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U

n grupo de gente bulliciosa subió al tren en Bishop’s Stortford. Algunos iban vestidos de boda, con claveles un tanto agotados por el día de festejo. Las mujeres llevaban elegantes vestidos y sombreros, y charlaban animadamente de lo guapa que había estado Julia con su tafetán de seda, de que Ralph seguía pareciendo un palurdo acicalado aun vestido de gala y, en general, no les daban más de dos semanas.

Uno de los hombres sacó la cabeza por la ventanilla e interpeló a un empleado del ferrocarril para comprobar si aquel era el tren que paraba en Cambridge. El empleado confirmó que aquel era el puñetero tren. El joven sugirió que a nadie le gustaría averiguar que iban en dirección contraria, ¿verdad?, y emitió un sonido como el de un pez que ladrara para indicar que era una observación de lo más divertida. Luego volvió a meter la cabeza, dándose un golpe de paso.

El contenido alcohólico de la atmósfera del vagón subió bruscamente.

Parecía flotar en el ambiente la impresión general de que la mejor manera de mantener el ánimo para seguir festejando la boda por la noche era hacer una escapada al bar, para que los miembros del grupo que no estaban totalmente ebrios pudiesen rematar la faena. Ruidosas aclamaciones saludaron la idea, el tren arrancó con una sacudida y muchos de los que no se habían sentado cayeron al suelo.

Tres jóvenes cayeron en los tres asientos vacíos que había en torno a una mesa cuya cuarta silla estaba ocupada por un hombre corpulento y de aspecto blando que llevaba un traje pasado de moda. Tenía un rostro lúgubre y sus grandes y húmedos ojos de vaca miraban a la lejanía.

Poco a poco, su mirada empezó a volver del infinito y a fijarse en su entorno más inmediato, en sus nuevos y entrometidos compañeros de viaje. Sintió una necesidad, como la había sentido antes.

Los tres hombres discutían en voz alta si debían ir todos al bar, si sólo debían ir algunos para llevar copas a los demás, si los que fuesen a la cafetería se animarían tanto a la vista de la bebida que se quedarían allí olvidando a sus compañeros, los cuales estarían ansiosos esperando su vuelta, o si tras recordar que debían volver inmediatamente con las copas serían capaces de llevarlas y no se les caerían por el camino, vertiéndolas por todo el vagón e incomodando a los pasajeros.

Se llegó a una especie de consenso, pero al cabo de un segundo casi nadie recordaba sus términos. Dos de ellos se levantaron y volvieron a sentarse cuando el tercero se puso en pie. Luego este se sentó. Los dos primeros volvieron a incorporarse, manifestando la idea de que sería preferible que compraran todo el bar.

Estaba el tercero a punto de levantarse a su vez y seguir a sus compañeros, cuando de pronto, con imparable determinación, el hombre de los ojos de vaca se inclinó hacia adelante y le cogió firmemente del antebrazo.

El joven en traje de fiesta alzó la vista tan bruscamente como se lo permitió su burbujeante cerebro y, sobresaltado, preguntó:

—¿Qué quiere usted?

Michael Wenton-Weakes lo miró a los ojos con tremenda intensidad y, con voz queda, le informó:

—Yo estaba en una nave…

—¿Cómo?

—En una nave…

—¿En qué nave, pero de qué habla? ¡Quite! ¡Suélteme!

—Recorrimos una distancia monstruosa —prosiguió Michael en voz baja, casi inaudible, pero en un tono apremiante—. Fuimos a construir un paraíso. Un paraíso. Aquí.

Sus ojos recorrieron brevemente el vagón, se fijaron un momento en las salpicadas ventanillas y en la densa penumbra de una tarde lluviosa en East Anglia. Con clara expresión de hastío, apretó la mano sobre el brazo del otro.

—Oiga, voy a por una copa —dijo el invitado de la boda, aunque débilmente, porque estaba claro que no iba a por nada.

—Dejamos atrás a todos los que se destruyeron mutuamente con la guerra —murmuró Michael—. El nuestro era un mundo de paz, de música, de arte, de luces. Todo lo mezquino, lo vulgar, lo despreciable no tenía cabida en nuestro mundo…

El inmovilizado juerguista miró a Michael con curiosidad. No tenía aspecto de un hippy viejo. Claro que nunca se sabe. Su propio hermano mayor había pasado dos años en una comuna druídica, comiendo rosquillas llenas de LSD y creyéndose un árbol, pero después se hizo director de un banco mercantil. La diferencia, desde luego, residía en que su hermano apenas seguía creyéndose un árbol, salvo en raras ocasiones, y hacía ya tiempo que había aprendido a evitar aquel rosado que a veces le provocaba una recaída en las alucinaciones.

—Había quienes aseguraban nuestro fracaso —prosiguió en un tono bajo que se distinguía con claridad entre el tumulto que llenaba el vagón—, quienes profetizaban que dentro de nosotros llevábamos la semilla de la guerra, pero estábamos resueltamente decididos a que sólo florecieran el arte y la hermosura, la forma más elevada del arte, la mayor belleza: la música. Únicamente llevamos con nosotros a los que creían, a los que deseaban convertir el sueño en realidad.

—Pero ¿de qué habla? —preguntó el invitado a la boda, pero sin poner en duda el discurso de Michael porque había caído bajo su mesmérica fascinación—. ¿Cuándo fue? ¿Dónde ocurrió eso?

Michael respiró fuerte.

—Antes de que usted naciese. Quédese quieto y se lo contaré.