E
ntre el montón de escombros que ya flotaban para siempre girando despacio en las altas órbitas a la sombra de la Tierra, había un bulto oscuro de mayor volumen y de formas más regulares que los demás. Y muchísimo más viejo.
Durante cuatro billones de años había seguido absorbiendo datos del mundo de abajo, registrando, analizando, procesando. De cuando en cuando emitía algunos mensajes si lo creía útil, si pensaba que podrían ser recibidos. Pero si no, observaba, escuchaba, grababa. Ni el pliegue de una ola ni el latido de un corazón escapaba a su atención.
Aparte de eso, nada se había movido en su interior en cuatro billones de años, salvo el aire que seguía circulando y las motas de polvo que bailaban en un remolino sin fin.
Lo que ahora ocurrió sólo fue una levísima alteración. Calladamente, sin alboroto, como una gota de rocío se precipita del aire a una hoja, en una pared que había sido gris durante cuatro billones de años apareció una puerta. Una puerta blanca, corriente, con un pequeño y abollado llamador de bronce.
Este acontecimiento silencioso también fue registrado e incorporado al continuo flujo de proceso de datos que la nave efectuaba de manera incesante. No sólo la llegada de la puerta, sino también la de los que estaban tras ella, su aspecto, sus movimientos, las impresiones de lo que veían. Todo procesado, registrado, transformado.
La puerta se abrió al cabo de unos momentos.
En su interior se veía una habitación completamente distinta a cualquiera de las de la nave, con suelos de madera y muebles de raída tapicería, donde brincaba un fuego. El movimiento de las llamas bailaba en los ordenadores de la nave y las motas de polvo formaban un coro en el aire.
En la puerta apareció una silueta voluminosa y lúgubre, en cuyos ojos bailaba ahora un destello. Cruzó el umbral, se adentró en la nave y su rostro quedó súbitamente inundado de una calma que había añorado creyendo que nunca la volvería a experimentar.
Tras él salió un hombre de más edad, menor estatura y pelo blanco y rebelde. Al pasar del reino de sus habitaciones al ámbito de la nave, se detuvo y parpadeó maravillado. Lo siguió un tercer hombre, tenso e impaciente, con un largo abrigo de cuero de amplios faldones. Se detuvo a su vez, momentáneamente estupefacto por algo que no entendía. Con una expresión de la más absoluta perplejidad, echó a andar observando las polvorientas y grises paredes de la vieja nave.
Por fin llegó el cuarto, un hombre alto y delgado. Se inclinó al salir por la puerta y, casi al instante, se detuvo como si hubiese tropezado con un muro.
Y en cierto modo, así había sido.
Quedó paralizado. Si alguien le hubiese visto la cara en aquel momento, le habría resultado más que evidente que estaba viviendo el acontecimiento más asombroso de toda su existencia.
Cuando de nuevo se movió, despacio, empezó a caminar de una manera curiosa, como si nadase a cámara lenta. El menor movimiento de su cabeza parecía enviar a su rostro nuevas oleadas de temor reverente. Los ojos le rebosaban de lágrimas y, maravillado, se quedó sin aliento.
Dirk se volvió y le miró, para que no se rezagase.
—¿Qué te pasa? —le gritó por encima del ruido.
—La música… —murmuró Richard.
El ambiente estaba inundado de música. Tanto, que no había sitio para nada más. Y cada partícula de aire parecía tener su propia música, de modo que cuando Richard movía la cabeza oía una melodía nueva y diferente, aunque cada ritmo particular encajaba a la perfección con las demás armonías que giraban a su alrededor. Las modulaciones estaban perfectamente logradas: increíbles saltos dados sin esfuerzo hacia remotas tonalidades, con un simple movimiento de cabeza. Nuevos temas, nuevos flecos de melodía, en perfecta y asombrosa proporción, se desgranaban continuamente en el incesante conjunto. Grandes y lentas oleadas de movimiento, vibrantes de frenéticos bailes, retozos ligeramente chispeantes que brincaban en las danzas, largas y enmarañadas tonadas cuyo final era tan semejante al principio que se mordían la cola, se volvían del revés, se ponían patas arriba y luego se precipitaban de nuevo en pos de alguna otra danzante melodía que sonaba en una parte lejana de la nave.
Richard se tambaleó y se apoyó contra la pared.
Dirk se apresuró a sujetarle.
—Venga —le dijo bruscamente—, ¿qué te pasa? ¿Es que no soportas la música? Está un poco alta, ¿no? ¡Por amor de Dios, domínate! Aquí hay algo que no entiendo. Que no encaja. Vamos.
Echó a andar tirando de Richard, pero en seguida hubo de cargar con él porque se derrumbaba cada vez más bajo el peso abrumador de la música. Las visiones que en su mente entretejía el vibrante millón de melodías formaban un caos cada vez más tumultuoso, y cuanto más se ramificaba más se engarzaba con el anterior y el siguiente hasta que todo se convirtió en una inmensa explosión de armonía que se difundió por su mente con mayor rapidez de la que cualquier imaginación podría soportar.
Y entonces todo fue más sencillo. En su imaginación retozó una sola melodía que captó toda su atención. Era una música que empapó todo el flujo mágico, dándole forma y contorno, vida, altura y hasta la propia esencia. Con fuerza, vibrante, briosa al principio, se hacía más lenta para después efectuar nuevos y más difíciles giros, parecía zozobrar en remolinos de duda y confusión que de pronto se fundían en los primeros rizos de una nueva y gigantesca ola de energía que irrumpía gozosamente desde el fondo.
Muy despacio, Richard empezó a desmayarse.
Estaba tumbado muy quieto.
Se sintió como una esponja empapada en parafina y puesta a secar al sol.
Se sintió como un caballo viejo quemándose entre la neblina del sol. Soñó con aceite, suave y fragante, con mares oscuros de altas olas. Estaba en una playa blanca, borracho de peces, ahito de arena, descolorido, adormilado, maltrecho de luz, debilitado, calculando la densidad de las vaporosas nubes de lejanas nebulosas, flotando en un placer absoluto. Era una fuente de la que manaba agua fresca en primavera y que se vertía en un oloroso montecillo de hierba recién cortada. Sonidos casi inaudibles se quemaban en la lejanía como un sueño remoto. Corría y tropezaba. Las luces de un puerto giraban en la noche. Como un espíritu oscuro, el mar golpeaba infinitesimalmente la arena, destellante, inconsciente. Donde el mar era más frío y profundo, él se mecía fácilmente entre las densas olas que se expandían como aceite en torno a sus oídos, y sólo le molestaba el distante zumbido del timbre del teléfono.
Poco a poco comprendió que el distante zumbido del timbre del teléfono era que sonaba un teléfono.
Se incorporó bruscamente.
Estaba en una cama individual, con las sábanas en desorden, en una habitación pequeña y desordenada que reconocía pero no podía ubicar. Estaba atestada de libros y zapatos. Parpadeó desconcertado.
Junto a la cama sonaba el teléfono. Lo cogió.
—¿Diga?
—¡Richard!
Era la voz de Susan, completamente angustiada. Sacudió la cabeza y no recordó nada útil.
—¿Diga? —repitió.
—¿Eres tú Richard? ¿Dónde estás?
—Espera un momento, voy a ver.
Dejó el teléfono sobre las sábanas arrugadas, donde quedó emitiendo confusas quejas, se levantó tambaleante de la cama, se acercó a trompicones a la puerta y la abrió.
Era un cuarto de baño. Lo observó con aire de duda. Lo reconoció pero tuvo la impresión de que faltaba algo. Ah, sí. Debería haber un caballo. O al menos había un caballo la última vez que lo había visto. Atravesó el baño y salió por la otra puerta. Tambaleante, bajó las escaleras y entró en la sala de estar de Reg. Lo que vio le sorprendió.