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LA HISTORIA SE REPITE

Un día cualquiera de mediados de septiembre de 1988, acudí a una comida en el prestigioso restaurante Arzak de San Sebastián; nada hacía pensar, cuando acudí a la cita, que aquel iba a ser un día crucial para mí. Era entonces gobernador civil de Guipúzcoa, e invité al fiscal jefe de la Audiencia de Guipúzcoa, Luis Navajas. El lugar me lo sugirió el propio Navajas.

Mi secretaria, Marichu, realizó la reserva a nombre de otra persona para evitar sobresaltos. Nos colocamos a la izquierda de la entrada, junto a la ventana. Por cuestiones de seguridad siempre me sentaba mirando a la puerta. Mis escoltas se situaban en una mesa cercana, desde la que dominaban también la nuestra y la zona de acceso. Puedo recordar todos los detalles de aquel escenario.

El propietario, Juan Mari, se acercó a saludarnos —muy simpático— y nos sugirió el menú. Cuando terminábamos de comer el primer plato, unas verduras, vi entrar en el comedor a varios componentes de la Mesa Nacional de HB. Algunos de ellos también me reconocieron, pero obviamente no nos saludamos. Se sentaron en una mesa al fondo. Eran aproximadamente ocho personas. También mis escoltas los vieron, pero todos seguimos a lo nuestro con aparente naturalidad.

Los expertos en seguridad recomendaban que fuera armado. Podía serme útil en momentos de riesgo inminente. Esporádicamente acudía a la galería de tiro del cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo y tenía buena puntería. Ese día no iba armado. Los escoltas solían llevar sus pistolas en una pequeña cartera negra con cremallera que dejaban sobre la mesa, al alcance de la mano. En el centro de la cartera se abría un orificio por el que introducir el dedo índice y acceder al gatillo de forma que el tiempo de respuesta ante un peligro era inmediato. Estaban siempre preparados.

El abertzale situado de espaldas volvió su cabeza para observarme. Pude notar que hablaban entre ellos sobre mi presencia. Habíamos cruzado nuestras miradas. Había visto su expresión, sonriente y distante, amenazadora pero cobarde y llena de odio. ¡Cuántos sentimientos puede transmitir una cara sin que medie una sola palabra! La recuerdo bien aunque nuestras miradas duraran solo un instante. Centenares de músculos ocultos bajo la piel capaces de modular gestos delatadores de sentimientos, rasgos de pensamientos silenciosos.

Seguí conversando con Navajas —hoy destinado en la fiscalía del Tribunal Supremo— como si tal cosa, aunque no pude evitar pensar que si aquel encuentro se hubiera producido en cualquier calle de la Parte Vieja de San Sebastián, lugar donde se concentraban los simpatizantes del terrorismo, habría sido increpado —o algo peor— con los epítetos propios de su amplio repertorio de eslóganes insultantes.

Claro que aquel era un restaurante famoso, uno de los mejores, no era lugar para organizar un escándalo. Mientras tanto, el local se había llenado. Los de la mesa batasuna se reían, hablaban en voz más alta que el resto de comensales. Antes habían celebrado una reunión, según supe por el periódico Egin del día siguiente.

Aquella situación me indignaba: ellos no me tenían miedo, no necesitaban estar atentos a mis movimientos ni a mis gestos. Se sabían seguros. Yo y mis escoltas sí debíamos estar pendientes de ellos. Por supuesto nadie —ni siquiera el dueño del restaurante— sabía que yo iba a comer allí ese día.

Creo que les sorprendió mi presencia. Saludé a un empresario conocido que almorzaba en una mesa cercana. Me asombró ver a personas chantajeadas y obligadas a pagar el llamado «impuesto revolucionario» sentadas al lado de los dirigentes de HB que supuestamente se beneficiaban de él, y que en algunos casos incluso lo recaudaban.

La policía no tenía tiempo de investigar esas menudencias cuando lo más importante era detener a los asesinos que en aquellos días, conocidos como días de plomo, atentaban un día sí y otro también.

El caso es que seguí más o menos atento a nuestra conversación. Recuerdo también muy bien a la camarera que nos servía. Era delgada, algo más joven y más baja que yo, de cara estrecha, gesto serio y ademanes nerviosos. Nos atendió correctamente, pero sin ninguna muestra de amabilidad. Aunque hiciera esfuerzos por disimularlo, resultaba antipática, un rasgo de carácter que quizá apreciaran también el resto de clientes. Por mi parte, necesitaba terminar pronto, me esperaban en el gobierno civil, pero ella parecía no tener prisa. Me impacienté. Se lo advertí. Por fin, pudimos pagar.

Dos escoltas se adelantaron para colocar los coches, el blindado y el de seguimiento, junto a la puerta. El fiscal y yo salimos seguidos por el resto de escoltas. Vi a una pareja charlando al otro lado de la calle y mirando hacia nosotros. En escasos segundos, y rodeados por los policías de paisano, entramos en los coches y nos marchamos. Observé que los jóvenes también lo hicieron, pero no nos siguieron. No pude en ningún momento sospechar que acababa de librarme de sufrir un atentado.

Los dos jóvenes en los que me fijé resultaron ser dos terroristas que esperaban allí para intentar matarme. Esto lo supe a los pocos días. Había vuelto a nacer y lo ignoraba. Un resumen de estos hechos fue publicado por el periódico ABC del 30 de septiembre de 1988 al ser desarticulado el «comando Donosti».

Es cierto que tuve la intuición de que aquellos jóvenes podían estar esperándome, pero no lo sabía, y en todo caso los policías que me acompañaban no estaban adiestrados para investigar o detener a terroristas. Únicamente podían defenderme de un ataque, sacarme de un peligro, y nada había ocurrido que indicara un riesgo inminente, aunque luego supe que de haber podido me habrían matado.

El momento de entrar en el coche era el de mayor riesgo, de ahí que siempre lo hiciéramos rápidamente. Pese a estar bien protegido no podía evitar estar pendiente de los movimientos que se producían a mi alrededor. Instinto de supervivencia supongo. Aquellos terroristas se hacían pasar por una pacífica pareja y con frecuencia iban acompañados de un niño con el que jugueteaban mientras vigilaban a sus víctimas incluso en la playa de la Concha, tomando el sol plácidamente y construyendo castillos en la arena mientras elaboraban siniestros planes para asesinar a su próxima víctima. Hoy aquel niño tendrá treinta años.

Yo era su objetivo prioritario, pero estaba muy bien protegido. El coche blindado con el que me desplazaba había pertenecido al presidente de la República Francesa, según supe. Fue un regalo que el ministro del Interior francés hizo al español. Cuando se adquirieron coches fuertemente blindados para los altos mandos de interior aquel vehículo fue adjudicado al gobernador de Guipúzcoa. Era muy pesado, los cristales eran muy gruesos, una vez bajada la ventanilla los motores elevalunas no podían subirla. Todos los coches utilizados por las patrullas de vigilancia de la Policía y de la Guardia Civil estaban blindados. Con ellos se evitaron muchas muertes.

Recuerdo perfectamente la conversación que mantuve con el fiscal Navajas, pero no viene al caso. Entonces trataba de hacer una vida normal, tarea casi imposible a la que solo me aproximaba cuando abandonaba el País Vasco por algunos días. Hoy, libre de aquellos peligros, deseo contar detalles humanos que no suelen trascender a los medios de comunicación y que creo que pueden ayudar a entender más cabalmente y a ras de tierra algunas verdades acerca de lo ocurrido en aquellos años.

Escribir con el corazón y sin velos tiene sus riesgos, pero es una buena forma de comprender, o tratar de comprender, realidades que solo pueden entenderse y explicarse desde el sentimiento, imprescindible a veces para abarcar la complejidad de la vida allí donde la razón no es capaz de hacerlo.

Cuesta entender cómo es posible que miles de personas estén dispuestas a matar a otro ser humano cualquiera por una idea, la que sea, y es más incomprensible aún que decenas de miles de ciudadanos miren para otro lado y eviten mostrar su solidaridad con las víctimas, su compasión ante tanto dolor injustamente causado.

Soy una de esas víctimas que pueden contarlo. He vivido y sufrido, no desde luego en la misma forma que aquellos que han perdido a seres queridos, los rigores de la pertenencia a esa sociedad enferma. Intento comprender, averiguar cómo empezó todo, cuáles fueron las primeras chispas que prendieron el incendio que asoló a mi tierra, como esos padres desdichados que se dedican a pegar carteles por las calles con las fotografías de sus hijos desaparecidos hace años por si alguien sabe algo de ellos. De la misma manera vagan las víctimas en la memoria de sus familias, sin comprender los porqués de la sinrazón que les quitó la vida, la presencia de esos monstruos de la razón que hacen que algo tan noble como el amor a la tierra donde están enterrados nuestros ancestros degenere en tanto odio escondido en palabras como nacionalismo o abertzalismo.

* * *

A las 20 horas y 40 minutos del día 23 de septiembre de 1988 dos policías dan el alto a una pareja de jóvenes que pasean por los soportales de la plaza de Guipúzcoa de San Sebastián. Uno de ellos —Mikel Castresana Razquin— saca una pistola y dispara contra uno de los policías, hiriéndole en el brazo derecho. A esas horas la céntrica y popular plaza donostiarra está llena de gente. Otros policías realizan varios disparos contra el terrorista, que cae muerto. Mientras tanto, la gente sigue paseando con tranquilidad asombrosa. La joven que acompaña a Mikel trata de huir, pero es detenida. Se produce un forcejeo con la policía en el que es desarmada. Ella es Begoña Uzcudun Etxenagusía: se trata de los dos miembros del «comando Donosti», los mismos que aguardaban unos días antes a la salida del restaurante con intención de matarme.

El tiroteo se produce en el centro de San Sebastián, cerca del teatro Victoria Eugenia, donde el gran actor italiano Vittorio Gassman ofrece en esos momentos una rueda de prensa tras ser galardonado con el Premio Donostia, otorgado por el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, que se celebra en esos días. Puede que algunos de los que han contemplado la dramática escena en la calle hayan creído, al oír los disparos y ver caer al suelo a un joven, que asisten al rodaje de una película sin cámaras. Todo parece irreal. No es la primera vez, y no será la última, que la muerte se hace presente en las calles donostiarras, y la gente ha creado sus propias defensas para sobrevivir.

Inmediatamente, las fuerzas de seguridad se dirigen al restaurante en el que yo había comido aquel día y detienen a la camarera Gema Arratibel Ondarra, la misma que unos días antes había servido mi mesa. Al mismo tiempo, otros agentes detienen a Daniel Vidal Magallanes, marido de Gema Arratibel. Los dos miembros del «comando Donosti» estaban viviendo en casa del matrimonio, ubicada a escasos mil metros del restaurante.

Al día siguiente estoy presente en la conversación del comisario con la terrorista Begoña Uzcudun, aunque ella no pueda verme:

COMISARIO.—¿Por qué queréis matarnos a los policías? Nosotros somos unos mandados. ¿Por qué no matáis a los políticos?

BEGOÑA.—Ya hemos intentado matar al gobernador.

COMISARIO.—¿Cuándo?

BEGOÑA.—La semana pasada.

COMISARIO.—Cuéntame.

BEGOÑA.—Nos llamó Gema, la dueña del piso donde estamos viviendo.

COMISARIO.—¿Y qué os dijo?

BEGOÑA.—Que estaba sirviendo la comida al gobernador.

COMISARIO.—¿Y qué más?

BEGOÑA.—Que calculaba que terminaría en media hora. Que le esperáramos fuera, a la salida del restaurante.

COMISARIO.—¿Con quién habló, con Mikel o contigo?

BEGOÑA.—Habló conmigo. Me dijo que estaba comiendo con otra persona.

Solo puedo ver la espalda de la terrorista que describe los detalles de cómo iba a matarme. Los relata con frialdad, sin inmutarse. Como si estuviera contando algo intrascendente. Escucho sus explicaciones con una sensación de irrealidad, como si no se refirieran a mí. Después me estremezco. En ese instante, yo debiera estar muerto, y sin embargo estoy vivo y escuchando la voz de esa mujer gélida, que habla de mí sin saber que la oigo. Todo se me hace extraño y en cierto modo ajeno, me cuesta asimilarlo.

COMISARIO.—¿Te dijo quién era la otra persona?

BEGOÑA.—No. Me dijo que nos diéramos prisa. Le pregunté si llevaba escolta y me contestó que sí, que había cuatro policías de paisano comiendo en otra mesa.

COMISARIO.—¿Y qué hicisteis?

BEGOÑA.—Mikel llamó a otro laguntzaile —colaborador de la banda— para que fuera rápido al restaurante y aparcara a veinte metros. Que nos esperara. Nosotros fuimos andando.

COMISARIO.—¿Cuánto tardasteis en llegar?

BEGOÑA.—Quince minutos. Cuando llegamos vimos aparcado el coche del laguntzaile para poder salir huyendo. Le hicimos una señal para que esperara. Nos acercamos al restaurante y aguardamos a que salieran. Si podíamos hacerlo sin arriesgarnos, bien, si no, nos serviría para estudiar las posibilidades de hacerlo otro día.

COMISARIO.—Sigue.

BEGOÑA.—Cuando salieron el gobernador iba rodeado de escoltas y entró rápido en el coche blindado. Los escoltas lo siguieron. No nos dio tiempo de nada. Nosotros nos fuimos.

COMISARIO.—¿Y cómo sabíais quién era el gobernador?

En ese instante Begoña saca de su bolsillo un recorte de periódico con una fotografía mía. Se la entrega al comisario.

Recuerdo también que, en el momento de producirse estos hechos, no reaccioné. Era como si tuviera que pasar varias veces la secuencia de aquella escena grabada en mi memoria para poder reconocerme en ella. Como si al ignorarla desapareciera la sensación de peligro. Pasado algún tiempo, reflexioné sobre la forma de actuar del comisario. ¿Era necesario que yo fuera testigo de aquella escena? Podría habérmela contado, pero con seguridad prefirió que yo mismo la presenciara, pensé, para impresionarme y lograr así concienciarme a fondo de los riesgos que corría. De esa forma estimulaba mi autoprotección.

Recuerdo también que pensé en dejar todo aquello, en huir de aquel manicomio y disfrutar de la libertad, de la humilde y valiosísima libertad de cada día —que, como la salud, solo se aprecia cuando no se tiene—, la misma de la que, afortunadamente, disfrutaban la mayoría de los españoles en cualquier parte del país.

Y recuerdo igualmente que traté de racionalizar lo ocurrido: si no habían podido asesinarme no había sido por casualidad, sino porque llevaba escolta y me desplazaba en un coche blindado. Aquellos terroristas no eran kamikazes dispuestos a morir matando. Ninguno lo ha sido en los más de cuarenta años de su negra historia.

Una vez conscientes de que sus disparos difícilmente podrían conseguir el objetivo, y de que arriesgaban demasiado, desistieron. Estos razonamientos disiparon el miedo de los primeros días posteriores al fallido atentado. Por esa razón seguí en mi cargo. Aun así, al recordar estos detalles sigo sintiendo el mismo malestar y la misma angustia que sentí entonces.

Durante los días siguientes muchos no se atrevieron a ir a ese restaurante. Poco a poco todos, menos unos pocos, fueron olvidando lo sucedido. Hoy en día sigue siendo un local concurrido.

* * *

Hijo mío. Qué difícil me resulta escribirte después de tanto tiempo. Lo hago porque necesito contarte detalles de mi vida que no conoces, o que conoces solo por lo que has leído en los periódicos, o por lo que te han contado otras personas de mí sin conocerme, y porque tengo la esperanza de que me leas.

Voy a intentar explicarte mi verdad, la que me sale del corazón, y es importante para mí que me creas, aunque sé que piensas de forma distinta a la mía y discreparás de algunas de las cosas que te diga. Ahora no tengo el carné de ningún partido político, lo que otros digan o piensen no me condiciona a la hora de decir o de escribir lo que deseo. Lo que hago lo hago libremente, sin importarme la interpretación que nadie pueda hacer de mis palabras.

Soy libre. No puedes imaginarte lo importante que es sentirse libre. Se vive la vida de otra manera cuando uno no debe estar pendiente de lo que otros digan o dejen de decir. Te hago estas reflexiones para que creas en la honestidad de lo que necesito transmitirte. Tampoco voy a reñirte, ya han pasado los años en que lo hacía, aunque sabes que has hecho cosas que me han dolido profundamente, y me siguen doliendo.

También escribo para los demás. Creo llegado el momento de ponerle cara a algunas verdades ignoradas durante demasiado tiempo. Existen múltiples formas de entender y de interpretar la realidad y, por tanto, la verdad no es propiedad de nadie, cada uno tiene la suya propia. Nadie debiera imponerla a los demás, aunque todos tengamos derecho a hablar libremente y los demás a escucharnos o a no hacerlo. No pretendo hacerte ningún daño con lo que voy a escribir, todo lo contrario, como podrás comprobar.

El 25 de agosto de 1968 nació mi hijo. Era un niño precioso, morenito, muy guapo. Todos los padres creemos que nuestro hijo es precioso y guapo; sin embargo, él lo era; lo compruebo una vez más contemplando las fotos de aquellos años. En una de ellas se le ve con sus dos hermanas, nacidas uno y dos años antes que él; las dos le miran asombradas, como si fuera uno de sus muñecos, solo que este llora y ríe de verdad.

Me enternece verle tan chiquito, tan bien hechito, tan indefenso, tan serio. Es un niño despierto, atento a todo, lleno de interés por lo que le rodea, curioso por captar el mundo que se mueve a su alrededor. En poco tiempo, antes de dar los primeros pasos, deberá retener en su memoria innumerables gestos y señales; no sabe nada de la vida, ni de nosotros, sus padres, solo que estamos siempre junto a él, cuidándole, ayudándole aunque a veces no sepamos muy bien cómo hacerlo, solo sabemos que le queremos y nos necesita.

No sé por qué contemplar las fotografías del niño que fuiste hace que reviva los acontecimientos dolorosos ocurridos años después.

Intento reconstruir esa parte de la realidad que suele permanecer oculta, la de los sentimientos profundos sin los cuales la vida no tendría sentido, que no se aprecian en las fotos pero que surgen nada más verlas porque nuestra memoria sí los ha guardado fielmente.

Busco también las causas de la desgracia para tratar de aliviar mi angustia, para librarme del sentimiento de culpa que me persigue desde entonces. ¿Por qué me ocurrió a mí? ¿Por qué te ocurrió a ti?

* * *

En mi juventud nadie de mi familia era abertzale. Mi padre había participado en la guerra civil en el bando nacional. Vivía en la calle San Antón de Pamplona cuando estalló la guerra y con diecisiete años, atraído por la propaganda, se alistó sin que lo supieran sus padres en un batallón de carlistas, que reclutaba tropas en la plaza del Castillo, ubicada a escasos quinientos metros de su casa. Mi tío, cuatro años mayor, lo hizo en un batallón de la Falange.

El 26 de enero la 5.ª división carlista a la que pertenecía mi padre, entró en Barcelona entre los vítores de numerosos barceloneses, según narran las crónicas escritas por los vencedores de aquella sangrienta contienda civil. Él contaba que no había realizado ningún disparo, y lo mismo he oído decir a muchos de aquellos contendientes; sin embargo, alguien debió de hacerlo porque la guerra civil dejó innumerables muertos, viudas y huérfanos. Allí, en Barcelona, terminó la guerra para él.

Quizá influyó en su decisión de alistarse como voluntario requeté el que su abuelo materno, Ildefonso Larrea, hubiera luchado en la tercera guerra carlista cuando apenas tenía veinte años, fiel hasta el final a su rey Carlos VII, al que acompañó en su salida hacia la frontera con Francia una vez perdida la guerra en febrero de 1876.

Todavía se recuerda en mi familia la famosa palabra pronunciada por el pretendiente ante el pequeño grupo de partidarios poco antes de salir de España: «Volveré», que mi bisabuelo no se cansó de repetir —no sé si de creer— hasta su muerte en los primeros años cincuenta: «Dijo que volvería y volverá», afirmaba, tercamente indiferente al hecho de que el rey carlista llevara cuarenta años criando malvas.

Créeme, nadie fue nacionalista en la familia de mi padre, tu abuelo. Con el tiempo estas cosas se olvidan y parece como si el nacionalismo vasco existiera desde el principio de los tiempos, pero no es así, entre otras cosas porque Sabino Arana diseñó el ideario del que luego se llamaría Partido Nacionalista Vasco precisamente al finalizar esa guerra, y nadie podía imaginar que lo que entonces se conocía como Vascongadas fuera poco a poco tomando la denominación —Euzkadi— y el carácter que las doctrinas de Sabino le imprimieron.

Y era desde luego inimaginable que noventa años después surgiera un movimiento terrorista que pretendiera independizar de España aquellas poblaciones, tan españolas en aquella época. Seguramente te gustaría que fuera de otra manera, pero créeme que fue así.

* * *

Continúo viendo fotos, una detrás de otra, y me asalta una profunda necesidad de cambiar la historia, aunque sé que ninguna historia puede reescribirse. En la vida no existen gomas para borrar aquello que no nos gusta, ni marcha atrás para retroceder y tomar otro camino, y ni siquiera la posibilidad de rodar varias veces la misma escena para seleccionar la más lograda, como en el cine. Únicamente podemos recordar el pasado, y volver a sentir cuando lo hacemos las mismas emociones: igual alegría, el mismo dolor. Rememorar estas escenas hace que vuelva a disfrutar de los días felices, y a sufrir por lo que sé que vendrá.

Sigo pasando las páginas del álbum de fotos como si se tratara de las hojas de un calendario antiguo. En mi trabajo me dedicaba a realizar robots para la industria, pero ni en mis mejores sueños habría sabido diseñar un prodigio tan perfecto, tan hábil y tan capaz de rectificar y aprender. Cualquier forma de vida es extraordinaria, pero la perfección del ser humano supera todo lo imaginable.

Mi hijo aprendía con rapidez, llevaba grabado en su código genético un libro de instrucciones insuperable en su diseño y en su desarrollo. Yo era un padre orgulloso y asombrado ante el mayor milagro de la vida, un bebé recién nacido, mi hijo.

En cuanto a mi familia materna tampoco nadie luchó ni tuvo simpatías por el bando republicano; y ninguno fue abertzale ni nacionalista. Todos mis tíos, al igual que sus primos, hicieron la guerra en el bando nacional. Recuerdo ahora que hace muchos años, investigando en los archivos militares sobre la tercera guerra carlista me topé con un documento en el que el alcalde de un pueblecito cercano a Pamplona comunicaba al gobernador civil de Navarra que el joven Santiago Tirapu, de treinta y un años de edad, había escapado de su casa en 1873 para engrosar las filas del ejército carlista. Santiago era mi bisabuelo materno.

Aquellos legajos habían permanecido empaquetados y cubiertos de polvo más de ciento treinta años sin que ninguna persona los examinara. Al soltar las cuerdas ennegrecidas por el paso del tiempo que los mantenían atados podían apreciarse las marcas dejadas por estas en los papeles, signo evidente de que nadie antes los había abierto y seguramente ni siquiera movido del lugar en el que fueron depositados por primera vez.

Leer aquellos documentos me producía una enorme curiosidad y cierta emoción. Era como estar asistiendo a través de una ventana del tiempo a un acontecimiento que me pertenecía, del que había oído hablar muchas veces en mi familia y sobre el que se había escrito mucho. Solo que a ningún historiador le interesaron los detalles de lo ocurrido a aquel joven de treinta y un años que durante la noche del 26 al 27 de enero de 1873 había desaparecido de su casa.

Los alcaldes estaban obligados a comprobar la presencia en sus hogares de todos los varones menores de treinta y cinco años que residieran en el pueblo. Cada mañana se elaboraba una relación con los desaparecidos de esa noche que el cartero hacía llegar al gobierno civil en Pamplona. Allí se efectuaba el recuento de todos los desaparecidos en los pueblos, que invariablemente engrosaban las partidas de los carlistas. De esta manera el gobierno conocía las zonas donde se encontraban las unidades rebeldes y el número y nombre de sus integrantes.

Haber estado horas leyendo papeles y encontrarme de pronto con mi bisabuelo en uno de ellos me sorprendió y estimuló, e inicié una búsqueda más meticulosa de los restos dejados por mi antepasado en aquellos escritos. Supe que días después de su huida del pueblo se produjo un sabotaje en las vías del tren a pocos kilómetros de Pamplona y localicé un documento con la ubicación probable de las diversas partidas cercanas a la capital navarra. Parecía claro que los responsables del atentado fueron precisamente el grupo al que pertenecía mi bisabuelo. Supongo que se marchó de casa sin el consentimiento de sus padres, y que aprovechaba la ocasión para independizarse de su familia. Ninguna madre puede permanecer pasiva cuando un hijo corre un grave peligro y en aquella familia la desaparición de Santiago tuvo que generar gran disgusto. Las guerras son siempre crueles en cualquier tiempo, y aquella no lo era menos.

En el Archivo Histórico Provincial de Navarra localicé algunos protocolos notariales de Antonio Tirapu, el padre de Santiago, mi tatarabuelo, con los que pude reconstruir una parte de la vida de aquellos lejanos antepasados míos y las idas y venidas de Santiago, que sabía que tenía que abandonar su casa y buscarse la vida lejos de su pueblo. Alistarse en el ejército sublevado podía proporcionarle algunos ingresos. Posiblemente, fueron estas simples razones las que le indujeron a participar con todo su entusiasmo juvenil en aquella aventura, siguiendo, además, los pasos de su abuelo y su padre, combatientes ambos en la primera y la segunda de las guerras carlistas.

Estos detalles de lo acaecido a nuestra familia los he sabido después de separarme de ti, razón por la cual tú los desconoces. Me gustaría poder mostrártelos algún día, desempolvar juntos los documentos originales, custodiados en los archivos públicos para que nadie pueda falsificar la historia, que a todos nos pertenece, también a ti y a mí.

Fue el conocimiento más detallado de las vidas de mis abuelos el que me ayudó no poco a entender mejor mi propia historia, los avatares de lo que sucedía en mi familia ciento treinta años después. Y comprobé asombrado que siguiendo el rastro de los unos acababa dando con los pasos de los otros, que la rueda de la vida repetía con precisión matemática, y en mi misma familia, los hechos del pasado más lejano y los del más reciente. Con los mismos apellidos y con idéntico ADN. El resultado de toda esta comprobación era que mi bisabuelo había interpretado a finales del siglo XIX un papel que, de alguna manera y salvando las distancias, se repetía en las postrimerías del siglo XX con mis hermanos e hijos. Y no dejaba de preguntarme si aquello era o no una simple casualidad. Parecía por fin haber encontrado la fórmula para anticiparme a lo que iba a ocurrir y poder así entender la transformación que estaba a punto de producirse en la sociedad vasca y navarra y en mi propia familia.

Tampoco conoces estas historias familiares. No tuve oportunidad de relatarte nada acerca de ellas. Ya sé que seguramente las interpretarás con un punto de vista diferente del mío. Hace demasiado tiempo que estamos alejados, y pertenecemos a mundos distintos.

El universo de las opiniones es muy diverso, pero los archivos históricos no mienten y están ahí, a disposición de todo aquel que quiera investigar en ellos. No es opinable, por ejemplo, que las guerras carlistas existieran, ni que tú y yo descendamos de aquellos que participaron en ellas, como descienden también Sabino Arana, Arzalluz, Setién y muchísimos otros que prefieren no recordarlo.

Queda, pues, claro que en mi familia han predominado los antecedentes carlistas, y de ninguna manera los relacionados con el mundo abertzale ni nacionalista; sin embargo, con el paso del tiempo, algunos de mis hermanos e hijos sí lo han sido. ¡Cuánto sufrimiento, cuántas rupturas, cuántos odios estaban a punto de producirse en mi familia a causa de ese nacionalismo! ¿Cuál fue la causa de este envenenamiento capaz de romper unas relaciones basadas en los lazos de la sangre, los mismos que nos mantuvieron unidos durante tantos años? ¿Cuáles fueron los primeros síntomas de la ruptura familiar?

Suele decirse que la ideología nacionalista se transmite a menudo a través de los vínculos familiares; no lo dudo, aunque este no es en absoluto el caso de mi familia. Sin embargo, acababa de descubrir que mis abuelos, durante varias generaciones, sí participaron muy activamente en las sublevaciones de la población navarra y vasca contra la legalidad del poder establecido. ¿Era esto una casualidad o había encontrado alguna explicación, por así decirlo, racional, a lo que estaba ocurriendo en mi familia?

El Gobierno francés facilitó la causa del carlismo permitiendo organizarse y entrenar en su suelo a los batallones que pasarían a España para luchar contra la República, y Francia sirvió de refugio a los huidos cuando perdieron la contienda. Es imposible repasar estos acontecimientos sin que vengan a la cabeza algunas, demasiadas, similitudes con lo ocurrido noventa años después, con el nacimiento del nacionalismo vasco primero y más tarde del terrorismo de ETA.

A los sabotajes se les ha llamado atentados; a las partidas de voluntarios, comandos terroristas; la frontera y el refugio francés han sido fundamentales para unos y otros, y los antecedentes familiares de muchos de los terroristas de ETA han sido carlistas. He aquí un ejemplo: la familia Barandalla, de Echarri-Aranaz, formó una partida de guerrilleros durante la primera guerra carlista. En la segunda y la tercera de las guerras se repitió la misma partida con sus hijos y nietos. Durante la guerra civil, Benedicto Barandalla volvió a formar otra partida que, encuadrada en el bando franquista, luchó encarnizadamente en el frente de Guipúzcoa. Bautista Barandalla, descendiente de esta misma familia, perteneció a ETA y permaneció en la cárcel diecinueve años condenado por terrorismo.

Y no es un caso aislado, la historia se repite en otras muchas familias, también en la mía, de forma inexorable, como si estuviéramos predestinados a leer la misma página una y otra vez, incapaces de hacer nada para evitarlo.

* * *

Las fotografías dan cuenta del paso de los meses, en esta sujeto una vela mientras la madrina sostiene a mi hijo con la cabeza mirando al suelo y el cura acerca el agua fría para derramarla sobre su cogote y bautizarle. No se le ve llorar, pero recuerdo que lo hizo. Con lo fácil que hubiera sido calentar un poco el agua bendita. Todos los que aparecen en la foto miran al mismo lugar, la cabeza de mi hijo, esperando escuchar la habitual llorera de un bebé asustado al sentir ese frío repentino en la nuca. Y en el fotograma siguiente, en el que no se hizo, imagino a todos sonriendo y viendo llorar al niño, que no entiende el porqué de esa sensación desagradable.

Sus lloros nos hacen pasar un mal rato: los padres disfrutamos o padecemos al mismo ritmo en que lo hacen nuestros hijos. En una de las fotos me veo dándole el biberón y no dejo de sorprenderme porque, aunque quedaría mejor afirmando lo contrario, lo cierto es que no es algo que hiciera a menudo, ni eso ni cambiar pañales, en parte porque me pasaba el día trabajando fuera de casa, y en parte porque no eran esas el tipo de actividades que los padres de la época realizábamos con más asiduidad, las cosas como son. Hoy esas tareas están, o deberían estar, mejor y más equitativamente repartidas.

Lo que sí hacía a menudo era jugar con él, llevarlo a la plaza de Cataluña, cercana a nuestro domicilio de la calle Zabaleta, montarlo en los columpios o el pequeño tobogán —allí conocido como txirristra— y observarle mientras jugaba con otros pequeños. Era un niño inquieto e incansable que en cuanto aprendió a andar comenzó a correr. Controlándole para evitarle peligros gastaba yo más energía que él corriendo por toda la plaza. En realidad era muy bueno, aunque ese exceso de energía le valió algunas reprimendas de mi parte, no tanto por ser tan movido, sino por agotar mis fuerzas y en ocasiones mi paciencia.

Pero lo que más nos gustaba era bajar a la playa en verano. A solo cien metros de casa teníamos la de Gros, donde los espacios eran más amplios y los peligros menores, solo debía estar atento cuando se acercaba a la orilla del mar. Hacer castillos de arena era mi especialidad y su juego favorito. Él colaboraba acarreándola en cubos y amontonándola, y me imitaba dando palmaditas a los muros del castillo para endurecerlos. Buscaba palitos en la playa para poner las banderas en lo alto de las almenas, banderas que le gustaba poner a él, si las colocaba yo se enfadaba y hacía pucheros. Me convertía en un niño para jugar con él, porque disfrutaba haciéndolo y seguramente porque a su edad no tuve la posibilidad de divertirme en la orilla del mar. Buscar conchas en la arena, chapotear en la orilla, mojarme tirándome agua a la espalda para que yo sintiera la sensación de frío le hacía disfrutar y reír. Qué fácil era ser feliz.

Un día, quizá lo recuerdes, te llevé conmigo a Pamplona; tú eras aún pequeño y recorriste conmigo las calles de mi infancia. Te explicaba apasionadamente historias de mi vida conforme las recordaba al pasar por los lugares donde habían ocurrido. Me agradaba que conocieras los avatares de nuestra familia, seguramente porque a mí me hubiera gustado que mi padre lo hubiera hecho conmigo.

Para suplir esa ausencia, yo acudía a una tía mía, verdadera enciclopedia familiar, para satisfacer mi curiosidad y conocer detalles de mis abuelos. Las historias de cada familia son un tesoro que solo se hereda en las tertulias de algunas reuniones, narradas siempre por los parientes mayores que se prestan a ello. Cuando llegamos paseando al seminario de Pamplona me asaltaron los recuerdos y te conté detalles de mi estancia en él.

* * *

Entré en el seminario diocesano de Pamplona en septiembre de 1954, recién cumplidos los doce años. Fui el mayor de nueve hermanos, todos varones. Menos los dos más jóvenes, todos ingresaron a su vez en el colegio de los agustinos de Artieda una vez cumplidos también los doce. Mi madre decía entonces que teníamos vocación para ser sacerdotes, aunque lo cierto es que se equivocó. Ninguno llegaría a serlo.

Los años pasados en el seminario fueron duros en cuanto a las condiciones de vida y, sin embargo, los recuerdo como años muy gratos e importantes. Madrugábamos mucho, estudiábamos más y la mayor parte del tiempo no podíamos hablar entre nosotros, pero, aun así, las relaciones con los compañeros y con la mayoría de los profesores eran excelentes. Aunque pasábamos mucho frío en invierno, lo cierto es que comer, comíamos bien. Todos los compañeros de aquellos años con los que he vuelto a encontrarme después de medio siglo coinciden en que la educación que allí recibimos fue fundamental para nuestro porvenir. Aún hoy nos sentimos hermanados, probablemente porque convivimos en una etapa esencial para nuestra formación intelectual y social.

Éramos cera virgen en la que quedaron marcados los cimientos sobre los que construiríamos nuestro futuro. Pasamos en pocos años de ser niños a convertirnos en hombres y, al fin y al cabo, la relación que manteníamos entre nosotros era más intensa y prolongada que la que teníamos con nuestras propias familias, que se limitaba a dos meses al año coincidiendo con las vacaciones de Navidad y de verano.

Como puedes comprobar a mí me pasó con mis padres lo mismo que a ti te ha ocurrido conmigo. El tiempo que compartimos durante tu infancia fue inferior al que le dediqué a mi trabajo. Ese tiempo es ya irrecuperable y no puedo rectificar. Cuánto me gustaría poder hacerlo.

Se nos ve alegres en las fotografías que se conservan de aquellos años y que nos retratan con el traje talar de seminaristas, y a pesar de las transformaciones que el paso del tiempo ha dejado en nuestros rostros seguimos teniendo una característica esencial que nos identifica.

Todos nos reconocemos en aquellas fotos, tenemos las mismas miradas, parecidas sonrisas. Al vernos, enseguida surgen de la memoria escenas de aquellos años. Uno de nosotros recuerda una anécdota que evoca más y más detalles en los demás, y de ese modo reconstruimos con precisión escenas ocurridas hace cincuenta años y en las que todos participábamos. Esa forma de volver a vivir el pasado nos retrotrae a placeres casi olvidados de la juventud: son nuestras memorias individuales las que hacen posible la memoria colectiva.

Espero poder enseñarte algún día la instantánea en la que aparecemos todos los compañeros del curso, y contarte, si quieres, las mil y una historias que me evoca.

Los seminaristas constituíamos una muestra representativa de la diversidad social de Navarra. Los de la montaña, los que proveníamos de la zona media y de Pamplona y los procedentes de la ribera convivíamos con naturalidad. Aunque había una tendencia natural a agruparse por afinidades, todos congeniábamos con todos. Tampoco en el seminario encontré a ningún abertzale ni nacionalista, aunque hubiera compañeros que hablaran mejor el vascuence que el español.

Voy a contarte ahora una anécdota que no conoces, algo que me ocurrió en el seminario y que en realidad impidió que me ordenara sacerdote.

Un profesor nos había explicado en una de sus clases las propiedades del mineral de galena. Contaba que podía servir para escuchar la radio. Entonces los aparatos de radio eran muy voluminosos y caros, y no existían los transistores. Aquella propiedad del mineral despertó mi curiosidad y me interesó sobremanera. Durante las vacaciones de verano adquirí los elementos necesarios para construir una radio de galena, y efectivamente comprobé que podía escucharla sin necesidad de corriente eléctrica. La cuestión era que el aparato seguía siendo demasiado grande, así que me puse manos a la obra e inicie una investigación para tratar de simplificarlo: eliminé la bobina y sustituí la piedra galena por un diodo de germanio; pero para que aquello pudiera funcionar debía aumentar el tamaño de la antena. Se me ocurrió entonces utilizar una masa como el somier metálico o el tubo de plomo del desagüe de un lavabo y el invento funcionó. Soldé el diodo a los bornes del auricular y saqué un cable para enroscarlo al somier. Solamente podía escuchar una emisora: Radio Requeté de Pamplona. Durante las vacaciones ponía el auricular entre la almohada y mi oído y así oía las noticias. Era un privilegiado.

Pero se terminó el verano y tuve que regresar al seminario, en el que incluso estaba prohibido recibir o leer el periódico. En realidad vivíamos aislados de lo que ocurría fuera de las paredes del centro, aunque los fines de semana recibíamos visitas de nuestras familias, que nos contaban las noticias más importantes. El caso es que entre las prohibiciones no se mencionaban los aparatos de radio, con toda probabilidad porque ni el más sofisticado de los censores imaginaba que se pudiera escuchar una emisora con un aparato más pequeño que los actuales transistores y, además, sin pilas.

Así que me arriesgué y metí la diminuta radio galena modificada en mi maleta. Pasaron varios días de dudas hasta que por fin me armé de valor y me puse a oírla. En los días que siguieron ese fue mi inconfesable secreto: Radio Requeté. En vista de que nada ocurría poco a poco fui relajando las precauciones iniciales y escuchaba la radio todas las noches. Mis temores habían desaparecido. Llevado, sin duda, de esa imprudente relajación cometí un día el error de comentar durante el recreo una noticia importante a mi mejor amigo. Me preguntó: «¿Cómo lo sabes?». Le hice jurar que no se lo diría a nadie y emocionado le mostré el preciado tesoro: mi mini radio galena.

A partir de ese momento mi amigo no dejó de insistir para que se la dejara y yo, en el colmo de la ingenuidad y por aquello de la amistad inquebrantable, se la presté. Un secreto deja de serlo cuando lo conocen dos personas; esa es una lección que entonces no sabía y que solo el tiempo y los sucesivos errores han corregido. Inevitablemente, mi amigo cometió el mismo desliz al comentar otro día una noticia del mundo exterior con otro compañero y, como no hay dos sin tres, este quiso también tener su propia galena.

El 9 de octubre de 1958 fallecía a los ochenta y dos años el papa Pío XII después de veinte años de papado y tras cuatro días de dura agonía, y naturalmente los que disfrutábamos de galena lo supimos esa misma noche. Un compañero mío, que pertenecía al grupo de privilegiados que la escuchaba, no pudo resistir las ganas de anunciar urbi et orbi la importante noticia.

Durante el primer recreo del día siguiente se acercó al prefecto que nos cuidaba y, ni corto ni perezoso y sin pensar en las consecuencias, se explayó con él:

COMPAÑERO.—Estoy apenado por la muerte del papa.

PREFECTO.—¿Y cómo sabes que el papa ha muerto?

Mi compañero se pone rojo. No sabe cómo disimular. Se da cuenta de que ha metido la pata.

PREFECTO.—Dime, ¿cómo te has enterado?

COMPAÑERO.—Pues…

PREFECTO.—¿Quién te lo ha dicho?

COMPAÑERO.—Lo he oído…

El seminarista trata de ganar tiempo para inventarse alguna explicación, pero el prefecto, inflexible, insiste una y otra vez sin dejarle pensar.

PREFECTO.—Me voy a poner serio. Dímelo de una vez. ¿Dónde lo has oído?

COMPAÑERO.—En la radio.

PREFECTO.—¿En qué radio?

COMPAÑERO.—En la radio galena.

PREFECTO.—¿Tienes una radio galena?

COMPAÑERO.—Sí.

PREFECTO.—¿Dónde la tienes?

COMPAÑERO.—En mi cuarto.

PREFECTO.—¿Alguien más tiene radio?

COMPAÑERO.—Sí.

PREFECTO.—Tranquilízate. Cuéntame todo lo que sabes y no te pasará nada.

COMPAÑERO.—Pues…

Mi compañero, atemorizado, cantó y nos delató a todos. Contó con pelos y señales al prefecto los orígenes de la radio galena, quiénes la escuchaban y desde cuándo. Lo relató todo y con todo lujo de detalles. El escándalo adquirió considerables proporciones y alteró por unos días la sagrada paz del recinto. Hoy siguen comentándose, ahora entre risas, claro, aquellos hechos en las reuniones anuales de los exseminaristas de ese curso. A mí por supuesto me echaron del seminario, por instigador y por curioso.

Ciertamente, una anécdota como la anterior resulta en la actualidad inconcebible, pero en la época de la que hablo la falta de libertades —grandes y pequeñas— era considerada algo normal, y el tipo de disciplina que se utilizaba, esencial para mantener el orden entre los más de un millar de seminaristas de todos los cursos que convivíamos en la institución. Lo que no estaba expresamente permitido podía considerarse prohibido dependiendo de las circunstancias.

* * *

Hasta mediados de los sesenta, transcurridos más de veinticinco años tras el final de la guerra civil, no se produce el auge del nacionalismo, tanto en Navarra como en el País Vasco. El 78 fue un año importante en el que ocurrieron varios hechos que, aun siendo de signos completamente opuestos, influyeron de una u otra manera en la sociedad vasco-navarra: el nacimiento de ETA y la apertura de la Iglesia con motivo del Concilio Vaticano II.

Al escribir estas líneas caigo en la cuenta de que quizá debiera haberte hablado de estos acontecimientos antes, pero no lo hice, eras demasiado pequeño y no lo habrías entendido.

Pasados los años tampoco te hice partícipe de estas consideraciones, tan importantes para entender lo que nos ha sucedido: ya no se presentó la ocasión. Tengo la impresión de que siempre ha sido escaso el tiempo que he tenido para hablar contigo de lo que realmente es importante en la vida. Y ahora no estoy seguro de si te interesarán mis opiniones ni mis relatos.

Los sacerdotes de la diócesis de Pamplona reivindicaron entonces la rápida aplicación de las directrices del Vaticano II, que aconsejaba oficiar los servicios religiosos utilizando las lenguas vernáculas en lugar del latín. Aquella apertura suponía que en el País Vasco y Navarra se pudieran decir las misas en euskera, lo que originó inicialmente algunas tensiones con los feligreses que no entendían la lengua vasca.

El arzobispo de Pamplona no tenía prisa y las misas siguieron diciéndose en latín hasta que la presión del clero navarro forzó la sustitución del prelado. También en el seminario de Pamplona se iniciaba una nueva etapa, aunque menos convulsa que la sufrida por el de San Sebastián, considerado por algunos, creo que exageradamente, como vivero de ETA.

* * *

Con tres años está precioso, sentado sobre una cómoda y mirando hacia atrás para verse en el espejo redondo colgado de la pared. Su mirada sonriente irradia felicidad cuando me observa; es un niño feliz, se siente querido y mimado. Viste una camisita blanca de manga muy corta que deja ver sus brazos ligeramente morenos de piel perfecta, como recién hecha, al igual que sus piernas con rodillas aún sin marcas de las que dejan las caídas y los pequeños golpes a lo largo de la infancia.

A los cinco años iba al colegio con uniforme; vivíamos ya en Oyarzun y seguíamos visitando a mi madre y mis hermanos en su casa de Martutene, y pasando las fiestas más señaladas en familia. Aquí se le ve jugando con los regalos que los Reyes han dejado para él en casa de su abuela.

Por su indumentaria se nota que estamos en invierno, lleva pantalón largo y jersey, ya es un hombrecito pero aún cree en los Reyes Magos y está a salvo, protegido de las contrariedades y ajeno a los obstáculos que la vida pondrá en su camino. En la relación con mis hijos he tratado siempre de tener presente una idea que escuché una vez y que me pareció tan sabia como acertada: un padre puede tener varios hijos, pero un hijo tiene un solo padre. Y es muy cierto que, si bien se quiere a todos los hijos por igual, cada uno nos necesita de distinta manera, y con cada uno nos entendemos en un lenguaje propio y diferente.

* * *

Siendo gobernador tuve ocasión de conversar con algunos de los terroristas detenidos sin que ellos supieran que hablaban conmigo. Me interesaba indagar en las razones de su sinrazón. Deseaba conocer, o intentar conocer, cuál es el mecanismo que transforma a un ser humano, aparentemente normal, en un individuo capaz de asesinar a un semejante sin sentir piedad alguna. Fueron diálogos intensos en los que percibí cómo en ocasiones era una juventud atormentada la que parecía estar detrás de esa falta total de remordimientos; algunos de ellos manifestaban, sin embargo, inquietud por el bienestar de sus mascotas.

En una de esas conversaciones pregunté al terrorista si habría sido capaz, de habérselo ordenado sus jefes en la banda, de asesinar a su padre en el supuesto de que este fuera un Guardia Civil. La respuesta fue sin dudarlo que sí. Aquella frialdad, aquel helado fanatismo, me impactaron enormemente. Siempre he creído que los parricidios solo se cometen en momentos de enajenación producidos por una ira incontrolada y/o una grave alteración mental. Pero asesinar premeditadamente a alguien cercano sobrepasaba cualquier crueldad imaginable.

Aquel sujeto me dio verdadero miedo, el mismo que sentí al pensar hasta qué punto le habían lavado el cerebro con odio nacionalista, y en el daño irreparable que esto había causado. También pensé que, llegado el momento, ese terrorista se hubiera echado atrás y habría sido incapaz de hacer algo tan horrible, sin descartar que pretendiera impresionar a su interlocutor, es decir, a mí, presentándose como el más duro entre los duros.

* * *

El día de su primera comunión se convirtió en el protagonista de todas las miradas y afectos, sin competencia con sus hermanos. En estas fotos se le ve más serio que en otras, pero sigue sonriendo. La verdad es que está muy guapo, muy atento a su traje, a sus zapatos relucientes, a su molesta corbata, pero sobre todo a los regalos: era el rey por un día. Viéndome junto a él en la foto siento la nostalgia de un futuro entonces aún sin escribir, una especie de tristeza retrospectiva que me lleva a preguntarme si podría haber obrado de otro modo para modificar el rumbo de su vida, para evitar lo que luego le ocurrió. Es esta una pregunta que me he hecho a menudo, y a la que hasta hoy no he dejado de buscar respuesta.

* * *

Estudiando detenidamente documentos, revisando decenas de carpetas, algunas de ellas inéditas, dedicando muchas horas a seleccionar datos de mis abuelos y encajándolos en el contexto histórico en el que vivieron creí haber encontrado, por fin, una explicación a lo que estaba ocurriendo en mi casa y advertí también que, impotente para poder modificar los hechos más cercanos, los que constituyen la historia de los últimos años de mi familia, estaba a punto de ser testigo de momentos muy dolorosos que amenazaban con destruir los fuertes e invisibles lazos que unen a quienes comparten la misma sangre.

Paradójicamente, algo así puede entenderse cuando les ocurre a los demás: cuando le sucede a uno mismo la razón no es capaz de aceptar ninguna explicación. Vi cómo mi familia se desmoronaba por momentos desoyendo las leyes inexorables de supervivencia, según las cuales los padres, hijos y hermanos de un mismo clan están obligados a ayudarse ante cualquier peligro externo que aceche a alguno de sus miembros.

Comprendí hasta qué punto la vida es una imparable y gigantesca noria que repite una y otra vez, incansablemente, las mismas alegrías y sufrimientos, los mismos aciertos y errores, iguales recuerdos y olvidos, idénticos odios y amores. Necesitado como estaba de aplacar aquel intenso dolor que me corroía por dentro, había logrado reconstruir una parte de mi historia para poder entenderla, predecir el futuro cercano y aferrarme a la esperanza porque sabía, lo estaba viendo en el pasado, que la esperanza también forma parte de las escenas que la noria reproduce.