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Media hora después y tras comerse un sándwich de pavo, V se materializó en la terraza del ático privado que tenía en el centro. Aquella noche hacía un tiempo horrible, con el frío y la lluvia de marzo y un viento terrible que revoloteaba alrededor como un borracho agresivo. Mientras observaba el paisaje del puente de Caldwell, V pensó que ese panorama de postal, con las luces de la ciudad titilando al fondo, le aburría.

Al igual que la perspectiva de los juegos y la diversión que le esperaban esa noche.

Entonces pensó que tal vez empezara a parecerse a un viejo adicto a la cocaína. Si bien en el pasado la sensación de euforia solía ser intensa, ahora satisfacía sus vicios sin mucho entusiasmo. Era un tema de necesidad, no de placer.

Apoyó las palmas contra el borde de la terraza y se inclinó hacia delante hasta sentir en la cara el golpe de aire helado que le hacía revolotear el pelo hacia atrás como si fuese un modelo. O quizá… se parecía más al superhéroe de una tira de cómic. Sí, ésa era una imagen mejor.

Sólo que él sería el malo de la película, ¿no?

De pronto se dio cuenta de que sus manos estaban acariciando la piedra lisa del borde. El muro tenía metro veinte de alto y rodeaba todo el edificio como si fuera el borde de una bandeja. Encima tenía una superficie de un metro de ancha que era toda una invitación a saltar, para encontrarse con los diez metros de aire ligero que esperaban al otro lado, el preludio perfecto para el ataque de la muerte.

Ése sí era un panorama que le interesaba.

V sabía de primera mano lo dulce que era esa caída libre. La presión del viento contra el pecho que dificultaba la respiración. La manera como los ojos se humedecían y las lágrimas se deslizaban por las sienes y no por las mejillas. La forma en que el suelo se apresuraba a recibir el cuerpo que caía, un anfitrión preparado para darle la bienvenida a sus invitados.

No estaba seguro de haber hecho lo correcto cuando decidió salvarse aquella vez que saltó. En el último momento se desmaterializó y regresó a la terraza. A… los brazos de Butch.

Maldito Butch. Siempre regresaba a los brazos de ese maldito hijo de puta.

Dio media vuelta para evitar el impulso a dar otro salto y abrió una de las puertas correderas con el pensamiento. Las tres paredes de cristal del ático estaban blindadas, pero no impedían el paso de la luz del sol. Aunque si lo hicieran, a V tampoco le gustaría quedarse allí durante el día.

Aquello no era un hogar.

Cuando puso el primer pie dentro, el lugar y los fines para los cuales lo usaba se impusieron sobre él como si la fuerza de gravedad fuera distinta allí. Las paredes, el techo y el suelo de mármol de la inmensa única habitación eran todos negros. Al igual que los cientos de velas que V podía encender a voluntad. La única cosa que se podía clasificar como mueble era una cama de gran tamaño que nunca usaba. El resto era equipo: la mesa con las correas de inmovilización. Las cadenas que la sostenían a la pared. Las máscaras y las mordazas de pelota y los látigos y los bastones y las cadenas. El armario lleno de pesos para los pezones y ganchos y herramientas de acero inoxidable.

Todo para ser usado con mujeres.

Se quitó la chaqueta de cuero y la arrojó sobre la cama, luego se quitó la camisa. Nunca se quitaba los pantalones durante las sesiones. Las esclavas nunca lo veían completamente desnudo. Nadie lo veía completamente desnudo, a excepción de sus hermanos durante las ceremonias en la Tumba y eso sólo porque los rituales así lo exigían.

Nadie tenía por qué ver cómo era él ahí abajo.

Las velas se encendieron a voluntad y una luz líquida se proyectó sobre el suelo brillante, antes de ser absorbida por la cúpula negra del techo. No había nada romántico en el aire. El lugar era una cueva en la que se realizaban actos profanos voluntarios y la iluminación sólo buscaba asegurar que las correas de cuero y los adminículos metálicos y las manos y los colmillos quedaran en el lugar adecuado.

Además, las velas podían ser usadas para propósitos distintos a la iluminación.

V se dirigió al bar, se sirvió un trago de Grey Goose y se recostó contra la barra. Algunas mujeres de la especie creían que ir allí y sobrevivir a tener relaciones con él era una especie de rito de iniciación. Luego había otras que sólo podían encontrar la satisfacción con él. Y también algunas otras que querían explorar la forma de mezclar el dolor y el sexo.

Las exploradoras tipo Lewis y Clark[3] eran las que menos le interesaban. Por lo general no eran capaces de aguantar y tenían que recurrir a la palabra o a un gesto de seguridad que él les indicaba cuando estaban en la mitad del proceso. Siempre las dejaba marchar rápidamente, aunque las lágrimas y los sollozos sólo eran asunto de ellas. Nueve de cada diez querían intentarlo de nuevo, pero sólo había una oportunidad para ello. Si flaqueaban con mucha facilidad la primera vez, probablemente volverían a flaquear también la segunda y él no estaba interesado en entrenar a gente débil para ese estilo de vida.

Aquellas que eran capaces de resistir le llamaban lheage y lo adoraban como a un dios, aunque a él le tenía sin cuidado aquella reverencia. V tenía que domar a una bestia y los cuerpos de esas mujeres eran únicamente el instrumento que usaba para apaciguarla. Fin de la historia.

Luego fue hasta la pared, cogió una de las cadenas de acero y la dejó deslizarse por encima de la palma de la mano, eslabón por eslabón. Aunque era un sádico por naturaleza, no se excitaba al hacerles daño a sus esclavas. Su faceta sádica se alimentaba de matar restrictores.

Lo que a él le interesaba era llegar a controlar la mente y el cuerpo de sus esclavas. Las prácticas eróticas que realizaba con ellas, y también las otras cosas, lo que decía, lo que les hacía ponerse para sus encuentros… todo estaba cuidadosamente calculado para producir un efecto. Claro que había una dosis de dolor y, sí, tal vez las mujeres lloraban a causa de su sensación de vulnerabilidad y miedo. Pero siempre le suplicaban que les diera más.

De lo que él les daba, si tenía ganas de dárselo.

V le echó un vistazo a las máscaras. Siempre les hacía usar una máscara y nunca debían tocarlo, a menos de que él les dijera dónde, cómo y con qué tocarlo. Era raro que él llegara a tener un orgasmo durante el curso de una sesión y, si ocurría, las mujeres lo consideraban un orgullo. Si decidía alimentarse, era sólo porque tenía que hacerlo.

Nunca humillaba a quienes venían allí, ni las obligaba a hacer algunas de las cosas horribles que sabía que les gustaban a los amos sexuales. Pero tampoco las consolaba al principio, ni en la mitad ni al final, y las sesiones sólo se regían por sus reglas. Él les decía dónde y cuándo y si alguna salía con algún disparate relacionado con celos o derechos de posesión, las expulsaba de inmediato. Para siempre.

Le echó una ojeada a su reloj y levantó el mhis que rodeaba el ático. La mujer que iba a venir esta noche podía rastrearlo porque él se había alimentado de su vena hacía un par de meses. Cuando terminara con ella, arreglaría eso para que ella no tuviera ningún recuerdo del lugar donde iba a estar.

Aunque sí sabría lo que había ocurrido. Le quedarían marcas por todo el cuerpo.

Cuando la mujer se materializó en la terraza, V dio media vuelta. A través de las puertas correderas, la mujer no era más que una sombra curvilínea anónima, vestida con un corpiño de cuero negro y una falda negra, larga y suelta. Tenía el pelo negro recogido sobre la cabeza, tal y como él le había dicho.

Ella sabía esperar. Sabía que no debía llamar.

V abrió la puerta con el pensamiento, pero ella también sabía que no debía entrar sin ser llamada.

La miró de arriba abajo y sintió su olor. Estaba totalmente excitada.

V sintió que sus colmillos se alargaban, pero no porque estuviera particularmente interesado en la humedad que la mujer tenía entre las piernas. Necesitaba alimentarse y ella era hembra y tenía todo tipo de venas que succionar. Era un asunto de biología, no de fascinación.

Extendió el brazo y le indicó que entrara con un gesto del dedo. Ella avanzó, temblando, como si presintiera lo que le esperaba. V se encontraba particularmente irritable esa noche.

—Quítate la falda —le ordenó V—. No me gusta.

La mujer se abrió enseguida el cierre de la falda y la dejó caer al suelo con un rumor de seda. Debajo llevaba una liguero negro y medias de nailon negras con encaje en la parte superior. No llevaba bragas.

Hummm… sí. Iba a cortar aquel liguero que llevaba en las caderas con una daga. Dentro de un rato.

V se dirigió a la pared y cogió una máscara que sólo tenía un agujero. Si quería respirar, tendría que hacerlo por la boca.

—Póntela. Ya —le dijo, arrojándosela.

La mujer se cubrió el rostro sin pronunciar palabra.

—Súbete a la mesa.

No la ayudó a subirse; sabía que descubriría cómo hacerlo. Siempre lo descubrían, todas. Las mujeres como ella siempre encontraban la manera de llegar hasta la mesa de V.

Para pasar el tiempo, sacó un cigarro de su bolsillo trasero, se lo puso entre los labios y cogió una vela negra del candelabro. Mientras encendía el cigarrillo, se quedó observando el pequeño charco de cera líquida que brillaba al pie de la llama.

Levantó la mirada para ver cómo iba la mujer. Bien hecho. Se había acostado boca arriba, con los brazos y las piernas extendidos y abiertos.

Después de inmovilizarla con las correas, V sabía exactamente por dónde comenzaría esa noche.

Cuando se le acercó, todavía llevaba la vela en la mano.

‡ ‡ ‡

Bajo las lámparas del gimnasio de la Hermandad, John Matthew adoptó la postura de combate y se concentró en el oponente con el que estaba entrenando. Los dos hacían una pareja perfecta, como un par de palillos chinos. Eran delgados y frágiles y parecía que podían romperse con facilidad. Al igual que todos los vampiros que todavía no habían pasado por la transición.

Cuando Zsadist, el hermano que estaba enseñando el combate cuerpo a cuerpo esa noche, silbó, John y su compañero se hicieron una reverencia. Su oponente dijo el saludo apropiado en lengua antigua y John respondió usando el lenguaje de signos. Luego comenzaron a combatir. Las manos pequeñas y los brazos huesudos se agitaban por aquí y por allá sin producir mayor efecto; las patadas salían volando como aviones de papel; los dos esquivaban los golpes con muy poca precisión. Todos sus movimientos y posturas eran sombras de lo que deberían haber sido, ecos de un trueno, no los rugidos mismos.

El trueno se oyó en otra parte del gimnasio.

En medio del combate se oyó un tremendo estruendo, y un cuerpo sólido y enorme cayó sobre las colchonetas azules como un saco de arena. Tanto John como su oponente se giraron a mirar… y abandonaron de inmediato sus torpes intentos de practicar las artes marciales combinadas.

Zsadist estaba trabajando con Blaylock, uno de los dos mejores amigos de John. El pelirrojo era el único de la clase que ya había pasado por la transición, así que tenía el doble del tamaño de todos los demás. Y Zsadist acababa de tirarlo al suelo.

Blaylock se levantó enseguida y se enfrentó una vez más a su oponente como un guerrero, pero volvió a caer un segundo después. A pesar de lo grande que era, Z también era un gigante y era miembro de la Hermandad de la Daga Negra. Así que Blay estaba enfrentándose a una especie de tanque de guerra que, además, tenía una gran experiencia en combate.

Dios, Qhuinn debería estar aquí para ver esto. Y por cierto, ¿dónde estaba Qhuinn?

Los once estudiantes soltaron un «¡Ole!» cuando Z tumbó tranquilamente a Blay, lo tiró boca abajo sobre la colchoneta y le hizo una llave que lo obligó a darse por vencido. Tan pronto Blay gritó que se rendía, Z lo soltó.

Cuando Zsadist se detuvo junto al muchacho, le habló con el tono más amable de que fue capaz.

—Cinco días después de tu transición y lo estás haciendo bien.

Blay sonrió, aunque tenía la mejilla aplastada contra la colchoneta, como si la tuviera pegada al suelo.

—Gracias —dijo con la respiración agitada.

Z estiró el brazo y lo ayudó a levantarse. Al fondo se oyó el sonido de una puerta que se abría.

A John casi se le salen los ojos de las órbitas cuando vio lo que estaba entrando por la puerta. Bueno, mierda… eso explicaba dónde había estado Qhuinn toda la tarde.

El hombre que venía caminando lentamente por entre las colchonetas medía uno noventa, pesaba ciento veinte kilos y tenía cierto parecido con alguien que el día anterior no pesaba más que un bulto de comida para perros. Qhuinn había pasado por la transición. Dios, por eso no se había comunicado ni había mandado ningún mensaje durante el día. Estaba ocupado desarrollando un cuerpo nuevo.

Al ver que John lo saludaba con la mano, Qhuinn hizo un gesto de asentimiento, como si tuviera el cuello tieso o le doliera mucho la cabeza. Tenía un aspecto horrible y se movía como si le doliera cada hueso del cuerpo. También jugueteaba con el cuello de su nueva camiseta talla XXXL, como si le estuviera molestando, y todo el tiempo se ajustaba los vaqueros con una mueca de dolor. Tenía un ojo morado, lo cual era una sorpresa, pero tal vez se había golpeado con algo en medio del proceso de transición. Decían que uno daba muchas vueltas cuando estaba experimentando el cambio.

—Me alegro de que hayas venido —dijo Zsadist.

Al responder, la voz de Qhuinn sonó más profunda, con una cadencia totalmente distinta de la voz de antes.

—Quería venir, aunque no puedo hacer ejercicio.

—Buena cosa. Puedes descansar un poco por allí.

Mientras Qhuinn se apartaba de las colchonetas, su mirada se cruzó con la de Blay y los dos sonrieron muy lentamente. Luego miraron a John.

Con lenguaje de signos, Qhuinn dijo:

—Nos vemos en la habitación de Blay después de clase. Tengo un montón de cosas que contaros.

Cuando John asintió con la cabeza, la voz de Z tronó en medio del gimnasio.

—Se acabó el recreo, señoritas. No me hagáis romperos el culo, porque lo haré.

John volvió a mirar a su pequeño contrincante y adoptó la posición de ataque.

Aunque uno de sus compañeros había muerto a causa de la transición, John estaba desesperado porque a él también le tocara. Claro que estaba muerto de miedo, pero era mejor estar muerto a seguir siendo un ser despreciable y asexuado, que estaba en el mundo a merced de los demás.

Estaba más que preparado para convertirse en un hombre.

Tenía algunos asuntos familiares que arreglar con los restrictores.

‡ ‡ ‡

Dos horas después, V se encontraba más satisfecho que nunca. Como era de esperar, la mujer no estaba en condiciones de desmaterializarse, así que V le puso una bata encima, la hipnotizó hasta dejarla en un estado de aturdimiento y la bajó en el ascensor de carga del edificio. Fritz estaba esperando en la acera con el coche. El anciano doggen no hizo ninguna pregunta después de recoger la dirección de la muchacha.

Como siempre, el mayordomo era como un enviado de Dios.

Más tarde, cuando se encontraba otra vez solo en el ático, V se sirvió un poco de Goose y se sentó en la cama. La mesa estaba cubierta de cera endurecida, sangre, el producto de la excitación de la muchacha y los resultados de los orgasmos de V. Había sido una sesión más bien sucia. Pero así eran las sesiones aceptables.

Le dio un largo trago a su vaso. En medio del denso silencio del lugar, después de satisfacer sus perversiones, en medio del golpe helado de su cruda realidad, su mente se llenó de una cascada de imágenes sensuales. Aunque la vio por pura casualidad, V se había apropiado de la escena que había visto hacía unas semanas, como si fuera un ladrón, y la había guardado en su lóbulo frontal aunque no le pertenecía.

Hacía unas semanas había visto a Butch y a Marissa… juntos. Ocurrió cuando el policía estaba en la clínica de Havers en cuarentena. En la esquina de la habitación de la clínica había una videocámara y V los vio por accidente en la pantalla del ordenador: ella estaba vestida con un traje brillante color melocotón y él llevaba un pijama de hospital. Se estaban besando larga y apasionadamente y era evidente que sus cuerpos ardían de deseo.

Con el corazón en la boca, V vio cómo Butch daba media vuelta y se montaba sobre ella y luego vio cómo la bata se le abría, dejando expuestos los hombros, la espalda y las caderas. Cuando Butch empezó a moverse de manera rítmica, V vio cómo la columna se le doblaba y después volvía a estirarse, mientras las manos de ella se deslizaban hacia el trasero de él y le clavaba las uñas.

Fue hermoso verlos juntos. Eso no se parecía en nada a ese sexo violento que V había tenido toda la vida. Allí había amor e intimidad y… dulzura.

Vishous aflojó el cuerpo y se dejó caer sobre el colchón, mientras el vaso se giraba un poco y casi derrama el contenido. Dios, ¿cómo sería tener esa clase de sexo?, se preguntó V. ¿Le gustaría? Tal vez sintiera claustrofobia. No estaba seguro de poder resistir las manos de alguien por todo el cuerpo y no se podía imaginar cómo sería estar totalmente desnudo.

Pero luego pensó en Butch y decidió que probablemente todo dependía de la persona con la que uno estuviera.

Se cubrió la cara con la mano buena y deseó que sus sentimientos se evaporaran. Se odiaba por pensar esas cosas, por el apego que sentía, por sus arrepentimientos inútiles y la conocida sensación de vergüenza que llegaba con la fatiga. Al sentir que un cansancio que le calaba hasta los huesos se iba apoderando lentamente de él desde la cabeza hasta los pies, V trató de luchar contra esa sensación, pues sabía que era peligrosa.

Pero esta vez no pudo. Ni siquiera logró una pequeña victoria. Cerró los ojos pesadamente, al mismo tiempo que el miedo recorría su columna vertebral y le ponía la piel de gallina.

¡Ay… mierda! Se estaba quedando dormido.

Aterrorizado, trató de abrir los párpados, pero era demasiado tarde. Se habían vuelto duros y pesados, como si fueran paredes de ladrillo. El vértice del remolino lo había atrapado y se lo estaba tragando, a pesar de lo mucho que él intentaba liberarse.

Aflojó la mano que sostenía el vaso y a lo lejos notó que éste caía al suelo, haciéndose añicos. Su último pensamiento fue que él era como ese vaso de vodka, que se derramaba y se rompía, sin poder mantenerse de una pieza.