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—¿Que vas a ser el qué? —interrumpió Butch.

Mientras su compañero lo observaba, a V casi le resultó imposible pronunciar la maldita palabra.

—El Gran Padre. De las Elegidas.

—¿Y qué demonios es eso?

—Básicamente, un donante de semen.

—Espera, espera… ¿Entonces vas a hacer una especie de donación intravenosa?

V se pasó una mano por el pelo y pensó en lo bueno que sería atravesar el muro con su puño.

—Es un poco más íntimo que eso.

Hablando de intimidad, hacía siglos que él no tenía sexo normal con una mujer. ¿Sería posible que lograra excitarse durante el apareamiento formal y ritual de las Elegidas?

—¿Por qué tú?

—Tiene que ser un miembro de la Hermandad. —V se paseó alrededor de la habitación en penumbra, mientras pensaba que sería mejor mantener oculta la identidad de su madre durante algún tiempo—. No hay mucho donde escoger. Y el grupo cada vez es más reducido.

—¿Y vas a vivir allí? —preguntó Phury.

—¿Vivir allí? —interrumpió Butch—. ¿Quieres decir que no podrás pelear con nosotros? ¿O… andar con nosotros?

—No, puse esa condición antes de aceptar.

Mientras Butch soltaba el aire con alivio, V trató de no alegrarse por el hecho de que a su compañero de casa le importara tanto verlo como a él le importaba que lo vieran.

—¿Cuándo?

—Dentro de unos días.

—¿Wrath ya lo sabe? —preguntó Phury.

—Sí.

Mientras V pensaba en lo que acababa de aceptar, sintió que el corazón comenzaba a latirle en el pecho como si fuera un pájaro que agitara las alas para salirse de la jaula. El hecho de que dos de sus hermanos y Rehvenge lo estuvieran mirando aterrados hacía que el pánico fuera peor.

—Escuchad, ¿os molestaría disculparme durante un rato? Necesito… mierda, necesito salir de aquí.

—Iré contigo —dijo Butch.

—No. —V estaba desesperado. Si había habido una noche en la que él se había sentido tentado a hacer algo absolutamente inapropiado era precisamente ésta. Ya era suficientemente malo lo que sentía por su compañero de casa en sus fantasías; convertirlo en realidad sería una catástrofe que ni él, ni Butch ni Marissa podrían controlar—. Necesito estar solo.

V se volvió a guardar el maldito medallón en el bolsillo trasero y se marchó, en medio del tenso silencio que reinaba en la oficina. Mientras cruzaba apresuradamente la puerta lateral y salía al callejón, pensó que desearía encontrarse con un restrictor. Necesitaba hallar uno. Le rezó a la Virgen Es…

Se detuvo en seco. Bueno, mierda. Claro que nunca más volvería a rezarle a su maldita madre. Ni volvería a invocar su nombre.

Dios… ¡Maldición!

Se recostó contra la fría pared de ladrillo del Zero Sum y, a pesar de lo mucho que le dolía, no pudo evitar recordar su vida en el campamento de guerreros.

El campamento estaba situado en el centro de Europa, en lo profundo de una cueva. Unos treinta soldados lo habían usado como base, pero también había otros residentes. Una docena de pretrans que habían sido enviados allí para recibir entrenamiento y otra docena o más de prostitutas que les hacían la comida y atendían a los hombres.

El Sanguinario llevaba años dirigiéndolo y había sacado a algunos de los mejores luchadores que tenía la especie. Cuatro miembros de la Hermandad habían comenzado allí, bajo la dirección del padre de V. Sin embargo, muchos otros, de distintos niveles, no habían logrado sobrevivir.

Los primeros recuerdos de V eran la sensación de hambre y de frío y de ver comer a los demás, mientras su estómago rugía de hambre. Durante sus primeros años, lo que le había impulsado era el hambre, y al igual que los otros pretrans, su única motivación era alimentarse, sin importar cómo tuviera que hacerlo.

‡ ‡ ‡

Vishous aguardaba en medio de las sombras de la caverna, manteniéndose lejos del reflejo intermitente de la luz que venía de la hoguera que calentaba el campamento. Siete venados frescos estaban siendo devorados en medio de un obsceno frenesí y los soldados arrancaban la carne de los huesos y masticaban como animales, mientras que la sangre les ensuciaba las manos y la cara. Un poco alejados de la cena, todos los pretrans temblaban con codicia.

Al igual que los otros, V estaba al borde de la inanición. Pero él no se mezclaba con los otros jóvenes. Él esperaba en medio de la oscuridad, con los ojos fijos en su presa.

El soldado que había elegido era tan gordo como un cerdo, la carne se le escurría por encima de los pantalones de cuero y los rasgos faciales ya eran irreconocibles en medio de esa cara inflada y deforme. El glotón se pasaba la mayor parte del tiempo sin camisa y, mientras se paseaba por el campamento dando patadas a los perros abandonados que vivían allí o persiguiendo a las putas; su abultado pecho y su barriga se bamboleaban de un lado a otro. Sin embargo, a pesar de que era un haragán, el soldado era un asesino terrible y lo que le faltaba en velocidad lo compensaba con fuerza bruta. Tenía unas manos tan grandes como la cabeza de un hombre adulto y se rumoreaba que les arrancaba las extremidades a los restrictores y luego se las comía.

A la hora de la comida siempre era uno de los primeros en atacar la carne y comía rápidamente, aunque carecía de precisión. En realidad no se fijaba mucho en lo que se llevaba a la boca, de manera que siempre terminaba con una capa de trozos de carne de venado y chorros de sangre y pedazos de hueso que le cubría el pecho y el estómago, una sangrienta túnica tejida por sus torpes movimientos.

Esa noche el hombre terminó temprano y se recostó, con una parte del costillar del venado en la mano. Aunque ya había terminado, seguía lamiendo el costillar que se había estado comiendo y espantaba a los otros soldados para divertirse.

Cuando llegó la hora de los castigos, los combatientes abandonaron el foso de la hoguera y se dirigieron a la plataforma del Sanguinario. A la luz de las antorchas, los soldados que habían perdido durante las prácticas eran obligados a agacharse a los pies del Sanguinario y eran violados por quienes los habían derrotado, en medio de las risas y los aplausos de los demás. Entretanto, los pretrans se lanzaron sobre los restos del venado, mientras que las mujeres observaban con envidia, esperando su turno.

La presa de V no estaba muy interesada en las humillaciones. El soldado gordo observó durante un rato y luego se marchó, con una pata de venado en la mano. Su asqueroso camastro estaba al otro extremo de donde dormían los soldados, porque el hedor del gordo era insoportable aun para las narices de sus compañeros.

Acostado, parecía como un campo ondulante, pues su cuerpo estaba formado por una serie de colinas y valles. La pata de venado que reposaba sobre su barriga era el premio en la cima de la montaña.

V aguardó hasta que los ojos redondos del soldado fueron tapados por unos párpados grasientos y su pecho comenzó a oscilar con un ritmo lento. En pocos minutos el hombre abrió sus labios de pescado y soltó un ronquido, seguido de otro. Fue en ese momento cuando se acercó V, sin hacer ruido con sus pies descalzos sobre el suelo de tierra.

El asqueroso hedor del hombre no detuvo a V y tampoco le importó que la pata del venado estuviese tiznada. V se inclinó con sus pequeñas manos extendidas, tratando de alcanzar el hueso.

Justo cuando acababa de agarrarla, una daga negra se clavó junto a la oreja del soldado y el ruido que produjo al penetrar en el suelo sólido de la caverna despertó al hombre.

El padre de V se alzaba sobre ellos como un bulto a punto de caer, con las piernas abiertas y los ojos fijos. Era el hombre más grande de todos los que había en el campamento, se rumoreaba que era el macho más grande que había nacido en su especie, y su presencia inspiraba miedo por dos razones: por su tamaño y porque era absolutamente impredecible. Siempre tenía un humor cambiante y sus estados de ánimo eran violentos y caprichosos, pero V sabía la verdad que se ocultaba tras ese temperamento tan variable: no había nada que no estuviera calculado para causar un efecto. La astucia maligna de su padre era tan profunda como el grosor de sus músculos.

—Despierta —gritó el Sanguinario—. ¿Qué haces holgazaneando mientras este debilucho te roba tu comida?

V se alejó de su padre y comenzó a comer, hundiendo sus dientes en la carne y masticando lo más rápido que podía. Podría ser azotado por eso, probablemente por los dos hombres, así que tenía que comer lo más posible antes de que comenzara la paliza.

El gordo comenzó a excusarse hasta que el Sanguinario lo pateó en la planta del pie con una bota con pinchos. El hombre se puso pálido, pero sabía que no podía gritar.

—Las disculpas por lo ocurrido me aburren. —El Sanguinario se quedó mirando fijamente al soldado—. Lo que quiero saber es qué vas a hacer al respecto.

Sin respirar siquiera, el soldado cerró el puño, se inclinó y lo clavó en el costado de V, que tuvo que soltar la pata de venado, pues el impacto le sacó el aire de los pulmones y la carne que tenía entre la boca. Mientras jadeaba, recogió el bocado del suelo y se lo volvió a meter entre los labios. Sabía a sal debido al contacto con el suelo de la caverna.

Cuando comenzó la paliza, V siguió comiendo entre golpe y golpe, hasta que sintió que el peroné se le iba a partir. Entonces lanzó un grito y perdió su pata de venado. Alguien la recogió y huyó con ella.

Todo el tiempo el Sanguinario se carcajeaba sin sonreír, y el sonido de sus carcajadas salía a través de unos labios delgados y rectos como cuchillos. Y luego le puso fin a la paliza. Sin hacer ningún esfuerzo, agarró al soldado gordo de la nuca y lo lanzó contra la pared de piedra.

Entonces las botas con pinchos del Sanguinario se plantaron frente a la cara de V.

—Saca mi daga.

V parpadeó con los ojos secos y trató de moverse.

Se oyó el crujido del cuero y al instante el Sanguinario colocó su cara ante él.

—Saca mi daga, chico. O quieres que te haga ocupar el lugar de las putas esta noche frente a la hoguera.

Los soldados que se habían reunido alrededor de su padre se rieron y alguien arrojó una piedra que golpeó a V en la pierna herida.

—Mi daga, chico.

Vishous hundió sus pequeños dedos en el suelo y se arrastró hasta donde estaba la daga. Aunque estaba apenas a unos sesenta centímetros de distancia, parecía estar a kilómetros de él. Cuando finalmente logró agarrarla con la palma de la mano, tuvo que usar las dos manos para sacarla del suelo pues estaba muy débil. Tenía el estómago revuelto debido al dolor y, mientras tiraba del arma, vomitó la carne que había robado.

Cuando acabó de vomitar, levantó la daga para entregársela a su padre, que se había vuelto a poner de pie.

—Levántate —dijo el Sanguinario—. ¿O acaso crees que yo debo inclinarme ante alguien tan insignificante como tú?

V hizo un esfuerzo para sentarse, pero no se podía imaginar cómo iba a hacer para ponerse de pie, si apenas podía sostener los hombros. Se pasó la daga a la mano izquierda, apoyó la derecha contra el suelo y se impulsó. El dolor era tan fuerte que la vista se le nubló… y de repente ocurrió algo milagroso. Una cierta luz brillante se apoderó de él desde sus entrañas, como si el sol hubiese penetrado en sus venas y hubiese ido borrando el dolor hasta hacerlo desaparecer por completo. Su visión volvió… y vio que la mano le brillaba.

Pero ese no era momento para asombrarse. Se levantó del suelo tratando de no apoyarse sobre la pierna herida. Con la mano temblorosa le alcanzó la daga a su padre.

El Sanguinario se quedó mirándolo durante un segundo, como si nunca hubiese esperado que V se pusiera de pie. Luego tomó el arma y dio media vuelta.

—Que alguien lo vuelva a tumbar. Su insolencia me ofende.

V aterrizó otra vez contra el suelo, cuando la orden fue cumplida, y enseguida desapareció la luz y regresó el dolor. Se quedó esperando otros golpes, pero cuando oyó el rugido de la multitud, se dio cuenta de que la diversión del día sería el castigo de los perdedores y no él.

Mientras yacía en el pozo de su desgracia, mientras trataba de respirar a pesar de los golpes que había recibido, se imaginó a una pequeña mujer vestida de negro, que se le acercaba y lo acunaba entre sus brazos. La mujer lo abrazaba, susurrándole palabras tiernas, acariciándole el pelo y tratando de proporcionarle un poco de alivio.

V se sintió agradecido por esa visión. Ella era su madre imaginaria. La que lo amaba y quería que él estuviera seguro y caliente y bien alimentado. A decir verdad, la imagen de esa mujer fue lo que lo mantuvo vivo y le ofreció la única paz que conoció.

El soldado gordo se inclinó sobre él y su aliento fétido y húmedo llenó la nariz de Vishous.

—Si me vuelves a robar, no te recuperarás de lo que voy a hacerte.

El soldado lo escupió en la cara y luego lo agarró y lo arrojó lejos del asqueroso camastro, como si fuera un desecho.

Antes de que V perdiera el conocimiento, lo último que vio fue a otro pretrans terminándose la pata de venado con voracidad.