido esto se dirigen a la plaza Urdanibia de la localidad irundarra, donde se llevan a cabo los trapicheos con la droga.

Rojo esconde un subfusil bajo el jersey y Recarte conduce el vehículo. Al llegar, dan lentamente una vuelta a la plaza con el coche, son más de las diez de la noche y nadie circula a esas horas por la zona. Localizan a los dos hermanos frente a un bar. Recarte aparca en una bocacalle situada a escasos veinte metros del lugar y espera en el interior del coche con el motor encendido. Rojo se pone la capucha y sale.

La plaza Urdanibia es un cuadrado de cien metros de lado rodeado de viviendas; hay en el centro cinco hileras de árboles frondosos y numerosos bancos cercados por un murete de piedra de un metro de altura con varias entradas. Los dos hermanos, Francisco y Alfredo, están en ese momento sentados en uno de esos bancos. Rojo, encapuchado, se acerca rápidamente a ellos mientras saca del jersey el subfusil. Alfredo lo ve venir y sale corriendo seguido por su hermano. El terrorista dispara una ráfaga de doce disparos y, tras cerciorarse de que ha alcanzado a Francisco, guarda su arma y huye hasta el coche en marcha en el que aguarda el otro etarra.

Son las 22 horas y 40 minutos de la noche: dos disparos han alcanzado a Francisco Gil en la cabeza y en la espalda; intenta caminar, pero no puede, y se desploma en el suelo. Alfredo, que milagrosamente ha salvado la vida, grita al asesino: «¡Así se soluciona el problema de la droga!». Ve que su hermano aún respira y entra desesperado en el bar pidiendo que llamen urgentemente a una ambulancia.

Ninguno de los sujetos presentes en el establecimiento, pese haber sido testigos de lo sucedido, hace caso de su petición. El joven insiste, alterado y subiendo el tono de voz, mientras contempla impotente como su hermano se desangra tirado en la plaza. Es entonces cuando los bípedos de apariencia humana a los que se dirige, que han seguido tranquilamente atendiendo sus propios asuntos, reaccionan subiendo el volumen de la música. Fuera de sí, Alfredo la emprende a golpes con el aparato de música, a lo que responde una camarera arrojándole un vaso. Llegan al fin, avisados por los vecinos, la policía y una ambulancia que traslada al herido al hospital comarcal del Bidasoa y posteriormente a la residencia sanitaria Nuestra Señora de Aránzazu, donde ingresó cadáver. Estos hechos fueron publicados por la prensa (ABC, 9-8-1991, pág. 19).

¡Cuánta miseria alrededor de ti! ¡Qué profundo es el rechazo que siento por tu mundo! Gente mala y miserable podemos encontrarla en todas partes; entre los terroristas hay, además, muerte y desolación. ¿Qué sentido tiene la vida si se abandona la compasión? ¿Cómo es el corazón de un asesino? ¿Cómo es un corazón capaz de seguir latiendo tranquilo después de cada asesinato? ¡Y pensar que tú has sido amigo de estos miserables, y que quizá sigas siéndolo!

La familia de Francisco Gil residía en Hendaya, a escasos cuatro kilómetros del lugar donde fue asesinado su hijo. Sabían que era drogadicto, y que trapicheaba para pagarse la droga que consumía. Eran tiempos en los que el consumo de drogas producía verdaderos estragos entre la juventud vasca; ser adicto a ellas implicaba entonces también padecer una clara segregación social provocada por la creencia —errónea— de que un drogadicto era ni más ni menos que un vicioso y en absoluto un enfermo necesitado de ayuda.

Evidentemente, esa creencia se modificaría más tarde, pero era la predominante en aquellos años. A nadie parecía escandalizarle, sin embargo, el alto índice de alcoholismo, mucho más extendido que la adicción a drogas ilegales, aunque era un hecho que el alcohol mataba mucho más que el cannabis o la heroína. Claro que a ETA jamás se le hubiera ocurrido realizar una campaña de asesinatos para erradicar el consumo de alcohol.

La familia de Francisco Gil sí sabía que su hijo era en realidad un enfermo al que ninguno de los escasos servicios de desintoxicación entonces existentes había logrado curar. Envió a los medios un comunicado en el que reconocían sus actividades, pero negaban tajantemente que fuera narcotraficante. Si obviamos el hecho de que esa familia se viera obligada a negar los cargos ante el «tribunal» de ETA es justo reconocer que se rebelaron contra la banda de la única manera en que era posible hacerlo en esos años en los que una gélida soledad solía ser la única acompañante de las víctimas. Los familiares hicieron también un llamamiento a la sociedad, y sobre todo a los afectados por el problema de la droga, llamándoles a rebelarse contra aquella crueldad y a gritar: «¡Basta ya de asesinatos, de marginación y de desprecio!». El comunicado de la familia fue difundido por la Agencia Efe el 13 de agosto.

Diez días después de este asesinato, la Guardia Civil detectó la presencia de tres terroristas miembros del «comando Donosti» en el barrio de Morlans, de San Sebastián. Al intentar apresarles se inició un violento tiroteo, que se prolongó varias horas, en el que dos guardias resultaron heridos y los tres terroristas muertos. En esta operación fueron detenidos diez colaboradores de la banda y los miembros de otro comando en Rentería. Rojo, Recarte y mi hijo, componentes del comando «legal» que actúa en Irún, huyen.

Según las declaraciones realizadas posteriormente ante la Guardia Civil por Recarte, él y Rojo lograron pasar a Francia y permanecieron un mes escondidos en casa del cura de Expelette. Posteriormente, estuvieron por separado en diversos pisos de Bretaña y París. Cuando los miembros de los comandos «legales» —que se denominaban de ese modo porque estaban formados por terroristas que hacían una vida aparentemente normal en España y no estaban fichados por la Policía— eran descubiertos y huían al país vecino quedaban a disposición del entonces jefe de la organización, Francisco Múgica Garmendia, alias Pakito. Vivían durante un tiempo escondidos hasta que eran asignados a comandos «ilegales» —es decir, fichados por las fuerzas de seguridad— que volvían a España para matar. A partir de ese momento puede afirmarse que se convertían ya en asesinos profesionales.

Si tú te integrabas en un comando «ilegal», todo habría cambiado radicalmente. No hubiera podido soportar el hecho de que tuvieras las manos manchadas de sangre. Por esa razón he estado todos estos años tan atento a todas las noticias sobre ETA, pendiente siempre de ti y esperando no encontrarte nunca en ellas.

Supe angustiado de la trayectoria criminal de tus amigos Rojo y Recarte, y me ponía enfermo imaginar que pudieras estar con ellos. Los padres observamos siempre de cerca la vida de nuestros hijos, tanto para acudir en su auxilio si nos necesitan como para alegrarnos con ellos de una buena noticia: mi buena noticia tuya ha sido no tener malas noticias tuyas. Respiraba cuando leía acerca de los crímenes cometidos por tus compañeros y no encontraba tu nombre escrito en letras impresas.

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Francisco Múgica Garmendia, Pakito, planeaba cometer el mayor número de atentados posible durante la celebración de la Exposición Universal de Sevilla, que iba a inaugurarse el 20 de abril de 1992. Para reforzar algunos comandos, crear otros y aumentar la actividad criminal de la banda echó mano de algunos terroristas huidos a Francia, como era el caso de Rojo y Recarte.

Siendo gobernador convertí en confidente a un terrorista, Luis Casares Pardo, quien durante seis años, hasta su muerte, facilitó a la Guardia Civil información valiosísima que, tras meticulosa investigación, sirvió para conseguir la detención de numerosos terroristas, entre ellos los máximos dirigentes de ETA apresados en Bidart.

Los detalles de estas operaciones policiales los relaté ya en El confidente. Algunos de los integrantes de la banda a los que se alude en estas páginas fueron detenidos, directa o indirectamente, gracias a las informaciones facilitadas por este infiltrado, Pakito entre ellos. Fue precisamente este, actualmente expulsado de la organización, uno de los miembros de la cúpula etarra detenidos en Bidart el 29 de marzo de 1992, veintidós días antes de la inauguración de la «Expo» que pretendía arruinar. Múgica Garmendia había ejercido como máximo responsable de ETA desde la caída de Eugenio Etxebeste, Antxón, en 1985.

Una vez convertidos en miembros «ilegales» —o «liberados», como también se les conocía—, de la organización, Rojo y Recarte pasaron a formar parte de sendos comandos que actuarían respectivamente en Vizcaya y Cantabria.

En cuanto a mi hijo, no supe nada de él hasta finales de julio de 1997, cuando un periodista amigo recién regresado de México, donde se había desplazado para escribir un reportaje sobre los etarras residentes en ese país, me llamó para asegurarme de que mi hijo se encontraba entre ellos, aunque su nombre no apareciera en el artículo que más tarde publicó en las páginas de su periódico. Saberlo me produjo un gran alivio.

Pakito se reunió en Bidart con Recarte y otro terrorista apellidado Galarza para ordenarles colocar varios coches bomba dirigidos contra militares y policías y entregarles un millón de pesetas de la época, cantidad equivalente a seis mil euros de hoy. Ambos llegaron a Santander el 18 de enero de 1992; allí les esperaba Dolores López, la tercera componente del «comando Mugarri», que actuaría en Cantabria.

Recarte, ayudado por Galarza, colocó el coche bomba, cargado con setenta kilos de explosivo y setenta de metralla, en una esquina de la calle Abericia de Santander. Eran las 8 horas y 10 minutos de la tarde del 19 de febrero de 1992. Faltaban solamente tres meses para inaugurar la Exposición de Sevilla y ETA necesitaba incrementar su actividad terrorista.

Recarte se encargó de accionar el mando a distancia y de decidir, por tanto, cuándo y quiénes iban a morir. El recorrido era utilizado por la mayoría de las furgonetas de la Policía Nacional que entraban y salían del cuartel, ubicado a trescientos metros. Aguardó hasta que vio acercarse una de ellas. Era una zona muy transitada, lo que hacía posible que, en el momento en que el vehículo policial se encontrara a la par del coche bomba, pasaran por allí personas ajenas al objetivo marcado por los terroristas. En una entrevista publicada por El Diario Vasco, el 31 de diciembre de 2011, Recarte se excusa aduciendo: «A ti te dicen que hagas algo y tú vas y lo haces. Es impersonal».

Hijo, qué difícil es leer estas frases sin sentir escalofríos. Tú, que conoces a Recarte, ¿crees que si hubiera mirado a los ojos de aquellas tres personas a las que estaba a punto de asesinar habría apretado el botón para hacer estallar la bomba? ¿Crees que si hubiera podido conversar con el joven Antonio Ricondo y este le hubiera contado sus planes de casarse en unos meses habría apretado el botón? ¿Crees que, de haber sabido que Eutimio Gómez Gómez, de veintiocho años, calefactor del hospital de Valdecilla, y Julia Ríos Rioz, empleada en una panadería, formaban un matrimonio unido y enamorado, habría apretado Recarte ese botón? ¿Qué mierda de ideología es esa que te exige apretar el botón sin mirar siquiera a los ojos de la persona que vas a matar? ¿Dónde está el valor de ese supuesto patriota vasco que, sabiendo que va a dejar a padres, hijos y hermanos padeciendo un dolor incurable, es capaz de apretar el botón?

Recarte apretó el botón, asesinó a tres personas e hirió a otras veintiuna, algunas de las cuales quedaron con graves secuelas.

Recarte contempló el estallido del coche bomba y vio cómo la furgoneta saltaba por los aires. Inmediatamente, salió huyendo montado en una motocicleta. Había pulsado el mortífero botón unos instantes antes de que el vehículo policial pasara junto al coche bomba, lo que salvó la vida de los policías ocupantes de la furgoneta. Por desgracia no corrieron la misma suerte los peatones que pasaban casualmente por la zona: la carga explosiva y la metralla, compuesta por setenta kilos de tornillos gruesos, hicieron estragos entre ellos.

Hasta una semana después del atentado, Recarte y Galarza se mantuvieron escondidos en un piso de seguridad de Santander. Luego viajaron a Fuenterrabía, donde vivía la novia del primero, para celebrar los carnavales y cenar con ella, que no accedió a su petición de permitirles dormir en su casa; una decisión prudente por cuanto, de haberles alojado, esta chica hubiera incurrido en un delito de colaboración con banda armada. Esa misma noche se presentaron en el domicilio de José Ramón Treviño, sacerdote de Irún conocido de Recarte, y le pidieron que les dejara pasar la noche allí. El cura no les hospedó, pero sí les facilitó la llave de la iglesia para que pudieran dormir en una dependencia del recinto. De Irún volvieron a Vizcaya, donde ambos fueron apresados por la policía el 18 de marzo de ese mismo año. Treviño, fue también detenido, condenado, y pasó varios años en la cárcel.

¿Te das cuenta de a qué conducía esta barbarie? ¡Tu compañero de comando, Recarte, condenado a doscientos tres años de cárcel! Tres familias de Santander y la familia de Francisco Gil de Irún rotas por el dolor.

Medio siglo de existencia de ETA que arroja como resultado casi mil personas asesinadas, miles de familiares condenados al sufrimiento y toda una sociedad dañada a causa del terror constante. Las dimensiones de lo ocurrido son demasiado grandes como para que nadie pueda olvidarlo jamás.

La historia no tiene prisa y juzgará a los que hayan escrito esta página tan negra. Todas las excusas, todas las justificaciones de la matanza serán anuladas, y quedarán solamente las víctimas frente a los verdugos. Así será, hijo mío.

En la entrevista concedida a El Diario Vasco Recarte declara: «Estuve apenas un año en ETA, pero hice todo el recorrido de manera condensada». Fue condenado por la Audiencia Nacional a doscientos tres años de prisión, de los que ha cumplido veinte años transcurridos en las prisiones de El Puerto de Santa María (Cádiz), Topas (Salamanca), Villabona (Asturias), Nanclares de Oca (Álava) y Martutene, en Guipúzcoa.

Recarte continúa excusándose en la entrevista: «Cuando entré en la cárcel pensé: “¿Qué es lo que has hecho?”. Al principio lo niegas, lo haces muy impersonal. Es como el soldado que va a la guerra y dice que él no ha matado, que ha sido el Ejército».

El preso tiene derecho a reinsertarse en la sociedad, tal y como reconoce la Constitución española. Y tiene también la obligación moral de no olvidar nunca el sufrimiento provocado en sus víctimas. Al igual que ellas, debe llevar esa carga durante toda su vida. De no ser así la injusticia se perpetuaría. Un criminal arrepentido se sentirá seguramente aliviado al recibir el perdón de sus víctimas. Pero ¿dónde está escrito que la viuda o el huérfano deban contribuir a que el antiguo verdugo viva tranquilo y feliz? De todas formas, cada uno administra como quiere, o como puede, su propio dolor y su capacidad para perdonar.

Tras acogerse a las medidas de reinserción, Ignacio Recarte solicitó una entrevista con don Pedro Ricondo, padre de Antonio Ricondo, para pedirle perdón por el asesinato de su hijo. Habían pasado veinte años desde aquel horrible día. En declaraciones recogidas por El Diario Montañés, el 3 de enero de este año, don Pedro afirma: «Si le tuviera delante le escupiría a la cara, le llamaría cabrón, hijo de puta y traidor […] Ni olvido ni perdono. Es un canalla, un sinvergüenza, autor de una muerte horrenda […] ¿Cómo me voy a creer nada de ese criminal? No acepto bajo ningún concepto sentarme enfrente de él para escuchar sus disculpas […] Fue él el que quitó la vida a mi hijo, que estaba empezando a vivir, que tenía su novia, que tenía planes de boda».

Recarte reconoce haber deseado limpiar su conciencia obteniendo el perdón de las familias de aquellos a quienes quitó la vida y es, en la actualidad, uno de los pocos etarras que ha hecho público su arrepentimiento. Eso le ha valido el desprecio de los que antes fueron sus compañeros, y ha obligado a su familia a trasladarse a vivir a otra ciudad.

La trayectoria de Rojo, el componente del comando «legal» de Irún que se trasladó más tarde a Vizcaya para seguir matando fue similar a la de Recarte. Formó parte, junto a los terroristas Pedro Urra y Javier Martínez, de un grupo de apoyo al «comando Vizcaya».

Rojo participó en el asesinato del policía nacional José Anseán Castro, tiroteado a las siete y media de la mañana del 14 de enero de 1992 en Basauri, Vizcaya. Estaba casado y tenía un hijo de catorce años.

Dos terroristas del «comando Vizcaya» roban un taxi a punta de pistola e introducen al conductor en el maletero. Recogen a Rojo y al jefe del comando, Gadafi, para dirigirse a una gasolinera del barrio de Bolueta, en Bilbao, y esperar dentro del taxi la llegada del policía José Anseán Castro. Rojo y Gadafi ven cómo este se encamina con su mujer a la parada del autobús y salen del coche. Gadafi dispara tres tiros al policía, que se desploma herido mientras la mujer le pide a gritos que no le dispare más. Rojo le cubre. Gadafi se acerca y le remata con un tiro en la cabeza.

La madrugada del miércoles 29 de enero de 1992 fueron detenidos en Basauri Juan Ramón Rojo González y Pedro Urra Guridi, pertenecientes a un grupo de apoyo al «comando Vizcaya». Rojo fue condenado por la Audiencia Nacional a treinta años de cárcel por el asesinato del policía nacional y a otros treinta por el asesinato cometido por él en Irún.

En 2004, Idoia López Riaño, conocida como «la tigresa» y condenada a más de mil quinientos años de cárcel, y Juan Ramón Rojo González contrajeron matrimonio en la prisión de Picassent, en Valencia. El matrimonio duró dos horas, el tiempo estipulado en la cárcel para mantener un vis a vis; ambos fueron recluidos en penales diferentes y López Riaño se unió a otro preso no etarra.

En las declaraciones efectuadas tras su detención, Rojo exculpó a mi hijo del asesinato de Francisco Gil, cometido el 7 de agosto de 1991 en Irún.

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Necesito volver al pasado y dejar así de pensar en las angustias del presente. Necesito recordarle en los tiempos felices. Tengo que mirar momentáneamente hacia otro lado para evitar verme arrastrado por la locura de aquel manicomio. Continúo pasando las páginas del álbum que contiene las fotos de nuestros días de vacaciones.

¿Recuerdas aquel último viaje que hicimos juntos? Yo había vuelto a casarme, tu nuevo hermano tenía apenas cinco meses y acudiste a pasar quince días con nosotros en Galicia. De camino hicimos una visita al santuario de Covadonga. Tengo ahora mismo en la mano dos fotografías tuyas tomadas ese día. En una se te ve serio junto a tu hermano pequeño, que también mira seriamente a la cámara en brazos de su madre. Estás más alto que yo, y muy delgado. Recuerdo que en aquellos años practicabas mucho deporte. En la otra sonríes muy levemente, melena castaña muy bien peinada con raya en el centro, cuello largo, camisa azul de cuadros desabrochada, pantalones vaqueros ajustados, zapatillas de deporte y una pulsera de cuero trenzado en la muñeca derecha. Viéndote, imagino que enamorarías a más de una chica de tu edad.

El domingo 24 de agosto se celebra la romería que festeja a San Roque. En esos días buena parte de los vecinos de Vivero, al norte de la provincia de Lugo, se trasladan a una campa a orillas del río Naseiro en la que se instalan para festejar al santo. Montan tiendas de campaña, cocinas portátiles y mesas y bancos que prácticamente solo se abandonan para acudir después de la cena a la verbena, que se celebra en la misma explanada y finaliza a altas horas de la madrugada. Te recuerdo bailando con las chicas del pueblo. Sé que lo pasaste bien. Todos estuvimos allí, invitados a la fiesta por los acogedores padres de una amiga.

En Vivero se da el caso de que muchos niños nacen en torno a la última semana de mayo: se les conoce como los «hijos de Naseiro», igual que conocemos ahora a los nacidos en abril de 2011 como los «hijos del mundial».

El agua del mar estaba tan fría que no apetecía mucho bañarse, pero sí jugábamos al fútbol. Te estoy oyendo reír cuando me regateabas y quitabas limpiamente el balón. Me agotabas, pese a que en algunas fotos se te ve con un cigarrillo en la mano.

En la fotografía siguiente estás sentado en una larga mesa colocada bajo el emparrado de un soleado jardín, rodeado de nuestra familia y la de nuestra amiga y soplando las dieciocho velas de una tarta. Nuestros amigos habían preparado una estupenda comida especial con sabor gallego. Alguien nos fotografió entonces a los dos juntos, es una foto preciosa. Se te ve muy contento, alegre. Yo estoy feliz junto a ti. Es la última foto que nos hicimos juntos. Han pasado veintiséis años. ¡Dios mío, cuánto tiempo ha trascurrido desde entonces!

* * *

Vivir en Madrid me impedía ver a mis hijos mayores todas las semanas, como ocurría en San Sebastián. Mi hijo tenía ya veintidós años. Aprovechábamos las vacaciones para estar juntos, y en ocasiones alguno pasaba unos días con nosotros en Madrid; fue en esta ciudad donde estuvo conmigo la última vez que lo vi.

Vino a pasar unos días, en los que hablamos de trabajo. Había realizado algunos cursos de informática y le gustaba la programación. Elaboramos entre los dos un programa muy ingenioso para rellenar quinielas con un mayor número de aciertos; aquello le encantaba. Le comenté también la teoría de los biorritmos, que explica cómo todos tenemos ciclos predecibles de mayor o menor fuerza física, capacidad mental y emocional.

Aplicamos aquellas fórmulas a los futbolistas que componían las alineaciones de los diferentes equipos y nos encontramos con que, pese a las predicciones de los biorritmos, los buenos seguían siendo mejores que los no tan buenos. Después estudiamos los partidos de jornadas pasadas y pudimos calibrar la verdadera influencia de nuestros cálculos. Al marcharse, le regalé un ordenador con el que siguió perfeccionando el programa.

* * *

3 de septiembre de 1991. Nadie sabe que estoy pasando unos días de vacaciones en un pueblo de la sierra de Gredos junto a mi mujer y mis dos hijos pequeños. Hace mucho calor, tanto que por las noches vamos con los niños al campo, donde se juntan los vecinos para intentar respirar algo de aire fresco. Estoy angustiado sin motivo aparente. Tengo el presentimiento de que algo malo me acecha. Llevo una semana sin hablar con nadie, dedicado en exclusiva a mi familia.

Los días transcurren lentamente entre juegos con los niños, piscina y paseos nocturnos; recuerdo los detalles más insignificantes, acuden a mi memoria de forma espontánea y una escena evoca a otra hasta que todo se presenta simultáneamente. Ignoro por qué, pero lo cierto es que presiento la inminencia de una catástrofe inevitable, de la misma manera que los seres vivos, excepto los humanos, notan el lejano terremoto y huyen del desastre. Seguramente, alguna lejana herencia de ese instinto ancestral me acosa durante esa larga semana produciéndome una inexplicable inquietud. Como si alguien cercano emitiera difusos mensajes telepáticos advirtiéndome de la proximidad de una tragedia que me afecta.

Siguiendo una rutina habitual, telefoneo a los hijos de mi primer matrimonio, y son ellos quienes me informan de que el teniente coronel de la Guardia Civil de Guipúzcoa ha llamado preguntando por mí. Intento ponerme en contacto con él, pero no logro localizarle.

Siento que algo grave está pasando, algo que nadie sabe o que nadie se atreve a decirme. Mi inquietud se transforma en desasosiego. Paso las dos horas de espera antes de volver a llamar al teniente coronel haciendo cábalas, pero no acierto con ninguna de las posibles malas noticias que imagino: es peor que todas ellas.

—¿Dónde estás?

—De vacaciones, en Gredos.

—¿Está contigo tu hijo J. R.?

—No. ¿Qué le pasa?

Mi hijo reside junto a su madre y sus hermanos en Irún. Algo le pasa, ¿pero qué? Las malas noticias son las que tienen más prisa por llegar a su destino.

—Le estamos buscando.

—¿Por qué?

—Tenemos una información que le relaciona con un comando de ETA.

A partir de ese momento no recuerdo más de la conversación, ni de lo que hago ni de adónde voy, solo puedo rememorar mi sufrimiento. Todos los padecimientos son distintos, este es insoportable. Me siento invadido y zarandeado por sentimientos contradictorios: no puedo llorar por la muerte de un hijo, porque está vivo, aunque en ese momento sienta que algo de él ha muerto para mí; no puedo liberarle de un secuestro porque no está secuestrado, se ha ido voluntariamente, y no puedo tampoco sentir compasión de él, porque presumo que es un terrorista. Sin embargo, es mi hijo, el hijo al que he visto nacer y crecer, el mismo por el que daría la vida. Es un dolor imposible de aliviar con el llanto.

La cabeza comienza a darme vueltas; todo el esfuerzo realizado como gobernador de Guipúzcoa para terminar con esa peste ha evitado, sin duda, algunas víctimas, pero no ha podido impedir el contagio de mi hijo. Me siento culpable por no haber estado más atento a sus amistades, por no haberle dedicado más tiempo. Me siento muy culpable por tener un hijo etarra. Desearía poder parar el tiempo y escapar de ese calvario, o que este retrocediera para poder evitar la desgracia. Pero nada puedo hacer. Sé de sobra que entrar en ETA es difícil, pero salir es prácticamente imposible. Algo se rompe y explota en mi interior, como si todo el empeño puesto durante años en construir y ordenar mi vida se viniera abajo, en un instante y con la fuerza de una bomba.

No creo que llegues nunca a ser consciente del enorme daño que me causaste. ¡La Guardia Civil te buscaba porque tenía indicios de que pertenecías a ETA! De no haber sido antes gobernador no lo hubiera creído, habría pensado que te confundían con otra persona, cualquier cosa. Para mi desgracia y la tuya sabía que la Guardia Civil no solía equivocarse.

Cuántos años he pasado preguntándome por qué lo hiciste. En ese momento comprendí lo lejos que estabas de mí, como si yo fuera un extraño. ¿Pero por qué? ¿Es que no sabías que siempre te he querido? Cuando hablábamos, cuando nos reíamos, cuando estábamos juntos y cuando estábamos separados, hasta cuando nos enfadábamos. Siempre te he querido, y creo habértelo demostrado. Dime, ¿qué te hice para que tú actuaras como lo hiciste? Necesito saberlo para dejar de preguntármelo, para poder asumirlo al fin.

Llegado a este punto me planteo si no debería poner fin aquí a este relato, olvidar la vergüenza, engañar al dolor. Lo medito y concluyo que debo seguir contando, que ahora tengo buenas razones para hacerlo, que han pasado veinte años y no debo resignarme al silencio.

Tras asimilar a duras penas lo que estaba pasando decidí, sacando fuerzas de flaqueza, investigar hasta donde fuera posible qué sucedió y por qué.

Aún aturdido por el impacto de la noticia regreso de nuestro lugar de vacaciones, en el que teníamos pensado pasar una semana más. Debíamos volver a Madrid cuanto antes. Rápidamente, le explico a mi mujer, que se queda lívida y estupefacta, lo que ocurre, y con la misma rapidez hacemos las maletas, preparamos a los niños —que afortunadamente eran demasiado pequeños para advertir nada raro—, cargamos el coche y en apenas dos horas estamos de vuelta en nuestra casa de Madrid.

Siento desde el primer momento la comprensión de mi mujer, ella es la única persona en la que puedo confiar. Siempre mostró un afecto especial por mi hijo. En trances como ese, de sufrimiento en soledad, resulta muy importante sentir un apoyo cercano en el que poder descansar. Nunca le agradeceré lo suficiente el amor que me demostró en esos días de pesadilla, cuando más lo necesitaba.

A media tarde de ese mismo día, 3 de septiembre, me acerco a una hemeroteca. Llevo varios días sin leer el periódico y seguro que encontraré alguna noticia relacionada con atentados o detenciones. Comienzo consultando las páginas del diario ABC; su corresponsal en Guipúzcoa, Carlos Olave, tiene buenos contactos en la Guardia Civil y su información suele ser muy fiable. Voy consultando diversos ejemplares y leo: el 25 de julio a las dos y media de la madrugada explota sin causar víctimas una bomba en un bar frecuentado por jóvenes que cumplen el servicio militar. Apenas cinco minutos después una furgoneta cargada de explosivos explosiona junto al cuartel de la Guardia Civil de Irún hiriendo levemente a dos guardias. El 26 de julio un paquete bomba explota bajo el coche de un ciudadano argentino residente en Fuenterrabía. El 7 de agosto un encapuchado asesina en Irún a un joven vendedor de droga. El 17 de agosto es detenido en San Sebastián el «comando Donosti». Logran huir los tres integrantes de un comando «legal» en Irún.

El día 20 del mismo mes el diario informa de que el grupo etarra de Irún disponía de armamento y munición suficiente para realizar una campaña de atentados en la comarca del Bidasoa. El día 21, la Guardia Civil detiene a las seis de la mañana a M. A. I., y a las once y media del mismo día a M. L. L., ambas residentes en Irún.

Deduzco por la información publicada en ABC que mi hijo pertenece al comando «legal» de Irún, de reciente creación, el mismo que ha cometido el asesinato de Francisco Gil en las fechas en las que se encontraba conmigo en Madrid y que actúa en la zona del Bidasoa. Me tranquiliza sobremanera saber que no tiene delitos de sangre. Los tres integrantes de dicho comando han huido; lo más probable es que mi hijo esté entre ellos.

No sé qué debo hacer. Mi mujer no hace preguntas, aunque intuye que trataré de comunicarme de alguna manera con mi hijo. Nado en un mar de contradicciones; soy su padre y seguramente necesita de mí, pero él huye de la Guardia Civil, y si fuera inocente no lo haría. Tengo que recomponer mis ideas. No puedo relajarme, siento una profunda ansiedad. Deduzco que lo más probable es que trate de ponerse en contacto conmigo. Esa noche no pego ojo. Pienso en todas las posibilidades y diseño un plan por si me llama.

Tengo ante mí una disyuntiva endemoniada: por un lado debiera ayudar a la Guardia Civil a detener a un terrorista, pero también necesito ayudar a mi hijo en el momento más complicado de su vida, necesito que él me explique qué ha pasado. Por lo demás nada ha cambiado, faltaría más; siento una enorme aversión por la banda y por todo lo que representa, pero no puedo evitar sentir amor por mi hijo. Tengo indicios de que no está implicado en ningún delito de sangre, pero aún no lo sé con seguridad, y esto aumenta mi angustia.

Quizá muchos padres, y todas las madres, entenderán mi lucha interior y mis contradicciones de aquellos días. Finalmente, y diría que de forma instintiva, es decir, sin poder remediarlo, el padre se sobrepuso al combativo gobernador, y el perseguido por sospechoso de terrorismo, en mi hijo. Yo, que me había enfrentado con todas mis fuerzas a la banda terrorista, era ahora un padre dispuesto a ayudar, o al menos a escuchar, a un hijo que se encontraba al borde del abismo.

Pensé que debía evitar que lo detuvieran antes de haber hablado conmigo, necesitaba verle, saber de su boca y mirándome a los ojos qué había o no había hecho. Sabía también que los tribunales no tratan penalmente los apoyos entre familiares directos, y conocía a fondo la forma de investigar de la Guardia Civil y los recursos que podía utilizar para proceder a su detención.

Había confirmado, con enorme alivio, que el comando etarra al que se le acusaba de pertenecer había cometido un solo asesinato, y que este se había producido justo en los días en que mi hijo se encontraba conmigo en Madrid. Era consciente de que mi testimonio no serviría en un juicio, pero el mero hecho de saber a ciencia cierta que no tenía las manos manchadas de sangre me alivió enormemente, me animó y me reafirmó en mi intención de intentar un encuentro con él.

Más tarde supe que en varias ocasiones, tanto en la etapa de la detención como en el posterior proceso judicial, fue exculpado de aquel crimen por sus dos compañeros de comando y, consecuentemente, por los jueces.

Que no hubiera matado era un consuelo, pero insuficiente para aplacar mi dolor; seguía anonadado, aterrado ante la acusación de pertenencia a la banda terrorista. Necesitaba hablar con él cuanto antes.

A primera hora de la mañana del día siguiente entro en una cabina y telefoneo a un amigo de Irún. Le pido que se ponga urgentemente en contacto con mi hija y le facilito un teléfono seguro para que pueda llamarme. No tengo dudas de que tanto mi teléfono particular como el de mi hijo están intervenidos. No obstante, llamo al volver a casa a mi exmujer: la encuentro alterada, cuenta que la Guardia Civil ha registrado la vivienda; conversamos y prometo informarle si tengo alguna novedad. En realidad, lo hago para inducir a los guardias que escuchan mi conversación a creer que utilizaré esos teléfonos para comunicarme con mi hijo si me llamara. Necesito despistarles.

Todo me resulta extraño, ajeno, inverosímil, no puedo creer lo que estoy sufriendo, no es real, debe tratarse de una pesadilla. He de hablar con él y hacerle entrar en razón, que me explique cómo y por qué, tratar de arrancarlo de las garras de la banda, convencerle de que se entregue.

Sé que pueden seguirme en previsión de que mi hijo se ponga en contacto conmigo, tengo que evitarlo. Salgo de casa temprano. En el trabajo no pueden localizarme, estoy de vacaciones, la única referencia de que dispone la Guardia Civil es mi domicilio. Pienso que lo mejor es que me pierda por Madrid y dedico varias horas a esa tarea. Debo asegurarme de que nadie sepa dónde me encuentro.

En las rotondas doy varias vueltas hasta comprobar que los coches que me siguen las han pasado ya, y las rebaso luego por el carril más transitado; aparco el coche en un punto alejado de la ciudad, y lo coloco de forma que resulte difícil distinguir la matrícula. Después me desplazo en metro: cuando observo que todos los viajeros han entrado ya en los vagones y que el convoy está a punto de arrancar salgo y me dirijo a otra línea. Utilizo para hablar los teléfonos públicos de los bares donde permiten recibir llamadas y dejo un mensaje en un teléfono seguro de Irún para que le transmitan que si quiere encontrarse conmigo le espero cada hora en punto en el último lugar de Madrid donde nos tomamos una cerveza juntos.

A todo esto, el ministro telefonea a casa preguntando por mí; como no estoy es mi mujer quien, al llamarla más tarde, me facilita un número con el que debo contactar cuanto antes. Me desplazo hasta una cabina lejana y mantengo una conversación muy tensa con él, le cuelgo. Su respuesta no se hace esperar. Cuando volvemos a hablar al cabo de un rato mi mujer me dice que un helicóptero de la Guardia Civil sobrevuela nuestra casa; el ruido es ensordecedor. En realidad no nos vigilan, sería absurdo hacerlo de esa manera, creo que lo hacen solo para intimidarnos. Tengo la adrenalina a cien, pero sé que no pueden detenerme. No he hecho nada ilegal, por más que me atribuyan no se sabe qué propósitos. Además, hubiera sido un escándalo hacerlo y a ningún político le gusta meterse en líos de los que ignora cómo saldrá.

Espero en el bar al que podría acudir mi hijo y ocupo la misma mesa en la que no hace mucho tiempo estuvimos tomando una cerveza juntos. Pienso en aquel día y en el giro inexplicable que han dado las cosas, en cómo es posible que él haya sido abducido por ETA y que yo tenga ahora un hijo terrorista. Vivo inmerso en una tormenta emocional, paso en un instante de sentir el cariño más tierno hacia él a repudiarle como al sujeto más despreciable. Doy vueltas y más vueltas a lo que voy a decirle si le veo; siento unas ganas enormes de reprenderle con la máxima dureza y también de convencerle de que huya de los que para mí son sus verdaderos enemigos, los terroristas.

Entregarse sería lo mejor, recibiría una condena y podría reintegrarse, una vez cumplida esta, en la sociedad. Pero para eso, para lograr convencerle, he de hablar con él, tiene que confesarme su grado de implicación, sea este el que sea. Estoy prácticamente seguro, por los datos de que dispongo, de que no ha matado a nadie, y sé que el delito de pertenencia a banda armada está penado con unos cinco años de cárcel. He de convencerle de que entregarse es lo mejor, pero es él quien tiene que decidir, no puedo obligarle. Yo no soy la Policía, soy su padre, y sé que, si continúa entre ellos, puede llegar el día en que le ordenen cometer un asesinato. Miro con impaciencia el reloj, es fundamental que hable con él cuanto antes.

Comienzan a asaltarme las dudas: ¿y si no viene?, ¿y si siente temor de verme, de encontrarse con un padre que cree que podría rechazarlo? O, lo que sería aún peor, ¿y si me odia? Todos sus correligionarios lo hacen; solo pensarlo me pone enfermo. Intento hacer memoria de cómo han sido nuestros últimos encuentros y no puedo recordar nada que no haya sido afecto mutuo, no creo que ese sentimiento haya podido variar de un día para otro. ¿O sí? Estoy en un mar de dudas.

Van a dar ya las tres de la tarde. Miro constantemente a la puerta; entra un matrimonio, luego unas jóvenes hablando entre ellas. Pasa un minuto de las tres y no aparece, puede retrasarse por la razón que sea o simplemente no llevar reloj. Veo a un joven que pasa en ese momento por la calle y que se parece a él. Me levanto y salgo rápido del bar, le doy una voz y se vuelve, pero no es él. Le pido disculpas y miro a los lados por si le veo. Nada. Son las tres y diez y no ha venido. Entro de nuevo en el bar, me dirijo al mostrador y le digo al camarero si alguien ha llamado preguntando por mí —antes me había asegurado de que podría recibir llamadas allí—; responde negativamente. Vuelvo a sentarme en la mesa, caigo en la cuenta de que llevo mucho tiempo sin comer y pido un bocadillo y un refresco.

Sigo mirando impacientemente hacia la puerta pensando que puede entrar en cualquier momento. Hay bastante gente en el bar y paso desapercibido, nadie parece estar pendiente de nadie. Dan las cuatro de la tarde —le esperaba a las horas en punto— y tampoco aparece. A las cuatro y media entra en el bar una persona de mi edad que mira a los lados buscando a alguien. Me mira de pasada y se va. ¿Y si es un policía que finge? No puedo correr riesgos así que pago la cuenta y salgo del local. En el metro me aseguro de que nadie me sigue, pero hago por si acaso un trayecto corto y regreso al punto de partida haciendo maniobras de despiste.

A las cinco menos diez estoy nuevamente en el bar y el camarero me informa de que nadie ha preguntado por mí. Dan las cinco, la gente sigue entrando y saliendo, pero él sigue sin aparecer. Comienzo a notar los efectos del cansancio y la tensión acumulados, que se presentan combinados con una profunda tristeza; ahora estoy seguro de que ya no vendrá. Repaso mentalmente los malos momentos por los que me ha tocado pasar en la vida. Me siento muy abatido, vienen a mi cabeza los versos tristísimos de un poema —«Hoy me sobra el corazón»— de Miguel Hernández:

Hoy estoy sin saber yo no sé cómo,

hoy estoy para penas solamente,

hoy no tengo amistad,

hoy solo tengo ansias

de arrancarme de cuajo el corazón

y ponerlo debajo de un zapato.

Hoy reverdece aquella espina seca,

hoy es día de llantos en mi reino,

hoy descarga en mi pecho el desaliento

plomo desalentado.

Son ahora las seis de la tarde y estoy sentado en la mesa de un bar cercano a la plaza de Oriente, esperando a un hijo que no va a venir. Los ojos se me empañan y no me importa, no conozco a nadie y nadie me importa.

A las seis y unos minutos el camarero se acerca a mi mesa.

—¿Es usted Antonio?

—Sí.

—Le llaman al teléfono.

—¿Dónde está?

—En el pasillo de los servicios.

—Muchas gracias.

Corro hacia allí y escucho al otro lado a una de mis hijas, que llama desde una cabina. Afirma que todo está resuelto y me pide que esté tranquilo; no hago preguntas, no es el momento de hacerlas. Solo le respondo que si necesitara comunicarse conmigo lo haga llamando al teléfono de la centralita de la empresa donde trabajo. Nadie puede controlar un teléfono que recibe centenares de llamadas diarias y que está atendido por dos telefonistas todos los días del año. Ahora sé que puede que nunca vuelva a ver a mi hijo. Pero no puedo pararme a llorar, quedan aún muchas cosas pendientes. Tengo que concentrarme en lo urgente y necesito tener la mente clara y rápida, adelantarme en la medida de lo posible a los acontecimientos haciendo aquello que creo que debo hacer.

Entro en contacto entonces con algunos medios de comunicación. Hablo con el director de El Mundo y con periodistas de ABC y de El País, y me cito con Nieves Herrero para una entrevista al día siguiente en Antena 3. Estoy al tanto de que la noticia acerca de mi hijo se publicará de inmediato, sé que será imposible retenerla, que las noticias tienen sus propias reglas y deseo anticiparme, evitar que aparezca incompleta o incluso deformada; es mejor que sea yo mismo quien la dé.

El ministro trata de impedir que acuda a los medios de comunicación. No le hago caso. En esos momentos no estoy en disposición de acatar sus órdenes, lo que no quiere decir que me sienta al lado de mi hijo, aunque trate instintivamente de protegerlo. Intento ponerme en su pellejo para intuir qué puede estar pasando por su cabeza. Sigo teniendo esperanzas de que quiera entregarse y abandonar a los suyos, pero soy cada vez más consciente de que se deben más a mis deseos que a la realidad. Ya lo pensaré más adelante.

Hablo en Antena 3, la entrevista se realiza sin guion previo. Poco a poco voy soltándome, tengo que decirle públicamente a mi hijo lo que no he podido decirle personalmente. Quizá me esté viendo, y si no, alguien se lo contará. Miro a la cámara y me dirijo a él: a duras penas logro contener el llanto, evitar que las emociones se desborden. Intento ser persuasivo, que me escuche. Necesito que me escuche. Al terminar de hablar siento clavadas sobre mí las miradas compasivas del público presente en el plató. No se atreven a aplaudir, y están allí para eso. Todos, incluida la presentadora, parecen haberse quedado en suspenso, pensativos. Supongo que su actitud se debe a lo dramático de la situación, a que cada uno de ellos estará preguntándose cómo reaccionaría y qué haría ante una circunstancia similar. Veo a algunos con un pañuelo en la mano, secándose las lágrimas.

Salgo de los estudios de Antena 3 y entro en mi coche. Es entonces cuando al fin me relajo y comienzo a llorar unas lágrimas silenciosas y amargas.