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Mientras se cubría los senos con la cortina blanca, Cormia miraba con estupefacción hacia el otro extremo del templo del Gran Padre. Quienquiera que fuera ese hombre, no era Vishous, hijo del Sanguinario.

Pero definitivamente se trataba de un guerrero. Parecía enorme contra la pared de mármol, un auténtico gigante, y sus hombros parecían más anchos que la cama en la que ella estaba acostada. El tamaño de ese hombre la aterrorizaba… hasta que se fijó en sus manos. Eran elegantes, anchas y de dedos largos. Fuertes pero delicadas.

Y esas magníficas manos la habían liberado de las correas. Y no le habían hecho nada más.

Primero Cormia creyó que él iba a gritarle. Luego esperó que dijera algo. Por último, se quedó esperando a que la mirara.

En medio del silencio, Cormia pensó que el hombre tenía un cabello hermoso. Le bajaba hasta los hombros y tenía muchos colores, sus ondas brillaban con tonos dorados, rojo profundo y café oscuro. ¿De qué color eran los ojos?

Más silencio.

Cormia no sabía cuánto tiempo había pasado. El tiempo pasaba rápido, incluso allí, en el Otro Lado. Pero ¿cuánto tiempo llevaba él callado? Querida Virgen, Cormia deseaba que él dijera algo, aunque quizá ése fuera el problema. Tal vez él también estaba esperando a que ella dijera algo.

—Tú no eres quien… —comenzó a decir, pero dejó la frase sin terminar al ver que él levantaba la mirada.

Los ojos del hombre eran amarillos, de un amarillo esplendoroso y cálido, que la hicieron recordar sus piedras favoritas, los cuarzos citrinos. En realidad, podía sentir que su cuerpo parecía calentarse cuando él la miraba.

—¿No soy el hombre al que estabas esperando? —Ay… su voz. Era suave y profunda y… amable—. ¿Acaso no te lo dijeron?

Cormia negó bruscamente con la cabeza, sin decir nada. Pero ya no estaba asustada.

—Las circunstancias han cambiado y yo he ocupado el sitio de mi hermano. —Phury se puso la mano sobre el pecho inmenso—. Me llamo Phury.

—Phury. Un nombre de guerrero.

—Sí.

—Pareces un guerrero.

Phury levantó las manos y le mostró las palmas.

—Pero no te haré daño. Nunca te haré daño.

Cormia ladeó la cabeza. No, él nunca le haría daño, ¿o sí? Era un completo desconocido y tres veces más grande que ella, pero estaba segura de que él no le haría daño.

Sin embargo, se iba a aparear con ella. Ése era el propósito de que estuvieran juntos y ella pudo percibir su excitación al entrar. Aunque… ya no estaba excitado.

Cormia levantó una mano y se tocó la cara. ¿Quizá ahora que le había visto la cara ya no quisiera seguir adelante con el apareamiento? ¿Acaso no le resultaba atractiva?

Virgen santa, ¿por qué le preocupaba eso? Ella no quería aparearse con él. Ni con él ni con nadie. Eso iba a doler; la directrix se lo había dicho. Y sin importar lo atractivo que pudiera ser aquel hermano, era un absoluto desconocido para ella.

—No te preocupes —dijo Phury de manera atropellada, como si le hubiese leído el pensamiento—. No vamos a…

Cormia se aferró a la cortina.

—¿No?

—No.

Cormia bajó la cabeza.

—Pero entonces todos se enterarán de que te he fallado.

—¿Que has fallado? Por Dios, tú no le estás fallando a nadie. —Phury se pasó la mano por el pelo y las ondas de su melena captaron la luz y resplandecieron—. Sencillamente yo no… Sí, no creo que esté bien.

—Pero ése es el propósito de mi vida. Aparearme contigo y unir el destino de las Elegidas al tuyo. —Cormia parpadeó rápidamente—. Si no nos apareamos, la ceremonia quedará incompleta.

—¿Y qué?

—Yo… no entiendo.

—¿Y qué pasa si la ceremonia no se completa hoy? Hay tiempo. —Phury frunció el ceño y miró a su alrededor—. Oye… ¿quieres salir de aquí?

Cormia abrió los ojos con sorpresa.

—¿Para ir adónde?

—No lo sé. A dar un paseo o algo así.

—Me dijeron que no podía salir a menos que…

—Mira, la situación es ésta. Yo soy el Gran Padre, ¿no es cierto? Y todo lo que digo es una orden. —Phury la miró de frente—. Bueno, al menos eso es lo que me han dicho. ¿Estoy equivocado?

—No, tú tienes pleno dominio aquí. La única que está por encima de ti es la Virgen Escribana.

Phury se retiró de la pared.

—Entonces, vayamos a dar un paseo. Lo mínimo que podemos hacer es tratar de conocernos, teniendo en cuenta la situación en que nos encontramos.

—Yo… no tengo ropa.

—Usa la cortina. Me daré la vuelta mientras te tapas.

Phury dio media vuelta y, al cabo de un momento, Cormia se puso de pie y se envolvió en los pliegues de la cortina. Nunca habría podido prever esto, pensó, ni la sustitución ni la amabilidad del Gran Padre, ni que fuera… un hombre tan apuesto. Porque realmente era divino.

—Estoy… estoy lista.

Phury avanzó hacia la puerta y ella lo siguió. Parecía incluso mucho más grande de cerca… pero tenía un olor maravilloso. Un olor a oscuras especias que le causaba cosquilleo en la nariz.

Cuando él abrió las puertas y Cormia vio el panorama blanco que se abría antes ellos, vaciló.

—¿Qué sucede?

Era difícil explicar la vergüenza que sentía. Le daba la sensación de ser una egoísta al disfrutar de este alivio. Y le preocupaba que todas las Elegidas tuvieran que pagar por sus errores.

Cormia sintió un nudo en el estómago.

—No he cumplido con mi deber.

—Pero no has fallado. Sólo hemos pospuesto lo del… eh, el apareamiento. En algún momento sucederá.

Pero Cormia no podía acallar las voces que oía en su cabeza. Ni los temores.

—¿No sería mejor acabar de una vez con eso?

Phury frunció el ceño.

—Dios… realmente te aterra desilusionarlas.

—Ellas son lo único que tengo. Lo único que conozco. —Y la directrix había amenazado con expulsarla si ella no cumplía con la tradición—. Sin ellas, estoy absolutamente sola.

Phury la miró durante un buen rato.

—¿Cómo te llamas?

—Cormia.

—Bueno… Cormia, ya no estás sola si no las tienes a ellas. Ahora me tienes a mí. Y ¿sabes? Olvídate del paseo. Se me ha ocurrido otra cosa.

‡ ‡ ‡

Entrar en propiedad ajena era una de las especialidades de V. Era muy bueno para forzar las cerraduras de cajas de seguridad, coches, casas… y despachos. Le resultaba igual de fácil irrumpir en zonas residenciales o comerciales. Todo era igual.

Así que abrir la puerta de los elegantes despachos del Departamento de Cirugía del hospital Saint Francis no fue nada del otro mundo.

Mientras entraba sigilosamente, mantuvo a su alrededor el mhis que neutralizaba las cámaras de seguridad y garantizaba que él estuviera a salvo de la mirada de las pocas personas que todavía quedaban en la zona administrativa del hospital.

Caramba… ¡Qué despachos tan lujosos! Una recepción enorme e impresionante, revestida con paneles de madera y llena de alfombras persas. Un par de despachos auxiliares señalados con…

Allí estaba el despacho de Jane.

V se acercó y pasó el dedo por la placa de bronce pegada a la puerta. Grabado sobre la superficie brillante estaba su nombre: DOCTORA JANE WHITCOMB. JEFA DEL SERVICIO DE TRAUMA.

V asomó la cabeza por la puerta. El aroma de Jane flotaba en el aire y una de sus batas blancas estaba doblada sobre una mesa de reuniones. El escritorio estaba cubierto de una montaña de papeles, carpetas y Post-it; la silla estaba hacia atrás, como si se hubiese levantado deprisa para atender alguna urgencia. En la pared había una serie de diplomas y certificados, prueba de su dedicación al estudio y al trabajo.

V se frotó el esternón.

Diablos, ¿cómo iban a hacer para que su relación funcionara? Jane trabajaba en jornadas larguísimas. Él estaba limitado a las visitas nocturnas. ¿Qué pasaría si eso no era suficiente?

Pero tenía que ser suficiente. Él no iba a pedirle que abandonara toda una vida de esfuerzos, dedicación y éxito por él. Eso sería como si ella quisiera que él le diera la espalda a la Hermandad.

Cuando oyó que alguien murmuraba algo, V miró hacia el otro extremo de la recepción, donde se veía el resplandor de una luz.

Hora de encargarse del doctor Manello.

«No lo mates —se dijo V, dirigiéndose hacia una puerta medio abierta—. Sería un desastre tener que llamar a Jane para decirle que su jefe se había convertido en fertilizante».

Se detuvo al llegar al umbral y le echó un vistazo al enorme despacho que se abría ante sus ojos. El humano estaba sentado en un escritorio presidencial, revisando unos papeles, aunque eran las dos de la mañana.

El tipo frunció el ceño y levantó la vista.

—¿Quién anda ahí?

«No lo mates». Eso enfurecería totalmente a Jane.

Ay, pero V quería matarlo. No podía sacarse de la cabeza la imagen del tío de rodillas, a punto de besar a Jane, y ese recuerdo no mejoró su estado de ánimo. Cuando alguien estaba tratando de flirtear con sus hembras, los machos enamorados sólo podían pensar en soluciones drásticas. Como cerrar la tapa del ataúd.

Vishous empujó la puerta, se introdujo en la cabeza del médico y lo congeló, como si fuera un filete.

—Usted tiene unas fotos de mi corazón, doctor, y yo las necesito. ¿Dónde están? —Enseguida le ordenó mentalmente al médico que respondiera la pregunta.

El hombre parpadeó.

—Aquí… en mi escritorio. ¿Quién… es usted?

La pregunta le pilló desprevenido. La mayoría de las veces los humanos no eran capaces de pensar autónomamente cuando estaban bajo ese estado de hipnosis.

V se acercó y miró la marea de papeles.

—¿En qué parte del escritorio?

El hombre movió los ojos hacia el lado izquierdo.

—En una carpeta. Ahí. ¿Quién… es usted?

«El dueño de Jane, amigo», quería contestarle V.

Demonios, quería grabarle eso en la frente para que Manello nunca olvidara que ella ya tenía dueño.

V encontró la carpeta y la abrió.

—¿Dónde están los archivos originales?

—Han sido borrados. ¿Quién… es…?

—No importa quién soy yo. —Maldición, aquel imbécil era de una tenacidad impresionante. Pero, claro, uno no llega a ser jefe de cirugía por vivir tumbado en un sofá—. ¿Quién más conoce la existencia de esta foto?

—Jane.

Oír el nombre de Jane de labios de aquel desgraciado enfureció todavía más a V, pero lo dejó pasar.

—¿Quién más?

—Nadie más, que yo sepa. Traté… de enviarlas a Columbia. Pero… no fue posible. ¿Quién es usted…?

—El coco. —V revisó la memoria del hombre, sólo para estar seguro. Pero no había nada. Hora de irse.

Sólo que V necesitaba saber algo más.

—Dígame algo, doctor. ¿Usted coquetearía con una mujer casada?

El jefe de Jane frunció el ceño y luego negó lentamente con la cabeza.

—No.

—Bueno, tiene usted suerte. Ésa era la respuesta correcta.

Mientras se dirigía a la puerta, V pensó que le gustaría revolver todas las interconexiones neuronales de aquel desgraciado y dejarle la cabeza como una especie de campo minado, de forma que cada vez que pensara en Jane sexualmente sintiera pavor o náuseas, o rompiera en llanto como un bebé. Después de todo, los tratamientos aversivos eran excelentes para lograr desprogramar un cerebro. Pero V no era un symphath, así que tardaría mucho tiempo en conseguir algo semejante. Además, esa mierda podía volver a uno loco. Especialmente a alguien con una mente tan poderosa como Manello.

V le echó un último vistazo a su rival. El cirujano lo estaba mirando fijamente con desconcierto, pero no con temor, y sus ojos color café brillaban con determinación e inteligencia. Era difícil de admitir, pero, si no existiera V, probablemente ese tipo sería un buen compañero para Jane.

Desgraciado.

Vishous estaba a punto de dar media vuelta, cuando tuvo una visión tan clara y nítida como las que solía tener antes de que sus visiones desapareciesen.

En realidad, no fue una visión. Fue una palabra. Y no parecía tener ningún sentido.

Hermano.

Extraño.

V borró de la memoria del médico el recuerdo de todo esto y se desmaterializó.

‡ ‡ ‡

Manny Manello apoyó los codos sobre el escritorio, se masajeó las sienes y dejó escapar un gruñido. El dolor de cabeza que sentía parecía tener vida propia y su cráneo se había convertido en una cámara de resonancia. Y para rematar, parecía que alguien estuviera moviendo a lo loco el dial de su cerebro. Los pensamientos más dispares rebotaban por su cabeza sin orden ni concierto, una mezcolanza de detalles insignificantes: tenía que llevar su coche al taller, necesitaba terminar de revisar las solicitudes de residencia, se le habían acabado las cervezas, había cambiado el partido de baloncesto semanal del lunes al miércoles.

Resultaba curioso, cuando trataba de mirar más allá del enjambre de preocupaciones cotidianas, tenía la sensación de que toda esa actividad estaba… ocultando algo.

Sin ninguna razón en especial, Manello se acordó de la manta malva de ganchillo que colgaba del respaldo del sofá malva que había en la sala malva de su madre. Nadie podía usarla para abrigarse y ¡ay del que se atreviera a levantarla! El único propósito de la manta era ocultar una mancha que había hecho su padre al tirar un plato de espaguetis sobre el sofá. Después de todo, los quitamanchas también tenían un límite y el que había usado su madre había dejado una mancha blanca sobre el sofá. Que no quedaba muy bien en la tapicería de color malva.

Al igual que la manta de su madre, sus pensamientos dispersos parecían ocultar una especie de mancha en su cerebro, aunque Manello no era capaz de dilucidar qué podría ser.

Se frotó los ojos y miró su reloj Breitling. Eran las dos pasadas.

Hora de ir a casa.

Mientras recogía sus cosas, Manello tuvo la sensación de que había olvidado algo importante y miraba insistentemente hacia el lado izquierdo de su escritorio. Allí parecía faltar algo, pues había un espacio libre que dejaba ver la madera en medio de aquella marea suya de papeles.

El hueco tenía el tamaño de una carpeta.

Alguien había cogido algo de allí. Manello lo sabía. Pero no podía identificar de qué se trataba exactamente y cuanto más trataba de recordar, más le dolía la cabeza.

Entonces se dirigió a la puerta.

Al pasar por su baño privado, entró un segundo, buscó su siempre leal frasco de Motrín de quinientos miligramos y se tomó dos píldoras.

Realmente necesitaba unas vacaciones.