20

Como jefa de seguridad del Zero Sum, a Xhex no le gustaba encontrar ningún tipo de arma en su casa, pero lo que menos le gustaba era encontrar a jóvenes punkis, andando por ahí armados hasta los dientes.

Así era como se presentaban las llamadas al número de emergencias. Y Xhex detestaba tener que relacionarse con la policía de Caldwell.

Así que no se disculpó cuando registró bruscamente al pequeño bastardo en cuestión y encontró el arma que le había dado el pelirrojo con el que estaba. Tras sacarle la nueve milímetros de los pantalones, Xhex le quitó el seguro y dejó el cargador de la Glock sobre la mesa. Se metió las balas en sus pantalones de cuero y luego estiró una mano para que le mostrara su identificación. Mientras lo registraba, Xhex pudo notar que se trataba de un chico de su especie y en cierta forma eso la enfureció más.

Aunque no había razón para ello. Los humanos no eran los únicos dueños de la estupidez.

Xhex le dio media vuelta y lo lanzó sobre una silla, donde lo mantuvo aferrado por el hombro, mientras abría la cartera del muchacho con un golpe de muñeca. El permiso de conducir ponía que se llamaba John Matthew y la fecha de nacimiento indicaba que tenía veintitrés años. La dirección que aparecía era de un barrio residencial de la ciudad que ella estaba segura que el chico nunca había visto.

—Ya sé lo que dice tu documento de identidad, pero ¿quién eres tú realmente? ¿Quién es tu familia?

John abrió la boca un par de veces, pero no logró emitir ningún sonido porque obviamente estaba muerto de miedo. Lo cual tenía sentido. Sin su arma, no era más que un renacuajo pretrans, con los ojos muy abiertos en medio de una cara pálida.

Sí, él era muy duro, claro. Click, click, bang, bang y toda esa mierda de pandilleros. Dios, Xhex estaba cansada de pillar a farsantes como éste. Tal vez era hora de hacer un poco de trabajo a destajo, volver a lo que mejor hacía. Después de todo, siempre se necesitaban asesinos si uno se movía en los círculos apropiados. Y ella era medio symphath, así que la satisfacción laboral estaba asegurada.

—Habla —dijo ella, arrojando la cartera sobre la mesa—. Sé lo que eres. ¿Quiénes son tus padres?

Ahora el chico parecía realmente asombrado, aunque eso no le ayudaba con las cuerdas vocales. Una vez recuperado de la impresión, lo único que hizo fue batir las manos frente a su pecho.

—No juegues conmigo. Si eres lo suficientemente macho como para llevar un arma, no hay razón para portarse como un cobarde ahora. ¿O es que acaso eso es lo que realmente eres y esta chatarra es lo único que te hace sentirte hombre?

A cámara lenta, el chico cerró la boca y dejó caer las manos sobre el regazo. Como si se estuviera desinflando, bajó los ojos y encogió los hombros.

En medio del silencio, ella cruzó los brazos sobre el pecho.

—Mira, chico, tengo toda la noche y una paciencia infinita. Así que puedes quedarte callado todo el tiempo que quieras. Yo no voy a ir a ninguna parte y tú tampoco.

De repente sonó el audífono que tenía en la oreja y cuando el gorila que vigilaba la zona de la barra dejó de hablar, ella dijo:

—Bien, traedlo aquí.

Un segundo después se oyó un golpe en la puerta. Al abrir, su subordinado estaba en la puerta con el vampiro pelirrojo que le había dado el arma al chico.

—Gracias, Mac.

—De nada, jefa. Voy a regresar a la barra.

Xhex cerró la puerta y miró al pelirrojo. Ya había pasado su transición, pero seguramente no hacía mucho tiempo: todavía se movía como si no tuviera muy bien definidas las dimensiones de su cuerpo.

Al ver que el chico se metía la mano en el bolsillo interior de su chaqueta de ante, ella dijo:

—Si sacas algo distinto a una identificación, yo misma te mandaré al hospital.

El muchacho se detuvo.

—Es la identificación de él.

—Ya me la ha enseñado.

—Pero no la de verdad. —El muchacho extendió la mano—. Ésta es la verdadera.

Xhex tomó la tarjeta y examinó los caracteres en lengua antigua que había debajo de una foto reciente. Luego miró al chico. Pero él se negó a sostenerle la mirada; sólo se quedó allí, encerrado en sí mismo, como si deseara que se lo tragara la tierra.

—Mierda.

—Me dijeron que también le mostrara esto —dijo el pelirrojo, entregándole una gruesa hoja de papel, doblada en cuatro y sellada con lacre negro. Cuando Xhex vio el emblema, le dieron ganas de volver a maldecir.

El escudo real.

Luego leyó la maldita carta. Dos veces.

—¿Te importa si me quedo con esto, pelirrojo?

—No. Quédese con ella, por favor.

—¿Y tú tienes identificación? —preguntó, volviendo a doblarla.

—Sí. —Entonces presentó otra tarjeta.

Xhex la miró y luego le devolvió las dos tarjetas.

—La próxima vez que vengáis aquí, no tenéis que hacer cola. Os dirigís al vigilante y le decís mi nombre. Yo saldré a buscaros. —Luego cogió el arma—. ¿Esto es tuyo o suyo?

—Es mía. Pero creo que lo mejor es que la tenga él. Es mejor tirador.

Xhex volvió a poner el seguro en la culata de la Glock y se la entregó al chico que seguía en silencio, con el cañón hacia abajo. La mano no le tembló cuando la agarró, pero de repente la pistola parecía demasiado grande para él.

—No la uses aquí, a menos de que tengas que defenderte. ¿Está claro?

John asintió una vez con la cabeza, se levantó de la silla y se guardo la semiautomática en el bolsillo del que ella la había sacado.

¡Dios… maldición! No era un simple pretrans. De acuerdo con su identificación, ése era Tehrror, hijo del guerrero de la Daga Negra Darius. Lo cual significaba que ella debía encargarse de que no le sucediera nada mientras estaba en su territorio. Lo último que ella y Rehv necesitaban era que el chico resultara herido en las instalaciones del Zero Sum.

Genial. Eso era como tener un jarrón de cristal en un vestidor lleno de jugadores de rugby.

Para acabar de rematar la faena, el chico era mudo.

Xhex sacudió la cabeza.

—Muy bien, Blaylock, hijo de Rocke, tú te vas a encargar de cuidarlo y nosotros también lo haremos.

Cuando el pelirrojo asintió, el chico por fin levantó la cabeza y la miró y, por alguna razón, sus brillantes ojos azules la hicieron sentir incómoda. Dios… parecía un viejo. Tenía ojos de viejo y Xhex se quedó aturdida por un instante.

Luego carraspeó, dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Cuando la abrió, el pelirrojo dijo:

—Espera, ¿cuál es tu nombre?

—Xhex. Pronúncialo en cualquier parte de este club y yo me acercaré a donde tú estés en un instante. Es mi trabajo.

‡ ‡ ‡

Cuando la puerta se cerró, John decidió que la humillación era como el helado: venía en muchos sabores distintos, producía escalofríos y hacía que uno quisiera toser.

Hablando de helado, en este momento John se sentía asfixiado.

Cobarde. Dios, ¿acaso era tan obvio? Esa mujer ni siquiera lo conocía, pero lo había identificado inmediatamente. Él era un cobarde absoluto. Un cobarde débil que no había sido capaz de vengar a sus muertos, que no tenía voz y cuyo cuerpo no resultaba envidiable ni para un niño de diez años.

Blay movió sus inmensos pies y sus botas hicieron un ruido suave que pareció tan estridente como si alguien estuviera gritándoles en el oído.

—¿John? ¿Quieres volver a casa?

Ah, sensacional. Como si fuera un chico de cinco años al que le ha entrado el sueño en una fiesta de adultos.

La rabia estalló en su interior como un trueno y sintió un peso que lo anclaba al suelo y lo llenaba de energía. Ay, hermano, él conocía bien esa sensación. Ésa era la clase de rabia que había dejado a Lash en el suelo. Ésa era la clase de fuerza maligna que lo impulsó a golpearlo en la cara hasta que las baldosas se habían teñido de rojo, como si se hubiera derramado salsa de tomate.

De puro milagro, las dos neuronas que todavía le funcionaban racionalmente señalaron que lo mejor para él era irse a casa. Si se quedaba en el club, sólo recrearía una y otra vez en su cabeza lo que esa mujer había dicho, hasta que se pusiera tan furioso que terminaría haciendo algo realmente estúpido.

—¿John? Vámonos a casa.

Diablos. Se suponía que ésta iba a ser la gran noche de Blay. Pero en lugar de eso alguien estaba acabando con su oportunidad de tener una buena noche de sexo.

—Llamaré a Fritz. Tú quédate con Qhuinn.

—No. Nos vamos juntos.

De repente a John le dieron ganas de estallar en llanto.

—¿Qué demonios decía ese pedazo de papel? ¿El que le diste a la mujer?

Blay se puso rojo.

—Zsadist me lo dio. Dijo que si alguna vez nos metíamos en un lío, lo mostrara.

—¿Y qué decía?

—Z dijo que era una carta de Wrath en su calidad de rey. Algo acerca del hecho de que él es tu ghardian.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Zsadist dijo que sólo lo mostrara si tenía que hacerlo. Y eso te incluía a ti.

John se levantó de la silla y se alisó la ropa prestada.

—Mira, quiero que te quedes y que tengas sexo y te diviertas un rato…

—Vinimos juntos. Nos vamos juntos.

John miró a su amigo con rabia.

—Sólo porque Z dijo que me tenías que cuidar como a un niño…

Por primera vez en la historia, Blay se puso serio.

—Púdrete… Lo haré de todas maneras. Y antes de que te pongas en posición de ataque, me gustaría señalar que si la situación fuera al contrario, tú harías la misma maldita cosa por mí. Admítelo. Lo harías. Somos amigos. Nos apoyamos mutuamente. Y ahora, basta. No hay más discusión.

John quería darle una patada a la silla en la que estaba sentado y casi lo hace.

Pero en lugar de eso usó sus manos para decir:

—A la mierda.

Blay sacó una Blackberry y marcó un número.

—Le diré a Qhuinn que regresaré a recogerlo cuando quiera.

John esperó y se imaginó brevemente lo que Qhuinn estaría haciendo en la penumbra de un lugar semiprivado, con una o las dos humanas. Al menos él sí se estaba divirtiendo.

—Hola, ¿Qhuinn? Sí, John y yo nos vamos a casa. ¿Qué…? No, todo va bien. Acabamos de tener un encuentro con seguridad… No, no tienes que hacerlo… No, todo va bien. No, de verdad. Qhuinn, no tienes que dejar de… ¿Eh? —Blay se quedó mirando el teléfono—. Nos estará esperando a la salida.

Los dos muchachos salieron de la sala de interrogatorios y empezaron a avanzar a través de una maraña de humanos ardientes y sudorosos, hasta que John sintió un ataque de claustrofobia… como si lo hubiesen enterrado vivo y estuviera respirando tierra.

Cuando llegaron a la puerta, Qhuinn estaba a la izquierda, contra la pared negra. Tenía el pelo revuelto, los faldones de la camisa por fuera de los pantalones y los labios rojos y un poco hinchados. De cerca, olía a perfume.

A dos perfumes distintos.

—¿Estás bien? —le preguntó a John.

John no respondió. No soportaba pensar que le había arruinado la noche a todo el mundo y se limitó a seguir caminando hacia la puerta. Hasta que volvió a sentir esa extraña llamada.

Se detuvo con las manos sobre la barra para empujar la puerta y miró por encima del hombro. La jefa de seguridad estaba allí, observándolo con sus ojos de lince. Otra vez estaba metida entre las sombras, el lugar que seguramente prefería.

John sospechó que ella siempre usaba ese lugar para su beneficio.

Al sentir que su cuerpo se estremecía de pies a cabeza, John tuvo ganas de golpear la pared con el puño, de golpear la puerta, de darle un puñetazo a alguien. Pero sabía que eso no le daría la satisfacción que tanto ansiaba. No creía que tuviera la suficiente fuerza en el tronco para atravesar la sección deportiva de un periódico.

Naturalmente, darse cuenta de eso le hizo sentirse todavía más furioso.

Le dio la espalda a la mujer y salió al aire helado de la noche. Tan pronto como Blay y Qhuinn lo alcanzaron en la acera, él les dijo:

—Voy a caminar un rato. Podéis venir conmigo, si queréis, pero no me vais a disuadir de hacerlo. No me subiré a un coche en este momento y me iré a casa. ¿Me habéis entendido?

Sus amigos asintieron con la cabeza y lo dejaron seguir adelante, mientras que ellos se quedaban un par de pasos atrás. Era evidente que entendían que John estaba a punto de perder el control y necesitaba un poco de espacio.

Mientras caminaban por la calle 10, John les oyó hablando en voz baja, susurrando acerca de él, pero no le importó. Estaba convertido en un bulto de rabia. Nada más.

Fiel a su naturaleza débil, su caminata de independencia no duró mucho. En pocos minutos, el viento de marzo atravesó la ropa que Blay le había prestado y su dolor de cabeza empeoró tanto que le empezaron a castañetear los dientes. Se había imaginado que llevaría a sus amigos hasta el puente de Caldwell y más allá, que su rabia era tan fuerte que ellos terminarían agotados y le rogarían que se detuviera antes del amanecer.

Sólo que, desde luego, su intento estuvo muy por debajo de las expectativas.

John se detuvo de repente.

—Regresemos.

—Como quieras, John. —Los ojos diferentes de Qhuinn brillaban con una amabilidad imposible de igualar—. Haremos lo que digas.

Se dirigieron al coche, que habían dejado en un aparcamiento al aire libre, dos calles más allá del club. Cuando doblaron la esquina, se dieron cuenta de que el edificio que estaba al lado del aparcamiento estaba en obras, la zona que estaban construyendo estaba cerrada, las lonas se mecían con el viento y toda la maquinaria pesada dormía profundamente. A John le pareció un lugar desolado.

Pero, claro, podría haber estado a plena luz del sol en un campo de margaritas y, con aquel estado de ánimo, lo único que habría visto eran sombras. La noche ya no podría ponerse peor. Imposible.

Estaban a unos cincuenta metros del coche, cuando la brisa les trajo el olor a talco de bebé. Y un restrictor salió de detrás de una excavadora.