25

S

e oyó un trueno y comenzó esa interminable llovizna del nordeste que parece acompañar a tantos acontecimientos importantes del mundo.

Dirk se alzó el cuello del abrigo de cuero para protegerse de la lluvia, pero nada podía mitigar su diabólica exuberancia cuando Richard y él se acercaban a los grandes portones del siglo XII.

—Saint Cedd’s College, Cambridge —exclamó, contemplándolo por primera vez en ocho años—. Fundado en el año tal o cual por alguien que no recuerdo, en honor de alguien cuyo nombre se me escapa.

—¿San Cedd’s? —sugirió Richard.

—¿Sabes que me parece muy probable? Uno de los santos más insípidos de Northumbria. Su hermano Chad era todavía más soso. Hay una catedral en su honor en Birmingham, para que te hagas una idea.

Se dirigió al portero, que en aquel momento también entraba en la facultad.

—Hola, Bill, me alegro de verte.

El portero se dio la vuelta.

—¡Míster Cjelli! Me alegro de que haya vuelto, señor. Lamento que tuviese algún problema y espero que se haya solucionado.

—Efectivamente, Bill, así es. Aquí me tiene, floreciente. ¿Y la señora Roberts, qué tal está? ¿Le sigue molestando el pie?

—No desde que se lo amputaron, gracias por interesarse, señor. Entre usted y yo, señor, habría preferido que le dejaran el pie y la hubiesen amputado a ella. Tenía un sitio reservado en la repisa de la chimenea, pero bueno, tenemos que tomar las cosas como vienen. Hola, míster MacDuff —añadió dirigiendo a Richard una breve inclinación de cabeza—. ¡Ah, señor! Respecto al caballo que usted mencionó cuando estuvo aquí la otra noche, me temo que tuvimos que retirarlo. Molestaba al profesor Chronotis.

—Sólo fue por curiosidad, Bill —repuso Richard—. Espero que no le molestara a usted.

—Nada me molesta nunca, señor, siempre que no vaya con traje. No soporto a los jovencitos emperifollados, señor.

—Si el caballo vuelve a molestarle, Bill —le interrumpió Dirk, dándole una palmadita en el hombro—, mándemelo a mí, que hablaré con él. Y a propósito del profesor Chronotis, ¿está en este momento? Venimos a consultarle algo.

—Supongo que sí, señor. Pero no lo puedo comprobar porque tiene el teléfono estropeado. Le sugiero que pase y lo vea usted mismo. La última esquina a la izquierda, en el segundo patio.

—Conozco bien el camino, gracias, Bill. Y dé recuerdos a lo que queda de la señora Roberts.

Cruzaron deprisa el primer patio o, mejor dicho, Dirk cruzó deprisa el primer patio mientras Richard lo seguía con su paso de garza y la cara arrugada contra la miserable llovizna. Evidentemente, Dirk se creía un guía turístico. —¡Saint Cedd’s— exclamó, —la universidad de Coleridge, donde estudió Sir Isaac Newton, famoso inventor de la moneda acordonada y de la gatera!—. ¿La qué?

—¡La gatera! Un invento de la mayor lucidez, astucia e imaginación. Es una puerta hecha en una puerta, ¿entiendes?, un… —Sí, también había algo sobre la gravedad—. La gravedad —repitió Dirk, desechando el tema con un leve encogimiento de hombros—. Sí, supongo que también había algo de eso. Aunque, por supuesto, eso sólo fue un hallazgo. Estaba ahí para que la descubrieran.

Sacó un penique del bolsillo y lo lanzó con displicencia a los guijarros que enmarcaban el camino empedrado.

—¿Has visto? Funciona hasta los fines de semana. Alguien tenía que notarlo antes o después. Pero la gatera… ¡Ah! Esa es otra cuestión. Un invento, pura invención creadora.

—A mí me parece muy sencillo. Podría habérsele ocurrido a cualquiera.

—¡Ah! —repuso Dirk—. Se necesita una inteligencia muy especial para convertir en un hecho deslumbrante lo que hasta entonces no existía. La expresión «también se me podría haber ocurrido a mí» es muy popular y muy engañosa, porque la cuestión es que a nadie se le ocurre, y un hecho significativo y revelador también lo es. Si no me equivoco, esta es la escalera que buscamos. ¿Subimos?

Sin esperar respuesta acometió los escalones. Richard, que lo seguía vacilante, lo encontró de pronto llamando a la puerta interior. La exterior estaba abierta.

—¡Pase! —gritó una voz desde dentro.

Dirk empujó la puerta y entraron a tiempo para ver la blanca cabeza de Reg que desaparecía en la cocina.

—Estoy haciendo té —dijo desde allí—, ¿quiere una taza? Pero siéntese, acomódese, quienquiera que sea.

—Es muy amable —repuso Dirk—. Somos dos.

Se sentó y Richard siguió su ejemplo.

—¿Indio o chino? —preguntó Reg.

—Indio, por favor.

Hubo un movimiento de tazas y platillos.

Richard observó la habitación. De pronto le pareció vulgar. En la chimenea el fuego ardía lentamente, pero la luz era gris como la tarde. Aunque todo estaba igual, el viejo sofá, la mesa atestada de libros, nada parecía relacionarla con los turbulentos y extraños acontecimientos de la noche pasada. La habitación parecía mirarle con las cejas enarcadas y aire inocente y decirle: «¿Sí?».

—¿Leche? —preguntó Reg, todavía en la cocina.

—Por favor —contestó Dirk.

Dirigió una sonrisa a Richard, que parecía a punto de volverse loco de tanto contener los nervios.

—¿Un terrón o dos?

—Uno, por favor —dijo Dirk—…, y dos cucharadas de azúcar, si no le importa.

En la cocina hubo una interrupción de actividad. Al cabo de unos momentos, Reg asomó la cabeza por la puerta.

—¡Svlad Cjelli! —exclamó—. ¡Santo cielo! El joven MacDuff ha trabajado deprisa, bien hecho. ¡Mi querido amigo, cómo me alegro de verte, qué estupendo que hayas venido!

Se limpió las manos en una toallita de té y se apresuró a saludar. —Mi querido Svlad.

—Dirk, por favor, si no le importa —sugirió, dándole un firme apretón de manos—. Lo prefiero. Me parece que ese nombre suena más escocés. Dirk Gently es el nombre que ahora utilizo profesionalmente. Me temo que en el pasado hay ciertos acontecimientos de los que desearía desligarme.

—Por supuesto, sé qué quieres decir. La mayor parte del siglo XIV, por ejemplo, fue bastante triste —convino Reg con aire grave.

Dirk estuvo a punto de corregir el malentendido, pero pensó que sería un tanto fatigoso y lo dejó.

—¿Y qué tal le ha ido, mi querido profesor? —preguntó en cambio, colocando decorosamente el sombrero y la bufanda sobre el brazo del sofá.

—Pues últimamente han pasado cosas interesantes o, mejor dicho, aburridas. Pero aburridas por causas interesantes. Bueno, sentaos junto al fuego y calentaos mientras yo voy a por el té. Luego os explicaré.

Volvió a salir de la habitación, canturreando atareadamente, dejando que se acomodaran frente a la chimenea.

—No tenía ni idea de que lo conocieses tan bien —observó Richard, señalando a la cocina con un movimiento de la cabeza.

—No tanto —repuso Dirk—. Me lo encontré por casualidad en una cena, pero en seguida se estableció entre nosotros una relación de afinidad y simpatía. ^

—Y entonces, ¿cómo es que no has vuelto a verlo? —Me evitaba deliberadamente, claro. Unas relaciones estrechas son peligrosas si se tiene un secreto que ocultar. Y hablando de secretos, me parece que este es de campeonato. Si en el mundo hay un secreto más importante— dijo Dirk en voz baja, —me gustaría mucho saberlo.

Lanzó a Richard una mirada significativa y extendió las manos hacia el fuego.

Como Richard ya había intentado sonsacarle el significado exacto del secreto, se negó a tragar de nuevo el anzuelo. Se retrepó en la butaca y miró alrededor.

—¿Os he preguntado si queríais té? —dijo Reg, volviendo al cabo de un momento.

—Pues sí —contestó Richard—, hablamos de ello en detalle. Creo que al final aceptamos, ¿no?

—Bien —repuso Reg—. Por una afortunada casualidad parece que hay té preparado en la cocina. Tendréis que disculparme, tengo una memoria como un…, como un… ¿cómo se llaman esas cosas por donde se escurre el arroz? Pero ¿de qué estoy hablando?

Con expresión perpleja, dio media vuelta y se dirigió diligente a la cocina, donde desapareció de nuevo.

—Muy interesante —comentó Dirk en voz baja—. Me preguntaba si su memoria estaba enflaqueciendo.

De pronto se puso en pie y echó a andar por la habitación. Su mirada recayó en el ábaco, que resaltaba en el único espacio libre que había sobre la amplia mesa de caoba.

—¿Esta es la mesa donde encontraste la nota sobre el salero? —preguntó Dirk en voz baja.

—Sí —dijo Richard, levantándose y acercándose a la mesa—, metida en este libro.

Cogió la guía de las islas griegas y la hojeó.

—Sí, sí, claro. Eso ya lo sabemos. Ahora sólo me interesa el hecho de que la mesa fuese esta —dijo Dirk en tono impaciente mientras, con aire intrigado, pasaba los dedos por el borde.

—Si crees que entre Reg y la niña había una especie de colaboración previa, debo decirte que me parece del todo imposible.

—Pues claro que no. Creía que esto había quedado perfectamente claro —dijo Dirk irritado.

Richard se encogió de hombros en un esfuerzo por no enfadarse y volvió a poner el libro en su sitio.

—Pues es una extraña coincidencia que el libro estuviese… —¡Extraña coincidencia!— bufó Dirk. —¡Ja! Ya veremos hasta qué punto. Y sabremos exactamente lo rara que fue. Richard, me gustaría que le preguntaras a nuestro amigo cómo hizo el juego de manos.

—Creía que lo sabías.

—Lo sé —insistió Dirk con afectación—. Me gustaría que me lo confirmara él mismo.

—¡Ah! Ya entiendo, sí, es muy fácil, ¿verdad? —dijo Richard—. Que lo explique él y luego tú dices: «¡Sí, eso es exactamente lo que yo pensaba!». Muy agudo, Dirk. ¿Acaso hemos venido hasta aquí para que nos explique cómo hizo el juego de manos? Creo que debo de haberme vuelto loco.

Dirk se contuvo.

—Haz lo que te he pedido, por favor —dijo bruscamente—. Tú le viste hacer el truco, y eres tú quien tiene que preguntarle cómo lo hizo. Créeme, esto encierra un asombroso secreto. Yo lo sé, pero quiero que él te lo cuente.

Dio media vuelta al entrar Reg con una bandeja que llevó hasta el sofá y depositó en la mesita que había delante de la chimenea.

—Profesor Chronotis —dijo Dirk.

—Reg, por favor.

—Muy bien, Reg…

—¡Escurridera! —exclamó Reg.

—¿Cómo?

—Eso por donde se escurre el arroz. Una escurridera. Trataba de acordarme de la palabra, aunque ahora no sé para qué. No importa. Dirk, querido amigo, parece que vayas a explotar por algo. ¿Por qué no te sientas y te pones cómodo?

—No, gracias, preferiría caminar de un lado para otro para calmar la inquietud, a poder ser. —Se volvió hacia Reg, lo miró de frente y, alzando un dedo, añadió—: Reg, debo decirle que conozco su secreto.

—¿Ah, sí, de veras? —masculló el profesor, bajando la vista y manipulando torpemente la tetera y las tazas, que resonaron con violencia—. Sí, me lo temía.

—Y nos gustaría hacerle unas preguntas. Debo advertirle que espero las respuestas con el mayor temor.

—Efectivamente, claro —murmuró Reg—. Bueno, quizá sea esta la última vez…, no sé qué pensar de los últimos acontecimientos y yo también… tengo miedo. Muy bien. Pregunta lo que quieras.

Alzó la vista bruscamente, con los ojos brillantes.

Dirk hizo un leve gesto a Richard con la cabeza, dio media vuelta y se puso a pasear con la vista fija en el suelo.

—Pues… —empezó Richard—, bueno, me… interesaría saber cómo hizo anoche el truco de prestidigitación con el salero.

Reg pareció sorprendido y un tanto confuso por la pregunta.

—¿El truco de prestidigitación?

—Pues sí, el truco de pretidigitación —repitió Richard.

—¡Ah! —repuso Reg, desconcertado—. Pues lo de la desaparición, no estoy seguro de que deba…, las normas del Club de los Magos, ¿sabes?, son muy estrictos sobre lo de revelar estos secretos. Muy estrictos. Pero es un truco impresionante, ¿no crees?

—Pues sí —convino Richard—. En aquel momento todo pareció muy natural, pero ahora que… lo pienso, tengo que admitir que fue un tanto sorprendente.

—Ah, sí. Es la destreza. La práctica, ¿comprendes? Hace que todo parezca natural.

—Pareció muy natural —insistió Richard, tanteando el terreno—. Casi me dejo engañar.

—¿Te gustó?

—Fue impresionante.

Dirk empezaba a impacientarse. Para demostrarlo lanzó una mirada a Richard.

—Y no acabo de entender por qué no puede decírmelo —dijo Richard en tono firme—. Sólo tenía curiosidad, eso es todo. Lamento haberlo preguntado.

—Pues supongo que… —repuso Reg en un súbito tono de duda—, bueno, con tal de que me prometas no contárselo absolutamente a nadie. Creo que podrás deducir por ti mismo que utilicé dos saleros del juego que había en la mesa. Nadie notaría la diferencia entre uno y otro. Como sabes, la mano es más rápida que la vista y, en particular, más que las vistas que habla en torno a aquella mesa. Mientras manipulaba mi gorro de lana dando una astuta, o eso creía, representación de torpeza y confusión, me guardé el salero en la manga. ¿Comprendes?

Su nerviosismo inicial había desaparecido por completo ante el placer que sentía al demostrar su talento.

—En realidad es el truco más viejo del mundo —prosiguió—, pero a pesar de todo requiere mucha destreza y habilidad. Luego volví a dejar el salero en la mesa con el pretexto de pasárselo a alguien. Claro que para que parezca natural hacen falta años de práctica, pero lo prefiero a dejar caer el objeto al suelo. Eso es cosa de aficionados. No lo puedes recoger, y el servicio de limpieza tarda por lo menos quince días en verlo. Una vez tuve un tordo muerto debajo del asiento durante un mes. Claro que ahí no había truco que valiese. Lo había matado el gato. Tuve un gato una temporada. Luego desapareció también. No sé cómo. Estuve una semana rebuscándome entre las mangas.

Reg rebosaba de alegría.

Richard comprendió que había hecho su trabajo, pero no tenía idea de adonde les había llevado aquello. Miró a Dirk, que no le brindó ayuda alguna, de manera que prosiguió a ciegas.

—Sí, sí, comprendo que eso pueda hacerse teniendo habilidad manual. Lo que no entiendo es cómo el salero acabó metido en el jarrón.

Reg volvió a parecer confundido, como si estuviesen hablando de cosas diferentes. Miró a Dirk, que dejó de pasear y clavó en él una mirada luminosa y expectante.

—Pero… si eso fue muy sencillo. No se necesitaba habilidad para hacer truco alguno. Lo saqué del gorro, ¿recuerdas?

—Sí —convino Richard en tono de duda.

—Bueno, pues cuando salí del comedor fui a ver al artesano que había hecho el jarrón. Me llevó algún tiempo, claro. Unas tres semanas de investigación para saber dónde vivía y un par de días más para quitarle la borrachera, y luego, con cierta dificultad, le convencí de que pusiera el salero dentro del jarrón antes de meterlo en el horno… Después me paré en un sitio para buscar, hummm, unos polvos que disimularan el bronceado y, por supuesto, tuve que calcular con cuidado el momento de la vuelta para que todo pareciese natural. Tropecé conmigo mismo en el recibidor, lo que siempre me resulta molesto porque no sé adonde mirar, pero…, bueno, pues eso es todo.

Esbozó una sonrisa débil y nerviosa.

Richard trató de asentir con la cabeza, pero acabó renunciando.

—¿De qué demonios está hablando? —dijo.

Reg lo miró sorprendido.

—Creí que conocíais mi secreto.

—Yo sí —anunció Dirk con una sonrisa de triunfo—. Richard no lo conoce todavía, aunque aportó toda la información que me hacía falta para descubrirlo. Permítame colmar un par de pequeñas lagunas. Con el fin de encubrir el hecho de que en realidad se había ausentado durante semanas, mientras que por lo que se refería a los demás comensales sólo habían transcurrido unos segundos, tuvo que anotar para su propia referencia las últimas palabras que había dicho para retomar el hilo de la conversación de la manera más natural posible. Un detalle importante si su memoria ya no es lo que era. ¿No?

—Lo que era —repitió Reg, moviendo despacio la canosa cabeza—. Apenas recuerdo lo que era. Pero sí, has sido muy agudo al darte cuenta de ese detalle.

—Y luego está lo de las preguntas de Jorge III. Las que le hizo a usted.

Eso pareció pillar a Reg completamente por sorpresa.

—Le preguntó —prosiguió Dirk, consultando un cuadernito de notas que había sacado del bolsillo— si había alguna razón especial para que una cosa ocurriera después de otra, y si había algún medio de interrumpir la secuencia. ¿No le preguntó también, en primer lugar, si era posible viajar hacia atrás en el tiempo, o algo parecido?

Reg dirigió a Dirk una larga y apreciativa mirada. —Tenía razón respecto a ti. Posees una inteligencia muy notable, muchacho.

Se dirigió despacio a la ventana que daba al segundo patio. Observó las pocas siluetas que lo cruzaban precipitadamente, encogidas bajo la lluvia o señalando cosas.

—Sí, eso es precisamente lo que me preguntó —confesó Reg al fin con voz queda.

—Bien —dijo Dirk, cerrando de golpe el cuaderno de notas con una sonrisita la cual revelaba que vivía para aquel tipo de alabanzas—. Entonces eso explica por qué las respuestas fueron «sí, no y quizá», en este orden. Venga. ¿Dónde está?

—¿Dónde está qué?

—La máquina del tiempo.

—Estás dentro —dijo Reg.