33
Entretanto, en el centro de Caldwell, en la esquina nordeste del edificio del hospital Saint Francis, Manuel Manello, doctor en medicina, colgó el teléfono que tenía sobre el escritorio sin haber marcado ningún número ni haber respondido ninguna llamada. Luego se quedó mirando fijamente al aparato. Lleno de botones, el artefacto era la realización de los sueños de cualquier fanático de los aparatos, con todos sus diferentes tonos y timbres.
A Manello le entraron ganas de arrojarlo contra la pared de su despacho.
Quería hacerlo, pero se contuvo. Dejó de lanzar raquetas de tenis, mandos de televisión, bisturíes y libros, cuando decidió convertirse en el jefe de cirugía más joven que había tenido el hospital Saint Francis en su historia. Desde entonces, sólo arrojaba botellas vacías y envolturas de paquetes de la máquina a las papeleras. Y sólo para mantener la puntería.
Dio la vuelta en su silla giratoria de cuero, hasta quedar frente a la ventana de su despacho. Era un bonito despacho. Grande, elegante y sofisticado, con revestimiento de caoba y alfombras orientales, la sala del trono, como la llamaban, llevaba cincuenta años funcionando como despacho del cirujano en jefe. Manello ya llevaba cerca de tres años sentado allí y, si alguna vez tenía tiempo, la mandaría remodelar. Todo aquel esplendor institucional le producía urticaria.
Pensó en el maldito teléfono y se dio cuenta de que iba a hacer una llamada que no debía. Era un infame acto de debilidad y los demás lo interpretarían así, a pesar de que él mantuviera su habitual arrogancia de hombre.
Sin embargo, iba a terminar dejando que sus dedos hicieran lo que tenían que hacer.
Para posponer un poco lo inevitable, consumió algo de tiempo mirando por la ventana. Desde ese punto privilegiado, Manello podía ver la entrada principal del Saint Francis, con su jardín, así como la ciudad que se extendía a lo lejos. Sin duda, ésta era la mejor vista que se podía tener del hospital. En la primavera, los cerezos y los tulipanes florecían en la jardinera que dividía los dos accesos de entrada. Y en verano, a cada lado de los accesos, los arces se llenaban de hojas verdes como esmeraldas, que después se volvían color durazno y amarillo en el otoño.
Generalmente no pasaba mucho tiempo disfrutando del paisaje, pero le gustaba saber que estaba ahí. Había ocasiones en que un hombre necesitaba poner en orden sus pensamientos.
Y Manello estaba pasando por uno de esos momentos.
Anoche había llamado al móvil de Jane, pues se imaginaba que ya estaría en casa, después de esa maldita entrevista. Pero nada. La había llamado esta mañana. Y tampoco.
Muy bien. Si ella no quería contarle cómo le había ido en la entrevista en Columbia, entonces él iba a ir directamente a la fuente. Llamaría al jefe de cirugía de allí y lo averiguaría por sí mismo. Teniendo en cuenta el ego de los personajes implicados, su antiguo mentor no dudaría en contarle algunos detalles, pero, diablos, esto iba a ser difícil.
Manny volvió a girar sobre la silla, marcó los diez números del teléfono y esperó, dando golpecitos sobre la mesa con su Montblanc.
Cuando oyó que levantaban el teléfono del otro lado, ni siquiera esperó a que le contestaran.
—Falcheck, eres un maldito ladrón de mierda.
Ken Falcheck se rió.
—Manello, tienes una manera de expresarte que, francamente… No respetas ni mi edad. Estoy impresionado.
—Entonces, ¿cómo va esa vida de burgués, viejo?
—Bien, bien. Ahora dime, niñito, ¿ya te dejan comer sólidos o todavía estás sólo con compotas?
—Ya estoy comiendo avena. Lo que significa que estaré bien fuerte para colocarte la prótesis de cadera cuando te canses del andador.
Desde luego, todo aquello no era más que broma. A los sesenta y dos años, Ken Falcheck estaba en perfecta forma y era capaz de llevarse a Manny por delante. Los dos se habían entendido muy bien desde que Manny había pasado por su programa de prácticas, hacía quince años.
—Entonces, con el debido respeto por tu edad —dijo Manny, arrastrando las palabras—, ¿por qué estás coqueteando con mi cirujana de trauma? ¿Y qué te pareció?
Hubo una breve pausa.
—¿De qué estás hablando? El jueves recibí un mensaje de un tipo que dijo que ella necesitaba cambiar la fecha de la entrevista. Pensé que ésa era la razón de tu llamada. Para echarme en cara que ella hubiese decidido declinar mi oferta y se iba a quedar contigo.
Al oír eso, Manello sintió una desagradable sensación en la nuca, como si alguien le acabara de echar encima un puñado de barro.
Sin embargo, mantuvo el mismo tono de antes.
—Vamos, ¿cómo puedes pensar que yo haría eso?
—Claro que lo harías. Yo te instruí, ¿recuerdas? Yo fui el que te enseñó todos tus malos hábitos.
—Sólo los profesionales. Oye, y el tipo que llamó… ¿sabes su nombre?
—No. Me imaginé que era su asistente o algo así. Obviamente no eras tú. Distingo tu voz. Además, el hombre se expresaba con amabilidad.
Manny tragó saliva. Muy bien, tenía que cortar esta llamada de inmediato. Por Dios, ¿dónde demonios estaba Jane?
—Y entonces, Manello, ¿debo asumir que te vas a quedar con ella?
—Enfrentémonos a los hechos, tengo muchas cosas que ofrecerle. —Entre otras cosas, él.
—Excepto la dirección del departamento.
Por Dios, en este momento, toda aquella política médica le importaba un bledo. En lo que concernía a Manny, Jane estaba desaparecida y él necesitaba encontrarla.
En aquel momento, su ayudante asomó la cabeza por la puerta de la oficina.
—Ah, perdón…
—No, espera. Bueno, Falcheck, tengo que colgar. —Colgó antes de que Ken terminara de despedirse y enseguida comenzó a marcar el número de la casa de Jane—. Escucha, tengo que hacer una llamada…
—La doctora Whitcomb ha llamado para decir que estaba enferma.
Manny levantó la vista.
—¿Hablaste con ella? ¿Llamó ella personalmente?
El ayudante lo miró con curiosidad.
—Claro. Lleva todo el fin de semana enferma con gripe. Goldberg va a encargarse de sus casos hoy y estará a cargo del callejón. Oiga, ¿está usted bien?
Manny bajó el auricular y asintió con la cabeza, aunque se sentía mareado. Mierda, la idea de que algo le hubiese podido ocurrir a Jane le había dejado muy perturbado.
—¿Está seguro, doctor Manello?
—Sí, estoy bien. Gracias por informarme sobre Whitcomb. —Cuando se puso de pie, el suelo se balanceó un poco—. Tengo que operar dentro una hora, así que voy a comer algo. ¿Tienes más cosas para mí?
Su ayudante revisó un par de asuntos con él y luego se marchó.
Cuando la puerta se cerró, Manny se desplomó de nuevo en su silla. Por Dios, necesitaba recuperar las riendas. Jane Whitcomb siempre había representado una distracción, pero esa intensa sensación de alivio de saber que ella estaba bien le había cogido por sorpresa.
Cierto. Necesitaba comer algo.
Manello se sacudió, volvió a ponerse de pie y cogió un montón de solicitudes de residencia para revisarlas en el comedor. Mientras las organizaba, algo se cayó al suelo. Manello se agachó y lo recogió, después frunció el ceño. Era la impresión de la fotografía de un corazón… de seis cavidades.
Algo pareció aletear en el fondo de la memoria de Manny, una especie de sombra que se movía, un pensamiento que estaba a punto de concretarse, un recuerdo a punto de cristalizarse. Sólo que en ese momento sintió un dolor punzante en las sienes. Mientras maldecía, se preguntó de dónde habría salido esa fotografía y revisó la fecha y la hora en el extremo inferior. Había sido tomada allí, en su hospital, en su sala de cirugía, y la impresión se había hecho en su oficina: la impresora tenía un defecto que dejaba una mancha de tinta en la esquina inferior izquierda de todo lo que imprimía y allí estaba la marca.
Manello se giró hacia su ordenador y revisó rápidamente sus archivos. Esa fotografía no existía. ¿Qué demonios estaba pasando?
Luego miró su reloj. Ahora no tenía tiempo para ponerse a investigar, porque realmente tenía que comer algo antes de bajar a operar.
Cuando dejó su imponente despacho, decidió que esa noche se portaría como un médico de los de antes.
Iba a hacer una visita domiciliaria, la primera visita domiciliaria de toda su carrera.
‡ ‡ ‡
Vishous se puso un par de pantalones flojos de seda negra y una camisa a juego que parecía una chaqueta de esmoquin de los años cuarenta. Después de colgarse al cuello la dichosa medalla de Gran Padre, salió de su habitación, encendiendo un cigarrillo. Cuando iba por el pasillo, oyó a Butch maldiciendo en el salón y soltando una retahíla de groserías, con una interesante variación de la palabra puta, que tendría que recordar.
V lo encontró en el sofá, insultando al ordenador de Marissa.
—¿Qué sucede, policía?
—Creo que este disco duro está jodido. —Butch levantó la mirada—. ¡Por Dios… pareces Hugh Hefner!
—No tiene gracia.
Butch frunció el ceño.
—Lo siento. Mierda… V, yo…
—Cierra la boca y déjame ver el ordenador. —V agarró el aparato de encima de las piernas de Butch e hizo una rápida revisión—. Sí, definitivamente muerto.
—Debí imaginarlo. El sistema de Safe Place es una mierda. El servidor no funciona. Y ahora esto. Y Marissa está en la mansión con Mary, tratando de encontrar la manera de contratar a más gente. Joder, esto le va a caer como una patada.
—Puse cuatro ordenadores Dell nuevos en el armario que está fuera del estudio de Wrath. Dile que coja uno, ¿vale? Se lo organizaría ya mismo, pero me tengo que ir.
—Gracias, hermano. Y, sí, me prepararé para acompañarte…
—No tienes que ir.
Butch frunció el ceño.
—Olvídalo. Me necesitas.
—Puede ir otra persona.
—No te voy a abandonar…
—No sería un abandono. —Vishous se acercó al futbolín e hizo girar una de las barras. Mientras que los muñequitos daban vueltas, suspiró—. Es que… no lo sé, si tú vas, va a parecer demasiado real.
—Entonces, ¿quieres que alguien más te acompañe?
V volvió a girar la barra, que produjo un zumbido. Había elegido a Butch sin pensar, pero la verdad era que él era una complicación más. V tenía una relación tan estrecha con él, que iba a ser más difícil enfrentarse a la presentación y el ritual.
V lo miró desde el otro lado del salón.
—Sí. Sí, creo que quiero que me acompañe alguien más.
En el silencio que siguió, Butch adoptó la expresión de alguien que tiene en la mano un plato de comida que está muy caliente: parecía incómodo e inseguro.
—Bueno… mientras sepas que estoy contigo, no importa lo que suceda.
—Yo sé que eres como una roca. —V se acercó al teléfono, considerando las opciones que tenía.
—¿Estás segu…?
—Sí —dijo, marcando un número. Cuando Phury levantó el auricular, V dijo—: ¿Te importaría acompañarme? Butch se va a quedar. Sí. Ajá, ajá. Gracias, hermano. —Luego colgó. Era una elección extraña, porque él y Phury nunca habían estado particularmente unidos. Pero, claro, de eso se trataba—. Phury me acompañará, no hay problema. Voy a subir a su habitación ahora.
—V…
—Cállate, policía. Regresaré en un par de horas.
—Cómo desearía que no tuvieras que ir…
—Es igual. Esto no va a cambiar nada. —Después de todo, Jane nunca iba a volver; él seguiría siendo un macho enamorado, sin compañera. Así que nada iba a cambiar.
—¿Estás absolutamente seguro de que no quieres que vaya?
—Limítate a esperarme aquí con una botella de Goose. Voy a necesitar un trago cuando vuelva.
V salió de la Guarida a través del túnel subterráneo y, mientras caminaba hacia la mansión, trató de ver las cosas con perspectiva.
Esa Elegida con la que se iba a aparear era sólo un cuerpo. Al igual que él. Los dos iban a hacer lo que había que hacer, cuando fuera necesario. Se trataba simplemente de unir sus órganos masculinos con los órganos femeninos de ella, luego bombear y repetir hasta que él eyaculara. Y ¿qué pasaba con su absoluta falta de excitación? Eso no era problema. Las Elegidas tenían bálsamos para asegurar la erección e inciensos que hacían eyacular. Así que aunque él no tenía ningún interés en el sexo, su cuerpo iba a actuar para lo que había sido creado: asegurarse de que sobrevivieran los mejores linajes de la especie.
Mierda, a V le gustaría que todo aquello se resolviera médicamente: extraer e inyectar. Pero los vampiros ya habían intentado la fertilización in vitro sin ningún éxito. La única manera de engendrar descendencia era la antigua y tradicional.
Diablos, no quería pensar en la cantidad de mujeres con las que iba a tener que estar. Sencillamente no podía pensar en eso. Si lo hacía, iba a…
Vishous se detuvo en la mitad del túnel.
Abrió la boca.
Y gritó hasta que se quedó sin voz.