GUIPÚZCOA, VIVERO DE ETA
No conoces, hijo mío, los detalles de lo vivido durante mis primeros años en San Sebastián, ni sabes que uno de mis amigos de entonces estuvo en los años sesenta entre los primeros integrantes de ETA. He visto crecer ante mis ojos al monstruo que nos separó sin que yo pudiera evitarlo. Cuántas veces me digo que, de haber sabido lo que se nos venía encima, no habrías nacido en Guipúzcoa, que hubiera hecho lo imposible por alejarte de aquel ambiente envenenado.
Uno de mis primeros trabajos en la capital donostiarra —que compatibilicé con mis estudios— fue el de Radio San Sebastián. Allí conocí a un joven —como yo—, Iñaki Gabilondo, que iniciaba su exitosa carrera en la radio una vez finalizados los estudios de Periodismo en Pamplona. Él se mantuvo fiel a los micrófonos y a la Cadena SER durante su vida profesional; por mi parte dejé la emisora al cabo de unos años para dedicarme a la automatización en una ingeniería de Irún.
Pero aprendí mucho en la radio, que era una atalaya privilegiada —más aún para un recién llegado como yo— desde la que observar y conocer mejor a la sociedad donostiarra de los primeros años sesenta. Fue en la radio donde me relacioné por primera vez con un nacionalista, que además de locutor ejercía como ATS —entonces se les denominaba practicantes— en su tiempo libre; tenía una buena voz y un carácter irascible.
Hice amigos, y me incorporé a una de las cuadrillas de jóvenes donostiarras más numerosas, de las que recorrían las calles, y los bares, de la Parte Vieja las tardes de los sábados. Éramos diecisiete, aunque no siempre coincidíamos todos, y cada uno debía pagar una ronda de vinos. Dos de ellos eran manifiestamente nacionalistas: Pedro, que acabó siendo sacerdote, y Mikel, que se convertiría en economista.
* * *
Aquel sábado caminamos por el paseo de la Concha hasta llegar a los hermosos jardines de Alderdi Eder, frente al Ayuntamiento. Caía una lluvia fina, el famoso sirimiri, mientras una considerable multitud se agolpaba a los dos lados de la calzada para ver pasar al general Franco. El entonces jefe del Estado acudía todos los veranos sin falta a San Sebastián, donde disfrutaba de la pesca en el Azor, su yate, desde el que presenciaba puntualmente las regatas. También, y para que nada faltara, se celebraba todos los veranos un Consejo de Ministros en el palacio de Ayete, que servía como residencia veraniega del dictador y su familia. Aquella tarde una embarcación rápida le acercó desde el centro de la bahía de la Concha, donde solía permanecer anclado su barco, hasta la escalerilla que emergiendo del mar subía hasta el Club Náutico. Desde allí se dirigió hasta el alto de Ayete en un coche blindado, atravesando las calles donostiarras abarrotadas de gente moviendo banderitas españolas de papel, aplaudiendo en señal de adhesión o llevada hasta allí por la curiosidad.
San Sebastián era una fiesta cuando venía Franco. Le vimos pasar distanciados de la multitud, junto a los tamarindos y protegiéndonos de la lluvia con impermeables o plásticos. Entre el público se escondían infinidad de policías vestidos de paisano, atentos a cualquier eventualidad y velando por la seguridad del caudillo. Mikel estaba junto a mí. Al pasar bajo un tamarindo lo moví para que desprendiera goterones de agua y así mojar a mi amigo. Era una de las bromas que solíamos hacernos.
MIKEL.—No me hace ninguna gracia.
JOSÉ RAMÓN.—Ja, ja, ja.
MIKEL.—¿No ves que me has mojado?
JOSÉ RAMÓN.—Si llevaras impermeable no te mojarías.
MIKEL.—Cuando he salido de casa brillaba el sol.
JOSÉ RAMÓN.—¿No sueles llevar el plástico recogido en el bolsillo?
Mikel se me acerca con cara seria y me dice al oído.
MIKEL.—Esto está lleno de polis.
JOSÉ RAMÓN.—¿Y qué?
MIKEL.—¿No te das cuenta de que «plástico» es un explosivo?
Inmediatamente, Mikel desaparece entre el gentío sin llamar la atención. Pocas semanas después dejaría de salir a tomar vinos con nosotros. Más tarde supe que la policía le había detenido acusándole de pertenecer a ETA. Aquella noticia me impresionó, y me cogió tan de sorpresa que sigo recordando minuciosamente lo sucedido. Teníamos un amigo que al parecer pertenecía a la banda, y ninguno de la cuadrilla lo imaginábamos ni remotamente. En realidad, no teníamos ni idea de lo que aquello significaba, del alcance que podía tener, y menos aún de sus consecuencias.
A menudo habrás escuchado decir que los terroristas lucharon contra la dictadura de Franco: no te lo creas porque no es verdad. De haber sido así, la banda habría desaparecido con la llegada de la democracia a España, como hicieron los «polimilis». ETA ha sembrado el terror y el dolor en este país para conseguir la independencia del País Vasco y la anexión de Navarra a Euskadi, sin importarle que en España hubiera dictadura o democracia.
He sido testigo directo de muchos de los acontecimientos que se han producido desde su nacimiento hasta nuestros días. Nadie puede engañarme, créeme. Han pasado casi cincuenta años y dos generaciones, y la banda terrorista no se ha disuelto todavía. Tú lo sabes bien.
La organización, recién fundada en el inicio de los sesenta, no había asesinado aún a nadie, aunque, según se decía, no descartaba hacerlo «para defenderse». Algunos de sus integrantes portaban armas. Y ciertamente no tardarían en usarlas; pronto empezarían a sucederse los crímenes y la pacífica sociedad donostiarra, en la que tan a gusto vivía, sufriría una decisiva y brutal transformación. Como espectador asistí en primera fila a esa metamorfosis.
Muchos creímos entonces que ETA actuaba contra Franco y los que sustentaban su dictadura; sería al llegar la democracia, cuando ya era tarde y el veneno del odio se había extendido, cuando comprendimos que surgió en realidad para enfrentarse a los españoles y a todo aquello que representara o recordara a España, independientemente del régimen político del momento.
La democracia y la libertad llegaron tras relativamente pocos años de transición al resto de España, pero no así al País Vasco ni en parte a Navarra. Mientras en el País Vasco sufríamos un terror idéntico e incluso mayor que el padecido durante la dictadura, los madrileños, los andaluces, los castellanos, celebraban exultantes la fiesta de la libertad. Y si bien es desgraciadamente verdad que ETA ha dejado regueros de sangre por prácticamente toda la geografía española no es menos cierto que en tierra vasca ha destruido, además, el tejido social, dividiendo y enfrentando a la sociedad, haciendo añicos la convivencia de centenares de familias como la mía, emponzoñando a sus miembros y haciendo imposible, en algunos casos, cualquier atisbo de reconciliación. Con cuánto dolor escribo estas líneas. Con cuánta impotencia observo a las víctimas de tanta sinrazón sobrellevar su duelo, sin consuelo y sabiendo que el pasado es inamovible.
Aquel día en el Alderdi Eder comenzaría para mí una larga y dura travesía que aún hoy no ha terminado. Esa tarde perdí a un amigo al que tardaría años en volver a ver, y supe por primera vez de la presencia oculta de ETA en mi entorno, ignorante entonces del verdadero significado de aquella organización desconocida. Aprendí también, y desde aquel momento, a hablar muy bajito al oído de interlocutores de confianza, temeroso de que alguien ajeno a nosotros pudiera escucharnos.
La extraordinaria belleza de los paisajes guipuzcoanos se diluyó lentamente, como si una densa niebla me impidiera contemplarlos, y surgieron en su lugar las sombras de una ETA encarnada en personas cercanas y no menos temibles que los policías vestidos de paisano dedicados a proteger a Franco. Nadie advirtió en aquellos días este relevo, ni intuyó que los nuevos «guardianes» terminarían dedicándose a matar a los no adictos a su miserable causa, ni que el número de chivatos se convertiría en una plaga, ni que las muy escasas libertades consentidas durante la dictadura quedarían derogadas por los nuevos dictadores. Y nadie podía imaginar, tampoco, en aquellos días que nuestra particular bestia, la misma que durante cien años había enfrentado a los españoles en cuatro guerras fratricidas —las tres guerras carlistas y la guerra civil de 1936— despertaría en forma de terrorismo tras mantenerse treinta años dormida.
Quiero decirte que el nacionalismo ha intentado apropiarse de todos los signos culturales vascos, como si los que no somos nacionalistas no amáramos a nuestra tierra. Ha inventado una cultura basada en arcaísmos inexistentes y ha falsificado frecuentemente nuestras tradiciones.
Ha incurrido en discriminaciones clamorosas al intentar imponer el idioma vasco a toda la población, incluso a la que nunca lo ha hablado, como es nuestro caso, cuando nunca tuvimos ningún problema para entendernos con todos con naturalidad, que es para lo que debiera servir cualquier idioma.
Lo que es peor, el nacionalismo demoniza a todo el que piense diferente a ellos, como yo, y esa es la peor de las dictaduras. A mí jamás se me ocurriría recriminar a un vecino mío que ame la cultura rumana, o la alemana, o la británica, porque han nacido en esos países. Ten presente que en mi querida tierra se ha asesinado hasta hace pocos meses a quien se sentía español. ¿Tú crees que algún día podremos vivir en libertad permitiendo a todos pensar y sentir como cada uno quiera?
* * *
En aquellos años pertenecí al Oargui, una organización juvenil cristiana que tenía su sede cerca de la iglesia de Santa María; allí desarrollábamos actividades culturales, hacíamos excursiones a la sierra de Aralar o a las montañas cercanas de Jaizkibel, Gorbea, Larhun, a las cuevas de Landarbaso y a otros lugares próximos. Allí conocí e hice amistad con algunas chicas de la Parte Vieja. Era la primera vez que me relacionaba con chavalas de mi edad. Tenía un tocadiscos y muchos discos que utilizábamos para hacer guateques, en los que por cierto no se tomaba nada de alcohol. Aquellos fueron mis primeros bailes «agarraos» —es un decir—, con las hormonas de la juventud a flor de piel. Qué cortos me parecían aquellos bailes lentos.
En el Oargui conocí a Valentín, un cura muy dinámico. Pasado algún tiempo supe que había colgado la sotana y que simpatizaba con el entorno terrorista. Cada vez con mayor frecuencia tenía noticia de personas cercanas que se habían pasado al mundo del nacionalismo radical o que habían sido detenidas por la policía con acusaciones de pertenencia a ETA.
A todo esto, amplios sectores de la Iglesia vasca mostraban públicamente su afinidad con el nacionalismo, incluso con el más radical, utilizando sus mismos argumentos para explicar la situación del país desde los púlpitos, dejando de lado a los feligreses no nacionalistas y contribuyendo a aumentar la división social entre nacionalistas y los que no lo éramos. Hubo incluso en aquella época algunos casos de sacerdotes implicados con el terrorismo, curas que no tuvieron empacho alguno en auxiliar a etarras. Nada tenían que ver aquellos con los que yo había conocido en el seminario de Pamplona. Se acercaba el tiempo en que ETA daría el primer zarpazo en mi familia.
También habrás oído hablar, seguramente, de uno de los casos más sonados, que tuvo lugar en Irún; algunos curas colaboraron con ETA escondiendo a los terroristas que huían de la justicia en sus casas o en las iglesias, y que por esa razón fueron condenados a prisión por los tribunales.
Te he contado ya que, mientras permanecí en el seminario de Pamplona, conocí a numerosos sacerdotes y seminaristas navarros y que ninguno era por entonces nacionalista ni abertzale. Sin embargo, en el seminario de San Sebastián sí se dieron casos, e incluso se utilizaron sus instalaciones para que los etarras de aquella época pudieran preparar algún atentado, como afirma el propio arzobispo José María Cirarda en sus memorias.
Voy a contarte ahora un episodio que viví al ser designado gobernador y que creo que no conoces. Nada más ser nombrado, pedí audiencia al obispo de San Sebastián, Monseñor Setién, para presentarle mis respetos. Él me recibió muy educadamente y charlamos de mi procedencia navarra, de mis estudios en el seminario y de la situación en el País Vasco. Le dije que desde mi nueva responsabilidad me esforzaría por contribuir a impedir la sangría que se estaba produciendo en aquellos días —casi un asesinato diario— y solicité su colaboración, siempre desde el ámbito eclesial, claro está, para lograrlo.
De nuevo muy educadamente el señor obispo se distanció de mi análisis, y por supuesto de mi propuesta, utilizando los argumentos nacionalistas de la época y proponiéndome el diálogo con ETA para resolver el conflicto vasco, es decir, para hablar de la independencia. Pero nada dijo de terminar con aquel infierno de atentados —se produjeron más de cuatrocientos en los años que fui gobernador—.
Era inútil seguir pero, aun así, no pude dejar de recordarle lo que otros sacerdotes como él me habían enseñado en el seminario: que asesinar es un pecado muy grave tipificado en uno los diez mandamientos, el quinto, que dice «No matarás» y le recordé también que la Iglesia católica obliga al pecador a confesarse, arrepentirse, enmendarse y cumplir la penitencia. Que la legislación civil se ocupaba de imponer y hacer cumplir una condena justa, y que era su deber recordarlo desde los púlpitos de su diócesis, Guipúzcoa.
Desde luego, el pretendido dialogo terminó muy educadamente. Siempre he creído que, para poder entenderse, lo primero es hablar con claridad, aunque la experiencia me dice que a veces las palabras sirven más para ocultar intereses que para propiciar un verdadero entendimiento.
* * *
Vivía en San Sebastián y había formado mi propio hogar. Pronto nacería mi hijo. Con él llegaron los momentos de alegrías y de risas; las visitas al entonces novedoso parque de atracciones del monte Igueldo; los helados que se derretían en sus cucuruchos antes de que él pudiera terminarlos; los castillos construidos entre los dos en la arena de la playa de la Concha, aprovechando la gran explanada que dejaba la marea al retirarse, y que se desmoronaban cuando subía arrinconando a los bañistas junto al paseo; aquel coche con mando a distancia que los Reyes Magos le habían dejado en casa de mi madre, inmortalizado en una de las muchas fotografías de aquellos años que conservo.
Cuando quise darme cuenta el niño ya iba al colegio. Vivíamos entonces en una casa con unas vistas preciosas próxima a las peñas de Arcale, en Oyarzun. Desde sus ventanas se divisaba todo el estuario del río Bidasoa: Irún, Fuenterrabía, el mar, y, en los días diáfanos, siguiendo la línea de la costa, podía verse también Biarritz.
* * *
Eras muy pequeño todavía, pero posiblemente recordarás el asesinato de nuestro vecino el taxista. Tenía hijos de tu edad y alguna vez jugabas con ellos. Él y su familia residían en el inicio de la carretera que subía a nuestra villa. Esos chicos se quedaron huérfanos; ETA les arrebató a su padre para siempre. Recuerdo que la hija mayor tendría unos doce años, sus hermanos eran menores; tú tenías seis o siete. Me produce mucha tristeza ahondar en estos recuerdos.
Un día recibí la terrible noticia de que nuestro vecino había sido asesinado. Se trataba de un taxista que vivía también en una villa del barrio de Gurutxe, un hombre jovial y muy conocido en la zona. Dejó una viuda joven y varios hijos pequeños. ETA y sus cómplices excusaban su vileza calumniando a la víctima; esta vez dijeron que era un chivato de la policía. Lo cierto es que el verdadero chivato, el que cobardemente y oculto en el anonimato instigó a los pistoleros para que lo asesinaran quiso librarse de él porque le hacía competencia profesional.
Cuánta miseria se escondía detrás de aquellas proclamas de independencia y libertad para Euskadi. Cuánto asco me causaban aquellos «algo habrá hecho», después de cada asesinato. Cuánto dolor en aquella familia destruida por una bala egoísta y envidiosa. La viuda sufriría a partir de entonces el rechazo de algunos vecinos —no de todos— afectados por un virus muy contagioso, el del miedo.
En ese caldo de cultivo tan propicio comenzaron a aflorar los peores instintos de la condición humana, las bajas pasiones que bloqueaban cualquier sentimiento de piedad hacia las víctimas. Las normas de convivencia de aquella sociedad, muchas de ellas no escritas, basadas en el respeto a los sentimientos y a las ideas de los otros, se sustituyeron rápidamente por las consignas lanzadas por los asesinos y el grupo que las coreaba. La pertenencia a ese grupo era por el contrario una garantía de seguridad y de ausencia de miedo; estas poderosas «razones» explican, en parte, el rápido crecimiento del número de simpatizantes proetarras.
Si ETA decía que el asesinado era un chivato, nadie del clan lo cuestionaba. Cuantos más crímenes, más miedo entre los ajenos a la secta y mayor cohesión interna de sus miembros. Para completar aquel cuerpo doctrinal era necesario crear un enemigo al que culpar de todos los males sociales, España, contraponiéndolo al mito de un idílico País Vasco independiente.
Esto no fue difícil al principio; todos o casi todos estábamos de acuerdo en considerar a la dictadura franquista como enemiga de las libertades, y en los países democráticos de nuestro entorno se explicó la existencia de la organización como una muestra más de oposición antifranquista. Por las mismas razones, las incipientes estructuras de los partidos de izquierda españoles tampoco hicieron demasiados ascos a ETA en un principio, lo que se evidenció con el asesinato de Carrero Blanco. El propio Santiago Carrillo, y por extensión el Partido Comunista, se refería entonces a la banda como «el Eta» —como si se tratara de un partido político más—, lo que da una idea del desconcierto inicial con que fue recibida la irrupción en el escenario del grupo armado, y del total desconocimiento acerca de sus intenciones y su verdadero carácter (Gregorio Morán, Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, 1939-1985, Planeta, 1986, págs. 446-447).
Sí es cierto que fue la definitiva llegada de la democracia la que posibilitó —de manera generosa pero inevitable y hasta necesaria en aquel momento— que una parte importante de la organización, los más «políticos», es decir, los «polimilis», se fueran distanciando del resto, los milis, hasta disolverse e integrarse en la sociedad en el año 1982.
ETA militar, como se llamó entonces, siguió tratando de desestabilizar a la frágil democracia española llegando a asesinar a doscientos ciudadanos en un año y a diecisiete generales del Ejército español, hecho insólito en la historia de cualquier país en ausencia de guerra, lo que tuvo no poca influencia en el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
* * *
ETA asesinó a otro vecino nuestro en Oyarzun, al que también recordarás, apellidado Echeverría, el mismo que nos denunció recién llegados a la nueva casa. Cuando el juez acudió a nuestra vivienda para comprobar la denuncia, te vio correteando por los alrededores, tú te quedaste mirándole extrañado. Estabas vestido con una bata y llevabas algún juguete en las manos. Te estoy viendo. El magistrado iba acompañado del secretario del juzgado y de los dos abogados. Te preguntó algo, no recuerdo qué, pero sé que hablaste con él y que al juez le hicieron gracia tus respuestas. Tendrías unos siete años. En las próximas líneas te daré más datos que te ayudarán a recordarlo.
Pero sigamos adelante con los detalles de las huellas que ETA fue dejando en mi entorno. En aquella época compré dos mil metros cuadrados de terreno a un casero de Oyarzun, pagué a un arquitecto que realizó los planos de mi futura casa y obtuve permiso del Ayuntamiento para construir. Luego contraté a tres albañiles para que levantaran la estructura de la vivienda y el resto lo hice poco a poco yo mismo. El banco me había concedido un pequeño crédito que sirvió para pagar a todos. Con algo de dinero y con mucho esfuerzo acondicioné una casa de trescientos metros cuadrados, sin lujos, pero en un lugar precioso y con magníficas panorámicas.
Sin embargo, nada es tan fácil como parece a primera vista. El propietario de una finca colindante con el camino a mi casa me denunció alegando que había invadido medio metro de su terreno a lo largo de la carretera arreglada para acceder a nuestra vivienda. Para resolver el asunto sin necesidad de acudir a los tribunales el individuo en cuestión me exigía una cantidad de dinero mayor de lo que me había costado edificarla. Echeverría era propietario de una importante inmobiliaria situada en la plaza de Guipúzcoa de San Sebastián y había recibido aquel terreno hacía poco tiempo como fruto de una herencia. Él era una persona influyente y yo un joven de treinta y pocos años, sin dinero y abrumado por aquella adversidad. Contraté a un abogado, encontré en los archivos planos con las medidas exactas del camino y fuimos a juicio al cabo de varios meses angustiosos. Gané el pleito a aquel hombre poderoso, ambicioso y sin escrúpulos.
De la vida y andanzas de mi denunciante supe que Echeverría había cortejado a la soltera más rica de Oyarzun, cuarenta años mayor que él y gravemente enferma. Un día se presentó en casa de esta señora con un ramo de flores en la mano y acompañado por el cura del pueblo para preguntarle si quería casarse con él. Pese a que sus dolencias le impedían incluso levantarse de la cama el cura afirmó haber oído a la moribunda contestar que sí, con lo que dio por válido el insólito matrimonio. Pocos días después fallecía la recién casada y Echeverría heredaba toda su fortuna, incluyendo, por supuesto, la finca lindante con la carretera de mi casa.
De nada sirvió que los sobrinos de la difunta pleitearan con el desconsolado viudo, que utilizó a su favor el testimonio del sacerdote avalando aquel matrimonio celebrado en el lecho de muerte y que, nunca mejor dicho, fue a misa. Al año de intentar chantajearme fue nombrado a dedo alcalde de Oyarzun. Poco después, la empresa francesa de distribución de alimentos Mamut llegó a un acuerdo con Echeverría para construir en Oyarzun el centro comercial más importante de la época en las proximidades de San Sebastián. Cuando la construcción estaba muy avanzada el alcalde paró las obras con el pretexto de unas supuestas irregularidades. Al parecer, el edil exigió entonces una participación en la empresa a cambio del reinicio de las obras, aunque lo cierto es que estas permanecieron paradas durante varios meses.
Un día Echeverría apareció muerto junto a la puerta de su casa con un disparo en la cabeza. Su madre, ya mayor, salió a la calle al oír los disparos y encontró a su hijo agonizando, tendido en el suelo junto a un charco de sangre. ETA lo había asesinado. Al poco tiempo se reiniciaron las obras del hipermercado Mamut. Aquello me impresionó y me asqueó profundamente. Nadie lloró esa muerte fuera de las paredes de su casa. La mayoría guardó silencio y algunos justificaron el asesinato. El miedo se había apoderado ya de los guipuzcoanos, obligados a convivir con la dictadura de las pistolas.
Hace unos años me acerqué por allí para observar la que había sido mi casa y me asaltó el recuerdo de mis dos vecinos asesinados. Porque, pese a todas las esperanzas que tengamos puestas en el presente, es importante no olvidar, no permitir que nadie trate ahora de falsear unas verdades de las que muchos hemos sido testigos.
* * *
Quise mucho a mi padre. Lo supe cuando murió. Tú naciste dos años después de su muerte y desgraciadamente no llegaste a conocerle. Le hubiera gustado hacerte carantoñas, como se las hizo a tu hermana. Era un hombre muy tierno, aunque a mí me reprendía mucho, era el mayor, y, por tanto, responsable de las trastadas de mis hermanos. En aquellos tiempos la educación consistía en reñir, y algunas veces la reprimenda estaba acompañada de un cachete o de un castigo sin salir o sin la paga del domingo.
Me gustaría contarte cosas suyas, si quieres y si por fin llega el momento. Aún sigo preguntándome por qué tardé tanto en demostrarle mi afecto, y por qué lo perdí sin haber podido disfrutar más tiempo de él. Ahora solo puedo lamentarlo.
Un mal día de 1966 recibí la llamada de mi madre desde Pamplona, comunicándome la muerte de mi padre. Un desdichado accidente de circulación le arrebató la vida siendo aún joven, cuando estaba a punto de cumplir cuarenta y siete años. El impacto fue tremendo, quería mucho a mi padre y necesité largos años para recuperarme de aquella pérdida. Todos los dolores son distintos, aquel fue lento. Lo recordaba constantemente y constantemente sentía la necesidad de estar junto a él, de aprender de él, de volver a admirarle cuando cogía el violín —interpretaba el Zapateado, de Sarasate—, la flauta, el piano, la guitarra o el txistu, instrumentos todos que mi padre tocaba de oído gracias a un notable talento natural para la música, que le apasionaba, sobre todo la clásica.
Lógicamente no poseía una gran técnica, pero para mí era el mejor; apreciaba su esfuerzo por aprender en el escaso tiempo que podía dedicar a sus aficiones cuando el duro trabajo de sacar adelante a una familia tan numerosa se lo permitía. Sabía apreciar la belleza y él mismo tenía una buena planta, rubio y con los ojos azules como su padre y sus hermanos. Conservo sus libros y un retrato suyo que pinté varios años después de su muerte, supongo que tratando devolverle a la vida con mis voluntariosos pinceles.
Al morir mi padre, mi madre y todos mis hermanos se trasladaron a San Sebastián desde Pamplona. Se instalaron en un último piso de la avenida de Sancho el Sabio, en Amara, que contaba con una amplísima terraza asomada a una agradable plaza. Esos serían los últimos años felices en familia, cuando todavía hablábamos y reíamos juntos en aquellas tertulias interminables que invariablemente se producían después de alguna celebración familiar. Todavía entonces la ventura o desventura de uno se convertía en el contento o descontento de los demás. Mi hijo, pequeño aún, era el juguete de todos siempre que visitábamos a mi madre. Aprendí a valorar, y a añorar, aquella armonía tiempo más tarde, cuando todo cambió y el infortunio de una de las partes provocaba la alegría de algunos de mis hermanos.
No andábamos escasos de imaginación, así que a uno de nosotros se le ocurrió la —peregrina— idea de construir una embarcación. Entusiasmados con la ocurrencia nos pusimos de inmediato manos a la obra, sin arredrarnos ante los problemas que surgían a cada paso y que resolvíamos conforme se presentaban: convertir la terraza de un noveno piso distante más de mil metros del mar en un improvisado astillero puede parecerle una temeridad a cualquiera; a nosotros, no. De modo que nos pusimos en marcha.
Cada uno dedicaba al proyecto el tiempo y la energía que buenamente podía. Uno consiguió los recortes de madera sobrantes de una carpintería; otro, la cola; otro dibujó los bocetos, y cada uno aportó las herramientas que tenía en casa. En el puerto comprobamos las medidas de algunos modelos de embarcaciones y decidimos que la nuestra tendría seis metros de largo por un metro y veinte centímetros de ancho y setenta centímetros de altura. Calculamos también que podrían navegar en ella varias personas con un peso máximo de doscientos kilos, con el que la nave se hundiría en el agua menos de diez centímetros.
Empezamos construyendo el esqueleto con los listones más gruesos; luego, lo fuimos cubriendo con tablas más finas y flexibles: medíamos, hacíamos marcas en la madera, cortábamos, encolábamos o clavábamos. Así hasta terminar. Calafateamos el interior y pintamos el exterior. En dos meses la flamante barca estaba lista. Tenía un aspecto un tanto peculiar, y desde luego se parecía bastante poco a cualquiera de las embarcaciones que veíamos en el puerto, pero eso era para nosotros lo de menos.
Y llegó el momento más complicado, y surrealista, del asunto: bajarla hasta la calle desde el último piso del edificio. Utilizamos para ello dos cuerdas, una gruesa para soportar el peso durante el descenso y otra fina para alejarla de la pared del edificio. A las doce de la noche dos hermanos estaban en la calle y el resto sujetábamos la cuerda que lentamente hacía descender la embarcación, apoyada y enroscada en la barandilla de la terraza. Por increíble que parezca, todo salió bien. Montamos la barca en un carro especial y esa misma noche estaba en el Cantábrico, amarrada junto a las demás embarcaciones del puerto donostiarra.
A la mañana siguiente mi madre se encontró en la calle con una vecina que le comentó asombrada: «No sé qué me ha pasado pero esta noche he soñado que veía una barca pasar por delante de mi ventana. Era tan real que me he incorporado en la cama y, restregándome los ojos, he vuelto a mirar por si no se trataba de un sueño; luego la visión ha desaparecido y he seguido durmiendo. Cuando ceno fuerte suelo soñar, y por lo visto ayer me pasé». Mi madre la escuchó aparentando sorpresa y, aunque podría haber interpretado ese «sueño» con mayor realismo, prudentemente se calló. Sabía que la realidad hubiera sido más difícil de explicar y de creer que la pesadilla de su amable vecina.
Ese verano la familia dispuso de una embarcación muy especial con la que ir de excursión a la isla o a navegar por la bahía de la Concha.
Yo fui varias veces con mi hijo, que era todavía muy pequeño. El chiquillo disfrutaba mirando y saludando con su manita a los tripulantes de las otras embarcaciones que pasaban a nuestro lado y se quedaban boquiabiertos ante las especiales características de aquella embarcación de la que nosotros estábamos, sin embargo, muy orgullosos, sabedores de que ninguno de aquellos mirones habría siquiera intentado construir nada parecido.
Pero, en fin, como ingenieros navales no éramos, ocurrió que un día se formó una vía de agua que obligó a calafatearla de nuevo con estopa y brea para tapar la inoportuna grieta y, con el verano a punto ya de finalizar, la vía se reprodujo cuando cuatro de mis hermanos, sin tener en cuenta el exceso de peso, regresaban remando desde la isla de Santa Clara al puerto. Ante la imposibilidad de contener o achicar la entrada de agua aceleraron la marcha, de modo que al embocar la bocana del puerto tuvieron que ponerse en pie sobre la anegada embarcación. Los que lo vieron desde el muelle no salían de su asombro al contemplar a unos jóvenes que entraban en el puerto caminando prodigiosamente sobre las aguas, como si se tratara del lago Tiberíades. Solo que esta vez el milagro tenía su explicación, oculta bajo la superficie del mar.
Me parece estar viendo a mi hijo disfrutar de aquellos paseos por el ancho mar. Era muy pequeño, tenía solo cuatro años, y es posible que él no los recuerde. La bahía de la Concha parecía mucho más grande vista desde aquella embarcación que desde el paseo marítimo que la rodea.
Algunas veces entraba en la barca algo de agua, y cuando yo remaba, él se encargaba de sacarla con un cubo de playa, o hacía como que la sacaba. Los dos vestíamos traje de baño y los dos tomábamos el sol en nuestros pequeños trayectos por aquellas aguas quietas, poniéndonos primero rojos y luego morenos. Como todavía no sabía nadar —aprendió después— llevaba un flotador de plástico sujeto en la cintura. Todo aquello era una novedad, supongo que por eso le gustaba, por eso y porque venía solo, sin sus hermanos, con lo que disfrutaba del privilegio de mis atenciones. Aunque también le regañaba si se acercaba a un peligro o si no me hacía caso, reprimendas disuasorias que terminaban en cuanto se alejaba del riesgo. En una ocasión, siendo ya algo mayor, le reprendí levantándole la voz: lloró mucho y no le consolé. He olvidado el motivo de esa reprimenda, pero sí recuerdo que al cabo del tiempo pensé que quizá me guardaría rencor.
* * *
La noche del 17 de mayo de 1980 un estruendo en la puerta de la casa despertó a mi madre y a mis hermanos pequeños. Mi madre, asustada, se puso la bata y se dirigió a la entrada: «¡Abran, es la Guardia Civil!». Al abrir la puerta varios guardias con cascos y metralletas se distribuyeron rápidamente por toda la vivienda. Mi hermano Josu saltó enseguida por el balcón a una huerta colindante y desapareció en la oscuridad. A mi hermano Vicente no le dio tiempo de huir. Lo detuvieron mientras lo intentaba. Los hermanos más pequeños estaban aturdidos y mi madre lloraba mientras preguntaba a los guardias por qué se llevaban a Vicente.
Estuvieron varias horas registrándolo todo sin encontrar nada de lo que por lo visto buscaban. Cuando se fueron, mi madre corrió al teléfono para llamarme. Yo no entendía nada, estaba medio dormido, no podía creerlo: ¿Mis dos hermanos eran de ETA? Acudí rápido a su domicilio. Hacía diez años que ella y mis hermanos residían en una vivienda con jardín del barrio de Martutene de San Sebastián. Una vez allí les tranquilicé lo mejor que pude y me puse a la tarea de averiguar dónde se encontraba detenido mi hermano.
Los guardias habían preguntado a mi madre por el paradero de mi otro hermano, que había huido durante la detención, y le confirmaron la acusación de pertenencia a ETA. Yo era entonces diputado de la Diputación Foral de Guipúzcoa. Poco podía hacer, pero lo intenté. En la comandancia de la Guardia Civil de Intxaurrondo se me informó de que no sabían nada. O eso me dijeron. Pregunté en la comisaría de Policía: esa noche no habían efectuado ninguna detención. No podía entender lo que estaba ocurriendo.
Volví a casa de mi madre. Nadie pudo dormir esa noche, la pasamos haciendo cábalas y pensando qué debíamos hacer cuando amaneciera. En ese momento no tenía tiempo para pararme a reflexionar sobre cómo era posible que dos de mis hermanos pertenecieran a una organización terrorista. Me sentía confuso, incrédulo, perplejo, sin saber exactamente qué pensar. Pasaron varios días hasta que se nos informó de que Vicente se encontraba incomunicado en el cuartel de la Guardia Civil de Pamplona y nos pidieron que le lleváramos ropa limpia porque iba a ser trasladado a la Audiencia Nacional.
Tenías doce años y vivíamos en el paseo de Colón de Irún. La detención de mi hermano tuvo que impactarte. Tu madre y yo estábamos a punto de separarnos y supongo que por aquella época serías testigo de momentos de tensión en nuestra familia. La detención de Vicente fue un golpe muy duro para mí. Tenía una relación muy especial con él, siempre me consideró como el sustituto del padre que perdió siendo muy joven; por esa razón los sucesos que relato a continuación me afectaron profundamente, aturdido como estaba al saber que pertenecía a ETA, la de los «polimilis».
Entonces empezamos a vislumbrar lo que estaba ocurriendo. La ropa interior que nos devolvieron en una bolsa de plástico negra estaba ensangrentada y los pantalones tenían también manchas de sangre. Entre la ropa encontramos restos de cabellos. Todo hacía suponer que había sido maltratado, teníamos las evidencias en nuestras manos. Me indigné, todos lo estábamos. Mi madre estaba triste y preocupada. Aunque no sabíamos nada con certeza, sufríamos imaginándonos lo peor y tampoco sabíamos de qué se le acusaba.
¿Habría participado en algún asesinato? No era posible, Vicente no podría hacer algo así. Cuando desconoces qué está pasando y dejas a la imaginación libre para anticiparse a los acontecimientos se te ocurren las peores atrocidades. Pero estaba claro que los guardias que tenían detenido a mi hermano estaban obligados a garantizar su integridad, como las leyes de un Estado de derecho exigían, y que en ningún caso, salvo el de legítima defensa, debían realizar actos que los equipararan de ninguna manera con el modo de actuar de aquellos a los que legítimamente combatían.
Me dije que debía hacer algo y envié una nota a los medios de comunicación en la que censuraba al delegado del Gobierno de Navarra por las presuntas torturas sufridas por mi hermano, Vicente Goñi Tirapu, en el cuartel de Pamplona y le comunicaba que acudiríamos a los tribunales. Esta vez las denuncias no provenían, como era usual, de proetarras interesados en aparecer como víctimas ante cualquier detención. Yo no era ni simpatizante de la llamada, mal llamada, izquierda abertzale, ni nacionalista. Pero estaba horrorizado ante la sospecha de que miembros de la Guardia Civil pudieran cometer delitos para acabar con los delitos de ETA.
Aquella denuncia pública tuvo una obligada respuesta, poco convincente, y sin duda sirvió para evitar que siguieran maltratando a mi hermano. Esto no impidió que, cuando al fin pude visitarle en la cárcel, le reprendiera por su insensatez. Reconoció su pertenencia a ETA político militar y me aseguró que nunca había participado en asesinatos ni en colocación de bombas, y que las únicas acciones en las que tomó parte fueron un intento de atraco a una sucursal bancaria de Villabona y la difusión de un comunicado por la megafonía del campo de fútbol del Osasuna mientras se celebraba un partido.
En el atraco frustrado de Villabona no obtuvieron ningún botín porque los «milis» habían atracado la misma sucursal bancaria una hora antes y no habían dejado ni una sola peseta en la caja; una situación más digna de una escena de Berlanga que de otra cosa. Luego comprobé que esa sufrida sucursal tenía el récord de atracos debido a la falta de medidas de seguridad adecuadas.
En cuanto a la cinta reivindicativa que se escuchó en el campo de fútbol se pedía en ella el voto favorable en el referéndum de la Constitución, algo insólito por cuanto los partidos nacionalistas recomendaban la abstención y HB el voto en contra. Me contó que le aplicaron la tortura del quirófano, consistente en atar a la víctima a una camilla golpeándole en los genitales. El dolor era tan insoportable que acabó diciendo lo que aquellos guardias convertidos en verdugos querían escuchar; además, recibió golpes por todo el cuerpo y le arrancaron mechones de pelo de la barba y de la cabeza, produciéndole calvas que yo mismo pude contemplar, y que se mantenían varias semanas después.
No podía afirmarlo, pero sospeché que la prolongación del tiempo de incomunicación en las detenciones de presuntos terroristas sirvió en algunos casos para que las huellas dejadas por las torturas desaparecieran y desde luego sentí, y siento, parecido rechazo ante la tortura que ante cualquier acto terrorista.
Ciertamente, los métodos de investigación que entonces se utilizaban eran manifiestamente mejorables: cuando en alguna localidad se producía un atentado las fuerzas de seguridad solían practicar detenciones más o menos indiscriminadas que solo lograban alentar el victimismo y atraer más simpatizantes a la organización terrorista. Algunos policías, sin duda muy mal dirigidos, parecían incapaces de investigar los crímenes y atentados sin recurrir a atajos delictivos que alimentaban lo que los proetarras denominaron acción-reacción-acción. Similares consecuencias se produjeron con la aparición de grupos terroristas como el Batallón Vasco Español, los Guerrilleros de Cristo Rey, la Triple A o el Gal, todos ellos con iguales procedencias e idénticos y deplorables métodos.
Una de las medidas con las que se evitaron las torturas en mi época como gobernador fue obligar a los mandos policiales a presentarme las pruebas de que disponían antes de proceder a cualquier detención. Si los indicios no parecían suficientes para que el juez pudiera condenar al detenido, debían seguir investigando hasta lograrlos. De esa forma las pruebas se obtenían antes de la detención, no después.
Ricardo Magallón, José Antonio Gurruchaga, Vicente Goñi y José María Zabaleta, todos presuntos miembros de ETA político militar, detenidos a los pocos días del asesinato de dos guardias civiles en Goizueta, Navarra, por un comando de ETA militar, y que, por tanto, nada tuvieron que ver con estos crímenes, presentaron en el Juzgado de Instrucción Central Número 1 de Madrid, así como en el juzgado de Pamplona, denuncias contra los servicios de la Guardia Civil por supuestos malos tratos durante su estancia en la 521 comandancia de la Guardia Civil de Pamplona.
Las denuncias se entregaron igualmente ante las comisiones de derechos humanos del Congreso, Parlamentos vasco y navarro, así como en el Consejo de Europa. Celebrado el juicio el fiscal solicitó para los guardias civiles una pena de seis meses de arresto mayor y seis meses de suspensión de empleo. En diciembre de 1986 la Audiencia Provincial de Pamplona los absolvió. La sentencia reconoce, sin embargo, que «no se escapa a la sala la existencia de malos tratos o torturas que no dejan huella por lo que genera serias dificultades para probar estos delitos». Lo que cuenta para esta historia es que no se pudieron probar judicialmente las torturas denunciadas por mi hermano y sus compañeros, por lo que la verdad jurídica es la que vale. Como suele decirse en estos casos, se acata la sentencia aunque no se comparte.
Mi otro hermano, Josu, que había huido saltando del balcón a la huerta, permaneció escondido durante veinte días en las ruinas del fuerte de San Marcos, en Rentería. Logró cruzar a Francia, desde donde voló a Venezuela, y pasó dos años recorriendo diversos países de América del Sur mientras los «polimilis» negociaban con el Gobierno de la UCD su disolución, la entrega de las armas y la salida de sus presos de las cárceles. Tampoco Josu tenía delitos de sangre.
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¿Pero por qué mis dos hermanos se habían integrado en una organización terrorista? Tenían trece y quince años cuando la familia entera se trasladó a vivir a San Sebastián, eran demasiado jóvenes para estar ya contaminados. Tras hablar con ellos llegué a la conclusión de que fue el envenenado ambiente social imperante en el barrio de Martutene y en los municipios cercanos, donde crecieron e hicieron sus amistades, lo que determinó su reclutamiento por la banda terrorista. No podemos olvidar que ha sido precisamente Guipúzcoa la provincia en la que el abertzalismo radical ha tenido una mayor presencia, y consiguientemente constituyó también la mayor «cantera» de la banda. La hermosa Guipúzcoa se había convertido en vivero de ETA.
Date cuenta, hijo, de lo que supusieron para mí aquellos acontecimientos. Qué difícil fue aceptar lo que estaba ocurriendo en la familia. Mis hermanos eran ya mayores, tenían veintiséis y veintiocho años, eran responsables de sus actos, sabían lo que hacían. Pertenecer a ETA no era una aventura más, significaba entrar en un túnel oscuro y de final desconocido, un túnel del ya no era posible salir sino para ir a la cárcel.
Afortunadamente, mis hermanos no habían matado, pero estaban cerca de los que lo hacían. Matar la primera vez debe ser muy difícil, pero una vez dado el macabro paso desaparecen los temores del principio y termina convirtiéndose en un oficio. Lo comprobé siendo gobernador, cuando observé de cerca la deshumanización de los asesinos, que justificaban sus crímenes con frases huecas y sin sentido. Les había sido extirpada la piedad.
Eran incapaces de reconocer el mal causado sencillamente porque, a imitación de los nazis, no reconocían la humanidad de las víctimas. Y, por otro lado, no puedes imaginarte lo duro que fue también conocer de cerca el significado de la palabra tortura. Esos vínculos de los que te he hablado hicieron acto de presencia y el impulso de ayudar a Vicente fue para mí superior a cualquier otra consideración.
Veía cómo mi familia comenzaba a resquebrajarse. Los que nada teníamos que ver con las proclamas nacionalistas, y mucho menos con aquel delirio generador de terror, nos veíamos abocados a convivir con los que participaban o simpatizaban con él, o al menos no lo rechazaban. Pese a todo, nuestros lazos eran aún más fuertes que cualquier desacuerdo y siguieron uniéndonos en la adversidad. Las probables torturas a uno de los nuestros fueron un motivo de cohesión. Algunos de nosotros sufríamos por los asesinatos de los dos guardias civiles de Goizueta y simultáneamente nos angustiaban las probables torturas a nuestro hermano, supuestamente producidas precisamente por los compañeros de los guardias asesinados. Los sentimientos provocados por aquellos dos acontecimientos contradictorios no eran racionales, ninguna emoción lo es y, sin embargo, debíamos conciliarlos.
El dolor producido por una catástrofe natural, un accidente o una guerra se sufre, claro está, por los directamente afectados, pero se comparte con todos aquellos que se solidarizan con ellos. Esa socialización del dolor ayuda a mitigar los efectos destructores de cada trauma individual: hablando y siendo escuchado, compartiendo afecto, identificando el sufrimiento propio con el ajeno, ayudando y siendo ayudado en los pequeños detalles. Pero cuando, además de atormentado estás, o te sientes, solo, el desconsuelo tiene efectos perversos; parte de nuestra familia pertenecía ya al colectivo de las víctimas solitarias.
No éramos considerados socialmente entre los que se rebelaban contra ETA, porque al fin y al cabo teníamos hermanos en la organización terrorista. Tampoco éramos aceptados, ni lo deseábamos, por quienes se dedicaban a denunciar torturas y callaban ante los crímenes o jaleaban a los asesinos.
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En esta fotografía aparecemos los dos solos. Tengo un cigarro en la mano, recuerdo de los pocos años en los que fumé. Al dorso puede leerse la fecha de su cumpleaños: ya era mayor de edad. Los dos estamos sonrientes, relajados, ignorantes del poco tiempo que nos quedaba para compartir cercanía; se nos nota tranquilos, sin prisas.
Está guapo, lleva una camisa de cuadros azules, luce un pelo abundante, dientes perfectos y una incipiente perilla que le imprime un aspecto moderno y juvenil. La vida está hecha de instantes como el reflejado en esta instantánea, momentos que agrupados unos con otros nos recuerdan un pasado que ya solo existe en nuestra memoria. Es por eso por lo que esta foto sigue llena de vida, de afecto mutuo y de alegría compartida. Pero de inmediato la mente me traiciona evocando los momentos amargos que estaban a punto de producirse. Y no puedo evitar que, al mirarla una y otra vez, se me empañen los ojos.
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Tras la muerte de Franco y el fin de su interminable dictadura sentí la necesidad de arrimar el hombro en la transformación del país. Era difícil no entusiasmarse con un futuro que parecía esperanzador, y yo lo hice; me afilié al partido con el que me sentía más identificado, el Partido Socialista de Euskadi.
Representando a ese partido fui concejal del Ayuntamiento de Irún; la primera corporación democrática de España tras la estampida de la anterior —franquista—, que nos pasó el testigo tras sufrir varios de sus miembros el zarpazo de la banda terrorista, que asesinó a alguno de ellos. Esa era la bárbara manera con la que ETA pretendía propiciar la transición. Esto no constituyó, sin embargo, ningún problema para algunos alcaldes, que pasaron sin solución de continuidad, y sin ningún reproche social, de serlo de la dictadura a desempeñar sus cargos como los más convencidos nacionalistas del PNV e incluso de Batasuna. Con la mayor desvergüenza y sin rubor alguno. Pero las hemerotecas no mienten, y muchos de ellos quedaron inmortalizados en el archivo fotográfico del diario La Voz de España, que gestioné más tarde, mientras saludaban brazo en alto al caudillo cuando este visitaba San Sebastián.
En las primeras elecciones municipales, las celebradas en marzo del 79, fui elegido concejal de Irún y diputado provincial de la Diputación Foral de Guipúzcoa. El gobierno de Felipe González me nombró luego director general de la Tercera Edad del Inserso —ahora Imserso—; director general de Bienestar Social de la Comunidad de Madrid, y, por último, gobernador civil de Guipúzcoa.
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Creo que fue la intensa dedicación a la política uno de los factores determinantes en el deterioro de mi primer matrimonio, aunque puede también que fuera precisamente el desamor el responsable de que me volcara, por así decirlo, más en los de fuera que en los de dentro. Lo cierto es que no puedo —ni creo que se pueda— poner fecha al primer día en que noté los síntomas iniciales de aquel desgaste: cada instante fue muy parecido al anterior, mis rechazos o aceptaciones evolucionaron lenta pero inevitablemente y el amor de los primeros tiempos se desvaneció para siempre.
Y quedó lo único que permanece tras el naufragio, el amor a los hijos, que no depende de la abundancia de hormonas ni de factores externos. Un amor y un apego grabados en el código genético de todas las especies animales, garantía de la supervivencia de los seres vivos y arraigado como ningún otro afecto. Cuando uno de los padres abandona a su hijo traiciona esa ley universal, y podría afirmarse que merece el castigo que la vida le exija por ello. El no dejar de convivir junto a los hijos suele ser uno de los motivos aducidos por quienes prefieren «aguantar» un matrimonio sin amor, precisamente la misma razón que hace que otros se separen para impedir que los hijos queden marcados por las desavenencias de los padres; en nuestro caso optamos por lo segundo.
Aunque en estas cosas nunca se sabe, y hay tantas excepciones a estos razonamientos y tantas explicaciones diferentes, e incluso contradictorias, a los problemas de la convivencia, que desde la invención de la escritura siguen narrándose miles de historias distintas de amores y desamores, y todas ellas contienen algo de verdad.
Decidimos separarnos. Las tensiones propias de la ruptura dejaron seguramente en mi hijo, que iniciaba entonces su etapa adolescente, traumas duraderos. No resultó fácil pasar página y olvidar aquel proceso, pero lo hice, y no he vuelto a desempolvar recuerdos de lo sucedido hace más de treinta años, ni a reabrir heridas hace largo tiempo cicatrizadas.
No sé a ciencia cierta en qué medida afectó a mi hijo aquella separación, pero sí sentí que esa circunstancia le separó algo de mí.
Seguro que recordarás, seguramente mejor que yo mismo, cómo fue nuestra separación, o al menos lo harás desde otra perspectiva. Nos separamos una vez constatado que aquello no tenía arreglo, que la convivencia se había roto para siempre y que tratar de seguir con ella hubiera sido contraproducente.
Sé que te afectó. Muchas veces he pensado que esa ruptura influyó en lo que te ocurrió después, y ese pensamiento se adueña de mí y me hace sentirme culpable. He llegado incluso a creer que deseabas hacerme sufrir, darme donde más podía dolerme para compensar la balanza de tu sufrimiento.
Durante mucho tiempo trabajé fuera, y solo volvía a casa el fin de semana, en consecuencia apenas nos veíamos. Cuando me dediqué a la política pasábamos más tiempo juntos, pero eso duró poco. Vino la separación, y el divorcio posterior, y pasamos a vernos un día a la semana, quince días en verano y algunos más en Navidad.
Aprendimos a convivir de una manera distinta, creo que más relajada, aunque realmente no sé cómo te sentías tú. Venías con todos tus hermanos y, por tanto, nos relacionábamos en grupo y pasábamos poco tiempo a solas. Pero yo estaba más relajado, y tuviste que notarlo.
Liberarse de un pasado infeliz alivia. Empecé a vivir de nuevo y a gozar de una agradable sensación de libertad, si bien hube de aprender a desprenderme del incómodo sentimiento de culpa, y a persuadirme de que, aun conociendo mis responsabilidades, no podía ser el culpable de todos los acontecimientos no deseados que se producían en mi entorno. Podía regresar a mi nueva casa después de dar un paseo sin tener que justificarme, estar con mis hijos todos los fines de semana en un ambiente relajado, contemplar un paisaje y disfrutar del silencio. Resumiendo, aprendí a ser más feliz.
Poco a poco, la política fue absorbiendo mi tiempo de ocio para acabar invadiendo el de mi trabajo que, como ya he relatado, consistía en diseñar instalaciones automáticas complejas para la industria de la zona. Por entonces tenía una pequeña empresa de ingeniería, y organizaba mi tiempo lo mejor que podía de acuerdo con los compromisos con los clientes y las obligaciones políticas, hasta que sin darme cuenta terminé entregado en cuerpo y alma al apasionante mundo de lo público en aquellos momentos irrepetibles.
Asistía al nacimiento de nuestra recién estrenada democracia, frágil y necesitada de grandes esfuerzos individuales y colectivos para lograr asentarla. Estaba todo por hacer en una sociedad deseosa de participar en la renovación de las instituciones y las normas con el concurso de todos. La mayoría de nosotros éramos autodidactas en la práctica de la política, demonizada durante cuarenta años de dictadura, de modo que carecíamos de experiencia en la administración de lo público, carencia que suplíamos con nuestra ilusión y una entrega incondicional.
La mayoría de los que habían colaborado con el régimen en el País Vasco desaparecieron sin dejar rastro, con la excepción ya mencionada de los que no tuvieron ninguna vergüenza en cambiarse de chaqueta en el cortísimo espacio del entreacto, entre la escena en la que se representaban las adhesiones públicas e inquebrantables al caudillo y la escena siguiente, en la que esos mismos individuos aparecían entremezclados con multitud de nuevos actores que aplaudían entusiastas la llegada de la tan esperada democracia.
El público que asistió en directo a aquella representación histórica apenas cayó en la cuenta de la impostura, absorto como estaba por las emociones del momento y confundido por la magistral actuación de los desvergonzados. Uno de los más extraordinarios actores de aquella comedia fue un señor apellidado Elcoro, que en ambas escenas representó el papel de alcalde de Vergara.
Ya en el primer acto de la obra lo bordó: en las sucesivas visitas de Franco a San Sebastián se colocaba entre sus más enfervorizados partidarios, hasta que el generalísimo se fijó en él y preguntó: «¿Quién es ese?». Era ni más ni menos que descendiente directo de aquellos bravos carlistas que le ayudaron a ganar la «gloriosa cruzada». Elcoro se sintió en el cielo. Al menos así lo parece en las fotografías que inmortalizan al joven alcalde de Vergara mientras disfruta de esos sublimes momentos.
En el entreacto tuvo que darse mucha prisa para hacer la metamorfosis y deshacerse de aquellos impolutos uniformes con los que hacía los honores al antiguo régimen, así que modificó rápidamente su aspecto dándole un sabor más euskaldún y «jatorra», cambió a la velocidad del rayo los nombres de algunas calles, adquirió varias ikurriñas —la de la fachada del Ayuntamiento, la de su despacho, la del salón de plenos y la que colgaría del balcón de su casa en los momentos más significativos— y se apresuró a hacer desaparecer las banderas españolas sustituidas.
Tuvo, eso sí, que adquirir ropa distinta, más acorde con los nuevos tiempos: camisas a cuadros con los colores de la ikurriña, pantalones vaqueros, enormes txapelas, amplios chaquetones azul oscuro, jerséis de punto grueso, etc.; pero no importaba, cualquier sacrificio merecía la pena por la causa, y en cualquier caso se quedaba pequeño ante la feliz perspectiva de la recompensa que con seguridad iba a obtener. Y aunque pueda parecer que aquel trasiego le llevaría mucho tiempo, la verdad es que lo hizo muy rápido, no podía llegar tarde al segundo acto.
Los pocos espectadores que percibieron el asombroso cambio no se atrevieron a reprochárselo. Siempre le habían temido, y más que iban a temerle en los nuevos tiempos que se avecinaban si consideramos que, por arte de birlibirloque, nos encontrábamos ya ante uno de los más importantes dirigentes de HB de la época. Y el de Elcoro es solo un ejemplo.
* * *
Solía llevaros a comer a Fuenterrabía; luego, si el tiempo era bueno, paseábamos por la playa mientras charlábamos. Os preguntaba por los pequeños detalles del día a día, por vuestros estudios, por el resultado de tus partidos de fútbol —eras un buen delantero—.
Recordarás también los días de verano en las frescas llanuras de la sierra de Urbasa, corriendo detrás de los caballos salvajes que a veces se dejaban acariciar las crines marrones, casi rojizas, o visitando la cueva de Larraona, aquellas salas de techos altísimos sostenidos por espectaculares columnas de estalactitas y estalagmitas.
Caminábamos despacio y cogidos de la mano para no resbalar mientras iluminábamos con linternas aquellos espacios imponentes. Quedamos impresionados cuando, al enfocar con la linterna hacia el suelo que descendía formando un valle bastante profundo, observamos, gracias a una gota caída del techo, que estábamos ante una extensión de agua cristalina, tan transparente que no habíamos sido capaces de distinguir la superficie cuando se encontraba en reposo.
Aquellas rápidas trasformaciones sociales sirvieron también para resaltar y poner en valor la cultura autóctona, rescatando del olvido tradiciones antiguas y creando algunas inéditas con cierto sabor añejo. La txalaparta es un buen ejemplo en lo musical de estas innovaciones, como si los sonidos producidos por el instrumento, resultado de golpear diversas maderas entre sí, le dieran un sabor arcaico por más que su invención sea reciente.
Este afán de exaltación del puro y simple aldeanismo contraponiéndolo a lo urbano y moderno introdujo en las relaciones sociales más cotidianas algunos elementos ciertamente inquietantes. Repentinamente, hablar con dificultad la lengua española pasó de ser motivo de chanza en el pasado reciente a considerarse un signo de distinción, y el desprecio y la aversión paleta por todo lo español un signo de patriotismo irredento. Por supuesto, la obediencia a las normas no escritas del abertzalismo aconsejaba evitar cualquier crítica al discurso ultranacionalista, que tanto nos recordaba, con solo cambiar el sujeto, al mantenido por el régimen anterior.
En las conversaciones se hablaba forzosamente mal de la Policía, de los controles de aquel día en la carretera, de las metralletas que llevaban o de cómo a fulano le habían registrado. Y a mayor beligerancia en el odio a lo español mayores posibilidades de convertirse en líder indiscutible del grupo o círculo del que se formara parte, círculos que se han mantenido, y creo que aún se mantienen, cerrados a cualquier influencia externa que no participe del ideario abertzale, lo que hace muy difícil su evolución.
Me imagino que estas consideraciones te parecerán desacertadas y me temo que, por más que lo intentáramos, no nos pondríamos nunca de acuerdo. Pero por encima de todo ello, de las enormes diferencias que nos separan, está mi deseo de volver a verte y de estar contigo, y eso quiere decir que te necesito mucho más de lo que imaginas. Los hijos necesitáis de los padres en la misma medida en que los padres necesitamos de los hijos; es ley de vida, y así será siempre.
Algo similar les ocurrió a mis dos hermanos, que fueron aleccionados a partir de su círculo de amigos y acabaron enrolados en ETA político militar, aunque, una vez disuelta esta, ambos se reintegraron a la vida civil. Imagino que mi hijo, al ir creciendo, pudo seguir un camino parecido.
¿Recuerdas las Navidades del 83, las que pasaste conmigo en Madrid? Era entonces director de la Tercera Edad del Inserso y vivía en una modesta vivienda de alquiler en la calle Villaamil. Nos fabricamos una especie de dentaduras utilizando cáscaras de naranjas y nos reímos mucho con aquello.
Creo que os contaría anécdotas de mis viajes, pero no lo recuerdo. Tenías quince años. Visitamos el Parque de Atracciones, el Retiro, la Casa de Campo, y os llevé a mi despacho, desde el que se veía el estadio del Real Madrid. Cuántas ganas teníais de mí, y yo de vosotros.
Con la llegada de la democracia, los «polimilis» abrieron un debate interno acerca de su disolución e iniciaron negociaciones con el Gobierno de Adolfo Suárez para sondear las condiciones de su rendición. Fueron alternándose periodos de tregua en las acciones terroristas con otros de violentos atentados con los que pretendían forzar las condiciones de salida de sus presos de las cárceles.
Mi hermano Vicente fue detenido durante una de esas treguas, delatado precisamente por un miembro de la ETA antagonista, la de los «milis». Permaneció en prisión preventiva cinco meses mientras sus jefes seguían negociando con el Gobierno, y salió de la cárcel en octubre de 1980, sin que se celebrara juicio alguno y después de pasar por las prisiones de Carabanchel y Logroño.
A finales de marzo de ese año, la policía había desarticulado la mayor parte de la infraestructura con la que contaban en España y detenido a dieciséis miembros de los distintos comandos, entre los que se encontraban Arnaldo Otegui y el resto del grupo responsable del secuestro del dirigente de UCD Javier Rupérez, quien sería puesto en libertad en noviembre de 1979, aparentemente sin ninguna contrapartida.
Veinte años más tarde el teniente general Sáenz de Santamaría reconocería que Rupérez fue liberado a cambio ni más ni menos que de doscientos millones de pesetas de la época, dinero que se pagó con fondos gubernamentales. Los dos últimos asesinatos cometidos por los «polimilis» fueron los de los dirigentes vascos de UCD José Ignacio Ustáran y Juan de Dios Doval, lo que contribuyó aún más a aterrorizar y a mermar las filas de los muy desprotegidos y muy sufridos militantes del partido del Gobierno en el País Vasco.
Jaime Mayor Oreja, que coincidió conmigo como diputado provincial en la Diputación de Guipúzcoa, declaró: «Nos están cazando como a conejos», y llevaba toda la razón. Como dato adicional, en enero de 1981 había en las cárceles españolas setenta presos y veinte terroristas más en activo, todos pertenecientes a los «polimilis».
Durante ese año, ETA pm realizaría varios secuestros destinados a obtener fondos antes de su disolución, como el de Luis Suñer, una de la grandes fortunas españolas y de los mayores contribuyentes al fisco, y los cónsules de Austria y El Salvador en Bilbao. El 29 de febrero los cónsules fueron liberados y ETA pm declaró un alto el fuego sin condiciones.
Seis días antes se había producido el intento de golpe de Estado. Parece que los dirigentes de los «polimilis» fueron conscientes del peligro real de involución en la joven democracia española. Como resultado de todo el proceso el 30 de septiembre de 1982 fue anunciada ante los medios de comunicación, esta vez sin capuchas, el final de ETA político militar y la consiguiente reinserción de sus miembros, reciclados luego políticamente en Euskadiko Ezkerra, formación que se integraría posteriormente en el Partido Socialista. Algunos de ellos, entre los que se encontraba Arnaldo Otegui, decidieron seguir en ETA.
Mi hermano Vicente me contó un día que, pasado un tiempo tras la disolución, se encontró con un antiguo jefe suyo de ETA en la Parte Vieja de San Sebastián.
VICENTE.—¿Cómo te va?
JEFE.—No me puedo quejar. ¿Y a ti?
VICENTE.—Pues yo sí.
JEFE.—¿Qué te pasa?
VICENTE.—¿Que qué me pasa? Que estoy harto de vosotros.
JEFE.—¿Por qué?
VICENTE.—Porque habéis dejado tirada a montón de gente.
JEFE.—Habla claro.
VICENTE.—Entre unos pocos os habéis repartido un montón de millones mientras hay muchos que no tienen qué llevarse a la boca. ¿O crees que es fácil encontrar trabajo? Todo el mundo sabe que hemos sido de ETA.
JEFE.—Estas diciendo chorradas. Aquí nadie se ha llevado un duro.
Vicente fue encendiéndose cada vez más y comenzó a levantar la voz.
VICENTE.—¿Pero tú crees que somos tontos? ¿Cuántos millones vale montar una cafetería o hacer una película?
JEFE.—Me estas jodiendo, chaval.
VICENTE.—¿Qué te has creído, que puedes hablarme como si no nos conociéramos? Aquí nos conocemos todos. Mientras tú estabas tan tranquilo en Francia, nosotros nos escondíamos pasando miserias, o éramos torturados en las comisarías. ¿Dónde están los millones de los últimos secuestros?
Su antiguo jefe etarra se dio media vuelta y dejó a Vicente con la palabra en la boca. Nunca más volvieron a verse. Al año siguiente, mi hermano Josu regresó de Sudamérica y se reinsertó en la sociedad. Ninguno de los dos volvió a pertenecer a ningún partido nacionalista ni abertzale.
Creo que habrás reconocido al dirigente «polimili» al que me refiero en la anécdota anterior, que fue muy comentada en casa de mi madre. Se trataba de Mario Onaindía. Recordarás también que se dedicó a la política como dirigente de Euskadiko Ezkerra y más tarde del Partido Socialista de Euskadi. Al igual que mis dos hermanos, la mayoría de los «expolimilis» abandonaron poco a poco el ideario nacionalista y se reinsertaron felizmente en la sociedad vasca. Desgraciadamente, tanto Onaindía como Vicente fallecieron sin haber tenido la oportunidad de resolver sus rencillas.
ETA militar ha ido endureciendo progresivamente el control de sus militantes. Los encarcelados estaban, y están, sometidos a la autoridad del responsable de makos —cárceles—. Hasta ahora todos los sucesivos Gobiernos españoles se han mostrado más o menos indulgentes con aquellos terroristas que desearan reinsertarse, siempre que firmaran un documento en el que mostraran su arrepentimiento y pidieran perdón a las víctimas. Los documentos firmados, que se mantienen en secreto y sirven para obtener beneficios penitenciarios y abandonar la prisión en un plazo de tiempo más o menos rápido en función de la condena, son muy escasos debido a la prohibición expresa de la banda. Los pocos que se atreven a salir del redil desobedeciendo esas órdenes son expulsados de ETA y se enfrentan al rechazo social.
Lo mismo ocurre con los terroristas que, residiendo fuera de España, desean regresar. Son estos métodos mafiosos los que mantienen cohesionado al colectivo de presos y a la mayoría de sus familiares, que constituyen un grupo compacto y numeroso de agitación abertzale. En cuanto a los terroristas desperdigados y escondidos por distintos países, puede decirse que han constituido una reserva muy importante para la organización que, en caso de necesidad, podía reemplazar estructuras o comandos detenidos. No debemos olvidar lo sucedido a María Dolores González Catarain, Yoyes, asesinada hace veinticinco años por desobedecer a ETA y regresar a España sin su autorización. Es muy posible que el recuerdo de ese crimen ayude aún hoy a mantener cohesionada esta férrea estructura. Esperemos que el anunciado, y hasta ahora cumplido, cese definitivo de toda actividad terrorista disuelva también todo este entramado de miedos y de intereses entremezclados.
El entorno en el que vivimos forma parte esencial de nuestra existencia, es ese entorno en el que nos desenvolvemos el que nos otorga un lugar en el mundo. Nuestro pueblo, nuestro barrio, la calle en la que residimos, los vecinos o el grupo de amigos nos pertenecen tanto como les pertenecemos; incluso la soledad exige su propio espacio. Cuando por cualquier circunstancia cambiamos de ciudad nuestro primer impulso es el de lanzarnos a las nuevas calles, pasear por ellas, charlar con nuestros conciudadanos e ir poco a poco seleccionando y conociendo a los que irán formando nuestro círculo más cercano; buscamos en definitiva un medio ambiente favorable en el que nos sintamos aceptados. No es este un impulso extraño, está en la propia naturaleza de las cosas, en los átomos que se unen para formar una molécula y en las moléculas que se adhieren para formar el ADN. Necesitamos de los demás para existir, sin la referencia del otro no sabríamos quiénes somos.
Lo que voy a contarte ahora sucedió hace poco tiempo en una localidad del País Vasco, y quien me lo relató reside en esa localidad. Un preso de ETA decidió, después de largos años de cárcel, acogerse a las medidas de reinserción y, tras cumplir con todas las exigencias establecidas, salió de prisión y retornó a su pueblo para vivir en casa de sus padres.
Era consciente de que esta decisión le causaría problemas debidos a la oposición del llamado colectivo de presos etarras a que ninguno de ellos se acoja a este sistema para salir en libertad. Tú sabes que esto es así, todo el mundo lo sabe. Pese a todo, el reinsertado lleva mucho tiempo entre rejas y cree que merece la pena arriesgarse teniendo en cuenta que ETA se ha comprometido públicamente a no cometer ningún atentado más.
Al llegar a su pueblo se cruza con gente conocida que pasa a su lado sin siquiera mirarle. Uno de ellos se le acerca y en voz baja le dice: «Ten cuidado». Nadie le saluda por la calle. A sus padres y hermanos también les han retirado el saludo. Estos no pueden entenderlo, hasta hace solo unos días estaban muy bien considerados precisamente por tener un hijo en la cárcel.
Ahora, los mismos que les aplaudían van creando un ambiente opresivo e irrespirable alrededor de ellos, como si fueran apestados. Y lo cierto es que están en tierra de nadie: los no abertzales siguen considerándoles terroristas y, por tanto, rehúyen su presencia, y los que hasta ese momento eran los suyos les rechazan tachándoles de traidores.
El resultado es que, los unos por los otros, los vecinos de este pueblo excluyen de la convivencia a toda esa familia. La relegación a la que les someten sus antiguos correligionarios no es una marginación pasiva sino muy activa. Malas miradas, amenazas constantes, dedos apuntándoles, pintadas ofensivas en las paredes, incluso en las tiendas no pueden comprar porque «se han acabado los productos» para ellos.
Todos se han convertido en gendarmes que les vigilan y acechan. Ninguna de esas formas de rechazo es delictiva y, sin embargo, el efecto que producen es más dañino que muchos delitos. No tienen aire para respirar. Como te decía antes, sin la aceptación de la sociedad que nos rodea es imposible vivir. Al final se verán obligados a abandonar el pueblo y a trasladarse a una ciudad en la que creen que será más fácil pasar desapercibidos.
Por lo visto, confían en que, conforme el miedo vaya diluyéndose por la falta de atentados, la presión disminuirá y será más difícil amedrentar a los que desobedecen o piensan diferente. ¿No crees tú también que será así?