El autor, quien está a punto de relatar tres experiencias fantasmales propias en el presente artículo verídico, considera esencial aclarar que hasta el momento en que se vio afectado por éstas, nunca había creído en toques ni en golpecitos misteriosos. Sus tópicas nociones sobre el mundo espiritual le hacían considerar a sus habitantes como seres avanzados más allá de la supremacía intelectual de lugares como Peckham o Nueva York; y le daba la impresión, considerando la mucha ignorancia, presunción y locura que se dan en este mundo, de que era del todo innecesario acudir a seres inmateriales para complacer a la humanidad con hechizos burdos y supercherías aún peores; de hecho, su presunción se enfrentaba de modo frontal a la constatación de que aquellas respetadas visiones suelen tomarse la molestia de venir a este mundo sin más propósito que el de comportarse del mismo modo que esos idiotas que suelen sentirse felices pasándose de la raya. Este era, a grosso modo y dicho descarnadamente, el estado mental del autor hasta hace bien poco: en concreto hasta el pasado veintiséis de diciembre. En aquella memorable mañana, dos horas después de que amaneciera —es decir, a las diez menos veinte según el reloj del autor (que actualmente puede verse en la editorial que publica esta revista) y que quedará aquí identificado como un semi-cronómetro de la casa Bautte, de Ginebra, con número de serie 67709—, pues bien, en aquella memorable mañana, digo, dos horas después de que amaneciera, habiéndose incorporado el autor en su cama con una mano pegada a la frente, sintió claramente diecisiete fuertes palpitaciones o latidos en aquella región de su cabeza. Venían acompañadas de un cierto dolor en la zona y de una sensación general que no difería mucho de la que normalmente acompaña a los trastornos vesiculares. Cediendo a un impulso súbito, se preguntó: «¿Qué diablos será lo que me pasa?».
La respuesta que llegó al momento (en forma de latidos o palpitaciones sobre su frente) fue: «Ayer».
El que esto escribe, dándose cuenta de que no estaba despierto aún del todo, preguntó: «¿Y qué día fue ayer?».
Respuesta: «El día de Navidad».
El autor, que ya se encontraba algo más despejado, volvió a preguntar: «¿Quién trata de comunicarse conmigo?».
Respuesta: «Clarkins».
Pregunta: «¿El señor o la señora Clarkins?».
Respuesta: «Ambos».
Pregunta: «Por señor, ¿qué entiende? ¿El joven Clarkins o el viejo Clarkins?».
Respuesta: «Ambos».
Pues bien, daba la casualidad de que el autor había cenado la noche anterior con su amigo Clarkins —de quien pueden pedirse puntuales referencias en el Boletín Oficial de la Prensa—, y durante aquella cena se había debatido el tema de los espíritus bajo diversas ópticas y perspectivas. El autor también recordaba que tanto Clarkins Sénior como Clarkins Júnior habían participado muy activamente en la discusión, e incluso terminaron por imponérsela a sus acompañantes. También la señora Clarkins se sumó animadamente al debate, e hizo la observación (cuando menos «alegre» si es que no fue abiertamente «extravagante») de que aquello ocurría «sólo una vez al año».
Convencido, por aquellas señales, de que el golpeteo era de cariz espiritual, el autor procedió como sigue: «¿Quién es usted?».
Los golpecitos en la frente se habían reanudado, aunque de manera más incoherente. Durante un cierto tiempo fue imposible entender lo que decían. Tras una pausa, el autor —apoyando su cabeza en la almohada— repitió la pregunta con una voz solemne acompañada por un gemido:
«¿Quién es usted?».
Como respuesta, recibió de nuevo una serie completa de golpeteos incoherentes.
Entonces, volvió a preguntar con la misma solemnidad de antes y con otro gemido:
«¿Cómo se llama?».
La respuesta le llegó bajo la forma de un sonido que se asemejaba con meridiana exactitud a un fuerte hipido. Más tarde se supo que aquella voz espiritual fue claramente escuchada por Alexander Pumpion, su asistente —y séptimo hijo de la señora viuda de Pumpion, lavandera—, en un despacho contiguo al suyo.
Pregunta: «¿Se llama usted Hipo? Hipo no es un nombre adecuado».
Al no recibir respuesta, el autor dijo: «¡Le conmino solemnemente, por nuestro conocido común Clarkins, el médium —Clarkins Sénior, Júnior y señora—, a que me revele su nombre!».
La respuesta, transmitida mediante golpecitos extremadamente desganados, fue: «Zumo de Endrinas, Campeche, Zarzamora».
Al autor esto le recordaba en cierto modo a una parodia sobre Tela de Araña, Polilla y Semilla de Mostaza, en El sueño de una noche de verano; para justificar aquella réplica, preguntó: «¿Ése no será su nombre, verdad?».
El espíritu de los golpecitos admitió: «No».
«Entonces, ¿con qué nombre se le conoce normalmente?».
Pausa.
«Vuelvo a preguntarle: ¿con qué nombre se le conoce normalmente?».
El espíritu, evidentemente bajo coacción, respondió del modo más solemne: «¡Oporto!».
Esta horrible comunicación hizo que el autor no pudiese evitar quedarse postrado, casi al borde del desmayo, durante casi un cuarto de hora: tiempo durante el cual el golpeteo prosiguió sus comunicaciones más violentamente si cabe que antes, y desfilaron ante sus ojos una multitud de apariciones espectrales de un color negruzco, y con un gran parecido a renacuajos ocasionalmente dotados de la capacidad de girar en remolino hasta convertirse en notas musicales mientras se zambullían en el espacio. Después de haber contemplado una vasta legión de dichas apariciones, el autor se dirigió de nuevo al espíritu que daba los golpecitos:
«¿Cómo debo imaginarles a ustedes? ¿A cuál, de todas las cosas del mundo, se parecen más?».
La terrible respuesta fue: «¡Betún!».
En cuanto el autor fue capaz de controlar sus nervios, que eran bastantes, inquirió: «¿Debería tomar algo?».
Respuesta: «Sí».
Pregunta: «¿Puedo escribir algo?».
Respuesta: «Sí».
Al momento se le vinieron a las manos, como por ensalmo, un lápiz y un pedazo de papel que había en la mesilla, junto a la cama, y se encontró a sí mismo forzado a escribir (con una letra rara e insegura, inclinada hacia abajo, cuando lo cierto es que su letra normalmente era bastante clara y recta) la siguiente nota espiritual:
El Sr. C. D. S. Pooney presenta sus respetos a la Sra. Bell y Compañía, Industrias Farmacéuticas, Oxford Street, frente a Portland Street, y le ruega que tenga la bondad de enviarle con el portador de ésta, una genuina píldora azul de cinco granos y una auténtica dosis negra de poder similar.
Antes de confiarle este documento a Alexander Pumpion —quien, desafortunadamente, lo extravió a su regreso, aunque sospecho que pudo haberlo metido adrede en alguno de los agujeros del horno de una castañera ambulante para ver cómo ardía—, el autor resolvió poner a prueba al espíritu de los golpecitos con una pregunta definitiva. Para ello, preguntó con voz profunda e impresionante:
«¿Me provocarán tales remedios dolor de estómago?».
Es imposible describir la confianza profética de la réplica: «Sí». Aquella afirmación se vio completamente respaldada por el resultado ulterior, como largamente recordará el autor; así que, después de aquella experiencia, se hizo innecesario recalcar que el autor ya no podía seguir dudando de aquel fenómeno.
La siguiente comunicación contó con la participación de un personaje verdaderamente interesante. Tuvo lugar en una de las principales líneas de ferrocarril de nuestro país. Las circunstancias bajo las cuales le fue hecha la revelación al autor de estas páginas —en el segundo día de enero del presente año— fueron éstas. El autor ya se había recuperado de los efectos de la sorprendente visita de la semana anterior, y había vuelto a participar en las tradicionales fiestas navideñas. El día anterior lo había pasado entre risas y celebraciones. Estaba de camino hacia una importante ciudad (un conocido emporio comercial en el que tenía asuntos que tratar) y había almorzado con más prisa de la habitual en los ferrocarriles, debido al retraso del tren. Su comida le había sido servida, de forma reacia, por una joven que estaba convenientemente atrincherada tras un mostrador. La muchacha en cuestión debía de encontrarse en aquel momento muy ocupada en arreglarse el pelo y el vestido, por lo que su expresivo semblante denotaba un cierto desdén. Ya se verá cómo esta joven acabó resultando ser una poderosa médium.
El autor volvió a su compartimento de primera clase, en el que, casualmente, viajaba solo. El tren había reanudado ya su marcha y él se quedó levemente transpuesto. En el implacable reloj, anteriormente mencionado, ya habían pasado cuarenta y cinco minutos desde su encuentro con la muchacha del bar, cuando fue despertado por un instrumento musical muy peculiar. Este instrumento, que percibió con admiración no exenta de cierta alarma, sonaba directamente desde su interior. Sus tonos eran graves y repetitivos, difíciles de describir; aunque, si se admite la comparación, recordaban en cierto modo a un sonoro ardor de estómago. Sea como fuere, al autor le parecieron muy semejantes a los que conlleva esa humillante dolencia.
Coincidiendo con el momento en que se dio cuenta del fenómeno en cuestión, el autor se percató de que llamaba su atención una acelerada sucesión de furiosas palpitaciones en el estómago, acompañadas de una opresión en el pecho. Como no era ya un escéptico, decidió entablar inmediata comunicación con el espíritu. El diálogo fue como sigue:
Pregunta: «¿Conozco su nombre?».
Respuesta: «Diría que sí».
Pregunta: «¿Empieza por la letra P?».
Respuesta (por segunda vez): «Diría que sí».
Pregunta: «¿Tiene, por un casual, dos nombres de pila, que empiezan respectivamente por la P y por la C?».
Respuesta (por tercera vez): «Diría que sí».
Pregunta: «¡Le ordeno que abandone esas frívolas maneras y que se identifique por su nombre!».
El espíritu, tras reflexionar unos segundos, deletreo la palabra P-A-S-T-E-L.
Entonces, el instrumento musical dio paso a la interpretación de unos breves y pautados compases. El espíritu empezó de nuevo y deletreo la palabra C-A-R-N-E.
Pues bien —como bien les gustará saber a los más tragones—, justo había sido este tipo de hojaldre, esta vianda o comestible en concreto, el que había sido encargado por el autor como plato principal de su almuerzo; y, es más, también había sido el mismo plato que le fue servido por la joven a la que ahora, a la vista de los acontecimientos, el autor no tenía más remedio que reconocer como a una poderosa médium. El escritor continuó la conversación muy satisfecho por la convicción, así forjada en su mente, de que el ente con el que hablaba no pertenecía a este mundo.
Pregunta: «¿Se llama, pues, Pastel de Carne?».
Respuesta: «Sí».
Pregunta (que el autor formuló tímidamente tras vencer algunas reticencias normales): «¿Así que es en verdad un pastel de carne?».
Respuesta: «Sí».
Sería inútil intentar describir aquí el alivio que el autor sintió tras esta trascendental respuesta. Continuó:
Pregunta: «Aclaremos un punto. ¿Es usted parte carne y parte pastel?».
Respuesta: «Exacto».
Pregunta: «¿De qué está hecha la parte de usted que es pastel?».
Respuesta: «De manteca de cerdo».
Entonces notó unos compases tristes procedentes del instrumento musical, y a continuación la palabra: «PRINGUE».
Pregunta: «¿Cómo debo imaginar que es usted? ¿A qué se parece?».
Respuesta (muy rápidamente): «Plomo».
Una sensación de abatimiento le sobrevino en aquel momento al autor. Cuando la hubo logrado controlar en cierta medida, continuó:
Pregunta: «Su otra naturaleza es de tipo porcino. ¿De qué se alimenta principalmente?».
Respuesta (enérgica): «¡De cerdo, desde luego!».
Pregunta: «No es así. ¿Se alimenta acaso el cerdo de cerdo?».
Respuesta: «No es así exactamente».
Una extraña sensación interior, parecida a un vuelo de palomas, sacudió al autor. Entonces pareció iluminarse de manera sorprendente y dijo:
«¿Esta sugiriendo que la raza humana, atacando imprudentemente al indigesto fuerte que lleva su nombre, y no teniendo tiempo para asaltarlo —debido a la gran solidez de sus casi impermeables muros—, ha desarrollado el hábito de dejar muchas de sus satisfacciones en manos de los médiums, quienes con tal cerdo alimentan a los cerdos de futuros pasteles?».
Respuesta: «¡Así es!».
Pregunta: «Entonces, parafraseando las palabras de nuestro bardo inmortal…».
Respuesta (interrumpiendo): «El mismo puerco, en su momento, sirvió para hacer muchos pasteles, al menos siete empanadas».
En este punto, la emoción del autor era profunda. Sin embargo, deseoso otra vez de volver a evaluar al espíritu, y para establecer si, utilizando la poética fraseología de los avanzados videntes de los Estados Unidos, le era posible acceder a alguno de los más íntimos y elevados círculos, puso a prueba sus conocimientos en este sentido:
Pregunta: «En la salvaje armonía del instrumento musical que mora en mi interior, de la que soy consciente, ¿de qué otras substancias hay aromas, además de las que ha mencionado?».
Respuesta: «Madreselva, Goma Guta. Camomila. Melaza. Vapores de vino. Destilado de patatas».
Pregunta: «¿Nada más?».
Respuesta: «Nada que merezca la pena mencionar».
¡Que tiemblen los desdeñosos y rindan pleitesía; que se sonrojen los débiles escépticos! Para almorzar, el autor había pedido a la poderosa médium un vaso de jerez y también una copita de brandy. ¿Quién podría dudar de que las materias primas señaladas por el espíritu no le habían sido suministradas por ella bajo aquellos dos nombres?
En otras circunstancias, mi testimonio sería suficiente para demostrar que experiencias como la anterior han de dejar de cuestionarse, y debería considerarse primordial el tratar de explicarlas. Es un exquisito caso de pálpito.
El destino del autor le había llevado a abrigar un enamoramiento sin esperanzas hacia la señorita L** B**, de Bungay, en el condado de Suffolk. En el momento en que sucedieron las palpitaciones, la señorita L** B** no había rechazado abiertamente todavía la propuesta del escritor de ofrecerle su mano y su corazón; pero, desde entonces, parecía probable que ella se hubiera visto disuadida de esa idea por temor filial hacia su padre, el señor B**, quien era favorable a las pretensiones del autor. Entonces suenan los latidos. Un joven, repugnante a los ojos de las personas inteligentes (desde que se casara con la señorita L** B**), estaba de visita en la casa. El joven B**, por su parte, había vuelto a casa desde el internado. El autor estaba también presente. La familia se había reunido alrededor de una mesa. Era la hora mágica del crepúsculo de un mes de julio. Los objetos no se distinguían con claridad. De pronto, el señor B**, cuyos sentidos habían estado adormecidos, infundió el terror en nosotros profiriendo un apasionado chillido o exclamación. Sus palabras (por una educación desatendida en su juventud) fueron exactamente estas:
—¡Maldición! ¡Hay alguien que me está deslizando una carta en la mano, bajo mi propia mesa!
La consternación se apoderó del grupo. La señora B** alimentó la desesperación reinante al declarar que alguien le había estado pisando suavemente los pies en intervalos de media hora. Una congoja aún mayor se cernió sobre los allí reunidos. El señor B** pidió que se encendiesen las luces.
Entonces suenan los latidos.
El joven B** gritó (cito textualmente):
—¡Son los fantasmas, padre! Me han estado haciendo esto mismo desde hace quince días.
El señor B** pregunta en tono irascible:
—¿Qué quiere decir usted, joven? ¿Qué es lo que han estado haciendo?
El joven B** responde:
—Tratan de convertirme en una oficina postal, padre. Siempre están introduciendo en mí cartas impalpables, señor. Alguna carta debe de haberse arrastrado hasta usted por error. Debo de ser un médium, padre. ¡Oh, ahí viene otra! —grita el joven B**—. ¡Soy un condenado médium!
Entonces el muchacho se convulsiona violentamente, babeando, y agita sus piernas y sus brazos de un modo calculado para provocarme (y lo consigue) un serio malestar; pues yo sostenía a su respetable madre (al alcance de sus botas) y él se comportaba como un telégrafo primitivo. Todo aquel tiempo el señor B** había estado mirando por debajo de la mesa buscando la carta dichosa, mientras que el repulsivo joven, desde que se casara con la señorita L** B**, protegía a dicha dama de forma abominable.
—¡Oh, aquí viene otra vez! —El joven B** lloraba sin cesar—. ¡Seguro que soy un maldito médium! ¡Ahí viene! ¡Habrá un temblor enseguida, padre! ¡Cuidado con la mesa!
Entonces suenan los latidos. La mesa se ladeó tan violentamente como para golpear al señor B** al menos una docena de veces sobre la calva, mientras miraba a ver quién había debajo de ella; lo que hizo que emergiese con gran agilidad, y la frotase (su calva) con gran suavidad y la maldijese (a la mesa) con vehemencia. Señalar que la inclinación de la mesa iba en dirección uniforme hacia la corriente magnética, es decir: de sur a norte; o, desde el joven B** hacia el señor B**, su padre. Y habría hecho algún comentario más profundo sobre aquel extremo tan interesante, de no ser porque entonces la mesa se agitó y se inclinó hacia mí, tirándome al suelo con una fuerza aumentada por el impulso que le transmitió el joven B** al venirse hacia ella en un frenético estado de exaltación mental, que no pudo ser reducido hasta pasado un rato. Entretanto, yo era consciente de cómo su peso y el de la mesa me aplastaban; y de cómo gritaba a su hermana y al repugnante joven que no dejaba de clamar que presentía que habría otra sacudida en cualquier momento.
Sin embargo, aquello no llegó a ocurrir. Nos recuperamos después de un breve paseo en la oscuridad. No se notaron, durante el resto de la velada, efectos peores que los presenciados, salvo una ligera tendencia a la risa histérica y una llamativa atracción (casi podría decir fascinación) de la mano izquierda del muchacho hacia su corazón (¿o quizás era hacia el bolsillo de su chaleco?).
¿Fue o no fue éste un caso de palpitaciones? ¿Se atreverán a responder el escéptico y el burlón?