30
Cuando Fritz enfiló la entrada de un edificio y aparcó, V miró por el parabrisas.
—Bonito lugar —le dijo a Jane.
—Gracias.
Luego se quedó callado, perdido en el recuerdo de lo que había sucedido en su ático durante las últimas dos horas. Las cosas que ella le había hecho… ¡Por Dios, nunca había tenido una experiencia tan erótica! Y nada podía ser más dulce que lo que pasó después. Cuando la sesión terminó, Jane lo soltó y lo llevó a la ducha. Bajo el chorro del agua, Jane le limpió el semen, la cera se partió y se despegó, pero la verdadera limpieza fue interior.
V deseaba que las marcas que ella le había dejado en el cuerpo se quedaran allí para siempre. Quería tenerlas permanentemente en su piel.
¡Dios, realmente no soportaba la idea de dejarla ir!
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? —preguntó V.
—Desde la residencia. Así que ya son diez años.
—Es una buena zona para ti. Está cerca del hospital. ¿Qué tal los vecinos? —V pensó en esa conversación intrascendente de cóctel, mientras su interior ardía en llamas.
—La mitad son profesionales jóvenes y la otra mitad son gente mayor. Parece que uno se va de aquí o porque se casa o porque se traslada a vivir a un asilo de ancianos. —Jane hizo un gesto con la cabeza hacia la casa que estaba junto a la suya, a mano izquierda—. El señor Hancock se fue hace dos semanas a una residencia. El nuevo vecino, sea quien sea, probablemente será alguien parecido a él, pues las casas de un solo piso tienden a ser ocupadas por gente mayor. A propósito, estoy hablando demasiado.
Y V estaba posponiendo lo que tenía que hacer.
—Ya te dije que me encanta tu voz, así que sigue.
—Nunca hablo tanto, sólo contigo.
—Lo cual me convierte en alguien muy afortunado. —V le echó un vistazo a su reloj. Mierda, el tiempo se estaba agotando como el agua de una ducha cuando sale de un depósito y deja tras de sí una gran sensación de frío—. Entonces, ¿puedo ver tu casa?
—Claro.
V se bajó primero e inspeccionó el área, antes de apartarse para que ella se bajara. Le dijo a Fritz que regresara a casa, pues él se desmaterializaría después. El doggen arrancó y V dejó que Jane lo guiara hacia la entrada.
Ella abrió la puerta con una sola llave y girando el pomo. No tenía ningún sistema de seguridad. Una única cerradura. Y dentro tampoco tenía pestillo ni cadena. Aunque ella no tuviera enemigos como él, aquello no era suficientemente seguro. V iba a…
No, no iba a remediar nada. Porque en pocos minutos, se habría convertido en un desconocido.
Para no empezar a gritar, decidió echar un vistazo a su alrededor. Los muebles no parecían tener ninguna relación con la casa. Arrimados a las paredes color marfil, aquellos muebles oscuros de madera y los cuadros al óleo le daban a la casa aspecto de museo. De la época de Eisenhower.
—Tus muebles…
—Eran los muebles de mis padres —dijo Jane, dejando la chaqueta y el maletín sobre una silla—. Cuando murieron, me traje de la casa de Greenwich lo que me cabía aquí. Pero fue un error… me siento como si viviera en un museo.
—Hummmm… Te entiendo.
V dio una vuelta y se fijó en el tipo de cosas que formaban parte de la casa colonial de un médico, en una zona acomodada de la ciudad. Todos los objetos parecían empequeñecer la casa y asfixiar habitaciones que, de no ser por ellos, serían amplias y espaciosas.
—En realidad no sé por qué conservo aún esas cosas. No me gustó crecer con ellas cuando era una niña. —Jane dio una vuelta y de repente se detuvo.
Mierda, él tampoco sabía qué decir.
Sin embargo, sí sabía qué hacer.
—Entonces… la cocina es por allí, ¿verdad?
Jane giró a mano derecha.
—No es muy grande.
Pero era muy agradable, pensó V al entrar. Al igual que el resto de la casa, la cocina era blanca y crema, pero al menos allí uno no se sentía como si necesitara un guía: la mesa y las sillas del comedor auxiliar eran de pino claro y tenían el tamaño perfecto para el espacio. Las encimeras de granito eran ligeras y pulcras. Los electrodomésticos, de acero inoxidable.
—La remodelé totalmente el año pasado.
Luego charlaron sobre cosas intrascendentes durante un rato más. Los dos parecían querer ignorar el hecho de que las palabras FIN DEL JUEGO ya estaban titilando en la pantalla.
V se acercó a la cocina y trató de adivinar dónde estaba lo que estaba buscando. Abrió la alacena de la izquierda y ¡bingo! Allí estaba el chocolate en polvo.
Lo sacó, lo puso sobre la encimera y luego se dirigió al refrigerador.
—¿Qué haces? —preguntó Jane.
—¿Tienes una taza? ¿Una cacerola? —Cogió un cartón de leche, lo abrió y lo olfateó.
Cuando regresó junto a la cocina, Jane le dijo dónde estaban las cosas en voz baja, como si de repente le estuviera costando trabajo mantener la serenidad. A V le daba vergüenza admitirlo, pero se alegró de ver que ella estaba triste. Eso le hizo sentirse menos patético y solo, en medio de esta horrible despedida.
Maldición, era un desgraciado.
Sacó una cacerola esmaltada y una taza gruesa. Encendió la cocina en fuego bajo. Mientras que la leche se calentaba, se quedó mirando lo que había sobre la encimera y se dejó llevar por la imaginación: todo parecía salido de un anunció de Nestlé, la típica escena de una madre de suburbio que hacía sus labores domésticas mientras los chicos jugaban en la nieve, hasta que se les enfriaban las manos y se les ponía roja la nariz. V se lo podía imaginar todo muy bien: los niños entrarían gritando, y la madre les ofrecería, con cara de satisfacción, una bebida caliente capaz de vencer la dulzura del propio Norman Rockwell[10].
Y V podía oír el estribillo: Nestlé siempre prepara lo mejor.
Sí, bueno, aquí no había madre ni niños. Tampoco un hogar acogedor, aunque la casa era bastante agradable. Aquél era un chocolate de la vida real. El tipo de cosa que le das a alguien a quien amas, porque no se te ocurre qué más hacer y los dos estáis desesperados. Era el tipo de chocolate que uno revuelve mientra siente un nudo en el estómago y tiene la boca seca y está pensando seriamente en echarse a llorar, pero es demasiado hombre para ese tipo de demostración.
Era el tipo de chocolate que haces con todo el amor que no has expresado y tal vez no puedas expresar jamás.
—¿No voy a recordar nada? —preguntó Jane de manera brusca.
V agregó un poco más de chocolate y siguió dando vueltas con la cuchara, mientras veía cómo la leche absorbía el polvo. No fue capaz de responder, sencillamente no podía decirlo.
—¿Nada? —insistió Jane.
—Según tengo entendido, es posible que de vez en cuando recuerdes alguna sensación, debido al estímulo de un objeto o un olor, pero no podrás situarlas con claridad. —V metió el dedo en la leche para probar la temperatura, se lo chupó y siguió revolviendo—. Es muy probable que tú tengas sueños nebulosos, pues tienes una mente muy poderosa.
—¿Y qué hay del fin de semana que habré perdido?
—No te darás cuenta de que has perdido un fin de semana.
—¿Cómo?
—Porque te voy a poner recuerdos que lo reemplazarán.
Al ver que ella no decía nada más, V la miró por encima del hombro. Jane estaba junto al frigorífico, rodeándose con sus brazos. Los ojos le brillaban, llenos de lágrimas.
Mierda. Muy bien, acababa de cambiar de opinión. No quería que Jane se sintiera tan mal como él. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para que ella no se sintiera tan triste.
Y él tenía posibilidad de evitarlo, ¿no es cierto?
Probó lo que estaba preparando, aprobó la temperatura y apagó el hornillo. Mientras servía el chocolate en la taza, el gorgoteo de la bebida prometía toda la relajación y la satisfacción que quería brindarle a su mujer. V le alcanzó la taza a Jane y, al ver que ella no la tomaba, estiró su mano, la agarró por el brazo y se la puso en la mano. Jane la cogió únicamente porque él la obligaba, pero no bebió. Se limitó a acercársela a la clavícula y, con un giro de la muñeca, pareció abrazarse a la taza.
—No quiero que te vayas —susurró. Se podía apreciar el llanto en el tono agudo de su voz.
V le puso la mano buena sobre la mejilla y sintió la suavidad y la calidez de su rostro. Sabía muy bien que, cuando se fuera de allí, dejaría su estúpido corazón con ella. Por supuesto, algo seguiría dentro de sus costillas y mantendría la sangre en circulación, pero de ahora en adelante, sólo sería una función mecánica.
Pero, un momento. Así era antes. Jane sólo le había dado vida a su corazón durante un breve lapso de tiempo.
V la abrazó y apoyó la barbilla sobre su cabeza. ¡Demonios, sería imposible no pensar en ella y sufrir por ella cada vez que el olor del chocolate cosquilleara en su nariz!
Justo cuando cerró los ojos, V sintió un hormigueo que subió por su espalda, le estremeció la nuca y le golpeó la mandíbula. El sol estaba saliendo y aquélla era la forma que tenía su cuerpo de advertirle de que era el momento de irse de inmediato… Con urgencia.
V se echó hacia atrás y puso sus labios sobre los de Jane.
—Te amo. Y voy a seguir amándote aun después de que ya no sepas que existo.
Jane parpadeó tratando de evitar las lágrimas, pero fue imposible. Entonces se secó las mejillas con los pulgares.
V… Yo…
V esperó un segundo. Al ver que ella no terminaba la frase, le levantó la barbilla con la palma de la mano y la miró a los ojos.
—Ay, Dios, vas a hacerlo —dijo Jane—. Vas a…