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D

irk vigilaba al oficial de guardia ante la puerta de la casa de Richard desde detrás de una camioneta aparcada a unos metros de distancia. El agente retenía e interrogaba a todos los que pretendían pasar al callejón por donde se entraba en la casa, incluidos, para gran satisfacción del detective, los policías que no reconocía inmediatamente. Llegó otro coche patrulla y Dirk se puso en movimiento.

Del automóvil oficial salió un policía con un serrucho y se dirigió a la puerta. Con autoritarias zancadas, Dirk dejó atrás al agente colocándose a unos pasos delante de él.

—Está bien, viene conmigo —dijo Dirk, pasando rápidamente en el momento exacto en que el guardia paraba al policía recién llegado.

Ya estaba dentro y subiendo las escaleras cuando el policía del serrucho, que seguía detrás de él, le dijo:

—Oiga, disculpe, señor.

Dirk acababa de llegar al sitio donde el sofá obstruía el paso. Se detuvo y dio media vuelta.

—Quédese ahí y vigile el sofá —ordenó—. Que nadie lo toque. ¿Entendido? Nadie.

El agente pareció confundido durante un momento.

—Tengo órdenes de serrarlo.

—¡Contraorden! —vociferó Dirk—. Vigílelo como un halcón. Quiero un informe completo.

Se dio la vuelta y pasó por encima del sofá. Unos momentos después se encontraba en una amplia zona despejada. Era el nivel más bajo de los dos pisos de que se componía el apartamento de Richard.

—¿Ha registrado eso? —preguntó bruscamente a otro agente que estaba sentado a la mesa del comedor de Richard estudiando unas notas.

Sorprendido, el agente alzó la vista y empezó a ponerse en pie.

Dirk señalaba la papelera. —Pues… sí—. Regístrelo otra vez. Siga registrando. ¿Quién está aquí?

—Bueno, pues…

—No dispongo de todo el día.

—El detective inspector Masón acaba de marcharse, con…

—Bien, lo voy a sustituir. Estaré arriba si me necesitan, pero no quiero que me interrumpan a menos que sea muy importante. ¿Entendido?

—Y ¿quién es…?

—No veo que registre la papelera.

—Sí, muy bien, señor. Yo…

—Quiero un registro minucioso. ¿Entiende?

—Pues…

—Manos a la obra.

Dirk se precipitó escaleras arriba y entró en el despacho de Richard.

Vio la cinta exactamente donde Richard le había dicho, sobre la enorme mesa donde estaban los seis Macintosh. Iba a guardársela en el bolsillo cuando le llamó la atención la imagen del sofá de Richard que giraba lentamente en la pantalla del Macintosh mayor. Se sentó al teclado y exploró durante un rato el programa que Richard había confeccionado, pero en seguida comprendió que en su forma actual poco explicaba por sí solo y no se enteró de mucho. Al fin logró desatascar el sofá y moverlo escaleras abajo, pero luego se dio cuenta de que para hacerlo bien tenía también que desplazar un trozo de pared. Con un gruñido de irritación, lo dejó.

Miró el otro ordenador, que exhibía una curva sinusoidal. En torno a los bordes de la pantalla se veían pequeñas imágenes de otras formas ondulantes que podían seleccionarse y añadirse a la curva principal o utilizarse para modificarla de otra manera. Pronto descubrió que se podían construir curvas muy complejas a partir de las simples, y se distrajo un rato haciéndolo. Añadió una curva sinusoidal simple, cuya consecuencia fue la duplicación de la altitud de las crestas y senos de la espiral. Luego colocó una de las curvas ligeramente por debajo de otra y sus cotas y senos se borraron dejando una línea completamente plana. Luego introdujo pequeñas modificaciones en la frecuencia de una de las curvas con el resultado de que algunos puntos de la curva sinusoidal compleja se reforzaron mutuamente y otros se eliminaron. Añadiendo una tercera curva simple de otra frecuencia, resultó una espiral compleja en la que era difícil distinguir configuración alguna. La línea osciló hacia arriba y hacia abajo con caprichosa apariencia, permaneciendo inmóvil durante cierto período para luego describir amplias crestas y senos mientras las tres curvas entraban brevemente en una fase continua.

Dirk supuso que entre todo aquel equipo habría algún medio de traducir efectivamente a música la secuencia de curvas que oscilaban en la pantalla del Macintosh, y empezó a examinar los menús que ofrecía el programa. Encontró un apartado que le invitó a transferir la muestra de curva a un SIMU. Desconcertado, miró por la habitación en busca de un gran pájaro sin alas, pero no encontró nada parecido. De todas formas, activó el proceso y luego siguió el cable que partía de la parte posterior del Macintosh, seguía al otro lado de la mesa, por el suelo, detrás de un archivador y debajo de una alfombra hasta ir a parar a una toma situada en la parte trasera de un amplio teclado gris que llevaba el nombre de Simulator II.

Dedujo que allí era donde acababa de llegar su curva experimental.

Indeciso, pulsó una tecla.

El desagradable pedo que al instante retumbó de los altavoces fue tan fuerte que de momento no oyó el grito de «¡Svlad Cjelli!», que partió al mismo tiempo de la puerta. Sentado en el despacho de Dirk, Richard arrojaba arrugadas bolitas de papel a la papelera, que ya estaba llena de teléfonos. Rompía lápices ejecutando sobre las rodillas fragmentos de un antiguo solo de Ginger Baker.

En una palabra, estaba inquieto.

En una hoja de Dirk había tratado de escribir todo lo que podía recordar de la noche anterior, los detalles y la hora en que ocurrieron los hechos. Se quedó pasmado de lo difícil que era y lo endeble que parecía su memoria consciente en comparación con su memoria inconsciente, tal como le había demostrado Dirk.

«Puñetero Dirk», pensó.

Necesitaba hablar con Susan. Pero Dirk le había insistido en que no debía hacerlo de ninguna manera porque tendrían el teléfono intervenido y podían localizar la llamada.

—Puñetero Dirk —dijo en voz alta y poniéndose bruscamente de pie—. ¿Tiene una moneda de diez peniques? —preguntó a una Janice resueltamente melancólica.

Dirk se volvió.

En la puerta había un hombre alto envuelto en la sombra.

Aquel individuo no parecía contento con lo que vela, sino bastante molesto. En realidad, estaba algo más que disgustado. Parecía capaz de retorcer el pescuezo a una docena de pollos y seguir enfadado después.

Dio un paso hacia la luz y resultó ser el sargento Gilks, de la comisaría de Cambridgeshire.

—¿Sabes una cosa? —dijo el sargento Gilks de la comisaría de Cambridgeshire, parpadeando en un intento de refrenar la cólera—. Cuando vuelvo aquí y me encuentro a un agente de policía vigilando un sofá con un serrucho y a otro desarmando una inocente papelera, no tengo más remedio que hacerme ciertas preguntas. Y tengo que hacérselas a ellos con la alarmante sensación de que no van a gustarme las respuestas. Luego me encuentro subiendo las escaleras con una horrible premonición, Svlad Cjelli, un presentimiento absolutamente desagradable. Presentimiento, debería añadir, que ahora encuentro horrorosamente justificado. Supongo que tampoco podrás arrojar luz alguna sobre el asunto de un caballo que encontramos en un cuarto de baño, ¿verdad? Parecía guardar cierta relación contigo.

—No —contestó Dirk—. Todavía no. Aunque me interesa singularmente.

—Ya lo creo que sí, joder. Y también te habría interesado singularmente si hubieras tenido que bajar el puñetero caballo por una maldita escalera de caracol a la una de la madrugada. ¿Qué coño estás haciendo aquí? —preguntó con fastidio el sargento Gilks.-He venido a buscar justicia.

—Bueno, yo no me meto en eso, y tampoco me meteré en el terreno de la Metropolitana. ¿Qué sabes de MacDuff y Way?

—¿De Way? Nada, aparte de lo que sabe todo el mundo. A MacDuff lo conocí en Cambridge.

—Así que le conoces, ¿eh? Descríbemelo.

—Alto. Alto y ridículamente delgado. Buena persona. Un poco como una mantis religiosa que no fuese creyente; una mantis religiosa atea, si lo prefieres. Una especie de mantis religiosa simpática y agradable que ha renunciado a la religión y se dedica a jugar al tenis.

—Hummm —gruñó malhumorado Gilks, mirando la habitación de espaldas a Dirk, que aprovechó para guardarse la cinta en el bolsillo—. Parece el mismo.

—Y, desde luego —prosiguió Dirk—, absolutamente incapaz de asesinar a nadie.

—Eso nos toca a nosotros decidirlo.

—Y a un jurado, por supuesto.

—¡Bah! ¡Jurados!

—Aunque las cosas no llegarán tan lejos, evidentemente, porque los hechos hablarán por sí solos mucho antes de que a mi cliente lo cite un tribunal.

—Tu puñetero cliente, ¿eh? Muy bien, Cjelli, ¿dónde está?

—No tengo ni la menor idea.

—Apuesto a que tienes una dirección para pasar la factura.

Dirk se encogió de hombros.

—Mira, Cjelli, esta es una investigación de asesinato completamente normal, sin importancia, y no quiero que la estropees. De modo que considérate advertido desde este momento. En cuanto vea una sola prueba levitando, te sacudiré tan fuerte que no sabrás el día en que vives. Ahora lárgate y dame la cinta de paso.

Alargó la mano y Dirk pestañeó con auténtica sorpresa.

—¿Qué cinta? —preguntó.

—Eres listo, Cjelli, lo reconozco —observó Gilks, suspirando—, pero cometes el mismo error de muchas personas inteligentes que consideran estúpidos a todos los demás. Si te volví la espalda fue por una razón, para ver qué habías cogido. No necesitaba ver si lo cogías, sólo comprobar lo que faltaba después. Estamos entrenados, ¿sabes? Los martes por la tarde nos daban media hora de «Ejercicios de observación». No era más que una pausa después de cuatro horas de «Bárbara brutalidad».

Dirk ocultó la ira que le dominaba tras una débil sonrisa. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo de cuero y le entregó la cinta.

—Ponía —ordenó Gilks—. Veamos qué es lo que no querías que oyera.

—No es que no quisiera que lo oyese —dijo Dirk, encogiéndose de hombros—, sino que yo quería oírlo primero.

Se dirigió al armario donde estaba instalado el equipo de música de Richard e introdujo la cinta en el cassette.

—¿Querrías ponerme un poco en antecedentes?

—Es una cinta del contestador automático de Susan Way. Al parecer, Way solía dejar largos…

—Sí, lo sé. Y su secretaria tenía que escuchar toda su verborrea por la mañana, pobrecilla.

—Bueno, pues creo que en la cinta hay un mensaje enviado anoche desde el coche de Gordon Way.

—Ya. Vale, ponlo.

Con una gentil inclinación, Dirk pulsó la tecla de Play.

«Hola, Susan, soy Gordon —repitió la cinta—. Voy de camino a la casa de campo…».

—¡La casa de campo! —exclamó Gilks, con sarcasmo.

«Es el jueves por la noche y son, vamos a ver…, las ocho cuarenta y siete. Hay un poco de niebla en la carretera. Oye, esa gente de Estados Unidos viene este fin de semana…».

Gilks enarcó las cejas, miró el reloj y anotó algo en su cuaderno.

Tanto Dirk como el sargento sentían escalofríos al oír la voz del muerto en la habitación.

«… es un milagro si no acabo muerto en la cuneta. Sería algo extraordinario, ¿verdad?, dejar tus últimas palabras en un contestador automático. No hay razón…».

Escucharon todo el mensaje en un silencio lleno de tensión. «Ese es el problema de los tipos con talento, se les ocurre una gran idea que da resultado y luego esperan que les financies durante años mientras se quedan sentados estudiando la topografía de su ombligo. Lo siento, tengo que parar y arreglar el maletero, me parece que no lo he cerrado bien. Vuelvo en seguida».

A continuación se oyó el acolchado ruido del teléfono al caer sobre el asiento del copiloto y unos segundos después la puerta que se abría. La radio del coche proporcionaba música de fondo.

Unos instantes después, apagado pero inconfundible, llegó el estampido de una escopeta de caza de dos cañones.

—Para la cinta —dijo Gilks bruscamente, mirando el reloj—. Han pasado tres minutos y veinticinco segundos desde que mencionó que eran las ocho cuarenta y siete. —Volvió a mirar a Dirk—. Quédate aquí y no te muevas. No toques nada. He anotado la posición de cada partícula de aire de esta habitación, de modo que hasta sabré cómo has respirado.

Se dio la vuelta y salió con movimientos enérgicos. Bajó las escaleras y Dirk le oyó decir:

—Tuckett, ve a la oficina de WayForward, investiga los detalles del teléfono del coche de Way, número, compañía…

La voz se disipó escaleras abajo.

Sin perder tiempo, Dirk bajó el volumen del equipo de alta fidelidad y puso de nuevo la cinta en funcionamiento. La música siguió durante un rato.

Dirk tamborileó con los dedos, frustrado. Dio un momento a la tecla de rebobinado hacia adelante. Seguía la música. Pensó que buscaba algo, pero no sabía qué. Esa idea le dejó seco.

Era evidente que buscaba algo.

Estaba claro que no sabía qué.

La conciencia de que no sabía exactamente por qué hacía lo que hacía le dejó helado y electrizado. Se dio la vuelta despacio, como la puerta de un frigorífico al abrirse.

En la habitación no había nadie; al menos, nadie que pudiera ver. Pero reconocía el escalofrío que le recorría la piel y lo detestaba por encima de todas las cosas.

—Si alguien puede oírme —dijo en un feroz murmullo—, que escuche bien esto. Mi mente es el centro de mi ser y todo lo que en ella ocurra es cosa mía. Otras personas quizá crean lo que quieren creer, pero yo no hago nada sin saber claramente por qué. Si quiere algo, dígamelo, pero no se le ocurra dirigir mi voluntad.

Temblaba con una rabia honda y primaria. Poco a poco, con cierto patetismo, el escalofrío fue abandonándole y pareció desplazarse por la habitación. Trató de seguirlo con los sentidos, pero en seguida le distrajo una voz que sonó de pronto casi fuera del alcance de su oído, entre un lejano aullido del viento.

Era una voz profunda, perpleja, aterrorizada, apenas un murmullo etéreo, pero presente, audible, que salía de la cinta del contestador automático.

«¡Susan! —decía—. ¡Socorro, Susan! ¡Ayúdame, por amor de Dios! Estoy muerto, Susan…».

Dirk giró en redondo y paró la cinta.

—Lo siento —dijo entre dientes—, pero tengo que ocuparme de los intereses de mi cliente.

Rebobinó muy poco la cinta, justo hasta donde empezaba la voz, giró el botón del volumen hasta la posición cero y pulsó la tecla Record. Dejó que la cinta corriera, borrando la voz y lo que viniese a continuación. Si la grabación tenía que servir para establecer la hora de la muerte de Gordon Way, Dirk no quería que el asesinado diera luego muestras de una embarazosa presencia en la cinta, aun cuando fuera para confirmar que estaba muerto.

De pronto pareció brotar una gran emoción en el ambiente. Una oleada de energía barrió la estancia haciendo vibrar los muebles a su paso. Dirk observó que se dirigía hacia un armario cercano a la puerta sobre el cual, según descubrió de pronto, estaba el contestador automático de Richard. La máquina empezó a dar sacudidas sin desplazarse de su sitio, pero se inmovilizó en cuanto Dirk se aproximó a ella. Despacio, con suavidad, Dirk alargó la mano y pulsó la tecla que ponía el aparato en posición Contestar.

La turbulencia en el ambiente volvió entonces a atravesar la habitación hasta la mesa de Richard, donde los anticuados teléfonos de disco casi se ocultaban entre montones de papeles y disquetes flexibles. Dirk adivinó lo que iba a pasar, pero prefirió observar que actuar.

Uno de los teléfonos se descolgó. Dirk oyó la señal de línea. Luego, despacio y con evidente dificultad, el disco empezó a girar. Se movía poco a poco, a sacudidas, cada vez más despacio y luego, de pronto, volvía al principio.

Hubo una pausa momentánea. Luego el teléfono volvió a colgarse y descolgarse y se oyó una nueva señal de línea. El disco empezó a girar otra vez con más chirridos y sacudidas que antes. Y de nuevo volvió atrás. Esta vez hubo una pausa más larga y todo el proceso se repitió de nuevo. Cuando el disco volvió atrás por tercera vez se produjo una súbita explosión de furia: el teléfono entero saltó por el aire y se precipitó por la habitación. El cordón se enrolló en torno a una lámpara de pie que se interponía en su camino y la estrelló contra el suelo en una maraña de cables, tazas de café y disquetes. Una pila de libros cayó precipitadamente de la mesa.

La silueta del sargento Gilks se recortó impasible en el umbral.

—Voy a entrar otra vez —anunció—, y cuando lo haga no quiero que siga pasando nada de eso. ¿Queda entendido?

Dio media vuelta y desapareció.

Dirk se precipitó de un salto al cassette y pulsó el rebobinado. Luego se volvió y masculló:

—No sé quién eres, pero lo supongo. Si quieres que te ayude no vuelvas a meterme en esos líos.

Gilks volvió a aparecer poco después.

—¡Ah, ya estás otra vez! —dijo, observando los destrozos con mirada impasible—. Haré como si no viese nada, para no hacer preguntas cuyas respuestas, estoy seguro, no harían sino irritarme. Dirk lo miró encolerizado.

En el momentáneo silencio que siguió, un leve zumbido llamó la atención del sargento Gilks, que miró bruscamente al magnetófono.

—¿Qué hace esa cinta? —Rebobinándose—. Dámela.

La cinta llegó al principio y se paró justo cuando Dirk alargaba la mano hacia ella. La sacó y se la entregó a Gilks.

—Por molesto que sea, esto parece limpiar a tu cliente de toda sospecha —anunció el sargento—. La compañía del teléfono del coche ha confirmado que la última llamada que se ha hecho desde el mismo fue a las 8.46 de la noche de ayer, momento en el cual tu cliente dormitaba ligeramente ante varios cientos de testigos. Digo testigos, aunque en realidad eran estudiantes, pero quizá nos veamos obligados a suponer que no todos mienten.

—Bueno —repuso Dirk—, pues me alegro de que todo se haya aclarado.

—Nosotros nunca pensamos que fuese verdaderamente culpable, por supuesto. Sólo que había hechos que no encajaban. Y ya nos conoces, nos gusta obtener resultados. Pero dile que todavía queremos hacerle algunas preguntas.

—Si por casualidad me encuentro con él, se lo diré.

—No te olvides de hacerlo, ¿eh?

—Bueno, sargento, ya no le entretengo más —dijo Dirk, señalando la puerta con desenvoltura.

—No, Cjelli, pero yo te entretendré a ti si no te largas dentro de treinta segundos. No sé qué coño andas buscando, pero preferiría no enterarme para dormir más tranquilo en el despacho.

Largo.

—Entonces le deseo que tenga un buen día, sargento. No diré que ha sido un placer, porque no lo ha sido.

Dirk salió a paso ligero de la habitación y luego del apartamento, observando con pena que donde antes había un magnífico sofá suntuosamente atascado en medio de las escaleras, ahora sólo había un pequeño y triste montón de serrín.

Michael Wenton-Weakes levantó bruscamente la vista del libro.

De pronto se sentía lleno de resolución. Ideas, imágenes, recuerdos, intenciones, todo se le agolpaba y, cuantas más contradicciones surgían, más parecía encajar la situación, más casaban los detalles. Al fin, después de limar asperezas y ajustarlos poco a poco, la conjunción era perfecta. Aunque la espera le había parecido una eternidad donde imperaba el fracaso, la debilidad, la soledad y la oscura impotencia; ahora todo se había convertido en realidad. Todo había pasado. Se rectificaría el desastroso error.

¿Quién lo había ideado? No importaba, el ajuste se había realizado y era perfecto.

Miró por la ventana a la bien cuidada calle Chelsea y no le importaba si lo que veía eran seres viscosos con patas o si todos eran míster A. J. Ross. Lo que importaba era lo que habían robado y lo que se verían obligados a devolver. Ross ya era el pasado. Y lo que ahora le interesaba estaba más allá del pasado.

Sus grandes y tiernos ojos de vaca volvieron a los últimos versos de Kubla Khan. El ajuste estaba hecho, todo casaba.

Cerró el libro y se lo guardó en el bolsillo.

Ya estaba despejado su camino de vuelta. Sabía lo que tenía que hacer. Sólo tenía que comprar algo antes de hacerlo.