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La Virgen Escribana levantó la vista del pájaro que tenía en la mano, sobresaltada por una repentina sensación de pánico.

¡Ay… maldito azar! ¡Horrible destino!

Había llegado. Eso que ella había sentido y temido desde hacía mucho tiempo, había llegado la destrucción de su realidad. Éste era su castigo.

Esa humana… esa humana a la que amaba su hijo se estaba muriendo en ese momento. Estaba en los brazos de V, se estaba desangrando y se estaba muriendo.

Con brazo tembloroso, volvió a poner el gorrión sobre el árbol de las flores blancas y se dirigió tambaleándose hasta la fuente. Se sentó en el borde de mármol y le dio la sensación de que su ligero vestido pesaba tanto como unas cadenas.

Ella tenía la culpa del dolor que estaba sintiendo su hijo. Era la culpable de que su vida se estuviera haciendo añicos. Ella había quebrantado las reglas. Hacía trescientos años, había quebrantado las reglas.

Al principio de los tiempos le había sido concedido un acto de creación que había hecho efectivo al llegar a la madurez. Pero luego había querido repetirlo. Ella había desobedecido y, con ello, selló la suerte de sus hijos. El destino de su hijo —desde el principio hasta el final, desde el miserable tratamiento que recibió bajo el dominio de su padre, pasando por esa manera de ser fría y dura que había adoptado en la madurez, hasta esta agonía—, todo el destino de su hijo era, en realidad, un castigo destinado a ella. Porque en la medida en que él sufría, ella sufría mil veces más.

La Virgen Escribana tuvo deseos de pedir clemencia de parte de su padre, pero sabía que no podía hacerlo. Las decisiones que ella había tomado no eran de la incumbencia de su padre y las consecuencias de esas decisiones le correspondían sólo a ella.

Mientras atravesaba dimensiones y veía lo que le estaba ocurriendo a su hijo, la Virgen Escribana supo que la agonía de Vishous era la suya, sintió el adormecimiento producido por el impacto, el fuego de la negación, el horror retorciéndole las entrañas. También sintió la muerte de la amante de V, el frío que se iba apoderando de la humana, la sangre huyendo de su pecho y el estremecimiento del corazón. Y también oyó que su hijo balbuceaba palabras de amor y sintió el olor del miedo fétido y rancio que emanaba de su cuerpo.

No había nada que ella pudiera hacer. Ella, que tenía un poder ilimitado sobre tantas cosas, era impotente en ese momento porque el destino y las consecuencias del libre albedrío eran el dominio exclusivo de su padre. Sólo él conocía el mapa entero de la eternidad, el compendio de todas las decisiones que se toman y no se toman, de los caminos conocidos y desconocidos. Él era el libro, la página y la tinta indeleble.

Pero ella no.

Y precisamente por eso, él no acudiría a ayudarla ahora. Porque éste era el destino que ella se había forjado: sufrir porque un inocente había nacido de un cuerpo que ella nunca debería haber adoptado. Nunca se acabaría aquel sufrimiento. Su hijo vagaría por la tierra como un muerto en vida por culpa de las decisiones que ella había tomado.

Con un grito de dolor, la Virgen Escribana se desvaneció. Su figura salió de sus ropajes, que cayeron al suelo formando un lago de pliegues negros. La Virgen se introdujo en el agua de la fuente convertida en una ola ligera y viajó a través de las moléculas de hidrógeno y oxígeno, cargándolas con su dolor de una energía que las hacía hervir y las evaporaba. Con el proceso de transferencia de energía, el líquido se levantó en forma de nube, se hizo compacto sobre el patio y volvió a caer al suelo como una lluvia de lágrimas que ella no podía llorar.

En el árbol blanco, los pájaros alzaban las cabezas hacia arriba, hacia el agua que caía sobre ellos en forma de gotas, como si no comprendieran qué ocurría. Y luego volaron en bandada desde el árbol hasta la fuente, alejándose del árbol por primera vez. Posados en el borde, le dieron la espalda al agua resplandeciente e hirviente en que la Virgen se deshacía.

La acompañaron mientras ella se lamentaba, protegiéndola como si cada uno fuera tan grande como un águila e igual de feroz.

Como siempre, los pájaros fueron su único consuelo.

‡ ‡ ‡

Jane fue consciente de que estaba muerta.

Lo supo porque se encontraba en medio de la niebla y alguien que se parecía a su hermana muerta estaba ante ella.

Así que con toda seguridad se había muerto. Sólo que… ¿no debería sentirse triste o algo así? ¿No debería estar preocupada por Vishous? ¿No debería alegrarse de reunirse con su hermanita?

—¿Hannah? —preguntó Jane, queriendo asegurarse de lo que estaba viendo—. ¿Eres tú?

—Más o menos. —La imagen de su hermana se encogió de hombros y su hermoso cabello rojo se movió—. En realidad sólo soy un mensajero.

—Bueno, te pareces a ella.

—Claro que me parezco. Lo que ves ahora es lo que ves en tu mente cuando piensas en ella.

—Muy bien… esto es una especie de limbo. O, espera, ¿acaso estoy soñando? —Porque ésa sería una estupenda noticia, teniendo en cuenta lo que ella creía que acababa de pasarle.

—No, estás muerta. Sólo que en este momento estás en medio.

—¿En medio de dónde?

—Estás entre dos mundos. No estás ni aquí ni allí.

—¿Podrías ser un poco más específica?

—Realmente no. —La imagen de Hannah sonrió con la preciosa sonrisa de su hermana, esa sonrisa angelical que había logrado conquistar incluso a Richard, el antipático cocinero de la casa de sus padres—. Pero mi mensaje es éste. Vas a tener que dejarlo ir, Jane. Si quieres tener paz, vas a tener que dejarlo marchar.

Si la imagen se refería a Vishous, estaba muy equivocada.

—No puedo hacer eso.

—Tienes que hacerlo. De lo contrario, quedarás perdida aquí. Sólo tienes un tiempo limitado para estar en este lugar intermedio.

—¿Y luego qué ocurre?

—Te perderás para siempre. —La imagen de Hannah se puso seria—. Déjalo ir, Jane.

—¿Cómo?

—Tú sabes cómo. Y, si lo haces, podrás verme de verdad en el otro lado. Déjalo. Ir. —Luego el mensajero o lo que fuera se evaporó.

Al quedar sola, Jane miró a su alrededor. La niebla era espesa como una nube cargada de lluvia y era tan infinita como el horizonte.

El miedo comenzó a introducirse en sus sentidos. Aquello no le gustaba. Realmente no quería quedarse allí.

De repente, experimentó una sensación de urgencia, como si el tiempo se le estuviera agotando, aunque ella no sabía cómo había llegado a ese convencimiento. Sólo que en ese momento pensó en Vishous. Si dejarlo ir significaba renunciar a su amor por él, eso no iba a ser posible.