H
ubo un largo y alarmante silencio durante el cual la penumbra de la tarde pareció crecer e inundar la habitación. Un efecto luminoso sumía a Reg entre las sombras.
Con toda la prolífica y exuberante locuacidad que le caracterizaba, Dirk, por una vez, estaba mudo. Sus ojos relucían de sorpresa infantil mientras recorrían nuevamente los desvencijados y feos muebles de la habitación, las paredes tapizadas, las alfombras deshilacliadas. Le temblaban las manos.
Richard frunció un momento el ceño, como si fuese a calcular de memoria una raíz cuadrada y miró de frente a Reg.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—No tengo la menor idea —contestó Reg en tono jovial—. He perdido mucho la memoria. Soy muy viejo. Asombrosamente viejo. Sí, creo que si pudiera decirte lo viejo que soy, sería justo advertirte que te asustarías. Puede que yo también, porque no me acuerdo. He visto mucho, ¿sabes? Y lo he olvidado casi todo, gracias a Dios. El problema de cuando se llega a mi edad que, como creo que mencioné antes, es un poco alarmante…, ¿dije eso?
—Sí, lo mencionó.
—Bien. Había olvidado si lo dije o no. El caso es que la memoria no se incrementa y, en cambio, se pierde. Así que, mira, la principal diferencia entre uno de mi edad y alguien que tenga la vuestra no reside en cuántos conocimientos posea yo, sino en cuánto he olvidado. Y al cabo del tiempo, hasta se olvida lo que se ha olvidado, y después incluso se olvida que había algo que recordar. Luego se tiende a olvidar lo… lo que uno estaba diciendo.
Miró la tetera con expresión perdida.
—Las cosas que recuerda… —le incitó Richard en tono suave.
—Olores y pendientes.
—¿Cómo ha dicho?
—Por alguna razón, esas cosas se quedan —explicó Reg, moviendo la cabeza con aire perplejo. De pronto se incorporó en el asiento y prosiguió—: Los pendientes que llevaba la reina Victoria en el aniversario de sus veinticinco años en el trono. Unos objetos muy curiosos. Claro que en los cuadros de la época aparecen con matices más suaves. El olor de las calles antes de que hubiese coches. Es difícil decir cuál es peor. Por eso es por lo que Cleopatra permanece tan vivida en la memoria. Una combinación absolutamente demoledora de olores y pendientes. Me parece que probablemente eso será lo único que se mantenga cuando todo lo demás haya desaparecido. Me sentaré a solas en una habitación a oscuras, sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada salvo una vieja cabecita gris en cuyo interior haya una extraña visión de unos horrorosos objetos colgantes de color azul y oro que destellan a la luz, y el olor a sudor, comida de gato y muerte. Me pregunto qué me parecerá…
Dirk, que apenas respiraba, empezó a recorrer despacio la habitación, pasando con suavidad la punta de los dedos por las paredes, el sofá, la mesa.
—¿Cuánto tiempo —preguntó— lleva esto…?
—¿Aquí? —dijo Reg—. Unos doscientos años. Desde que me jubilé.
—¿Desde que se jubiló de qué?
—No lo sé. Pero debió de ser algo muy bueno, ¿tú qué crees?
—¿Quiere decir que lleva en esta misma casa desde hace… doscientos años? —murmuró Richard—. ¿No se le ocurrió que alguien podría notarlo o considerarlo un poco raro?
—¡Ah! Esa es una de las delicias de las más antiguas facultades de Cambridge. Todo el mundo es muy discreto. Si empezáramos a hablar de las rarezas de unos y otros, no acabaríamos ni en Navidad. Svlad, humm, Dirk, querido amigo, no toques eso ahora, por favor.
Dirk alargaba la mano hacia el ábaco que destacaba en el único espacio libre que había sobre la amplia mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó Dirk con brusquedad.
—Pues lo que parece, un antiguo ábaco de madera. Te lo enseñaré dentro de un momento, pero antes debo felicitarte por tus poderes de percepción. ¿Puedo preguntarte cómo llegaste a la solución?
—Tengo que reconocer que no fui yo —observó Dirk con rara humildad—. Al final se lo pregunté a un niño. Le conté la historia del truco, le pregunté cómo creía que se había hecho y me dijo textualmente: «Está muy claro, ¿no?, debía de tener una de esas puñeteras máquinas del tiempo». Le di las gracias al mocoso y un chelín por la molestia. Me respondió con una buena patada en la espinilla y se fue a sus cosas. Pero fue él quien lo resolvió. Mi única contribución a este asunto ha sido la de comprobar que el niño estaba en lo cierto. Incluso me evitó la molestia de darme la patada yo mismo.
—Pero tuviste la agudeza de preguntárselo a un niño —insistió Reg—. Bueno, pues te felicito por eso.
Dirk seguía observando el ábaco con aire receloso.
—¿Cómo… funciona? —preguntó, como si tal cosa.
—Bueno, pues en realidad es tremendamente sencillo. Funciona del modo que quieras. Mira, el computador que lo gestiona, es de lo más avanzado. De hecho, es más potente que la suma total de los ordenadores de este planeta, él incluido; y esa es la única complicación. Para ser franco, nunca he entendido esto último. Pero alrededor del noventa y cinco por ciento de su potencia la emplea en saber qué es lo que quieres hacer. Yo me limito a dejar el ábaco ahí y él entiende el modo en que lo uso. Supongo que me educaron para utilizar un ábaco cuando era…, bueno, cuando era niño. Por ejemplo, Richard quizá quiera utilizar su propio ordenador personal. Si lo pones ahí, donde está el ábaco, el ordenador de la máquina se hace cargo de él y te ofrece montones de espléndidas aplicaciones de viajes en el tiempo acompañadas, si así lo deseas, de menús a desarrollar y otros accesorios. Salvo que si tecleas 1066, en la pantalla te sale la batalla de Hasting librándose a la puerta de tu casa, si eso es lo que te interesa, claro está. —Su tono indicaba que a él le interesaban otras cosas—. Bueno, pues resulta muy divertido, en cierto modo. Desde luego mucho más que la televisión y bastante más fácil de manejar que un vídeo. Si me pierdo un programa, no tengo más que regresar en el tiempo y verlo. Soy un inútil para manejar todos esos botones.
Dirk reaccionó horrorizado.
—¿Tiene usted una máquina del tiempo y la utiliza para ver televisión?
—Bueno, no la utilizaría si me enterase de cómo funciona el vídeo. Viajar en el tiempo es un asunto muy delicado, ¿sabes? Está lleno de trampas y peligros espantosos: si una vez en el pasado cambias algo de forma incorrecta, alteras todo el curso de la historia. Y además desbarajusta el teléfono. Lamento que anoche —dijo a Richard en tono avergonzado— no pudieses llamar a tu novia. Parece haber algo fundamentalmente inexplicable en la red telefónica británica, y a mi máquina del tiempo no le gusta. Nunca hay problema alguno con las cañerías ni la electricidad, ni siquiera con el gas. Las interfaces de conexión se ocupan de ello a un nivel cuántico que no alcanzo a entender, y nunca dan problemas.
—En cambio, el teléfono sí los da. Siempre que utilizo la máquina del tiempo, es decir, casi nunca, debido en parte a ese mismo problema, el teléfono se vuelve loco y tengo que llamar a la compañía para que venga a arreglarlo algún patán que se pone a hacer preguntas cuyas respuestas no tiene ni la más remota esperanza de entender. De todos modos, el caso es que tengo que cumplir una norma muy estricta, y es que no debo introducir absolutamente ninguna modificación en el pasado… —suspiró—, por fuerte que sea la tentación.
—¿Qué tentación? —dijo Dirk en tono brusco.
—Bueno, no es más que, humm, una cosa sin importancia en la que estoy interesado —dijo Reg en tono vago—. Es completamente inocua, porque me atengo muy estrictamente a la norma. Pero me entristece.
—¡Pero usted ha quebrantado su propia norma! —insistió Dirk—. ¡Anoche! Modificó algo del pasado.
—Pues sí —repuso Reg con cierta incomodidad—, pero eso fue diferente. Muy diferente. Si hubieras visto la cara de la pobrecilla. Tan desgraciada. Creía que el mundo iba a ser un sitio maravilloso, y todos esos horribles y viejos catedráticos echándole encima su marchito desprecio porque para ellos había dejado de ser maravilloso. Me refiero a Cawley —añadió, dirigiéndose a Richard—, ¿te acuerdas? Un cabronazo sin sensibilidad ninguna. Tendrían que inocularle un poco de humanidad, aunque fuese a ladrillazos. No, eso estuvo completamente justificado. De otro modo, suelo observar una norma muy estricta…
Richard lo miró con expresión de haber reconocido algo.
—Reg —dijo amablemente—, ¿podría darle un pequeño consejo?
—Por supuesto, querido amigo, me encantaría.
—Si nuestro mutuo amigo aquí presente le invita a dar un paseo por la orilla del río Cam, no vaya.
—¿A qué demonios te refieres?
—Se refiere —se apresuró a explicar Dirk— a que piensa que puede haber cierta desproporción entre lo que se hace realmente y los motivos que impulsan a hacerlo.
—Ya. Qué forma tan rara de decirlo…
—Es que es un chico muy raro. Pero a veces puede haber otros motivos de los que no se es plenamente consciente, ¿comprende? Como en el caso de la sugestión hipnótica o de la posesión.
Reg se puso muy pálido.
—Posesión —repitió.
—Profesor…, Reg…, creo que quería verme por alguna razón. ¿Cuál era exactamente?
«¡Cambridge! ¡Esto es… Cambridge!», graznaba monótonamente el sistema de megafonía de la estación.
Multitudes de bulliciosos juerguistas inundaron el andén vociferando y dando gritos.
—¿Dónde está Rodney? —dijo uno que salía a gatas del vagón del bar. Tambaleándose, él y su compañero miraron por todo el andén. La corpulenta figura de Michael Wenton-Weakes pasó silenciosa a su lado y desapareció por la salida.
A empellones, volvieron a acercarse al tren y miraron por las sucias ventanillas del vagón. De pronto vieron a su perdido compañero, que seguía sentado, como en trance, en el ya medio vacío compartimento. Golpearon la ventanilla y le llamaron a gritos. Al principio no respondió y unos instantes después, cuando lo hizo, pareció despertar súbitamente con la perpleja expresión de quien no sabe dónde se encuentra.
—¡Está como una cuba! —gritaron sus compañeros, llenos de alegría.
Subieron de nuevo al tren y, sin ceremonias, sacaron a Rodney, que aterrizó en el andén con expresión confusa y sacudiendo la cabeza. Al levantarla, vio el voluminoso contorno de Michael Wenton-Weakes que, al otro lado de la barrera, se introducía en un taxi junto con una bolsa grande y pesada.
Rodney quedó paralizado.
—Qué individuo tan extraordinario —dijo—. Me ha contado una larga historia sobre una especie de naufragio.
—Vaya, vaya —dijo uno de sus compañeros—. ¿Te ha sacado dinero?
—¿Qué? —repuso Rodney, confundido—. No, no. No creo. Sólo que no era un naufragio, sino más bien un accidente…, ¿una explosión? El piensa que la causa fue una explosión. O quizá hubo un accidente y él provocó la explosión para minimizar los daños, y mató a todo el mundo. Luego dijo que durante años y años no hubo más que un montón de fango podrido y luego seres viscosos con patas. Todo era un poco raro.
—¡Nadie como Rodney! ¡Nadie como Rodney para conocer locos!
—Me parece que estaba loco. De pronto se salió por la tangente y empezó a hablar de un pájaro. Dijo que lo del pájaro era una tontería, y que ojalá pudiera librarse de lo del pájaro. Pero luego añadió que lo iba a arreglar. Que todo se arreglaría. Pero cuando dijo eso no me gustó, no sé por qué.
—Tenía que haberse venido al bar con nosotros. Qué divertido, nosotros…
—Tampoco me gustó cuando me dijo adiós. Eso no me gustó nada en absoluto.