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E

n el corazón del bosque de lluvia pasaba lo que suele pasar en los bosques de lluvia: llovía. De ahí su nombre. Era una lluvia suave y persistente, distinta del fuerte aguacero que caería, más adelante, en el verano. Las gotas formaban una niebla fina atravesada de cuando en cuando por algún rayo de sol que, tamizado, llegaba hasta la húmeda corteza de un árbol donde se asentaba reluciente. A veces repetía esa operación con una mariposa o un lagarto inmóvil, diminuto y destellante, y entonces el efecto resultaba casi insoportable.

Arriba, en la alta copa de los árboles, una idea absolutamente extraordinaria se le ocurría súbitamente a un pájaro, que aleteaba frenéticamente entre las ramas para instalarse al fin en otro árbol mejor y diferente a fin de considerar las cosas con más calma hasta que le volvía la misma idea o se hacía la hora de comer.

El aire estaba lleno de perfumes, la leve fragancia de las flores y el fuerte olor del estiércol pastoso que alfombraba el suelo del bosque. Entre el estiércol asomaba una maraña de raíces sobre la cual crecía musgo y se arrastraban insectos.

En un claro del bosque, en un espacio vacío de húmedo terreno entre un círculo de estirados árboles, apareció tranquilamente y sin complicaciones una puerta pintada de blanco. Al cabo de unos momentos se abrió rechinando un poco. Un hombre alto y delgado miró hacia fuera, parpadeó de sorpresa y volvió a cerrar la puerta.

Segundos después volvió a abrirse y Reg miró al exterior.

—Es real —dijo—. Os lo prometí. Venid a comprobarlo.

Salió al bosque e hizo señas a los otros dos para que lo siguieran.

Dirk cruzó valientemente la puerta, pareció desconcertado durante el tiempo que se tarda en pestañear dos veces y anunció que sabía exactamente cómo había funcionado aquello, que evidentemente tenía algo que ver con los números imaginarios entre las distancias mínimas cuánticas y los contornos fractales definidos de la cúpula del universo, y que únicamente le extrañaba no haberlo imaginado por sí solo.

—Como la gatera —observó Richard a su espalda, desde el umbral.

—Pues sí, exactamente —convino Dirk, quitándose las gafas y apoyándose en un árbol para limpiarlas—. Por supuesto, te diste cuenta de que mentía. Un reflejo completamente natural dadas las circunstancias, tendrás que reconocerlo. Enteramente lógico.

Entornó un poco los ojos y volvió a ponerse las gafas. Empezaron a empañarse casi inmediatamente.

—Asombroso —admitió.

Con aire menos resuelto, Richard dio un paso adelante y osciló un momento con un pie en la habitación de Reg y otro en el húmedo suelo del bosque. Luego se comprometió del todo y salió. Sus pulmones se llenaron al instante de los embriagadores hálitos y su mente se colmó de la maravilla del bosque. Dio media vuelta y miró a la puerta por la que había salido. Vio un marco enteramente corriente y una puerta blanca normal por entero que estaba abierta en medio del bosque y, tras ella, la habitación en la que había estado hasta hacía un momento.

Recorrió perplejo los aledaños de la puerta poniendo el pie con cuidado en el fangoso terreno, no tanto por temor a resbalar como por miedo a no encontrarse realmente allí. Seguía siendo una puerta de lo más normal, de las que por lo habitual no se encuentran en un bosque de lluvia. Volvió a entrar y de nuevo vio, como si acabara de salir de ellas, las habitaciones del profesor Urban Chronotis de Saint Cedd’s College, Cambridge, que debía estar a miles de kilómetros. ¿Miles? ¿Dónde estaban?

Atisbo entre los árboles y creyó distinguir un leve destello a lo lejos.

—¿Es eso el mar? —preguntó.

—Lo verás mejor desde aquí —dijo Reg, que había ascendido una cuesta resbaladiza y se encontraba ahora descansando, sin aliento, apoyado en un árbol. Señaló con el dedo.

Los otros dos le siguieron, abriéndose camino ruidosamente entre las ramas y provocando los gritos y quejas de invisibles pájaros en lo alto.

—¿El Pacífico? —sugirió Dirk.

—El Océano Indico —dijo Reg.

Dirk se limpió de nuevo las gafas y echó otra mirada.

—Ah, sí, claro.

—¿No es Madagascar? —preguntó Richard—. Yo he estado allí…

—¿Sí? Uno de los lugares más asombrosos del mundo, que está lleno de horribles tentaciones… al menos para mí. No —explicó con voz temblorosa Reg, que se aclaró la garganta—. No, Madagascar está…, déjame ver, ¿en qué dirección nos encontramos, dónde está el sol? Sí. Por ahí. Al oeste. Madagascar está a unos ochocientos kilómetros al oeste. La isla de la Reunión está más o menos en medio.

—¿Cómo se llama ese sitio? —preguntó Richard, golpeando en el árbol con los nudillos y asustando a un lagarto—. El sitio de donde viene ese sello, hummm, Mauricio.

—¿Sello? —dijo Reg.

—Sí, ya sabes —explicó Dirk—, un estampado muy famoso. No recuerdo nada de eso, pero procede de aquí, de Mauricio. Es famoso por su sello tan extraordinario, todo tiznado y marrón, y con él se puede comprar Blenheim Palace. ¿O estoy pensando en la Guayana inglesa?

—Sólo tú sabes lo que estás pensando —apuntó Richard.

—¿Esto es Mauricio?

—Sí, es Mauricio —dijo Reg.

—Pero tú no coleccionas sellos, ¿verdad?

—No.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó de pronto Richard.

Pero Dirk seguía su conversación con Reg.

—Es una lástima, porque podías conseguir espléndidos sobres del primer día de emisión, ¿no?

—No me interesa mucho —dijo Reg, encogiéndose de hombros.

Tras ellos, Richard volvió a bajar resbalando por la cuesta.

—Entonces, ¿cuál es la gran atracción de aquí? —inquirió Dirk—. Debo decir que no es lo que me esperaba. Es muy bonito a su modo, sí, toda esta naturaleza, pero me temo que soy un chico urbano.

Se limpió las gafas otra vez y volvió a ponérselas sobre la nariz.

Miró hacia atrás al oír la risita ahogada de Reg. Frente a la puerta de la habitación del profesor se desarrollaba una confrontación de lo más extraordinario.

Un irascible pajarraco contemplaba a Richard que, inmóvil, le devolvía la mirada. Richard lo observaba como si fuese lo más extraordinario que hubiese visto en la vida, y el pájaro observaba a Richard como desafiándole a pensar que su pico era divertido incluso remotamente.

Cuando el pájaro quedó convencido de que Richard no iba a soltar una carcajada, lo miró con una especie de colérica tolerancia y se preguntó si iba a quedarse allí parado o a hacer algo útil y darle de comer. Dio un par de pasos atrás y otros dos a un lado para luego adelantarse otra vez con sus grandes patas amarillas. Entonces volvió a mirarle, con irritación, y soltó un graznido de impaciencia. Se inclinó hacia delante y empezó a escarbar el suelo con el absurdo pico rojo, como para dar a Richard la idea de que aquella era una buena zona para buscar algo que darle de comer.

—¡Se alimenta de nueces del árbol calvaría! —gritó Reg a Richard.

Molesto, el enorme pájaro lanzó una mirada severa a Reg, como para decirle que cualquier idiota sabía lo que él comía. Luego volvió a mirar a Richard y movió la cabeza a un lado como si de pronto se le hubiese ocurrido que tal vez tenía que vérselas con un idiota y que, por lo tanto, tenía que reconsiderar su estrategia de acuerdo con las nuevas circunstancias.

—¡Encontrarás un par de ellas en el suelo, detrás de ti! —insistió Reg, gritando menos.

Petrificado, como en trance, Richard se volvió torpemente y vio unas enormes nueces en el suelo. Se agachó, cogió una y miró a Reg, que asintió con la cabeza. Inseguro, ofreció la nuez al pájaro, que se inclinó hacia adelante y, de un brusco picotazo, se la arrebató de la mano. Luego, como Richard seguía tendiéndosela, la apartó con un gesto de irritación.

Una vez que Richard se hubo situado a una distancia respetuosa, alargó el cuello, cerró los grandes ojos amarillos y efectuó unas groseras gárgaras al pasar la nuez por el cuello hasta el buche. Adoptó entonces un aire parcialmente satisfecho.

Si antes habla sido un dodo irascible, ahora era al menos un dodo irascible que habla comido, lo que probablemente constituía la mayor finalidad de su vida.

Giró sobre sí mismo con un movimiento como de pato y se adentró en el bosque por donde había venido, como desafiando a Richard a que encontrara incluso remotamente divertido el penacho de ensortijadas plumas que sobresalían de su lomo.

—Sólo he venido a mirar —dijo Reg en un murmullo.

Dirk lo observó y se desconcertó al ver que, con un rápido gesto, el anciano se enjugaba los ojos rebosantes de lágrimas.

—Verdaderamente no puedo interferir…

Richard llegó junto a ellos, resbalando y sin aliento.

—¿Era un dodo? —exclamó.

—Sí —dijo Reg—, uno de los tres que quedaban en esta época. Estamos en el año 1676. Dentro de cuatro años todos habrán muerto y después nadie los verá. Venga, vámonos.

Tras la voluminosa puerta exterior que se cerraba sobre la escalera de la esquina en el segundo patio de Saint Cedd’s College, donde sólo un milisegundo antes hubo un leve resplandor cuando desapareció la puerta, se produjo otro leve destello ahora, en el instante de su vuelta.

La corpulenta silueta de Michael Wenton-Weakes, que se acercaba a la esquina, alzó la vista hacia las ventanas. Si se hubiese producido algún leve destello habría pasado inadvertido entre el resplandor que las macilentas llamas de la chimenea lanzaban por los cristales.

La silueta alzó la cabeza al oscuro cielo, buscando lo que allí se escondía aun sabiendo que no había la más remota posibilidad de verlo, ni siquiera en una noche clara, que no era el caso. Las órbitas terrestres estaban ya tan atestadas de trastos y basura que una pieza más, aun cuando fuera tan voluminosa como aquella, pasaría eternamente inadvertida. Y así había sido, aunque de cuando en cuando ejerciese su influencia. Alguna vez. Cuando las ondas eran fuertes. Hacía casi doscientos años que las ondas no eran tan intensas como ahora.

Y, al fin, todo estaba ya en su sitio. Había encontrado el transportador perfecto.

El transportador perfecto avanzaba por el patio.

Hasta el profesor había parecido al principio la elección adecuada, pero el intento acabó en frustración, rabia y luego… ¡en una inspiración! ¡Traer un Monje a la Tierra! Estaban concebidos para creer cualquier cosa, eran por completo maleables. Se les podía sobornar para que acometiesen la tarea con la mayor facilidad.

Lamentablemente, sin embargo, aquel había resultado ser un caso completamente perdido. Hacerle creer algo era muy fácil. Hacer que siguiera creyendo lo mismo durante más de cinco minutos era una labor más imposible que obligar al profesor a realizar su más íntimo deseo en contra de su voluntad.

Luego se produjo otro fracaso y al fin, milagrosamente, habla aparecido el transportador perfecto, que ya había demostrado su falta de escrúpulos para hacer lo que había que hacer.

Húmeda, envuelta en niebla, la luna pugnaba por salir en un rincón del cielo. En la ventana se agitó una sombra.