Consideraciones sobre la dominación musulmana en España

Uno de mis sitios favoritos era el balcón del hueco central del Salón de Embajadores, en la alta Torre de Comares. Me había sentado allí para gozar el crepúsculo de un hermoso día. El sol, ocultándose tras las purpúreas montañas de Alhama, lanzaba sus luminosos rayos sobre el valle del Darro, dando un aspecto melancólico a las severas torres de la Alhambra; y la vega, entretanto, cubierta de un tenue vapor sofocante que envolvía los rayos del sol poniente, semejaba a lo lejos un mar de oro. Ni la brisa más leve turbaba el silencio de la tarde, y de vez en cuando se sentía un ligero rumor de música y algazara que se elevaba de los cármenes de Darro, y que hacía más expresivo el solemne silencio de la fortaleza que me daba asilo. Era uno de esos momentos en que la memoria —semejante al sol de la tarde que lanzaba sus pálidos fulgores sobre los viejos torreones— alcanzaba un mágico poder y se remonta a la vida retrospectiva para recordar las glorias del pasado.

Hallábame sentado meditando en el mágico efecto de la puesta del sol sobre la ciudadela morisca, y entré luego en reflexiones sobre el ligero, elegante y voluptuoso carácter que domina en su interior arquitectura, y el contraste que ofrece con la grande aunque triste solemnidad de los edificios góticos erigidos por los españoles. La respectiva arquitectura indica las opuestas e irreconciliables naturalezas de los pueblos que por largo tiempo se disputaron el imperio de la Península. Poco a poco fui pasando a otra serie de consideraciones sobre el singular carácter de los árabes o musulmanes españoles, cuya existencia parece más bien un cuento que una realidad, y que en cierto modo forma uno de los más anómalos aunque brillantes episodios de la Historia. Fuerte y duradera como fue su dominación, apenas sabemos cómo llamarla, pues constituyó una nación sin legítimo nombre ni territorio. Lejana ola de la gran Europa, parecía tener todo el ímpetu del primer desbordamiento de un torrente. Su ruta de conquista, desde el Peñón de Gibraltar hasta la cumbre de los Pirineos, fue tan rápida y brillante como las moriscas victorias de Siria y Egipto, y ¡quién sabe si, a no haber sido rechazados en los llanos de Tours, toda la Francia y Europa entera hubieran sido invadidas con la misma facilidad que los imperios asiáticos, y si la media luna se enseñorearía hoy en los templos de París y de Londres!

Rechazadas dentro de los límites de los Pirineos las mezcladas hordas de Asia y África que formaron esta irrupción, dejaron el principio musulmán de conquista y trataron de establecer en España un tranquilo y permanente dominio. Como conquistadores, su egoísmo fue igual a su moderación, y durante algún tiempo aventajaron a las naciones contra las cuales pelearon. Separados de su país natal, amaban la tierra que les había sido deparada —según ellos— por Alá, y se esforzaron en embellecerla con cuanto pudiera contribuir a la felicidad del hombre. Basando los cimientos de su poder en un sistema de sabias y equitativas leyes, cultivando diligentemente las artes y las ciencias, y fomentando la agricultura, la industria y el comercio, constituyeron poco a poco un imperio que no tuvo rival por su prosperidad entre los imperios del cristianismo; y condensando laboriosamente en él las gracias y refinamientos que distinguieron al imperio árabe de Oriente en la época de su mayor florecimiento, derramaron la luz del saber oriental por las occidentales regiones de la atrasada Europa.

Las ciudades de la España árabe llegaron a ser el punto de concurrencia de los artistas cristianos para instruirse en las artes útiles. Las almadrazas de Toledo, Córdoba, Sevilla y Granada se vieron frecuentadas por numerosa afluencia de estudiantes de otros reinos, que venían a ilustrarse en las ciencias de los árabes y en el atesorado saber de la antigüedad; los amantes de las artes recreativas afluían a Córdoba para adiestrarse en la poesía y en la música del Oriente, y los bravos guerreros del Norte se trasladaron allí para amaestrarse en los gallardos ejercicios y cortesanos usos de la caballería.

Si en los monumentos musulmanes de España, en la Mezquita de Córdoba, el Alcázar de Sevilla y la Alhambra de Granada, se leen pomposas inscripciones ponderando apasionadamente el poder y permanencia de su dominación, ¿debe menospreciarse su orgullo como alarde vano y arrogante?

Generación tras generación, siglo tras siglo, han ido pasando sucesivamente, y todavía mantienen los moros sus derechos a este suelo. Después de haber transcurrido un período de tiempo más largo que el mediado desde que Inglaterra había sido subyugada por el normando conquistador, los descendientes de Muza y Tarik no pudieron prever que iban a ser arrojados al destierro por los mismos desfiladeros que habían atravesado sus triunfantes antecesores, del mismo modo que los descendientes de Rolando y Guillermo, y sus veteranos pares no pueden soñar el ser rechazados a las costas de Normandía.

Sin embargo, el imperio musulmán en España fue casi una planta exótica que no echó profundas raíces en el suelo que embellecía. Apartados de sus convecinos del Occidente por insuperables barreras de creencias y costumbres, y separados de sus congéneres del Oriente por mares y desiertos, formaron un pueblo completamente aislado. Su existencia fue un prolongado cuanto bizarro esfuerzo caballeresco por defender un palmo de terreno en un país usurpado.

Los musulmanes españoles fueron las avanzadas y fronteras del islamismo, y la Península el gran campo de batalla donde los conquistadores góticos del Norte y los musulmanes del Oriente lucharon y pelearon por dominar; pero el esfuerzo fiero de los sarracenos se vio al fin abatido por el perseverante valor de la raza hispanogótica.

Y por cierto que no se ha dado jamás un tan completo aniquilamiento como el de la nación hispanomuslímica. ¿Qué se ha hecho de los árabes españoles? Preguntadlo a las costas africanas y a los solitarios desiertos. El resto de su antiguo y poderoso imperio ha desaparecido proscrito entre los bárbaros de África y perdida por completo su nacionalidad. No han dejado siquiera un nombre especial tras de sí, aunque durante ocho siglos han constituido un pueblo separado. No quisieron reconocer el país de su adopción y el de su residencia durante muchos años y evitaron el darse a conocer de otro modo que como invasores y usurpadores. Tal cual monumento ruinoso es lo único que queda para testificar su poder y dominación, a la manera que las solitarias rocas que se ven allá en lontananza dan testimonio de algún pasado cataclismo. Tal es la Alhambra: una fortaleza morisca en medio de un país cristiano; un oriental palacio rodeado de góticos edificios occidentales; un elegante recuerdo de un pueblo bravo, inteligente y simpático, que conquistó, dominó y pasó por el mundo.