L
a placa de bronce de la puerta roja de Peckender Street destelló al reflejar la luz de una farola. Brilló un momento al recibir el violento haz luminoso de un coche patrulla que pasó a toda velocidad. Se oscureció un poco cuando un espectro muy pálido la atravesó silenciosamente. En el momento de oscurecerse relució, porque el espectro temblaba con horrenda agitación.
El fantasma de Gordon Way hizo una pausa en el oscuro vestíbulo. Necesitaba algo donde apoyarse y, por supuesto, no había nada. Trató de sobreponerse, pero no encontró nada para lograrlo. El horror de lo que había visto le produjo náuseas pero, por supuesto, no tenía nada en el estómago. Medio a trompicones, medio flotando, logró subir las escaleras como un náufrago que tratara de aferrarse al agua.
Tambaleante, atravesó la pared, el escritorio, la puerta, tratando de serenarse e instalándose frente a la mesa del despacho de Dirk.
Si por casualidad alguien hubiera entrado en la oficina, como una señora de la limpieza si Dirk Gently tuviese contratada alguna, que no era el caso, dado que habría que pagarla y Dirk no estaba dispuesto a hacerlo, o tal vez un ladrón si en la oficina hubiera habido algo que mereciese la pena robar, que no lo había, habrían contemplado el siguiente espectáculo con la correspondiente estupefacción.
El auricular del enorme teléfono rojo que había sobre la mesa se descolgó de pronto. Se oyó el zumbido de la señal de línea. Luego, uno por uno, se pulsaron siete botones numéricos y, al cabo de una larga pausa que la compañía de teléfonos británica le concede a uno para poner en claro las ideas y olvidar a quién se está llamando, se oyó sonar un teléfono al otro lado del hilo. Tras dos llamadas, hubo un sonido metálico, un zumbido y un ruido como de una máquina tomando aliento. Entonces una voz empezó a decir: «Hola, soy Susan. En este momento no puedo ponerme porque estoy ensayando un mi bemol, pero si quiere dejar su nombre…».
—Entonces, bajo la orden de un…, apenas me atrevo a pronunciar estas palabras…, de un Monje Eléctrico, usted intenta despegar y, ante su absoluto estupor, la nave explota —dijo Dirk en cierto tono de burla—. ¿Desde cuándo…?
—¿Desde cuándo estoy solo en este planeta? —terminó la frase el fantasma—. Solo, con la conciencia de lo que hice a mis compañeros de la nave. Solo, completamente solo…
—Sí, sáltese esa parte —le cortó Dirk, irritado—. ¿Qué me dice de la nave nodriza? Es de suponer que continuó viaje en busca de…
—No.
—¿Qué le ocurrió, entonces?
—Nada. Sigue aquí.
—¿Qué sigue aquí?
Dirk se puso en pie de un salto y empezó a dar vueltas por la habitación con el ceño fruncido.
La cabeza de Michael se inclinó un poco hacia delante, pero alzó la mirada hacia Reg y Richard con aire lastimero.
—Sí. Todos estábamos a bordo de la nave de desembarco. Al principio me sentí poseído por los fantasmas de los demás, pero sólo eran imaginaciones mías. Durante millones y luego billones de años caminé por el fango solo por completo. Es imposible que conciban ustedes ni la más mínima parte del tormento de una eternidad así. Después, hace poco, surgió la vida en este planeta. Vida. Vegetación, seres marinos y, luego, al fin, ustedes. Vida inteligente. Recurro a ustedes para que me liberen de los tormentos que he sufrido.
Michael abatió desconsoladamente la cabeza sobre el pecho y así quedó unos momentos. Luego, poco a poco, volvió a alzarse y los miró de nuevo con brillos aún más sombríos en los ojos.
—Llévenme allí, se lo ruego, devuélvanme a la nave de desembarco. Permítanme enmendar mi error. Puede arreglarse con sólo una palabra mía, las reparaciones se efectuarán adecuadamente, la nave de desembarco podrá entonces volver a la nave nodriza, podremos seguir nuestro viaje, mi tormento cesará y yo dejaré de ser una carga para ustedes. Se lo suplico.
Hubo un breve silencio mientras su ruego pendía en el aire.
—Pero eso no puede resultar bien, ¿verdad? —dijo Richard—. Si lo hacemos, aquello no habrá sucedido. ¿No produciremos toda clase de paradojas?
—No serán peores que muchas de las que ya existen —dijo Reg, interrumpiendo el hilo de sus propios pensamientos—. Si el universo llegara a su fin cada vez que hay alguna incertidumbre sobre los sucesos que en él se desarrollan, jamás habría sobrevivido a su primer microsegundo. Y por supuesto, muchos universos no han pasado de ahí. Es como el cuerpo humano, ¿entienden? Unos cuantos arañazos y cortes aquí y allá no lo dañan. Ni siquiera una operación quirúrgica importante, si se hace como es debido. Las paradojas no son más que heridas abiertas. El tiempo y el espacio cicatrizan sobre ellos y la gente sólo recuerda una versión de los acontecimientos que tiene sentido.
—Lo que no quiere decir que si uno se encuentra ante una paradoja las cosas no le choquen y le parezcan muy raras; no obstante, si uno vive sin que le ocurra eso, no sé en qué universo habitará, pero desde luego no será en este.
—Pero si eso es así —arguyó Richard—, ¿por qué se mostró tan inflexible con respecto a no hacer nada para salvar al dodo?
—No entiendes nada en absoluto —suspiró Reg—. El dodo no se habría extinguido si no me hubiese empeñado tanto en salvar al celacanto.
—¿El celacanto? ¿El pez prehistórico? Pero ¿qué relación tienen uno y otro?
—¡Ah! Esa sí es una buena pregunta. Las complejidades de causa y efecto desafían el análisis. El continuo no sólo es como el cuerpo humano, también se parece a una pared mal empapelada. Si se aprieta una burbuja en un sitio, una nueva pompa aparecerá en otro. No hay más dodos a causa de mi interferencia. Acabé imponiéndome la norma a mí mismo, porque sencillamente ya no podía soportarlo. Lo único que realmente sale malparado cuando se intenta modificar el tiempo es uno mismo.
Esbozó una yerma sonrisa y miró a otro lado. Luego, tras un largo momento de reflexión, añadió:
—No, se puede hacer. Sólo me muestro cínico porque muchas veces el resultado ha sido desastroso. La historia de este pobrecillo es muy patética, y terminar con su desgracia no puede hacer mal a nadie. Los hechos acaecieron hace muchísimo tiempo en un planeta muerto. Si le ayudamos, cada uno de nosotros albergará en su memoria el suceso que haya vivido personalmente. Si el resto del mundo no está completamente de acuerdo con ello, mala suerte. No sería la primera vez.
La cabeza de Michael se inclinó.
—Estás muy silencioso, Dirk —dijo Richard.
Dirk le lanzó una mirada colérica.
—Quiero ver esa nave —exigió.
En la oscuridad, el teléfono rojo se deslizó sobre la mesa y, a sacudidas, llegó al otro lado. Si alguien hubiera estado allí, habría logrado atisbar la forma que lo movía. Sólo emitía un débil resplandor, más leve que el de las manecillas de un reloj con esfera luminosa. Era como si la penumbra que la envolvía fuese más oscura y la forma espectral estuviera en su interior como una ancha cicatriz bajo la superficie de la noche.
Gordon trató de coger por última vez el recalcitrante teléfono. Al fin logró asirlo y colocarlo encima de la horquilla. El instrumento se fue deslizando hacia su lugar de reposo y se colgó. En el mismo momento, y una vez realizada su última llamada, el espectro de Gordon Way se deslizó hacia su propio lugar de reposo y desapareció.