14
Phury estaba sentado en su habitación de la mansión, con la espalda recostada contra la cabecera de la cama y su colcha de terciopelo azul sobre las piernas. Se había quitado la prótesis y en el pesado cenicero de cristal que tenía al lado humeaba un porro. La música de Mozart salía del juego de altavoces Bose que rodeaban la estancia.
El libro sobre armas de fuego que tenía ante él estaba siendo usado más como atril que como material de lectura. Una hoja de un grueso papel blanco reposaba sobre el libro, pero él llevaba un rato sin hacer ningún trazo sobre ella con su lápiz del nº 2. El retrato estaba terminado. Lo había acabado hacía cerca de una hora y ahora estaba reuniendo el coraje para arrugarlo y arrojarlo a la basura.
Aunque nunca se sentía satisfecho con sus dibujos, éste casi le gustaba. Sobre la blancura de nieve de la página, unos trazos de plomo revelaban la cara, el cuello y el cabello de una mujer. Bella estaba mirando hacia la izquierda, con una sonrisa en los labios, y un mechón de pelo le caía sobre la mejilla. La había visto en esa pose esta noche, durante la última cena. Estaba mirando a Zsadist, lo cual explicaba esa discreta inclinación de sus labios.
En todas las poses en que la había dibujado, Phury siempre la pintaba con los ojos fijos en otra parte. El hecho de que ella lo mirara a él desde la página le parecía sencillamente inapropiado. Demonios, hacer dibujos de ella era totalmente inapropiado.
Phury puso la palma de la mano sobre la cara de la mujer, dispuesto a arrugar el papel.
Pero en el último minuto decidió agarrar el porro, pues necesitaba un alivio artificial porque el corazón le palpitaba con demasiada fuerza. Últimamente estaba fumando mucho. Más que nunca. Y aunque el hecho de apoyarse en algo químico para calmarse lo hacía sentir sucio, la idea de dejarlo nunca pasó por su cabeza. No se podía imaginar cómo sería pasar todo el día sin un poco de ayuda.
Mientras le daba otra calada al porro y retenía el humo en los pulmones, Phury pensó en su primer encuentro con la heroína. En diciembre estuvo a punto dar un salto mortal desde la colina de la heroína y se detuvo, pero no porque hubiese tomado una buena decisión sino porque John Matthew eligió el momento apropiado para interrumpirlo.
Phury soltó el aire y se quedó mirando la punta del porro. Otra vez tenía la tentación de probar algo más fuerte. Podía sentir el impulso de recurrir a Rehv y pedirle otra bolsa llena de polvo blanco. Tal vez así lograra tener un poco de paz.
En ese momento se oyó un golpe en la puerta y la voz de Z dijo:
—¿Puedo entrar?
Phury metió el dibujo entre el libro de armas de fuego.
—Sí.
Z entró y no dijo nada. Con las manos sobre las caderas, comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación, delante de la cama. Phury esperó, encendió otro porro y se quedó observando a su gemelo idéntico, mientras Z seguía paseándose.
De la misma forma que no trataba de atraer al pez que se encuentra al otro lado del anzuelo diciéndole palabras bonitas, tampoco podía obligar a Z a hablar. El silencio era lo único que funcionaba.
Al final el hermano se detuvo y dijo:
—Ella está sangrando.
Phury sintió que el corazón se le detenía en el pecho y apoyó la mano sobre la portada del libro.
—¿En qué medida y desde hace cuánto tiempo?
—Me lo está ocultando, así que no lo sé.
—¿Cómo lo descubriste?
—Encontré un paquete de compresas guardado en el fondo del armario, justo al lado del inodoro.
—Tal vez sean antiguas.
—La última vez que saqué mi navaja, no estaban allí.
Mierda.
—Entonces tiene que ir a ver a Havers.
—La próxima cita es dentro de una semana. —Z comenzó a pasearse de nuevo—. Yo sé que no me lo quiere decir porque teme que no sea capaz de soportarlo.
—Tal vez esté usando lo que encontraste para otra cosa.
Z se detuvo.
—Ah, sí. Claro. Porque esas cosas son multifuncionales y sirven para muchas cosas. Como los bastoncillos y otras mierdas. Mira, ¿hablarías con ella?
—¿Qué? —Phury le dio otra calada rápida a su porro—. Eso es un asunto privado. Entre ella y tú.
Z se pasó la mano por encima de su cabeza rapada.
—Tú eres mejor para esas cosas que yo. Lo último que necesita es que yo tenga un ataque delante de ella o, peor, que le grite porque estoy muerto de miedo y no puedo razonar.
Phury trató de respirar profundamente, pero apenas pudo aspirar un poco de aire. Se moría de ganas de involucrarse. Quería salir corriendo por el corredor de las estatuas hasta la habitación de la pareja y sentarse a hablar con Bella y saber qué estaba pasando. Quería ser un héroe. Pero ése no era su papel.
—Tú eres su hellren. Tú eres el que tiene que hablar con ella. —Phury apagó el último residuo del porro, preparó uno nuevo y abrió su mechero. Se oyó el chasquido que hacía la piedra y la llama surgió con fuerza—. Tú puedes hacerlo.
Zsadist lanzó una maldición, se paseó un poco más y al cabo de un rato se dirigió a la puerta.
—Hablar sobre este asunto del embarazo me recuerda que si le sucede algo, estoy perdido. Me siento tan endemoniadamente impotente.
Cuando su gemelo se fue, Phury dejó caer la cabeza hacia atrás. Mientras fumaba, miraba la punta encendida del porro y se preguntaba de manera distraída si eso sería como un orgasmo para el cigarro.
Por Dios. Si Bella se moría, tanto él como Z entrarían en una espiral de la que los hombres nunca salían.
Al pensar en eso, se sintió culpable. Realmente no estaba bien que se preocupara tanto por la mujer de su gemelo.
Como la ansiedad le hacía sentir como si se hubiese tragado un enjambre de langostas, siguió fumando para calmarse, hasta que vio la hora en el reloj. Mierda. Tenía que dar una clase sobre armas de fuego dentro de una hora. Sería mejor que se duchara y tratara de espabilarse.
‡ ‡ ‡
John se despertó confundido, con una vaga sensación de que le dolía la cara y había algún tipo de silbido en su habitación.
Levantó la cabeza de su cuaderno y se apretó el puente de la nariz. La espiral del cuaderno le había dejado marcas sobre la piel y John pensó en Worf, el personaje de Star Trek, la nueva generación. Y el silbido era la alarma del reloj.
Eran las tres y cuarto de la tarde. Las clases empezaban a las cuatro en punto.
Se levantó del escritorio, fue cojeando hasta el baño y se detuvo ante el inodoro. Cuando eso le pareció demasiado esfuerzo, dio media vuelta y se sentó.
Por Dios, estaba exhausto. Había pasado los últimos dos meses durmiendo en la silla de Tohr, en la oficina del centro de entrenamiento, pero cuando Wrath intervino y le obligó a pasarse a la mansión, estaba durmiendo de nuevo en una cama de verdad. Uno pensaría que se sentía genial de tener esa inmensa habitación. Pero se sentía fatal.
Después de tirar de la cisterna, encendió las luces y cerró los ojos por el destello. Maldición. Había sido una mala idea haber encendido las luces y no sólo por el dolor que provocaba en sus ojos. A la luz, su pequeño cuerpo tenía un aspecto horrible, como una piel paliducha que cubría un esqueleto. Hizo una mueca, se cubrió su diminuto sexo con la mano para no tener que mirarlo y apagó las luces.
No había tiempo para una ducha. Se lavó los dientes rápido, se echó un poco de agua en la cara y no se molestó en peinarse.
De nuevo en la habitación, lo único que quería era meterse bajo las mantas, pero se puso sus vaqueros de talla infantil y frunció el ceño mientras se subía la cremallera. Los pantalones le nadaban en las caderas y parecían colgarle de la cintura, a pesar de que estaba tratando de comer bien.
Genial. En lugar de pasar por la transición, estaba encogiendo.
Mientras se torturaba otra vez con eso de qué-voy-a-hacer-si-nunca-me-pasa, sintió que las cejas comenzaban a palpitarle. ¡Demonios! Se sentía como si hubiese un hombrecillo con un martillo dentro de cada una de sus órbitas oculares, masacrando su nervio óptico.
Cogió los libros del escritorio, los metió dentro de la mochila y se marchó. Tan pronto como salió al pasillo, se tapó la cara con un brazo. La luminosidad del vestíbulo hizo que su dolor de cabeza empeorara, así que trastabilló hacia atrás y se estrelló con un kuros[5] griego. Lo cual le hizo darse cuenta de que no se había puesto camisa.
Tras lanzar una maldición, regresó a su habitación, se puso una camisa y de alguna manera logró bajar las escaleras sin tropezar con sus propios pies. Por Dios, todo le irritaba. El ruido que hacían sus Nike sobre el suelo del vestíbulo le pareció como una banda de ratones chillones que lo estuviera siguiendo. El crujido de la puerta escondida que conducía al túnel le pareció tan estridente como un disparo. El recorrido por el túnel subterráneo que conducía hasta el centro de entrenamiento le pareció eterno.
Éste no iba a ser un buen día. Ya tenía los nervios de punta y, a juzgar por lo que había pasado en el último mes, John sabía que si empezaba el día de mal genio, su temperamento era cada vez más difícil de controlar.
Y tan pronto como entró en la clase, se dio cuenta de que el día iba a ser un verdadero desastre.
Sentado en la última fila, en el pupitre individual que John llegó a considerar como su casa antes de estrechar lazos con sus amigos, estaba… Lash.
Que ahora venía en paquete súper económico. El chico estaba enorme y gordo y tenía cuerpo de luchador. Además, parecía haber sufrido una transformación dirigida por el sargento de un pelotón. Antes solía usar ropa de marca y vistosa y arreglarse como un modelo de la joyería Jacob & Co, y ahora estaba vestido con pantalones negros de camuflaje y una camiseta negra de nailon ajustada al cuerpo. Su cabello rubio, que antes tenía el largo suficiente para hacerse una cola de caballo, tenía ahora un corte militar.
Era como si se hubiese despojado de toda esa pretensión porque sabía que lo bueno estaba por dentro.
Sólo una cosa no había cambiado: sus ojos grises como la piel de un tiburón, que seguían clavados en John, a quien no le cabía duda de que si lo pillaba a solas, tenía una paliza asegurada. Es posible que John hubiese tumbado a Lash la última vez, pero eso no volvería a suceder y, además, Lash iba a ir a por él. La promesa de una venganza era evidente en esos hombros inmensos y esa sonrisa sarcástica que tenía un púdrete escrito por todas partes.
John se sentó junto a Blay, sintiéndose atemorizado, como quien camina por un callejón oscuro.
—Hola, hermano —dijo su amigo en voz baja—. No te preocupes por ese malnacido, ¿de acuerdo?
John no quería parecer tan débil como se estaba sintiendo, así que se limitó a encogerse de hombros y a abrir su mochila. Por Dios, este dolor de cabeza lo iba a matar. Pero, claro, la respuesta de huir o pelear en un estómago vacío no era exactamente una dosis de Excedrina.
Qhuinn se inclinó hacia delante y le pasó una nota a John. «Estamos contigo», era lo único que decía.
John parpadeó rápidamente a modo de agradecimiento, al tiempo que sacaba su libro de armas de fuego y pensaba qué irían a tratar ese día en clase. ¡Qué apropiado que fuera una clase sobre armas! Él sentía como si le estuvieran apuntando con una por la espalda, directo a la cabeza.
Miró hacia el fondo de la clase. Como si Lash hubiese estado esperando el momento de establecer contacto visual, el chico se inclinó hacia delante y puso los antebrazos sobre el pupitre. Luego cerró lentamente los puños, que parecían tan grandes como la cabeza de John, y, cuando sonrió, sus nuevos colmillos lucían tan afilados como cuchillos y blancos como la vida después de la muerte.
Mierda. John sería hombre muerto si no le llegaba pronto su transición.