E
l cielo empezó a nublarse mientras Richard iba de camino a casa de Susan.
El día, que había empezado con una mañana tan animosa y jovial, empezaba a perder el impulso y a volver a la situación normal en Inglaterra, la de un paño de cocina húmedo y rancio.
Richard cogió un taxi, que lo llevó a su destino en pocos minutos.
—Deberían deportarlos a todos —dijo el taxista cuando paró.
—¿A quién se refiere? —preguntó Richard, dándose cuenta de que no había escuchado una palabra del discurso del taxista.
—Pues —repuso el taxista, que comprendió que él tampoco se había enterado de nada—, bueno, a todos ellos. Librarse de todo el mogollón, eso es lo que digo. Y de sus puñeteros mocosos —añadió para completar la cosa.
—Supongo que tiene razón —concluyó Richard, apresurándose hacia la casa.
Al llegar al portal oyó el violonchelo de Susan, que tocaba una lenta y majestuosa melodía. Se alegró. Cuando podía tocar su instrumento, controlaba sus emociones y era muy dueña de sí.
Había observado algo raro y extraordinario en la relación de Susan con la música que interpretaba. Cuando estaba emocionada o inquieta, se sentaba a tocar con una concentración absoluta y después tenía una apariencia fresca y tranquila. Si a continuación volvía a tocar lo mismo, todo se le escapaba y ella misma se hacía pedazos.
Entró con el mayor sigilo que pudo, para no distraerla.
Pasó de puntillas frente al cuarto donde ensayaba, pero la puerta estaba abierta y se detuvo a mirarla haciéndole una breve seña para que no lo dejase. Parecía pálida y ojerosa, pero le obsequió con el destello de una sonrisa y prosiguió los movimientos del arco con súbita intensidad.
Con un impecable sentido de la oportunidad del que muy raramente hace gala, el sol escogió aquel momento para restallar brevemente entre las densas nubes y una luz de tormenta bañó a Susan y a la oscura madera del antiguo instrumento. Richard quedó paralizado. La agitación del día se paralizó durante un momento y mantuvo una respetuosa distancia.
Richard no conocía el fragmento, pero le parecía Mozart y recordó que Susan le había dicho que tenía que aprender algo de ese compositor. Entró en silencio y se sentó a escuchar.
Susan terminó al fin la pieza y hubo un minuto de silencio hasta que se recuperó. Parpadeó, sonrió, le dio un prolongado y trémulo abrazo y luego se retiró y colgó el teléfono. Solía descolgarlo cuando ensayaba.
—Lo siento, no quería parar —dijo, enjugándose una lágrima como quien se alivia de una ligera irritación—. ¿Cómo estás, Richard?
Él se encogió de hombros y la miró con expresión perpleja. Esa parecía ser una buena respuesta.
—Y me temo que tendré que seguir —dijo ella, suspirando y meneando la cabeza—… Lo siento. Es que he estado… ¿Quién haría una cosa así?
—No sé. Algún loco. Me parece que no importa mucho quién lo hiciese.
—No —convino Susan—. Oye, hummm, ¿has comido? —No. Sigue tocando, Susan, yo miraré qué hay en la nevera. Ya hablaremos de eso mientras comemos—. De acuerdo —asintió ella—, pero… —¿Sí?
—Pues de momento preferiría no hablar de Gordon. Sólo hasta que me haga a la idea. Estoy como perpleja. Habría sido más fácil si hubiésemos estado más unidos, pero no era así y me siento un poco molesta de no haber reaccionado con espontaneidad. Hablar de ello estaría bien si no hubiese que emplear el pretérito, y eso es lo que…
Se abrazó a Richard, tranquilizándose con un suspiro.
—Me parece que no tengo mucha cosa en la nevera. Algún yogur, creo, y un frasco de arenques enrollados que puedes abrir. Estoy segura de que los estropearás si lo intentas, pero están bastante frescos. Lo fundamental es no tirarlos al suelo o dejar que les caiga mermelada encima.
Le abrazó, le besó, le dirigió una melancólica sonrisa y volvió a su sala de música.
Sonó el teléfono y Richard lo cogió.
—¿Diga?
No oyó nada, sólo como un susurro.
—¿Había alguien al teléfono? —preguntó Susan.
—No, nadie.
—Ya ha pasado un par de veces. Creo que es una especie de minimalista que respira fuerte.
Susan siguió tocando y Richard se dirigió a la cocina y abrió la nevera. Se preocupaba menos que Susan de la comida sana y por eso no se sintió nada entusiasmado de lo que vio, pero logró colocar sin dificultad unos arenques enrollados, yogur, arroz y naranjas en una bandeja y se esforzó por no pensar en un par de gruesas hamburguesas con patatas fritas que constituirían un colofón perfecto. Descubrió una botella de vino blanco y lo llevó todo a la pequeña mesa del comedor. Susan se reunió allí con él al cabo de un par de minutos. Estaba de lo más tranquila y sosegada y, una vez iniciada la comida, le preguntó por lo del canal.
Richard meneó la cabeza con aire confuso y trató de explicárselo hablándole de Dirk.
—¿Cómo has dicho que se llama? —dijo Susan con el ceño fruncido cuando él llegó a una pobre conclusión.
—Pues, bueno, en cierto modo Dirk Gently.
—¿En cierto modo?
—Pues sí —repuso Richard, suspirando con dificultad.
Pensó que cualquier cosa que se dijera respecto a Dirk debería estar sujeta a esa especie de evasivas cautelas. Incluso en el membrete de sus cartas había una serie de vagas y un tanto ambiguas calificaciones detrás de su nombre. Sacó el papel en el que horas antes había intentado organizar vanamente sus ideas.
—Yo… —empezó a decir, pero llamaron a la puerta.
Se miraron.
—Es la policía —dijo Richard—. Será mejor que los vea. Terminemos de una vez.
Susan retiró su silla, se dirigió a la puerta y cogió el interfono.
—¿Quién es? —preguntó.
—¿Quién? —repitió al cabo de un momento.
Escuchó con las cejas fruncidas, luego se dio media vuelta y miró a Richard con expresión ceñuda.
—Será mejor que vengas —le dijo en un tono de voz menos que amable antes de pulsar el botón que abría el portal.
Volvió al comedor y se sentó.
—Es tu amigo —dijo con voz queda—. Mister Gently.
El Monje Eléctrico tenía un día sumamente bueno y se lanzó a un animado galope. Es decir que, animado, picó espuelas y, sin ninguna animación, su caballo se lanzó al galope.
Qué bueno era este mundo, pensó el Monje. Le encantaba. No sabía qué era ni de dónde había surgido, pero, desde luego, se trataba de un lugar lleno de satisfacciones para alguien que tuviese sus extraordinarias y únicas dotes.
Lo apreciaban. Aquel día había hablado con todas las personas con las que se había encontrado, conversado con ellas y escuchado sus problemas para después pronunciar aquellas dos palabras mágicas: «Te creo». De modo invariable, el efecto había sido electrizante. No es que los habitantes de aquel mundo no las pronunciaran de cuando en cuando, pero parecía que rara vez lograban el tono de honda sinceridad con que el Monje las reproducía después de haberlo programado tan soberbiamente.
En su propio mundo, no le prestaban la debida atención. Esperaban que creyese cosas por ellos y que no los molestara. Si alguien venía con alguna gran idea o propuesta nueva, o incluso con una religión, se le respondía: «Bueno, ve a decírselo al Monje». Y el Monje se sentaba pacientemente a escuchar y a creérselo todo, pero nadie le mostraba mayor interés.
En aquel mundo excelente, sólo parecía suscitarse un problema. Con frecuencia, después de pronunciar las palabras mágicas, el tema cambiaba rápidamente al del dinero, y el Monje, claro está, no tenía. Un fallo que había ensombrecido una serie de encuentros que, en caso contrario, habrían sido muy prometedores.
Quizá debería conseguir un poco. Pero ¿dónde?
Embridó el caballo, que se detuvo agradecido y empezó a darle a la hierba de la cuneta. El animal no tenía ni idea de para qué servía todo aquel galopar de aquí para allá, pero no le importaba. Todo lo que le preocupaba era que lo habían hecho galopar de un lado para otro entre lo que parecía un perpetuo restaurante de carretera. Aprovechó lo mejor que pudo aquel momento, por lo que pudiese durar.
El Monje atisbo con atención en ambas direcciones de la carretera. Le resultaba vagamente familiar. Trotó un poco para echar un vistazo más adelante. El caballo prosiguió su comida a unos metros de la primera parada.
Sí, el Monje había estado anoche allí. Lo recordaba claramente, bueno, con cierta claridad. Creía recordarlo claramente y, al fin y al cabo, eso era lo principal. Habla llegado aquí en un estado mental más confuso que de costumbre, y justo a la vuelta del primer cruce, si no se equivocaba otra vez de medio a medio, estaba la pequeña gasolinera frente a la cual había subido al coche de aquel señor tan amable, del hombre que había reaccionado de tan mala manera cuando le disparó.
A lo mejor tenían dinero en aquel sitio y le darían un poco, aunque lo dudaba. Bueno, probaría. Volvió a apartar al caballo de su festín y galopó hacia la gasolinera.
Al acercarse observó un coche arrogantemente aparcado en ángulo. La posición en que se encontraba indicaba muy a las claras que no estaba allí para algo tan trivial como para llenar el depósito y que era importante como para aparcar justamente en medio del paso. Los coches que llegaban tenían que maniobrar en torno a él lo mejor que podían para poner gasolina. Era blanco, con franjas y placas, y llevaba unos faros que le parecieron impresionantes.
Al llegar frente al área de servicio, el Monje desmontó y ató el caballo a un surtidor. Se dirigió a la pequeña tienda y en su interior vio a un hombre de espaldas que llevaba un uniforme azul oscuro y una gorra de plato. El hombre brincaba de un lado para otro metiéndose los dedos en las orejas, lo que claramente causaba una profunda impresión al cajero.
El Monje lo miraba con temor reverente. Con una instantánea falta de esfuerzo que habría impresionado a un adepto a la cienciología, creyó que aquel hombre debía de ser un dios para despertar fervor semejante. Conteniendo la respiración, esperó el momento de adorarlo. Al cabo de unos instantes el hombre dio media vuelta, salió de la tienda, vio al Monje y se detuvo en seco.
El Monje comprendió que el hombre esperaba que le hiciese algún gesto de veneración, de modo que se puso a bailar con aire reverente metiéndose los dedos en las orejas.
Su dios le clavó por un instante la mirada, lo agarró, le dio la vuelta, le dio un empujón contra el coche, lo mantuvo con las piernas abiertas y le registró en busca de armas.
Dirk irrumpió en el piso como un pequeño tornado regordete.
—Miss Way —dijo, estrechando la mano un tanto reticente de Susan y quitándose el absurdo sombrero—, conocerla representa un inefable placer, pero es también muy de lamentar que la ocasión de nuestro encuentro esté revestida de un gran dolor, por el que le expreso mi más honda simpatía y compasión. Le ruego me crea si le digo que por nada del mundo me entrometería en su particular aflicción de no ser por un asunto de la más grave importancia y magnitud. Richard, he resuelto el problema del truco de prestidigitación y es extraordinario.
Cruzó en tromba la habitación y se sentó en una silla de la mesa del comedor, donde depositó el sombrero.
—Tendrás que disculparnos, Dirk —dijo Richard en tono seco.
—No, me temo que sois vosotros quienes tendréis que disculparme a mí —replicó Dirk—. El rompecabezas está resuelto y la solución es tan asombrosa que me la dio por la calle un niño de siete años. Pero indudablemente es la correcta, no me cabe duda alguna. «¿Pues cuál es la solución?», me preguntas, o me preguntarías si fueses capaz de articular palabra, que no lo eres, de modo que te evitaré la molestia y haré la pregunta por ti, y además la contestaré diciendo que no te la diré porque no me vas a creer. En cambio, te la mostraré esta misma tarde. No obstante, ten el convencimiento de que lo explica todo. El truco de prestidigitación. La nota que encontraste tenía que haberme resultado absolutamente clara, pero fui un estúpido. Y explica cuál era la tercera pregunta que faltaba, o mejor dicho…, y este es el detalle más importante, ¡explica cuál era la primera pregunta que faltaba!
—¿Qué pregunta faltaba? —exclamó Richard, confundido por la súbita pausa y saltando con la primera frase que se le ocurrió. Dirk pestañeó como ante la presencia de un idiota—. La pregunta que faltaba y que hizo Jorge III, por supuesto. —¿Que hizo quién?
—Pues, el profesor —dijo Dirk, impaciente—. ¿Es que no escuchas nada de lo que dices? ¡Todo era evidente! —exclamó, dando una palmada sobre la mesa—. Tan evidente que lo único que me impidió ver la solución fue el hecho insignificante de que era absolutamente imposible. Sherlock Holmes observó que una vez eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe ser la respuesta. Pero a mí no me gusta eliminar lo imposible. Venga, Vámonos.
—No.
—¿Cómo?
Dirk miró a Susan, de quien procedía la inesperada oposición; o al menos él no se la esperaba.
—Mister Gently —dijo la muchacha en un tono con el que podía romperse un bastón—. ¿Por qué hizo creer deliberadamente a Richard que le buscaba la policía?
Dirk frunció el ceño.
—Pero es que la policía le buscaba. Y sigue buscándole.
—¡Sí, pero sólo para hacerle unas preguntas! No como sospechoso de asesinato.
—Miss Way —repuso Dirk, mirando al suelo—, la policía tiene interés en saber quién asesinó a su hermano. Con el mayor respeto, yo no. Admito que quizá resulta que tiene relación con el caso, pero también es probable que, a la postre, sea un loco cualquiera. Lo que yo quería saber, lo que aún necesito desesperadamente saber, es por qué se introdujo Richard anoche en este piso. —Ya te lo he contado— protestó Richard.
—¡Lo que ya me has dicho no tiene la menor importancia! Sólo revela el hecho crucial de que ni siquiera tú sabes el motivo. ¡Por amor de Dios, creí habértelo demostrado claramente en el canal! Richard tiritó.
—Te estuve observando y me di perfecta cuenta —prosiguió Dirk— de que no eras muy consciente de lo que estabas haciendo ni del peligro físico que corrías. Cuando te vi, al principio pensé que se trataba de un estúpido ladrón en su primer y posiblemente último robo con escalo. Pero el intruso se dio la vuelta y te reconocí, y yo sé que eres una persona inteligente, sensata y racional. ¿Richard MacDuff? ¿Jugándose despreocupadamente el cuello y trepando de noche por los canalones? Me pareció que no te hubieras comportado de aquella manera tan precipitada y temeraria de no estar desesperadamente preocupado por algo de tremenda importancia. ¿No es cierto, miss Way?
Lanzó una severa mirada a Susan, que se sentó despacio, observándolo con una expresión de alarma que confirmaba que Dirk había dado en el blanco.
—Y sin embargo, cuando viniste a verme esta mañana estabas tranquilo y sereno. Discutiste conmigo con argumentos totalmente lógicos cuando yo te dije un montón de tonterías sobre el Gato de Schrödinger. Ese no era el modo de comportarse de alguien que la noche anterior había cometido actos temerarios impulsado por algún motivo desesperado. Confieso que en aquel momento me sentí inclinado a, bueno, a exagerar tu situación con el fin de tenerte controlado.
—No lo conseguiste. Me marché.
—Con ciertas ideas en la cabeza. Sabía que volverías. Te pido humildemente excusas por haberte despistado, hummm, un poco, pero sabía que lo que yo tenía que averiguar superaba con mucho el ámbito de las preocupaciones de la policía. Y si se trataba de eso…, de que no eras enteramente tú mismo cuando anoche escalaste la fachada…, entonces, ¿quién eras, y por qué lo hacías? Richard se estremeció. Hubo una larga pausa. —Pero ¿qué tiene que ver todo eso con los trucos de prestidigitación?— preguntó al fin.
—Hay que averiguarlo, y por eso tenemos que ir a Cambridge. —Pero ¿por qué estás tan seguro…?
—Me molesta… —empezó a decir Dirk adoptando una expresión sombría. Para ser tan locuaz, de pronto parecía extrañamente reacio a hablar, pero prosiguió—: Me molesta sobremanera descubrir que sé cosas y no sé por qué las sé. Quizá sea el mismo proceso de información instintivo que te permite atrapar un globo casi antes de verlo. Tal vez se deba al más hondo y menos explicable instinto que te advierte de que alguien te está observando. Es una enorme… ofensa para mi intelecto el hecho de que me ocurran las mismas cosas que a las personas que desprecio por crédulas. Ya recordarás la… desgracia que envolvió a ciertas preguntas de los exámenes…
De pronto pareció afligido y desolado. Tuvo que escarbar muy hondo en su interior para seguir hablando.
—Una cosa es la capacidad de multiplicar dos por dos y llegar automáticamente al resultado de cuatro. Y otra muy distinta la de sumar la raíz cuadrada de quinientos treinta y nueve coma siete con el coseno de veintiséis coma cuatro tres dos y llegar al resultado de…, bueno, lo que sea. Y yo…, yo…
—Mira —prosiguió, inclinándose resueltamente hacia adelante—, anoche te vi escalar la fachada de la casa y penetrar en este piso. Sabía que algo andaba mal. Hoy he hecho que me cuentes hasta el último detalle de lo que pasó anoche y, como resultado, únicamente con la ayuda de mi intelecto, he descubierto lo que posiblemente constituya el mayor secreto que encierra este planeta. Te juro que es cierto y puedo demostrarlo. Y debes creerme si te digo que sé positivamente que pasa algo muy grave, terrible e inimaginable que tenemos que averiguar. ¿Vendrás conmigo ahora a Cambridge? Richard asintió en silencio.
—Bien. ¿Qué es eso? —dijo Dirk.
—Arenques en escabeche. ¿Quieres uno?
—No, gracias —repuso Dirk, levantándose y abrochándose el cinturón del abrigo. Se dirigió a la puerta, arrastrando a Richard con él, y añadió—: En mi diccionario no viene la palabra «arenque». Buenas tardes, miss Way, que Dios nos dé rapidez.