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—N

o, por favor —rogó Dirk sujetando la mano de miss Pierce para evitar que abriese una carta de Hacienda—, hay cielos más desolados que este.

Acababa de pasar un período de tensa meditación en su oscuro despacho y desprendía un halo de excitada concentración. Había hecho falta su auténtica firma al pie de un cheque de verdad para convencer a miss Pierce de que le perdonara por su última e injustificable extravagancia, por lo que al volver y verla allí sentada, abriendo cartas del fisco, pensó que Janice había interpretado su magnánimo gesto de forma equivocada.

La secretaria dejó el sobre a un lado.

—¡Venga! —dijo Dirk—. Quiero que vea una cosa. Observaré sus reacciones con el mayor interés.

Volvió apresuradamente a su despacho y se sentó al escritorio.

Ella lo siguió pacientemente y se colocó frente a él, ignorando a propósito la nueva e injustificable extravagancia que había sobre la mesa. La brillante placa metálica de la puerta la había sacado de sus casillas, pero el absurdo teléfono de grandes teclas rojas que tenía ante la vista no merecía siquiera el desprecio. Y desde luego no iba a hacer nada precipitado, como esbozar una sonrisa, hasta estar segura de que el cheque no se esfumaría. La última vez que le firmó un cheque, lo canceló antes de acabar el día para evitar, según le explicó, que «cayese en malas manos». Era de suponer que las malas manos serían las del empleado del banco.

Le pasó un papel por encima de la mesa.

Ella lo cogió y lo miró. Luego lo volvió del revés y lo examinó de nuevo. Miró la otra cara y lo dejó sobre el escritorio.

—Bueno —masculló Dirk—. ¿Qué le parece? ¡Dígamelo!

Miss Pierce suspiró.

—Es un montón de garabatos sin sentido trazados con rotulador azul en una hoja de papel de máquina —afirmó ella—. Parece obra suya.

—¡No! —gritó Dirk, aunque admitió—: Bueno, sí, pero sólo porque creí que era la solución del problema. —¿De qué problema?

—¡El problema del juego de manos! —insistió Dirk—. ¡Ya se lo he dicho!

—Sí, míster Gently, repetidas veces. Creí que sólo se trataba de un truco de prestidigitación. De esos que se ven en la tele.

—¡Con la diferencia de que este era completamente imposible!

—No puede ser imposible; si no, no lo habrían podido hacer. Es lo lógico.

—¡Exactamente! —reconoció Richard, excitado—. ¡Eso es! Es usted una mujer muy intuitiva y de rara percepción.

—Gracias, señor, ¿me puedo marchar ya?

—¡Espere! ¡Todavía no he terminado! ¡Ni muchísimo menos! ¡Usted me ha demostrado su gran capacidad intuitiva y sus dotes de penetración, permítame que ahora le demuestre las mías!

Miss Pierce se acomodó pacientemente en el asiento.

—Se va a quedar atónita —prosiguió Dirk—. Atienda bien. Un problema difícil. Para buscar la solución no hice sino darle vueltas y más vueltas a la cabeza, siempre con el mismo resultado exasperante. Era evidente que no sería capaz de pensar en nada más, pero también estaba claro que si quería encontrar la solución tenía que pensar en otra cosa. ¿Cómo romper ese círculo vicioso? Pregúnteme cómo.

—¿Cómo? —preguntó obedientemente miss Pierce, aunque sin ningún entusiasmo.

—¡Anotando la respuesta! —exclamó Dirk—. ¡Y ahí la tiene! Exultante, dio unas palmaditas sobre el papel y volvió a retreparse en el asiento con una sonrisa satisfecha.

Miss Pierce lo miró con estupor.

—Con el resultado —prosiguió Dirk— de que ahora puedo dedicarme a pensar en nuevos e intrigantes problemas, como por ejemplo…

Cogió el papel lleno de garabatos y garambainas y se lo puso delante de la vista.

—¿En qué lenguaje está escrito esto? —inquirió en voz baja y amenazadora.

Miss Pierce siguió mirándole con estupor.

Dirk dejó caer el papel, puso los pies encima de la mesa, echó la cabeza atrás y se llevó las manos a la nuca.

—¿Ha visto lo que he hecho? —preguntó mirando al techo, que pareció estremecerse un poco al ver que súbitamente le metían en la conversación—. He transformado un problema de compleja dificultad y probablemente insoluble en un simple rompecabezas lingüístico. Aunque, desde luego, entraña una compleja dificultad y probablemente es insoluble.

Pronunció las últimas palabras tras una pausa de honda meditación, después de lo cual volvió a mirar fijamente a Janice Pierce.

—¡Vamos —la instó—, diga que es de locos! Pero podría dar resultado.

Janice Pierce se aclaró la garganta.

—Es de locos —dijo—, créame.

Dirk se volvió de lado, aflojó los músculos y casi se cayó del asiento, como debía pasarle al modelo de «El pensador» cuando Rodin salía al excusado. De pronto parecía tremendamente cansado y deprimido.

—Sé que hay un gran error en algún sitio —dijo en voz baja, abatido—. Y sé que tengo que ir a Cambridge a comprobarlo. Pero sentiría menos temor si supiese de qué se trata.

—Entonces, ¿me puedo ir ya, por favor?

Dirk la miró con aire sombrío.

—Sí, pero dígame —le pidió, acariciando el papel con la yema de los dedos—, ¿qué piensa de esto?

—Pues me parece pueril —dijo Janice Pierce, con franqueza.

—¡Pero…, pero…! —exclamó Dirk, frustrado y dando un golpe en la mesa—. Pero ¿no comprende que para entender las cosas debemos ser como niños? Sólo un niño ve las cosas con absoluta claridad, porque todavía no se le han formado todos esos filtros que a nosotros nos impiden comprender lo inesperado.

—Entonces, ¿por qué no se lo pregunta a un niño?

—Gracias, miss Pierce —dijo Dirk, yendo a por el sombrero—. Una vez más me ha prestado un servicio inestimable por el que le estoy sumamente agradecido.

Salió pitando.