LOS AÑOS BÁRBAROS
Uno de mis hermanos, Alfredo, funcionario de Correos y perteneciente al sindicato abertzale LAB, tenía abierto un expediente laboral. Acompañado de otros cuatro hermanos —yo era entonces gobernador civil de Guipúzcoa— me denunció e insultó en una rueda de prensa en la que se vertieron falsedades que el juez naturalmente archivó, aunque el daño ya estaba hecho. La familia se rompió en pedazos. El odio que albergaban contra mí resultó ser mayor que los vínculos familiares que nos unían. Posteriormente, este hermano cometió un delito en Correos por el que fue condenado y expulsado de la Administración.
El juez de la Audiencia Nacional, Ismael Moreno, afirma en el auto de ingreso en prisión que el etarra Julen Etxaniz fue captado para la banda terrorista por mi hermano, Alfredo Goñi Tirapu, a principios de 2006. Etxaniz fue condenado por pasar información a ETA, entre otros, sobre el empresario Ignacio Uría, asesinado por los terroristas en 2008. Alfredo huyó a Francia, donde creo que aún sigue, perseguido por la Policía bajo la acusación de pertenencia a ETA. Todos estos datos son de dominio público. La banda terrorista volvía nuevamente a anidar en mi familia, y esta vez para destruirla de forma definitiva.
La mía no era la única familia rota en el País Vasco a causa de ese mismo odio, pero sí una de aquellas cuya destrucción alcanzó más repercusión en los medios de comunicación. Al desgarro familiar se le añadió la vergüenza de que este fuera de dominio público.
Es la primera vez que expongo a la luz del día este dolor y esta ignominia, pero lo creo necesario para evidenciar hasta qué punto la sociedad vasca estaba, y en buena medida continúa estándolo, enferma. No trato de extrapolar mi caso particular; es un hecho que en muchas familias se han sufrido, no sé si con la misma intensidad pero se han sufrido dramas parecidos. Lo que creo que hace mi caso singular es precisamente su visibilidad pública.
Una de las razones de mi tristeza en aquellos momentos fue no sentir tu apoyo. No podía entender que parte de mis hermanos me hicieran tanto daño; pero que tú, mi hijo, no te acercaras a mí a darme un abrazo ni hicieras un gesto con el que pudiera sentir tu afecto me dolió enormemente.
Nunca te lo dije. Pero sí vi claro que te habías alejado de mí y acercado a lo que ellos representaban, incluso en aquellos crueles momentos. Intuí que te había perdido, aunque no estaba dispuesto a aceptarlo. No me resignaba a romper con lo que consideraba y considero más sagrado de mi existencia, el amor por un hijo.
Cómo era posible que una maldita idea política pudiera ser más importante que el amor fraternal. Nunca podré entenderlo. Había oído contar que, en la guerra civil, miembros de una misma familia pertenecientes a bandos distintos se ayudaban unos a otros para salvarse del peligro. Y me preguntaba una y otra vez por qué eso no había sido así en la mía. ¿Por qué? Oh, Dios. ¿Por qué?
Saber que el pasado familiar —el de las reuniones de todos para compartir alegrías o tristezas, el de las bodas o nacimientos, el de los cumpleaños, el de las celebraciones navideñas— no volverá me produce ahora, pasados más de veinte años, una tristeza resignada. La expulsión del grupo familiar íntimo se sufre como una caída en el abismo, como una pérdida de referencias esenciales para vivir; provoca una gran tristeza, parecida a la que se siente por el fallecimiento de un ser querido. Es más dolorosa aún cuando se sabe que la causa de esa ruptura es el odio de personas de tu misma estirpe, lo que en el día a día implica que estas pérdidas sean tan irreversibles como la propia muerte.
Aunque la ruptura familiar definitiva se produjo como consecuencia de la rueda de prensa, el distanciamiento entre los hermanos afloró lentamente y con anterioridad a ese momento. En las escasas reuniones familiares a las que por esa época asistíamos todos se evitaba hablar de política, para no provocar roces o discusiones desagradables; debo añadir que eso mismo ha venido sucediendo, y quien lo probó lo sabe, en numerosas familias vascas.
Las repercusiones públicas de aquella rueda de prensa fueron muy variadas. Me sorprendió no poco la reacción, más bien la falta de reacción, de algunos líderes de organizaciones próximas a ETA que no realizaron ninguna alusión pública a la denuncia, supongo que porque hasta ellos entendieron que sería demasiado cruel ahondar en aquella profunda herida familiar.
Mis hermanos Vicente y Josu que, como he relatado, habían pertenecido a ETA pm, supieron que se iba a convocar la rueda de prensa un día antes de que tuviera lugar. Ambos mantuvieron un fuerte enfrentamiento con el grupo de convocantes, e intentaron por todos los medios hacerles desistir; hubo palabras gruesas, e incluso llegaron a las manos. No sirvió de nada. En la sombra, algunos abogados del sindicato LAB y del entorno de ETA les animaban y apoyaban encantados, al fin y al cabo no era su familia la que estaba a punto de ser demolida. ¡Qué miserables! ¡Hasta qué punto el odio cegó a mis hermanos! ¡Cuánto daño me hicieron!
Sabía que todo sería distinto a partir de ese momento. El pasado sería revisado con la tijera de la destrucción, del rencor, de la vergüenza, del odio sin límite. Fue entonces cuando comprendí que aquel terrorista que había afirmado delante de mí que no le importaría matar a su propio padre si este fuera guardia civil decía la verdad, que lo que yo me había resistido a creer era dolorosamente cierto: eran capaces de todo. Su sueño de la razón —su delirio más bien—, su fanatismo, había producido ese enorme monstruo.
Nadie en mi entorno entendía que pudiera ocurrir algo parecido. Nadie. Una vez superada la estupefacción inicial —parecía imposible que se pudiera llegar tan lejos—, mis amigos y la parte, por así decirlo, no contaminada de mi familia me apoyaron, un apoyo que nunca agradeceré bastante, y trataron de arroparme lo mejor que pudieron; también ellos padecieron el mismo dolor y la misma impotencia. Todos conocíamos ejemplos de familias compuestas por nacionalistas y no nacionalistas que pese a todo seguían unidas, familias conscientes de que existen límites que no se pueden traspasar.
Cuando supe lo que estos hermanos pretendían hacer hablé con mi madre para que intentara detener aquella locura. Trató de convencerles pero tampoco ella pudo hacer nada. La mala suerte estaba echada. Alea jacta est.
Por mi parte, me negué a ponerme a su mismo nivel y no realicé ninguna declaración pública sobre el asunto; no hacía falta, creo que la mayoría captó perfectamente la sinrazón y la crueldad de las palabras pronunciadas en la maldita rueda de prensa mucho mejor de lo que yo pudiera haber dicho o escrito. A ellos les salió gratis destruir a la familia y ofenderme a mí y al resto de mis hermanos.
A nosotros nos costó recuperarnos de aquella maldad. Rememorar ahora, pasados tantos años, aquellos sucesos, me ayuda a expulsar la espina enquistada desde entonces y, sobre todo, a calibrar, no de arriba abajo, sino de abajo arriba, la magnitud del daño social causado, que desde mi punto de vista permanece en la sociedad vasca pese al cese de la violencia etarra.
* * *
Pero no todo eran glorias ni triunfos en las acciones de la banda, como se puede apreciar en la siguiente anécdota. En 1989 la Policía detecta a un presunto terrorista en San Sebastián, apodado Santi, y solicita permiso al juez para pinchar su teléfono porque sospecha que está a punto de realizar un atentado. Tras una semana de conversaciones rutinarias, Santi mantiene una muy llamativa con un tal Joseba, si bien pone cuidado en lo que dice, se supone que por miedo a que el teléfono estuviera controlado. A pesar de ello, gracias a los detalles que facilita y a los que, tirando del hilo, logra reunir la Policía, ambos terroristas terminarán siendo detenidos. Pero vayamos a la conversación, tan absurda que parece sacada del guion de una película de Santiago Segura: el caso es que ha desaparecido una bolsa repleta de armas y municiones que Santi le había entregado a Joseba.
JOSEBA.—¿Santi?
SANTI.—Sí.
JOSEBA.—Soy Joseba.
SANTI.—Sí.
JOSEBA.—¿Qué tal?
SANTI.—Bien, ¿y tú?
JOSEBA.—Tú, Santi, una cosa: lo que tú me diste… bueno, la bolsa… me la han quitado.
SANTI.—No me jodas. ¿Te la han quitado?
JOSEBA.—Del coche la han quitado. Lo dejé todo atrás y me lo han quitado todo, la bolsa.
SANTI.—¿Quién te lo ha quitado?
JOSEBA.—No sé. Se han metido en el coche y me lo han quitado.
SANTI.—¡Uy! ¡Qué cabritos!
JOSEBA.—O sea que…
SANTI.—¡Joder! Del coche, ¿no?
JOSEBA.—Sí, sí. Se han metido y… bueno, serían algunos chorizos. O sea que… ¡Jo!
SANTI.—Bueno, bueno. Es así. Qué se le va a hacer.
JOSEBA.—¿Así es?
SANTI.—Sí.
JOSEBA.—Bueno, si la encuentro… Me voy a dar una vuelta por ahí, por si la veo.
SANTI.—No.
JOSEBA.—Espero no… voy a dar una vuelta a ver si aparece. Si no… ya está hecho.
SANTI.—Bueno. Es así.
JOSEBA.—¿Eh? ¿Es así?
SANTI.—Sí. Es así.
JOSEBA.—¡Aúpa la Blanca! (debe referirse a la Virgen Blanca, patrona de Vitoria). ¿Qué tal, por lo demás? ¿Bien?
SANTI.—Sí. Lo demás, bien. Bien, bien. Adiós, chaval.
JOSEBA.—Bueno, bueno, hasta luego.
La casualidad quiso que unos vulgares chorizos desarmaran, ellos solitos y sin encomendarse a Dios ni al diablo, a un peligroso comando etarra. Aunque en realidad la detención de los dos interlocutores no se debió tan solo a esa casualidad, sino al magistral diálogo entre ellos, que fueron tan torpes que su conversación, en lugar de disimular el desaguisado, lo puso tan de manifiesto que facilitó a la Policía la pista que necesitaba.
En cuanto a los chorizos, se quedaron lívidos cuando, al ser detenidos, supieron que habían robado armas a la mismísima ETA. Tanto es así que, nada más ser puestos en libertad, huyeron de San Sebastián tan raudos como si corrieran en un encierro de San Fermín y sin reclamar ni un céntimo por su extraordinaria colaboración policial; los «pobres» no tuvieron ni tiempo ni ganas.
En lo que atañe a Joseba y a Santi, tampoco consta que presentaran denuncia alguna por el robo sufrido, pero es seguro que durante su larga estancia en la cárcel se hartaron de darle vueltas y más vueltas al porqué de su detención. No podían entender cómo aquellos «cabritos» no solo les hubieran robado las armas, sino que, además, les amargaran la vida durante los cinco años siguientes. Por supuesto que, en el obligado informe que todos los terroristas tienen que redactar tras su detención y que han de hacer llegar a la banda para su análisis, se cuidaron mucho de explicar las verdaderas razones de su caída para evitar añadir a la humillación la carcajada de los suyos.
* * *
Querido hijo, te he comentado antes las torturas denunciadas por mi hermano Vicente, acerca de las cuales declaré como testigo en el juicio que se celebró en Pamplona. A pesar de todo, quizá te sorprenda la sinceridad con la que te voy a exponer mi postura sobre esta cuestión.
Que han existido ha quedado probado por sentencias de los tribunales. No sé si sabes que, mientras fui gobernador, hice todo lo que estuvo en mi mano para que no se produjeran; ello se tradujo en que no hubiera ni una condena por torturas que hubieran sido denunciadas durante mi mandato.
Si la Policía investigaba científicamente y encontraba pruebas suficientes para que el juez pudiera condenar a los terroristas, como hace ante cualquier otro delito previamente a la detención del presunto delincuente, todo recurso ilegal resultaba, además de inmoral y delictivo, innecesario. Nadie niega, y yo tampoco, que durante la dictadura se torturara; eran los métodos de una Policía que actuaba de acuerdo con la impunidad propia del régimen político que sufríamos; al llegar la democracia algunos de esos policías demostraron ser excelentes profesionales, aunque naturalmente hubiera excepciones a esa regla.
Hoy está comúnmente aceptado que el recurso a cualquier forma de maltrato es inaceptable en cualquier circunstancia, incluso en las más sangrantes, de las que, por otra parte, no faltan ejemplos. Sí me parece cierto que, de no haberse producido torturas en aquellos años, algunas simpatías obtenidas por la banda habrían sido menores.
¿Cuántos jóvenes se alistaron en la banda terrorista después de los juicios sumarísimos y las ejecuciones de terroristas durante la dictadura? Soy consciente, hijo mío, de que el espectacular crecimiento de ETA y las adhesiones al nacionalismo radical de muchos vascos se produjeron precisamente como rechazo a los métodos empleados entonces. Sin embargo, no deduzcas de mis palabras que con estas reflexiones justifico lo sucedido.
Pero también sabrás que las familias de los asesinados por el terrorismo sufren durante toda su vida el dolor por la ausencia del ser querido, una tortura eterna, y sabrás, asimismo, que, mientras en una sociedad democrática se condenan igualmente los malos tratos y los crímenes, ETA ha condenado tan solo las torturas de los suyos, incluso las inexistentes. ¿Crees que está llegando el momento de que condene cualquier delito?
Ser el mayor de nueve hermanos que han perdido prematuramente a su padre marca bastante. En el caso de mi hermano no fui un padre sustituto, pero sí un referente importante; hubiera deseado pasar más tiempo a su lado, pero residíamos en ciudades distintas y no era fácil. Poco antes de dejar de ser gobernador recibí una llamada de su mujer contándome que mi hermano padecía una grave enfermedad; me pidió que fuera a Pamplona para decírselo y acompañarle en esos momentos. Su médico, que también era su amigo, acudió conmigo a visitarle en su casa de la calle Mayor de Pamplona. Jamás olvidaré aquellas escenas, que conservo intactas en esa caja fuerte cerebral en la que todos almacenamos los acontecimientos que han marcado nuestra vida.
Hijo, Vicente era muy importante para mí, lo mismo que yo lo era para él. Quisiera que guardaras estos recuerdos con un cariño especial. Tu tío militó en ETA y lo dejó, mientras otros siguieron; vivió libremente y con intensidad, sin ataduras, que no le gustaban nada, y se enamoró de una mujer inteligente, tierna y con gran fortaleza y, como casi todos, fue feliz a ratos. Y también se enfrentó con entereza a quienes trataron de arrebatarle su libertad.
Subimos las estrechas escaleras de su casa de uno en uno, primero el médico, luego yo. Sabía por su mujer que llegábamos, pero no la verdadera razón de nuestra visita; ella había preparado el momento con delicadeza, con mucho amor. Nos abrió la puerta y vinieron los saludos, los besos, las frases cortas preguntando por la familia. Él estaba al fondo del pasillo, en una habitación grande y cálida con un balcón que miraba a la calle Mayor. Nos abrazamos e intuí que sospechaba malas noticias; preguntó por el verdadero motivo de mi presencia allí. El médico le cogió las manos y mirándole a los ojos se lo dijo:
MÉDICO.—Tienes cáncer.
VICENTE.—¿Es grave?
MÉDICO.—Sí.
VICENTE.—¿Cuánto tiempo me queda?
MÉDICO.—Nadie lo sabe. Puedes vivir un año o diez años.
VICENTE.—¿Qué se puede hacer?
MÉDICO.—Primero te tiene que ver un oncólogo. El mejor oncólogo de Pamplona es conocido mío. Te espera mañana en el hospital.
VICENTE.—Confío en ti, dime la verdad, ¿de qué depende el tiempo que me queda?
MÉDICO.—De que reacciones bien a los fármacos. Hoy la medicina ha avanzado mucho en el tratamiento del cáncer.
Le cogí la cara con las manos para mostrarle todo mi cariño y le dije palabras de ánimo. Prolongamos la visita largo tiempo en tanto iba asimilando la noticia. Vicente, muy en su estilo, terminaría por animarnos a nosotros gracias a comentarios en los que se reía de sí mismo y de sus problemas. Trataba de aliviar nuestra preocupación. La escena fue paradójica; nosotros estábamos allí preocupados y pendientes de él y él hacía lo mismo con nosotros; mi hermano fue siempre un seductor atento a los demás.
La proximidad de la muerte pone la vida patas arriba: las prioridades son otras, la relación con los demás se hace más selectiva, las decisiones más reflexivas; el momento presente es lo que importa. Preparar el viaje final no consiste en meter cosas en la maleta, sino en sacarlas.
En aquellos días un navegante navarro llamado Ugarte consiguió dar la vuelta al mundo en solitario y sin escalas en una embarcación de vela, la Vendée Globe; tenía entonces sesenta y cinco años. Vicente, que había navegado junto a nuestro hermano Josu, siguió apasionada y diariamente los avatares de aquel lobo solitario, así que su mujer quiso darle una sorpresa: se puso en contacto con los patrocinadores y reservó dos plazas para asistir a la llegada del navarro a puerto una vez culminada su hazaña.
Y allí estuvieron, entre las quinientas personas, autoridades vascas y navarras en su mayoría, llegadas de España al puerto francés de Les Sables d’Olonne para recibirle, participar en los actos de bienvenida y poder saludarle. Conservó siempre la fotografía dedicada de Ugarte.
En su despedida de la vida, Vicente unió a todos los hermanos, menos a uno, en torno a su cama. Poco antes de morir, y aunque no era creyente, apuntó con el dedo índice hacia el cielo insinuando, supongo que para tranquilizar a mi madre, que iría allí. Nadie pudo evitar una sonrisa. Fue una muerte dulce, la recuerdo con ternura. Si hay cielo estará en él leyendo lo que escribo con gesto risueño. Por un momento pareció que aquella situación volvería a unirnos, pero no fue así.
Tú conociste bien a tu tío Vicente, y te acordarás de él. Le ayudé siempre que pude hacerlo, como lo haría contigo si me lo pidieras. En esta quiebra final de la familia en dos partes, tu abuela se mantuvo equidistante por algún tiempo, pero poco a poco fue decantándose, o eso me pareció a mí, del lado de ellos y distanciándose de mí. Más tarde volveré sobre ello.
Mi hermano Eduardo escribió una reseña en el Diario Vasco con motivo de la maldita rueda de prensa. El diputado Juan María Bandrés envió una carta al director en la que no se mostraba precisamente comprensivo con lo que estábamos sufriendo. Eduardo no se calló, y le respondió reprochándole que tratara de sacar un miligramo de rentabilidad política de aquella situación. Para alegría de todos, Bandrés —recientemente fallecido— se disculpó públicamente, lo que le honra. Las disculpas son muy poco frecuentes en política.
Todavía hoy mi familia permanece rota. No es por supuesto la única familia en la que, por unas u otras razones, las más de las veces relacionadas con cuestiones económicas y hereditarias, parte de sus miembros no se dirigen la palabra. Como ya he dicho, en el País Vasco, sin embargo, los motivos suelen ser distintos, en no pocas ocasiones relacionados con la división política del país entre nacionalistas y españolistas o constitucionalistas, y ha existido aún otra fractura social más grave entre los que condenan el terrorismo y los que lo han apoyado.
En este último grupo pueden distinguirse las familias que ocultan sus diferencias y aquellas, muy escasas, que las hacen públicas, como es nuestro caso. Desde la rueda de prensa, es decir, desde 1989, todos saben que el nuestro es un caso extremo. He leído a lo largo de estos años muchos artículos en los que nos ponen como ejemplo de divergencia: un exgobernador muy combativo contra ETA y algunos de sus familiares etarras o proetarras, de modo que no he descubierto nada nuevo recordándolo. Lo he hecho para poner precisamente de relieve, y para que no olvidemos, la enorme división de la sociedad vasca.
La familia es el núcleo social más pequeño, pero no es el único. En cualquier agrupación de vecinos podremos apreciar, si enfocamos bien, divisiones parecidas. Sociedades gastronómicas, culturales, religiosas, escolares, universitarias, etc. Solo se salvan aquellas en las que no se admiten discrepancias, generalmente las de tendencia abertzale, que hasta ahora no han aceptado ninguna evolución.
Ahora nos encontramos ante un hecho nuevo que puede modificar esta situación: la posible disolución de la banda tras su alto el fuego definitivo. Y pienso que estamos todavía, y no deja de ser comprensible, demasiado pendientes de si ETA volverá o no a matar y no somos aún conscientes de que ese ya no es el problema. Los verdaderos conflictos a los que nos enfrentamos son los derivados de la devastación social creada por casi cincuenta años de terrorismo, que se traducen en el dolor irreparable de las víctimas, las rupturas familiares y la cuestión de la integración en la sociedad de aquellos terroristas que quieran hacerlo.
No es desde luego mi intención analizar aquí cuestiones tan complejas, pero sí me gustaría aportar mi experiencia y mi granito de arena en el intento, que a todos nos concierne, de sacar adelante esta tarea, que será tan larga y difícil como necesaria si queremos pasar definitivamente esta página.
Voy a darte las razones por las que creo que ETA no volverá a matar. Desconozco lo que piensas tú sobre el final de ETA. Sostener la estructura de una organización terrorista resulta enormemente costoso. Conozco algunos cálculos que se hicieron en mi época acerca de la cantidad de dinero recaudado por el mal llamado «impuesto revolucionario», y las cantidades eran muy importantes.
Las estructuras políticas y sociales que ETA y sus simpatizantes mantenían en el País Vasco eran sostenidas con los sueldos de los cargos públicos y las subvenciones de las distintas administraciones en las que tenían influencia. Al impedir los tribunales que las siglas afines a ETA se presentaran a las elecciones estos cuantiosos ingresos desaparecieron.
Posteriormente, la Policía desbarató la red utilizada para recaudar el producto de la extorsión, lo que dejó a la banda, y a todos sus apéndices, en una situación económica muy precaria. De modo que puede decirse que se les abrió el cielo cuando el Tribunal Constitucional autorizó, por razones que desconozco, que Amaiur se presentara a las últimas elecciones locales y generales.
Al mismo tiempo, la cúpula de ETA, el colectivo de presos terroristas y todas las estructuras políticas de Batasuna iniciaron un camino irreversible hacia el final de la «lucha armada». Y obtuvieron una sustanciosa recompensa en forma de votos, que se tradujo en las mayorías obtenidas en varios Ayuntamientos, sobre todo en el de San Sebastián y, lo que en muchos aspectos es aún más importante, la poderosa Diputación Foral de Guipúzcoa.
La conozco bien; fui, como recordarás, diputado foral en la primera legislatura de la democracia y sé de los cuantiosos fondos económicos que gestiona. Ahora, las decisiones de gasto en la Diputación de Guipúzcoa las toman los representantes de Amaiur. Y tan legal es gastarlos en infraestructuras como en subvenciones a asociaciones afines. ¿Te imaginas, hijo mío, cómo han cambiado las finanzas en las estructuras cercanas a la organización? Menudo alivio para ellos.
Y no es eso solo. Los sueldos que cobran los que ahora mandan son muy importantes; eso por no hablar del coche oficial, de la tarjeta Visa y de los gastos pagados. ¿Crees que los que realmente influyen ahora en ETA, que además gobiernan importantes instituciones del País Vasco, van a permitir que un chaval obsesionado con la causa arruine sus estupendas vidas cometiendo un atentado? Porque las instituciones democráticas tienen sus reglas, y una de ellas, la más obvia, es la de no matar para obtener cualquier propósito, el que sea. Hijo, he tratado de hacerte una descripción muy realista de la situación. Ignoro si estarás o no de acuerdo, pero es lo que pienso. Es más que probable que estas «soluciones» no sean compartidas en su totalidad por las familias de las víctimas, pero la política se elabora en la cocina del día a día, y esa suele ser eminentemente pragmática y para salir del paso, por así decirlo.
* * *
No está resultando fácil para mí afrontar la escritura de este libro, no tanto por la dificultad del empeño en sí, sino por la exigencia moral que la acompaña. Ni yo mismo sabría decir de qué manera estoy siendo capaz de poner sobre el papel sentimientos hasta ahora tan bien guardados; es algo semejante a extirpar dolencias antiguas, tan antiguas que uno ni siquiera es consciente del escozor que han venido causando, al que uno ha terminado por acostumbrarse, hasta que se libra de ellas.
Ponerlas sobre la mesa está siendo en ese sentido un alivio, pero, aun así, aparece de vez en cuando mi otro yo, ese que se resiste a desclasificar secretos que ni yo mismo recordaba ya. Cuando eso ocurre soy incapaz de escribir un solo párrafo, como si los archivos de mi memoria hubieran establecido un mecanismo de defensa que impidiera la salida de las palabras exactas con las que expresar lo que deseo decir.
Y es ahora, cuando me dispongo a recordar a las víctimas, cuando más paralizado me siento, precisamente por el sufrimiento que su recuerdo me provoca. Pero no podía olvidarlas para no sufrir, algo que por otra parte suele ser frecuente. Algunos son incluso capaces de negar la misma existencia de las víctimas, y si no ahí están los negacionistas del holocausto para demostrarlo. De modo que me he visto obligado a realizar una nueva catarsis desde la propia catarsis en la que estoy viviendo estos días. Como consecuencia de ello he podido tirar del hilo de lo soñado esta noche pasada.
Me encontraba en mitad de una planicie llena de tumbas. No se trataba de extensiones similares a las que contemplamos en los documentales, repletas de cruces blancas perfectamente alineadas que recuerdan a los soldados que se dejaron la vida en los campos de batalla y que fueron enterrados con el mismo uniforme. No. La explanada de mi sueño estaba llena de tumbas distintas unas de otras y, no sé por qué, presentí que ninguno de los que las poblaban podrían descansar en paz mientras sus asesinos no les pidieran, uno por uno, perdón.
Cada una de las víctimas tenía su propia historia, su vida brutalmente interrumpida. Todos habían sido diferentes, pero todos tenían en común lo más importante, precisamente aquello que los asesinos no reconocían en ellos, la pertenencia a la raza humana. Y fue y será la justicia la encargada de enfrentarles con la dura realidad, habían asesinado a personas; no eran txakurras —perros—, como ellos —los asesinos— acostumbraban a llamarles.
Es por esto que pedir perdón debe resultarles tan difícil, porque les obligaría a reconocer que su causa no fue noble, sino repugnante, que la supuesta heroicidad que les atribuían sus incondicionales nunca fue tal, que la historia, libre de los prejuicios y las visiones sesgadas del día a día, los juzgará con la máxima severidad. Que, en definitiva, y como tan certeramente afirmó Sebastián Castellio en su diatriba contra Calvino por haber ordenado la muerte en la hoguera de Miguel Servet, «matar a un hombre no es defender una idea, es matar a un hombre». Las palabras de Castellio son un alegato moral: no todo vale, ni todas las ideas ni todas las opiniones son igualmente respetables.
Decidí visitar aquel peculiar cementerio y me pareció que sus habitantes volvían por un momento a la vida: me paré frente a una madre que llevaba en brazos a su niño, al que le habían faltado solo unos días para nacer; había muerto en el vientre materno sin llegar a ver un solo amanecer. La madre, María Contreras, estaba muy bella pero triste, miraba a su niño y acariciaba sus manitas y sus ojitos cerrados. Pensé que su asesino no podría contemplar aquella imagen sin derrumbarse, era imposible.
Muy cerca de allí se encontraban varias mujeres con sus maridos, charlaban entre ellas de sus casos; Julia Ríos paseaba junto a su esposo, Emilio Gómez, cuando un coche bomba los mató a los dos el 19 de febrero de 1992, en Santander. Me fijé en ellos porque fueron importantes para mí; ella era panadera y él trabajaba en un hospital. En mi sueño les dirigí un gesto de saludo.
Con ellos se encontraba Hortensia González, novia del guardia civil Antonio Ramírez; eran muy jóvenes y estaban a punto de casarse. Los terroristas eligieron el día de Reyes del año 79 para asesinarles en Vergara; recuerdo haber asistido a su funeral. Éramos muy pocos los que acudíamos entonces a los funerales de las víctimas de ETA; todo era enormemente triste, también la escasa respuesta de la sociedad vasca, atenazada por un miedo que tardaría largo tiempo en comenzar a superarse.
El 11 de diciembre de 1987, doce personas fueron asesinadas en el atentado contra la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza; a todas ellas pude verlas en mi sueño: al guardia Emilio Capilla, a su esposa, Dolores, y a su hija, Rocío; a José Pino, a su esposa, María del Carmen, y a su hija, Silvia; a José Ballarín y a su hija, Silvia. Reconocí, por último, a la familia Alcaraz, al guardia Ángel Alcaraz Martos y a sus sobrinas, Miriam y Esther.
De un solo zarpazo familias enteras fueron asesinadas. Los terroristas, que ahora se niegan a pedir perdón y mostrar un mínimo de piedad por el daño producido, siguen sin atreverse a mirar a los ojos de sus víctimas. Hay que ser muy valiente para hacerlo: ellos nunca lo han sido.
Vi a un numeroso grupo de militares asesinados; destacaba entre todos ellos la familia del general Rafael Garrido, gobernador militar de Guipúzcoa, asesinado junto a su mujer, Daniela, y su hijo adolescente, Daniel, el 25 de octubre de 1986. Llama la atención el número de generales del Ejército asesinados, ni más ni menos que diecisiete, seguidos de los coroneles y tenientes coroneles, con quince cada uno, cuarenta y ocho oficiales y cuatro soldados. En total, casi cien militares asesinados.
La intención que albergaban estos crímenes era clara, provocar un golpe como el del 23 de febrero y destruir la democracia. ETA prefería un régimen dictatorial que sirviera de coartada para justificar su crueldad, necesitaron a Franco y, después de su muerte, pretendían otra nueva dictadura para disimular su verdadera naturaleza.
Seguían después los más de doscientos guardias civiles, los ciento cincuenta policías, catorce ertzainas y veinticuatro policías municipales asesinados por la banda. Conocí a algunos de ellos, y asistí a sus despedidas ocupando los primeros asientos de la iglesia, sencillamente porque no había más gente que ocupara más bancos. Una de las pocas autoridades de la época que no faltaba a ningún funeral era el diputado general de Guipúzcoa, el peneuvista Xabier Aizarna, ya fallecido. Vaya para él mi reconocimiento desde estas líneas; fue un hombre bueno. Sin el esfuerzo y el sacrificio de tantos guardias y policías viviríamos todavía inmersos en la zozobra de aquellos días oscuros.
Resulta asombroso comprobar hasta qué punto la actividad criminal de ETA ha afectado a prácticamente todos los estamentos sociales, representados en la larguísima lista de sus víctimas. Abogados, administrativos, albañiles, alcaldes, anticuarios, directivos de empresa, camareros, cocineros, conserjes, economistas, empresarios, funcionarios de prisiones y funcionarios del Estado, gendarmes, profesores, periodistas, jueces, jubilados, así hasta completar un total de doscientas catorce profesiones, engrosan su historial criminal.
En los años setenta, la banda terrorista asesinó también a cargos procedentes del franquismo, como el ya mencionado alcalde de Oyarzun o el presidente de la diputación guipuzcoana; aunque con quien se ha ensañado la banda es con los políticos elegidos en democracia: concejales, acompañados en el caso de Alberto Jiménez Becerril de su esposa, Ascensión; un exgobernador civil, sucesor mío en el cargo, y un exministro, además de cuarenta y un cargos orgánicos y militantes de partidos políticos democráticos.
¿De dónde sacan estos malditos la idea de que son «valientes gudaris» dignos de recibir el aplauso de los suyos al salir de las cárceles? Que se fijen bien en la interminable lista de personas de toda clase y condición social y económica asesinadas y si después de ello siguen sin ser conscientes de la monstruosidad de sus crímenes, no estarán capacitados para reinsertarse en la sociedad.
Tengo bastantes amigos entre los asesinados, más de los que uno puede soportar sin sumergirse en el dolor. No haré por eso mención especial a ninguno de ellos, aunque a todos los llevo siempre en la memoria y en el corazón.
Desde que ETA asesinó al guardia civil José Pardines, el primero oficialmente reconocido por la banda, el 7 de junio de 1968, hasta el 20 de octubre de 2011 en que anunció el final de su actividad terrorista, han transcurrido quince mil ochocientos cuarenta y un días en los que la organización terrorista ha asesinado a casi mil personas. Cada diecisiete días, de media, se ha cometido un nuevo crimen, y esto durante cuarenta y cuatro largos años.
ETA ha matado en Guipúzcoa mucho más que en cualquier otro lugar y significativamente tres veces más que en Madrid, razón por la que, si tenemos en cuenta la diferencia en el número de habitantes, el terror producido por la banda ha sido diez veces mayor en esta provincia.
Otro dato sorprendente y contradictorio con el discurso irredentista. ¿No era acaso la bota de Madrid la causante de todos los males? Estos números hablan por sí solos, y explican en buena parte la magnitud del daño causado a la sociedad guipuzcoana. Un crimen se paga con años de cárcel. ¿Cuál sería la pena por envenenar y atemorizar a toda una comunidad durante dos generaciones?
Imagino que puede ser duro para ti leer estas páginas. Si fuera así estarías en el inicio de un camino que puede conducirte a algo nuevo, algo que te ayudaría a evolucionar. Necesito creer que no te han lavado el cerebro y arrancado las glándulas en las que se generan los sentimientos.
Pero ignoro cuál es tu realidad. El adoctrinamiento es el peor enemigo de la evolución. La libertad es la mejor garantía del progreso del hombre. Me gustaría que miraras de reojo a alguna de estas víctimas y reconocieras en ella a un ser humano. Solo por eso habría tenido sentido escribir este libro.
* * *
El 19 de noviembre de 1987 el comandante de la Guardia Civil de Intxaurrondo me hace llegar una cinta magnetofónica en la que se recoge con una conversación telefónica entre un tal Ramón, presunto terrorista, y otra persona desconocida. Ramón ha detectado que está siendo seguido por la Guardia civil y pide a su interlocutor que le ayude a pasar a Francia.
DESCONOCIDO.—¿Qué tal, Ramón?
RAMÓN.—Bien, ¿y tú?
DESCONOCIDO.—¿Cómo va eso?
RAMÓN.—Oye, que me tienes que buscar algo (nervioso).
DESCONOCIDO.—¿De qué?
RAMÓN.—Me cago en D…, me cago en la V…, me cago en la H… ¿Quieres que vaya al cemento? (la cárcel).
DESCONOCIDO.—¿Pero estás seguro?
RAMÓN.—Están detrás. Segurísimo.
DESCONOCIDO.—Algún amigo tendrás.
RAMÓN.—He llamado a algunos y nada.
DESCONOCIDO.—No me digas que no tienes a nadie.
RAMÓN.—Me cago en D…, me cago en la V…, me cago en la H…, todos que sí, que sí, y luego nada. Mucho esto, mucho lo otro y al final me dejan más tirado que a una colilla. Ya les digo que para llevar la pancarta en las manos todos se apuntan, pero cuando hay que dar la cara de verdad, te dejan solo.
DESCONOCIDO.—Insísteles. Haz algo tú también.
RAMÓN.—Tienes que ayudarme a pasar al otro lado (Francia), si no me voy al cemento.
La voz de Ramón se altera por momentos. Trata de disimular su angustia.
DESCONOCIDO.—Espera un poco. Yo te busco algo.
RAMÓN.—Me cago en D… ¡Que mi mujer es puta! No te jode (frase sin sentido dicha para disimular).
DESCONOCIDO.—Yo te busco a alguien.
RAMÓN.—¿Cuándo?
DESCONOCIDO.—El miércoles a la una yo te llamo a este teléfono.
RAMÓN.—Por lo demás, ¿cómo va todo?
DESCONOCIDO.—Bien, bien. Bueno, chaval, agur.
RAMÓN.—Agur, agur. Te espero.
Las escuchas telefónicas autorizadas por el juez han sido una fuente muy importante de información para el desarrollo de la investigación antiterrorista. Los policías que oyen las grabaciones son grandes profesionales que detectan con rapidez cuándo una conversación contiene información valiosa: como si los terroristas, al tratar de disimular, les activaran un sexto sentido.
En esos años los gobernadores estábamos al tanto de las investigaciones importantes, tanto de la Policía como de la Guardia Civil. Esto servía para coordinar a los dos cuerpos policiales y evitar duplicidades e interferencias entre ellos. Pero la investigación de cada cuerpo de seguridad era sagrada y secreta, de ello dependían los éxitos o fracasos de cada uno. Aun así, en ocasiones se producían situaciones especiales en las que se hacía preciso modificar esta pauta. Y aquella lo era.
El grupo de información de la Policía de San Sebastián, que pese a sus escasos medios realizó una gran labor, investigó durante varios meses a un laguntzaile del terrorista José Antonio López Ruiz, conocido como Kubati. También tenían controlado su teléfono. Gracias a esta intervención supe que la persona, desconocida para la Guardia Civil, que actuaba como interlocutor en aquella conversación era ni más ni menos que Kubati, terrorista muy peligroso al que se le achacaba el asesinato hacía solo quince días de un guardia civil en Villafranca de Ordizia, localidad de residencia de Ramón.
Como resultado de aquellas brillantes investigaciones, la Policía estaba a punto de detener a Kubati; conocía el lugar y el momento exacto de su encuentro con otro de los laguntzailes, una cita para la que solo restaban diez días.
Pero acababa de saber que Kubati iba a telefonear a Ramón a la una del mediodía del siguiente miércoles. Sabía también que Kubati llamaba siempre desde una cabina telefónica. En las cintas grabadas por la Policía que había escuchado podía distinguirse el ruido de las monedas al introducirse en el aparato, una característica de las cabinas de la época. Es decir, sabíamos que siete días más tarde, a las 13 horas, Kubati estaría en una cabina de Guipúzcoa llamando a Ramón.
Pregunté al comisario de Policía sobre las probabilidades que tenía de detener a Kubati. Me respondió con honradez que muchas, pero que lógicamente no podía estar seguro al cien por cien. El terrorista podía no acudir a la cita o podía incluso eludir el cerco policial aprovechando que el encuentro iba a tener lugar en un sitio muy concurrido; era uno de los miembros de ETA más peligrosos y más buscados y se había mostrado siempre muy escurridizo.
No dejaba de darle vueltas a la situación planteada: si teníamos no una, sino dos posibilidades de detener al etarra, ¿por qué dejar pasar una de ellas? Cierto es que la vía para intentar hacerlo en la primera era tan inédita como insólita; nunca hasta entonces se había planteado una operación en la que fuera necesario controlar simultáneamente cientos de cabinas telefónicas para detener a alguien que se encontrara en una de ellas en un momento concreto.
Pero el Estado tenía capacidad para hacerlo, disponía de medios y personas suficientes y no podíamos dejar de intentarlo. Inmediatamente solicité, y se me facilitó, el listado con la ubicación de las seiscientas cincuenta y tres cabinas telefónicas instaladas en Guipúzcoa.
Al fin y al cabo, si la Guardia Civil no detenía al terrorista durante su cita telefónica siempre cabía la posibilidad de que fuera la Policía quien lo hiciera tres días más tarde. No era una decisión fácil, considerando el esfuerzo de investigación realizado por la Policía, una labor brillante que quizá no obtuviera su justa recompensa si era la Guardia Civil quien se adjudicaba aquel importante éxito. Pero por encima de todas estas valoraciones había que centrarse en lo prioritario, y esto era detener y poner a disposición judicial a aquel delincuente.
El asunto estaba claro: había que controlar todas las cabinas y debíamos ponernos manos a la obra lo antes posible. Llamé a Madrid. Estaban de acuerdo. A continuación le comenté al comisario la decisión, que obviamente no le gustó, aunque hizo gala de su gran profesionalidad y entendió que valía la pena intentarlo. Llamé al comandante de la Guardia Civil y le expliqué que la voz del desconocido interlocutor de Ramón era la de Kubati; así lo certificaban tanto las cintas de la Policía como su costumbre de telefonear siempre desde cabina. Puse a su disposición el listado con la ubicación de cada una de ellas y le pregunté si podría preparar el trabajo en los siete días de que disponíamos. Respondió que reuniría al grupo de información para analizar los detalles y me mantendría informado.
El grupo de análisis estaba formado por especialistas de gran experiencia y de probada solvencia; se encontraban, sin duda, entre los mejores expertos en lucha contra el terrorismo de Europa. En el curso del debate, algunos consideraron la estrategia de la detención demasiado arriesgada. Si algo fallaba —y bien podría ocurrir, tratándose de una operación tan compleja— supondría un fracaso para ellos, a lo que se añadía la posibilidad, no demasiado agradable dada la permanente rivalidad entre cuerpos, de que este fuera enmendado por la Policía pocos días más tarde.
Pese a estas incertidumbres, que por otra parte el que más y el que menos albergaba, pusieron en marcha el operativo, al que bautizaron como Akaitz, nombre del hijo de cinco años de María Dolores González Catarain, Yoyes, que contempló el asesinato de su madre a manos de su antiguo correligionario, el terrorista al que la Guardia Civil se disponía a detener.
El director de la Guardia Civil y el secretario de Estado para la Seguridad llegaron al día siguiente a San Sebastián. Nos tranquilizábamos pensando que no se podía fallar, habíamos comprado todos los números de la lotería. Se revisaron una vez más todos los detalles de la operación; cada uno de los mil seiscientos guardias civiles que participaron en ella sabían con precisión lo que tenían que hacer. Todos se habían entrenado a fondo, e incluso los no expertos en tareas de información tenían asignado un papel en la operación Akaitz.
El miércoles 25 de noviembre de 1987 amaneció con niebla en algunas zonas de Guipúzcoa. Era el día perfecto para vigilar las cabinas sin despertar sospechas, incluso para los guardias menos entrenados en aquellas labores. Se acercaba la hora. La Guardia Civil había dividido la provincia en varias zonas en función de la mayor o menor probabilidad de que el terrorista efectuara su llamada desde una de ellas; las cabinas de la zona A, las de mayor riesgo, estaban vigiladas por los profesionales más expertos y preparados para efectuar la detención.
A la hora indicada, la una de la tarde, cualquier persona que estuviera hablando por teléfono desde una cabina de la zona A, excluyendo a mujeres, niños y ancianos, sería retenida hasta comprobar su identidad. La consigna en caso de que se identificara y detuviera a Kubati en una de ellas, que debía enviarse por radio inmediatamente, era «Cabaña blanca».
En la zona de menor riesgo, zona B, la orden consistía en seguir a la persona una vez abandonada la cabina y tomar nota de la matrícula del coche o seguirla hasta el lugar al que se dirigiera. Había aún una zona C, en la que se descartaban las cabinas por encontrarse en el interior de cuarteles o similares.
Llegado el momento todo estaba a punto. Todas las cabinas estaban controladas. Todas. A la una del mediodía eran tres los hombres que hablaban desde una cabina en Guipúzcoa; al interrogarle sobre su identidad uno de ellos afirmó: «Yo no soy». Naturalmente era él, que llamaba desde una cabina de Tolosa. El individuo, que por supuesto iba armado, forcejeó e intentó arrebatarle la pistola a uno de los guardias de paisano que intentaba detenerle. Al mismo tiempo comenzó a dar gritos de «Gora Euskadi askatuta» —Viva Euskadi libre—. Desafortunadamente para él, ningún patriota acudió en su ayuda. A duras penas lograron introducirle en el vehículo camuflado utilizado por los agentes. Por la radio de todos los implicados en la operación se escuchó el mensaje: «Cabaña blanca». La operación Akaitz había concluido en su primera fase con éxito. Kubati estaba detenido.
Lo habitual era que las detenciones se realizaran por la noche; era más fácil sorprender a los terroristas y evitar así enfrentamientos. Excepcionalmente, y debido a los condicionantes ya relatados, la operación Akaitz se inició a plena luz del día, lo que dificultó el trabajo de la Guardia Civil. Los medios de comunicación afines a HB alertaron de inmediato a los suyos, proporcionando toda la información disponible conforme se producía. Eso facilitó la huida de algunos terroristas.
Pese a todo, el trabajo previo realizado por la Policía y la Guardia Civil dio sus frutos: se procedió a la detención de diez personas, dos de las cuales fueron puestas más tarde en libertad por el juez, que por lo visto no consideró suficientes las pruebas aportadas por las fuerzas de seguridad. En esta ocasión, cada uno de los cuerpos de seguridad detuvo a los colaboradores del «comando Goyerri-Costa» que previamente tenía localizados tras meses de paciente investigación. Pero a Kubati, uno de los pistoleros más sanguinarios de la banda, lo detuvo la Guardia Civil ayudada por la información facilitada por la Policía.
Aquella actuación no me granjeó demasiados amigos entre el Cuerpo Nacional de Policía, que me hizo responsable de no haberse podido adjudicar el éxito de la detención de López Ruiz. Ello no afectó, sin embargo, a mi relación con el responsable de la comisaría de Guipúzcoa, con quien mantuve un excelente trato que se prolongó tras mi salida del cargo. Vaya desde aquí el merecido homenaje a los profesionales de la Policía que, luego de haber pasado largos meses investigando y de haber perdido muchas noches de sueño, se quedaron sin el reconocimiento y la recompensa que su actuación merecía. Ellos saben que su trabajo fue fundamental para lograr que Kubati finalizara su carrera criminal.
* * *
Al hilo de este episodio se produjeron también algunas anécdotas dignas de reseñar. La primera se refiere al involuntario papel jugado por Jacinto, pacífico jubilado y veterano militante socialista de Tolosa que, apoyado en su bastón, daba ese día su habitual paseo por el pueblo. Un andarín con cachaba.
Pocos días después de la operación de Tolosa coincidí casualmente con él en San Sebastián en el transcurso de un acto público. Corrió a contarme que había visto durante su paseo de ese día cómo un joven esposado gritaba «Gora Euskadi askatuta», mientras dos personas de paisano trataban de introducirlo en un coche. Jacinto sospechó enseguida de qué iba aquello y observó que el individuo abría las piernas para evitar ser introducido en el vehículo, así que el intrépido jubilado decidió tomar cartas en el asunto y levantó la cachaba con intención de descargarla sobre las partes del sujeto, que quedaban expuestas, nunca mejor dicho, a huevo. Mano de santo: ver la cachaba levantada y cerrar las piernas fue todo uno.
De ese modo lograron los dos guardias civiles meter a toda prisa en el coche al detenido, no sin haber dedicado antes, supongo, una sonrisa de agradecimiento a aquel ciudadano tan bien dispuesto. Cuando terminó de relatarme su hazaña le conminé, más que nada por su seguridad personal, a no contarla a nadie, y nada le dije acerca de la verdadera identidad del individuo al que había estado a punto de «desgraciar». Jacinto se fue de este mundo sin saber que había colaborado en la detención de uno de los terroristas etarras más sanguinarios.
Por su parte Ramón, el del cemento, escuchó en vivo y en directo la detención de su jefe desde el otro lado del hilo telefónico. Para colmo de males, uno de los guardias participantes en ella agarró el auricular que Kubati había dejado colgando y, muy hábilmente y con muy mala idea, se lo llevó al oído y, en voz bien alta para que el detenido pudiera escucharlo, pronunció las siguientes palabras: «Ramón, todo ha salido bien», y colgó. Al escuchar aquello, un miedo irracional se apoderó de Ramón que, en su atolondramiento, no se paró a pensar que difícilmente podría él haber adivinado la cabina desde la que su jefe en la banda iba a ponerse en contacto con él; ni el mejor futurólogo lo hubiera hecho. Por si acaso puso pies en polvorosa, probablemente más por miedo a ser tachado de traidor por sus conmilitones que por la amenaza de detención.
Paradojas de la vida, había sido Ramón quien, angustiado ante el seguimiento policial que sospechaba, acudió a Kubati en busca de ayuda, y fue precisamente esa llamada la que desencadenó la detención del propio Kubati y la que de paso facilitó su huida.
Dos hombres hablaban tranquilamente desde una cabina telefónica de la zona A a las 13 horas de ese día, uno en Zarauz y el otro en Hernani. Ambos se llevaron un buen susto al ser retenidos por dos guardias de paisano; tras escuchar a través de la radio la contraseña, los agentes los dejaron marchar, no sin antes disculparse educadamente, devolverles el dinero de la llamada perdida e incluso, según me contaron, invitarles a comer, cosa esta última que los dos rechazaron amablemente; se ve que los pobres habían perdido el apetito, y no era para menos.
La prensa abertzale se encargó al día siguiente de destacar estas incidencias como si con ellas se volviera a los estados de excepción del franquismo; nada nuevo bajo el sol. Eso sí, estuvieron muy olvidadizos a la hora de enumerar los asesinatos cometidos por el gudari detenido.
El gabinete de prensa del gobierno civil no facilitó ninguna información sobre la operación Akaitz ese día; hacerlo hubiera dificultado en gran medida la continuidad del operativo aún pendiente. Ya se encargó el periódico Egin del día siguiente de publicar con lujo de detalles —con seguridad facilitados por allegados de los detenidos— la información sobre las detenciones practicadas, anticipándose en un día al resto de los medios de comunicación. Dos de los terroristas pudieron huir gracias a estas informaciones. En ocasiones como esa, las bases sociales proetarras se transformaban en centenares de corresponsales del periódico Egin y las emisoras afines: eran sus ojos y sus oídos. De esta forma no pocos terroristas que podrían haber sido encarcelados huían a Francia, alertados por estos medios de comunicación, para seguir con su trayectoria criminal.
Kubati era un asesino múltiple. La más conocida de entre sus víctimas fue, sin duda, María Dolores González Catarain, Yoyes, la antigua dirigente etarra que, como sabemos, decidió regresar a España sin el permiso de la banda. Este sujeto había cometido, sin embargo, otros crímenes; el más escalofriante, tanto por el número de víctimas como por el modo en que se llevó a cabo, el del gobernador militar de Guipúzcoa, su familia, su chófer y una ciudadana que pasaba por allí, perpetrado en pleno centro de San Sebastián.
Este criminal sabía que los coches blindados que se utilizaban entonces carecían de protección en el techo. Y aprovechó esta circunstancia para llevar a cabo la masacre. Su compañero de comando —a quien también se detuvo durante mi etapa como gobernador—, Fermín Latasa, conducía una moto de alta cilindrada. López Ruiz se sentaba detrás portando una bolsa de deporte cargada de explosivos que contaban con un temporizador de seguridad. El atentado estaba meticulosamente preparado.
Tenían identificado el coche blindado en el que se movía el gobernador y habían estudiado los horarios más frecuentes de sus salidas del gobierno militar, ubicado entonces frente a una de las entradas del Ayuntamiento, muy cerca del paseo de la Concha. Aguardaron varias mañanas seguidas hasta ese fatídico 25 de octubre de 1986 en que el vehículo que conducía al general Rafael Garrido, a su esposa, Daniela y a su hijo adolescente, Daniel, salió del gobierno militar.
La moto se pone en marcha y, sin que nadie lo advierta, comienza a seguirles; es sábado a mediodía, el tráfico es denso y las calles están llenas de gente. El coche enfila lentamente el bulevar y se encamina hacia el Kursaal, con la moto siguiéndole a distancia para no despertar las sospechas de los escoltas del gobernador; a cierta altura del bulevar el coche gira y comienza a entrar por la calle Legazpi; López Ruiz decide actuar en ese instante: ordena al terrorista que conduce la moto que acelere y se coloque junto al vehículo, acciona el temporizador de seguridad y, al pasar junto al gobernador, coloca la bolsa en el techo. En ese mismo instante una joven camina por la acera junto al coche; también ella morirá en el atentado. La bolsa tarda apenas dos segundos en explotar: todos murieron instantáneamente, la familia Garrido, el conductor y la mujer portuguesa que pasaba por allí.
Hijo mío, este crimen espantoso no tiene ninguna justificación. Ninguna. Ninguna. No hay ninguna causa que lo justifique. No puede existir ningún ser humano capaz de disculpar o justificar algo así sin dejar de serlo. Toda una familia y dos personas más, que también la tenían, eliminadas en un instante. Nadie es dueño de la vida de nadie. Nadie. Ningún asesinato tiene nunca ninguna justificación. Ninguno. No hay nada que pueda justificar unos crímenes tan horribles. Nada.
La operación Akaitz ha pasado justamente a los libros de historia policial como una de las más brillantes realizadas por la Guardia Civil y así es, pero es de justicia destacar que se pudo realizar gracias a la información esencial facilitada por la Policía, que llevaba adelantado un gran trabajo de investigación. La coordinación dio sus frutos. Cuando el interés personal se supedita al interés colectivo los resultados mejoran sustancialmente, aunque no siempre fue así.
Hoy, hijo mío, las centrales telefónicas son digitales y los teléfonos se intervienen a distancia utilizando ordenadores. La tecnología antiterrorista ha avanzado tanto que se puede conocer al instante la ubicación de cualquier persona sin tener que realizar costosos seguimientos.
En la actualidad es muy difícil comunicarse con otra persona sin dejar rastros. Hoy se puede identificar a un terrorista por su voz, reconocida entre millones de voces. En estos tiempos resulta muy difícil realizar un atentado sin ser detenido a los pocos días. A no ser que el terrorista sea un kamikaze al que no le importe morir matando. Pero los terroristas de ETA nunca han sido kamikazes.
Cuando el teléfono sonó a la una en punto en casa de Ramón, este se había ido. Dejó recado de que dijeran al que llamaba que se encontraba en casa de su tía. Kubati volvió a llamar al nuevo teléfono y es entonces cuando fue detenido. Inmediatamente, Ramón salió huyendo, pero no de su domicilio habitual, sino del de su tía, razón por la cual no pudo ser localizado. Como ya ha quedado dicho huyó no solamente de la Policía, sino también, y puede que sobre todo, de los suyos, no fuera ser que estos creyeran al guardia que, en presencia de Kubati, dio a entender su traición.
* * *
Un día necesité tranquilizar a un amigo mío, empresario de Zarauz, que acababa de recibir una carta amenazadora de ETA. Le ofrecí protección y traté de convencerle de que la organización mostraba síntomas de debilitamiento. Había que mantener la esperanza en la acción policial, que estaba dando sus frutos y era cada día más eficaz.
No debieron de parecerle muy convincentes mis palabras y la verdad es que, viéndolo en perspectiva, este hombre tenía razón al dudar de mi optimismo: la banda terrorista ha tardado desde entonces veinticuatro años en dejar de matar de modo definitivo. Pero en aquel momento se me ocurrió que quizá escuchando la conversación entre Kubati y Ramón el empresario percibiera el importante grado de angustia y las dificultades por las que atravesaban los miembros de la banda. Al terminar de escucharla, su único comentario fue el siguiente: «Estos son marxistas leninistas; se nota por la cantidad de blasfemias que profieren».
Mi amigo, ya fallecido, era muy católico, y lo que realmente le llamó la atención fueron las blasfemias. Cada vez que oía una, hacía una mueca de horror, como si hubiera recibido una puñalada. Sin embargo, lo que a mí me impresionó al escuchar la cinta por primera vez fue saber que ese terrorista iba a dejar de matar tras ser encarcelado. La detención de un asesino siempre alivia.
Las Gestoras Pro-amnistía y la central sindical LAB hicieron públicos, faltaría más, comunicados de condena, y exigieron la libertad de todos los detenidos.
Sabes que fui objetivo prioritario de la banda terrorista mientras fui gobernador civil de Guipúzcoa, y que al dejar el cargo tuve que abandonar el País Vasco. De haber logrado asesinarme lo hubieran celebrado como un éxito importante para ellos.
Entenderás, entonces, uno de los motivos por los que sentía alivio cada vez que se detenía a un comando, y por qué procuré hacer mi trabajo lo mejor posible. Entenderás, también, por qué nunca me motivaron las medallas: la mejor medalla era saber que no había ningún terrorista paseando libremente por las calles guipuzcoanas. Si todo esto lo sabes, y sé que lo sabes, ¿por qué nunca tuviste una palabra de comprensión hacia mí? Dime, ¿por qué?
* * *
El 19 de abril de 1985 me casé con mi actual mujer, aunque nuestra relación había comenzado a mediados de 1982. Me había enamorado. La vida tiene más fuerza que cualquier adversidad y continúa siempre, sin detenerse en andenes o apeaderos; por eso lo más importante es vivir, y todo lo demás queda supeditado a ello.
La noticia, lo sé pese a que ellos nunca me lo dijeran, no agradó a mis hijos, que sabían que iniciaba una nueva vida y formaría una nueva familia. Estos recelos iniciales no fueron obstáculo para que la relación entre nosotros se mantuviera en los mismos términos, y con el mismo afecto mutuo y correspondido de siempre.
Mi nuevo hogar estuvo siempre abierto para ellos. Al principio residíamos en el gobierno civil, en la plaza Pío XII, y allí venían todos, también él, para comer juntos los fines de semana. Más tarde nos trasladamos al palacio de La Cumbre, propiedad del Estado español, cuya segunda planta fue mi residencia y la de todos los que me siguieron en el cargo, una vez finalizadas las obras de rehabilitación. Recuerdo aquellas comidas familiares en el salón, y su largo ventanal con espectaculares vistas a la bahía de la Concha.
También recuerdo las risas durante las prolongadas sobremesas. Recorríamos la amplia arboleda, jugábamos al tenis y nos bañábamos en la piscina. Mi nuevo hijo disfrutaba junto a sus hermanos mayores.
Un día llegaste con el periódico Egin en las manos y te pusiste a leerlo ante mis ojos. Aquello fue muy duro para mí. Traté de no exteriorizarlo, pero sé que notaste mi incomodidad. Intuí que de alguna manera querías desafiarme, y que habías encontrado la forma de hacerlo con ese gesto.
Pensé también que pretendías hacerme saber la magnitud de nuestras diferencias, hacerme llegar el mensaje de que tu mundo era muy diferente del mío. No te atreviste o no podías decírmelo claramente, por esa razón utilizaste aquel periódico como medio para marcar tu terreno.
Recordarás que no te llamé la atención ni te dije nada pero le di, como comprenderás, muchas vueltas a aquella forma tuya de comportarte. Comprobaba con horror, una vez más, cómo el fantasma de la banda terrorista, que me acosaba desde muy joven, se introducía lenta pero inexorablemente en mi propia carne. Que se apoderaba de lo más querido para mí, de mi hijo.
Imaginaba a esa horrible serpiente que figura en el anagrama de ETA reptando sigilosa e invisiblemente por mi casa y enseñoreándose de ella sin que yo pudiera evitarlo. Sin embargo, y a pesar de estos malos augurios, me resistí a aceptar lo que me decía la cabeza y achaqué tu actitud a un deseo juvenil de romper tu cordón umbilical conmigo y dejarme claro, aunque fuera de esa manera tan desabrida, que ya eras mayor de edad. ¡Ay!
Cómo recuerdo tus esfuerzos por aparentar que leías aquel maldito periódico mientras me observabas de reojo esperando a que te recriminara por ello. Cuantas páginas de aquel panfleto, luego prohibido, se dedicaron a destruir mi imagen a base de calumnias.
Tú conoces bien cuál era uno de sus objetivos: desfigurar y deshumanizar a su próxima víctima, demonizarla para ponérselo más fácil a los asesinos y paliar la reacción social ante el crimen… ¿Hijo mío, te has puesto alguna vez en mi lugar?
Se aproximaba el momento en el que todo iba a cambiar. La capacidad de adaptación del ser humano parece no tener límites y nos hace en cierto modo inconscientes del peligro que corremos. Estaba a punto de ocurrir algo inconcebible, un acontecimiento que ni en mis peores pesadillas creí que algún día sucedería.