25

En el Otro Lado, Cormia salió del templo del Gran Padre y esperó a que la directrix cerrara las enormes puertas doradas. El templo estaba en la cima de un montículo, una corona dorada sobre una pequeña colina, y desde allí se podía ver todo el complejo en el que vivían las Elegidas: los edificios y los templos blancos, el anfiteatro, los senderos cubiertos. Los espacios entre edificios estaban alfombrados por un césped blanco que nunca crecía, nunca cambiaba y, como siempre, la vista se acababa mucho antes de extenderse hacia el horizonte, pues el paisaje se difuminaba al llegar al límite del bosque blanco. El único color que había en toda esa composición era el azul pálido del cielo e incluso éste se desvanecía en los bordes.

—Así termina tu lección —dijo la directrix, mientras se quitaba la elegante cadena de llaves que llevaba al cuello y cerraba las puertas con llave—. De acuerdo con la tradición, deberás presentarte para el primer ritual de purificación cuando vengamos a buscarte. Hasta entonces, deberás reflexionar sobre el don que te ha sido concedido y el servicio que prestarás para beneficio de todos nosotros.

La directrix pronunció estas palabras con el mismo tono brusco que usó para describir lo que el Gran Padre le haría al cuerpo de Cormia. Una y otra vez. Siempre que quisiera.

Los ojos de la directrix brillaron con suspicacia, mientras volvía a ponerse el collar y el tintineo de las llaves se acomodaba entre sus senos.

—Buenos días, hermana.

Mientras que la directrix bajaba la colina, era imposible distinguir su vestido blanco del suelo y los edificios que la rodeaban, pues se había convertido apenas en otra mancha blanca, sólo posible de identificar porque estaba en movimiento.

Cormia se llevó las manos a la cara. La directrix le había dicho —no, mejor le había jurado— que lo que ocurriría con el Gran Padre sería doloroso y Cormia la creía. Los detalles gráficos habían sido desagradables y Cormia temía que no iba a ser capaz de sobrevivir a la ceremonia de apareamiento… para desgracia de todas las Elegidas. Como la representante de todas ellas, Cormia tenía que actuar tal y como se esperaba, y con dignidad, o de otra manera mancharía la venerable tradición a la cual servían todas ellas y la contaminaría en su totalidad.

Miró hacia el templo por encima del hombro y se llevó la mano a la parte baja del estómago. Su vientre era fértil, como era el vientre de todas las Elegidas, en todo momento, en este lado. Ella podría engendrar la descendencia del Gran Padre desde la primera vez que estuviese con él.

Querida Virgen del Ocaso, ¿por qué la habían elegido a ella?

Cuando volvió a mirar hacia abajo, la directrix ya se encontraba al pie de la colina y parecía muy pequeña en comparación con los edificios inmensos, aunque en la práctica su importancia era enorme. Más que cualquiera o cualquier cosa, la directrix definía el paisaje. Todas ellas servían a la Virgen Escribana, pero la directrix era la que gobernaba sus vidas. Al menos hasta que llegara el Gran Padre.

Cormia creía que la directrix no quería tener a ese macho en su mundo.

Y ésa era la razón por la cual había presentado a Cormia ante la Virgen Escribana como posible candidata. De todas las hembras que habrían podido ser elegidas y que habrían estado encantadas, Cormia era la menos complaciente, la menos flexible. Haberla escogido a ella era una declaración pasivo-agresiva contra el cambio de supremacía.

Cormia comenzó a bajar el montículo y pensó que el césped blanco no ofrecía ninguna sensación de temperatura debajo de sus pies descalzos. Sólo podían apreciar el calor o el frío a través de la comida y las bebidas.

Durante un momento contempló la idea de escapar. Sería mejor alejarse de todo lo que conocía que soportar el panorama que le había pintado la directrix. Sólo que Cormia no sabía cómo podía llegar al mundo que había más allá. Ella sabía que había que pasar a través del espacio privado de la Virgen Escribana, pero después ¿qué? ¿Y qué sucedería si su santidad la atrapaba?

Impensable. Eso era más terrible que estar con el Gran Padre.

Sumida en sus pensamientos íntimos y pecaminosos, Cormia deambulaba sin rumbo por el paisaje que había conocido toda su vida. Era muy fácil perderse allí en el complejo, porque todo parecía igual y se sentía igual y olía igual. Al no existir contraste, los bordes de la realidad eran demasiado finos para agarrarse a algo, ya fuera mental o físicamente. Uno nunca estaba con los pies en el suelo. Era sólo aire.

Al pasar por el Tesoro, Cormia se detuvo frente a sus imponentes escalones y pensó en las gemas que había dentro, los únicos colores de verdad que había visto en la vida. Más allá de las puertas cerradas, había cestos llenos de piedras preciosas y, aunque sólo las había visto una o dos veces, recordaba los colores con mucha claridad. Sus ojos se habían maravillado con el azul intenso de los zafiros, el verde denso de las esmeraldas y el rojo sangre de los rubíes. Las aguamarinas eran del color del cielo, así que le causaban menos fascinación.

Lo que más le gustó fueron los cuarzos citrinos, esas hermosas piedras amarillas. Incluso se atrevió a tocarlos discretamente. Sólo metió rápidamente la mano en la cesta, cuando nadie la veía, pero, ay, había sido estupendo ver los reflejos de la luz en sus distintas caras. La sensación de tenerlos sobre la palma de la mano había sido maravillosa, una fantástica corriente de energía que era todavía más excitante debido a su naturaleza ilícita.

Esa sensación le había brindado calor, aunque, de hecho, las piedras eran tan frías como todo lo demás.

Y las piedras preciosas no fueron la única razón para que esa entrada al Tesoro constituyera una ocasión tan extraordinaria. Allí había objetos del mundo que estaba más allá. Guardadas en vitrinas de vidrio, había cosas que habían sido reunidas especialmente por el papel que habían desempeñado en la historia de la raza, o que simplemente habían terminado en manos de las Elegidas. Aunque Cormia no siempre supiera qué era lo que estaba mirando, esos objetos habían sido una revelación. Colores. Texturas. Cosas extrañas, venidas de un mundo extraño.

Curiosamente, lo que más había llamado su atención era un libro antiguo. En la maltrecha tapa del libro, ya casi borrado, había un nombre grabado en relieve: DARIUS, HIJO DE MARKLON.

Cormia frunció el entrecejo y se dio cuenta de que ya había visto ese nombre antes… en la sala dedicada a la Hermandad de la Daga Negra en la biblioteca.

Era el diario de un hermano. Ésa era la razón para que lo hubiesen preservado.

Mientras observaba las puertas cerradas, Cormia pensó que le habría gustado vivir en los tiempos antiguos, cuando el edificio permanecía abierto y uno podía acceder libremente, como entraba ahora a la biblioteca. Pero eso había sido antes del ataque.

El ataque había cambiado todo. Parecía inconcebible que unos truhanes de su misma raza hubiesen venido desde el otro mundo, armados, a robar. Pero entraron a través de un portal que ahora estaba cerrado y saquearon el Tesoro. El anterior Gran Padre murió defendiendo a sus hembras, después de vencer a los tres civiles.

Cormia suponía que ése era su padre, ¿no?

Después de ese horrible suceso, la Virgen Escribana había cerrado ese portal e hizo los arreglos para que todo el que quisiera entrar al Otro Lado tuviera que pasar por su patio privado. Y, como medida de precaución, el Tesoro permanecía ahora cerrado, excepto cuando había que sacar las joyas para el retiro de la Virgen Escribana o para ciertas ceremonias. La directrix guardaba la llave.

En ese instante Cormia oyó un ruido y miró hacia un sendero rodeado de columnas. Una figura totalmente cubierta se acercaba cojeando por allí, arrastrando una pierna detrás de su vestido negro, y en las manos llevaba un montón de toallas.

Cormia miró rápidamente hacia otro lado y salió corriendo, pues quería alejarse tanto de esa mujer como del templo del Gran Padre. Terminó tan lejos de los dos como le fue posible, al otro lado del complejo, en el espejo de agua.

El agua estaba clara y totalmente quieta, un espejo que reflejaba el cielo. Cormia sintió deseos de meter un pie, pero eso estaba prohibido…

De pronto percibió un ruido.

Al principio no estaba segura de qué se trataba, si es que en realidad había oído algo. No parecía haber nadie por allí, sólo la Tumba de los Niños y el bosque de árboles blancos que marcaba los confines del santuario. Esperó un rato. Al ver que no oía nada más, pensó que había sido su imaginación y siguió su camino.

Aunque estaba asustada, se sintió atraída hacia la tumba en que eran enterrados los niños que no sobrevivían al parto.

Una oleada de ansiedad le subió por la espalda. Éste era un lugar que ella nunca había visitado y lo mismo ocurría con el resto de las Elegidas. Todas evitaban este edificio cuadrado y solitario, rodeado de una valla blanca. El dolor parecía rondar por allí, de manera tan tangible como las cintas de satén negro que estaban atadas al pomo de la puerta.

Querida Virgen del Ocaso, pensó, muy pronto su destino también estaría enterrado allí, pues incluso las Elegidas tenían una alta tasa de abortos en los embarazos. Muy pronto, fragmentos de ella reposarían allí, pequeños trozos de su ser, que serían depositados en aquel lugar hasta que no quedara más que un murmullo. El hecho de que ella no pudiera elegir cuándo quedarse embarazada, que la palabra No no le estuviese permitida, ni siquiera en sus pensamientos, y que sus retoños quedaran atrapados en el mismo destino que marcaba su vida la hicieron verse encerrada en esa tumba solitaria, rodeada de los cadáveres de los más pequeños.

Se subió las solapas del vestido y se estremeció, mientras miraba fijamente la puerta de la tumba. Antes solía pensar que este lugar era desconcertante, pues creía que los pequeños debían sentirse solos, aunque estaban en el Ocaso y deberían estar felices y en paz.

Pero ahora el templo le parecía un horror.

De pronto, volvió a escuchar el mismo ruido que había oído antes y dio un salto, dispuesta a salir huyendo de los desconsolados espíritus que habitaban en ese lugar.

Sólo que aquello no parecía un ruido fantasmal. Era alguien tratando de recuperar el aliento. Alguien bastante real.

Cormia decidió dar la vuelta al edificio sigilosamente.

Entonces vio a Layla, sentada en el césped, con las rodillas abrazadas contra el pecho. Con el pelo y el vestido mojados, tenía la cabeza metida entre las rodillas y sus hombros se sacudían.

—¿Hermana? —susurró Cormia—. ¿Qué te sucede?

Layla levantó la cabeza inmediatamente y se limpió las lágrimas deprisa, hasta que sus mejillas quedaron totalmente secas.

—Vete. Por favor.

Cormia se acercó y se arrodilló.

—Dime. ¿Qué ha ocurrido?

—Nada de lo que tengas que…

—Layla, cuéntamelo. —Cormia sintió deseos de abrazarla, pero eso no les estaba permitido y no quería indisponer más a Layla. Así que en lugar de tocarla, trató de ofrecerle consuelo con sus palabras y su tono amable—. Hermana mía, déjame ayudarte. Por favor, dime qué ha pasado. Por favor.

Layla sacudía la cabeza de lado a lado y su moño se deshacía cada vez más.

—He fallado.

—¿Cómo?

—Yo… he fallado. Esta noche fracasé al tratar de complacer a alguien. Me enviaron de vuelta.

—¿Quién?

—El macho en cuya transición ayudé. Estaba listo para aparearse, pero cuando lo toqué, perdió el impulso. —De pronto Layla comenzó a sollozar—. Y yo… tengo que informar al rey de lo sucedido, como manda la tradición. Debí hacerlo antes de marcharme, pero estaba aterrada. ¿Cómo se lo voy a decir a su majestad? ¿Y a la directrix? —Layla dejó caer la cabeza otra vez, como si no tuviera fuerzas para mantenerla erguida—. Fui entrenada por las mejores para complacer. Y hoy le fallé a todo el mundo.

Cormia se arriesgó y puso una mano sobre el hombro de Layla, mientras pensaba que siempre era así. La carga de todas las Elegidas solía recaer sobre los hombros de una sola de ellas, cuando actuaba en representación de las otras. En consecuencia, nunca había una desgracia privada y personal, sólo el peso enorme de un fracaso monumental.

—Hermana mía…

—Tendré que comenzar un periodo de reflexión después de hablar con el rey y la directrix.

Ay, no… Los periodos de reflexión implicaban siete ciclos sin comida ni luz, ni contacto con los demás, eran la sanción con que se castigaban las peores infracciones posibles. Lo peor de todo, según había oído Cormia, era la falta de luz, pues las Elegidas ansiaban la luz.

—Hermana, ¿estás segura de que él no te deseaba?

—Los cuerpos de los machos nunca mienten a ese respecto. Virgen misericordiosa… tal vez esto haya sido lo mejor. Es posible que yo no le hubiese procurado satisfacción. —Los pálidos ojos verdes de Layla se clavaron en Cormia—. ¡Menos mal que yo no he sido tu instructora! Tengo entrenamiento en teoría, pero no en la práctica, así que no podría impartirte un conocimiento visceral.

—Yo habría preferido que fueras tú.

—Entonces estás equivocada. —El rostro de Layla envejeció de repente, como si fuera una anciana—. Y yo he aprendido mi lección. Voy a salirme del grupo de las ehros, pues es evidente que soy incapaz de mantener su tradición sensual.

A Cormia no le gustaron las sombras que vio en los ojos de Layla.

—¿Y no es posible que el fallo haya sido de él?

—No, no hay ningún fallo por su parte. Yo no supe complacerlo. Es culpa mía, no de él. —Layla se limpió una lágrima—. Déjame decirte que no hay peor fracaso que el sexual. No hay nada más doloroso que el rechazo de tu desnudez y tu instinto de comunión por parte de alguien con quien quieres aparearte… Ser rechazada es la peor de las humillaciones. Así que dejaré el grupo de las ehros, y no sólo por el bien de su maravillosa tradición sino por mí. No volveré a pasar por esto otra vez. Nunca. Ahora, por favor, vete y no digas nada. Debo reflexionar un poco.

Cormia quería quedarse, pero no le parecía bien perturbar más a su hermana. Se puso de pie y se quitó el abrigo que llevaba puesto, para echárselo por encima a Layla.

Layla levantó la vista con expresión de sorpresa.

—De verdad, no tengo frío.

Pero a pesar de haber pronunciado estas palabras, se cerró el abrigo sobre el cuello.

—Que te mejores, hermana mía. —Cormia dio media vuelta y comenzó a caminar por la orilla del espejo de agua.

Al levantar la vista hacia el cielo azul blancuzco, sintió ganas de gritar.

‡ ‡ ‡

Vishous se quitó de encima del cuerpo de Jane y la acomodó sobre su pecho. Le gustaba tenerla cerca, acostada del lado izquierdo, para que la mano con la que peleaba quedara libre para defenderla. Mientras estaba acostado allí, pensó que nunca se había sentido tan concentrado, nunca había tenido tan claro el propósito de su vida: su primera y única prioridad era mantener a Jane sana y salva y la fuerza con que asumía esa misión le hacía sentirse pleno.

Él era quien era gracias a ella.

En el poco tiempo que había pasado desde que se conocían, Jane había irrumpido en esa cámara secreta que tenía en el pecho, había sacado a Butch del camino y se había encerrado allí para siempre. Y eso le hacía sentirse bien. Era un ajuste perfecto.

Jane hizo un ruidito y se acurrucó todavía más cerca de él. Mientras le acariciaba la espalda, Vishous se sorprendió pensando en la primera pelea que tuvo, un enfrentamiento que fue seguido de cerca por su primera relación sexual.

‡ ‡ ‡

En el campamento de los guerreros, los machos que acababan de pasar por la transición no solían tener mucho tiempo para recuperar energías. Sin embargo, cuando el padre de Vishous se colocó ante él y le informó que iba a pelear, V se sorprendió. Ciertamente debería haber tenido al menos un día para recuperarse.

Mientras exhibía sus colmillos, que siempre permanecían alargados, el Sanguinario sonrió y agregó:

—Y te enfrentarás a Grodht.

Grodht era el soldado al que V le había robado una pata de venado. El soldado gordo, famoso por su habilidad para manejar la maza.

A pesar de que se sentía exhausto y el orgullo era lo único que lo mantenía de pie, V se dirigió hacia la arena donde se realizaban los combates, que estaba detrás del sitio donde dormían los soldados. La arena era un agujero de forma circular y superficie irregular, excavado en el suelo de la caverna, y parecía como si un gigante hubiese descargado allí su puño en un gesto de frustración. Las paredes que lo rodeaban, que llegaban a la altura de la cintura, tenían un color marrón oscuro, al igual que el suelo, debido a la cantidad de sangre que se había derramado sobre ellas, pues se esperaba que los enfrentamientos se prolongaran hasta que los combatientes ya no pudieran sostenerse en pie. No había ningún movimiento prohibido y la única regla del combate tenía que ver con la humillación a la que tenía que someterse el perdedor por su deficiencia en la pelea.

Vishous sabía que no estaba listo para pelear. ¡Por Dios, casi no era capaz de bajar a la arena sin caerse de bruces! Pero, claro, ése era el propósito de todo esto, ¿no es cierto? Su padre había orquestado una maniobra perfecta. Había sólo una manera en que V podía pensar en ganar y, si usaba su mano, todo el campamento podría ver con sus propios ojos lo que sólo habían oído en forma de rumor y lo aislarían por completo. ¿Y si perdía? Entonces ya no representaría ninguna amenaza para el dominio de su padre. Así que, de todas formas, la supremacía del Sanguinario permanecería intacta e imbatible, sin que la madurez de su hijo la pusiera en peligro.

Cuando el soldado gordo saltó a la arena, lanzó un grito vigoroso y comenzó a darle vueltas a una maza. Entretanto, el Sanguinario se colocó al borde de la arena.

—¿Qué arma podría darle a mi hijo? —le preguntó a la multitud que se había reunido a observar el combate—. Creo que tal vez… —De pronto vio a una de las mujeres de la cocina que estaba apoyada sobre una escoba—. Dame eso.

La mujer se apresuró a obedecer y dejó caer la escoba a los pies del Sanguinario. Cuando se agachó a recogerla, él le dio una patada y la tiró a un lado, como si estuviera quitando una rama del camino.

—Toma esto, hijo mío. Y pídele a la Virgen que después no la usen en ti cuando pierdas.

Mientras la muchedumbre soltaba una carcajada, V agarró el palo de madera.

—¡En guardia! —gritó el Sanguinario.

El público aplaudió y en ese momento alguien lanzó el poso de su cerveza sobre Vishous; el líquido caliente golpeó su espalda desnuda y comenzó a escurrirse por su trasero. El soldado gordo sonrió y enseñó unos colmillos que salían de su maxilar superior. Luego comenzó a dar vueltas alrededor de V, al tiempo que blandía la maza de combate que tenía atada al final de una cadena y producía un silbido que iba creciendo poco a poco.

V trataba de seguir los movimientos de su oponente, pero se sentía débil y le costaba trabajo controlar las piernas. Decidió concentrarse principalmente en el hombro derecho del hombre, pues así notaría cuando lo tensara para lanzar la maza, mientras vigilaba a la multitud con el rabillo del ojo, previendo que le lanzaran algo más peligroso que aguamiel.

El combate resultó ser más bien un concurso de esquivar golpes, en el cual V trataba de defenderse con torpeza, mientras su oponente hacía un despliegue de ataque. A medida que el soldado exhibía su habilidad con su arma preferida, V fue aprendiendo a predecir sus movimientos y a seguir el ritmo de la maza. Porque aunque el soldado era muy fuerte, cada vez que iba a lanzar aquella bola inmensa con puntas tenía que plantarse bien sobre los pies. Así que V esperó a que se presentara una de esas pausas y atacó, arrojando con fuerza la escoba y golpeando al soldado directamente en la entrepierna.

El hombre lanzó un rugido de dolor, soltó la maza, juntó las rodillas y se llevó las manos a su abultada pelvis. V no desperdició ni un minuto. Levantó la escoba por encima de los hombros y la descargó con toda su fuerza sobre la cabeza de su oponente, que quedó inconsciente.

Al ver eso, la multitud dejó de gritar y se impuso un silencio tan profundo que lo único que se oía era el chisporroteo del fuego y la respiración agitada de V. Vishous arrojó la escoba y se detuvo junto a su oponente, dispuesto a salir de allí.

Pero en ese momento su padre se plantó en el borde del círculo, impidiéndole la salida.

—Todavía no has terminado —dijo el Sanguinario, mirándole con los ojos tan entrecerrados que parecían cuchillas.

—Él no se va a levantar.

—No me refiero a eso —dijo el Sanguinario e hizo un gesto con la cabeza hacia el soldado, que yacía en el suelo—. Termina con él.

Mientras su oponente gemía, Vishous se quedó mirando a su padre. Si se negaba, su padre terminaría ganando el juego que había montado, pues aunque las cosas probablemente no habían salido como esperaba, V sería rechazado por los otros y se convertiría en un blanco por el simple hecho de que los demás creerían que era un cobarde por no castigar a su oponente. Sin embargo, si hacía lo que su padre le estaba ordenando, su posición en el campamento se afianzaría… hasta el próximo combate.

V se sintió exhausto. ¿Acaso su vida siempre estaría sometida a elecciones tan duras e inevitables?

El Sanguinario sonrió.

—Parece que este bastardo que dice ser mi hijo no tiene cojones. ¿Será posible que la semilla que creció en el vientre de su madre haya sido de otro?

La muchedumbre soltó una carcajada y alguien gritó:

—¡Ningún hijo tuyo vacilaría en un momento semejante!

—Y ningún hijo mío sería tan cobarde de atacar a un hombre en un punto tan vulnerable durante un combate. —El Sanguinario miró a sus soldados a los ojos—. Los débiles tienen que ser astutos, pues carecen de fuerza.

Vishous sintió de repente como si lo estuvieran estrangulando y las manos de su padre le estuvieran apretando la garganta. Al sentir que la respiración volvía a acelerársele, el pecho se le hinchó de rabia y pudo sentir los latidos de su corazón. Entonces bajó la vista hacia el soldado gordo que lo había golpeado… luego pensó en los libros que su padre le había obligado a quemar… y en el chico que lo había perseguido… y en las miles de cosas crueles y horribles que le habían hecho a lo largo de su vida.

Se dejó llevar por la rabia que lo hacía arder y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, le dio la vuelta al soldado y lo acostó boca abajo sobre la barriga.

Y entonces lo violó. Delante de su padre. Delante de todo el campamento.

Y lo hizo con crueldad.

Cuando terminó, se separó del soldado y se tambaleó un poco al levantarse. El cuerpo del soldado quedó cubierto con la sangre de V, su sudor y los residuos de su rabia.

Después de saltar como una cabra, salió de la arena y, aunque no sabía qué hora del día era, corrió a través del campamento hasta la salida principal de la caverna. Al salir al aire libre, la noche helada que estaba a punto de descender sobre la tierra y los rayos del sol agonizante le quemaron la cara.

V se arrodilló y vomitó. Una y otra vez.

—Eres tan débil —dijo el Sanguinario, con un aparente tono de aburrimiento, aunque en el fondo de sus palabras había una chispa de satisfacción por haber logrado su cometido. Pues aunque Vishous había violado al soldado, la forma de retirarse de la arena fue precisamente el tipo de gesto de cobardía que su padre estaba buscando.

El Sanguinario entrecerró los ojos.

—Nunca me vencerás, muchacho. Y tampoco te librarás nunca de mí. Dirigiré tu vida…

Impulsado por una oleada de odio, V se levantó del suelo y atacó a su padre de frente, mientras avanzaba con la mano resplandeciente delante. El Sanguinario se quedó inmóvil cuando sintió la descarga eléctrica que sacudió su inmenso cuerpo y los dos cayeron al suelo. Sentado encima de su padre y movido por sus instintos, V cerró su brillante mano sobre el cuello de su padre y comenzó a apretar.

Al ver que la cara del Sanguinario se ponía de un color rojo brillante, V sintió una punzada en el ojo y una visión reemplazó de repente todo lo que tenía ante él.

Vio la muerte de su padre. Tan claramente como si hubiese pasado frente a sus ojos.

Y entonces pronunció estas palabras, aunque no fue consciente de lo que decía:

—Encontrarás tu fin en una pared de fuego causada por un dolor que conoces. Y arderás hasta que no seas nada más que humo y luego te arrastrará el viento.

La expresión de su padre se llenó de horror.

Un soldado lo sacó de encima de su padre, levantándolo por las axilas. Sus pies quedaron colgando sobre el suelo lleno de nieve.

El Sanguinario se levantó enseguida, con la cara roja y una línea de sudor sobre el labio superior. Respiraba como un caballo al que le han colocado las riendas cortas y nubes de humo blanco salían de su boca y sus fosas nasales.

V pensó que iban a golpearlo hasta matarlo.

—Traedme mi daga —gruñó su padre.

‡ ‡ ‡

Vishous se restregó la cara. Para evitar pensar en lo que ocurrió después, se quedó pensando en el remordimiento que siempre le había causado esa primera experiencia sexual con el soldado. Trescientos años después todavía creía que había sido una violación, aunque las cosas en el campamento fuesen así.

Mirando a Jane acostada junto a él, V decidió que, en lo que le concernía, la experiencia de esta noche sería realmente el momento en que perdió la virginidad. Aunque su cuerpo había tenido relaciones sexuales de muchas formas diferentes y con mucha gente distinta a lo largo de los años, para él el sexo siempre había sido un intercambio de poder, de un poder que fluía sólo hacia él y del cual se alimentaba para asegurarse de que nunca más volvieran a atarlo a una mesa para hacerle cosas horribles, mientras estaba indefenso.

La experiencia de esa noche no había seguido ese patrón. Con Jane había habido un verdadero intercambio: ella le había dado algo a él y él le había dado a cambio una parte de sí mismo.

V frunció el ceño. Una parte, pero no todo.

Para hacer eso, tendrían que ir a su ático. Y… mierda, llevaría a Jane allí. Aunque sólo de pensarlo se estremecía, V juró que, antes de que Jane saliera de su vida, le daría la única cosa que nunca le había dado a nadie.

Y jamás le daría a nadie más.

V quería devolverle la confianza que ella había depositado en él. Aunque tenía una personalidad fuerte y era una mujer muy decidida, Jane se había puesto en sus manos, a pesar de que sabía que a él el gustaba comportarse como un amo sexual brusco y dominante y ella no tenía cómo defenderse físicamente.

Esa confianza despertaba toda su admiración y V sentía que tenía que devolverle ese favor antes de que ella se marchara.

En ese momento Jane parpadeó y lo miró a los ojos. Ambos dijeron al mismo tiempo.

—No quiero que te vayas.

—No quiero dejarte.