20

L

a persiana se enrolló con un ruido brusco y Richard pestañeó.

—Pareces haber pasado una tarde fascinante —dijo Dirk Gently—, aunque es posible que los detalles más interesantes hayan escapado por completo a tu curiosidad.

Volvió a sentarse, se retrepó en el asiento y juntó las manos presionando las yemas de los dedos.

—Por favor, no me decepciones preguntando «¿dónde estoy?». Una mirada bastará.

Richard, levemente atontado, miró alrededor y sintió como si volviera súbitamente de una larga estancia en otro planeta donde todo fuese paz, luz, felicidad y música inacabable. Se sentía tan distendido que apenas se molestaba en respirar. El remate de madera de la cuerda de la persiana golpeó varias veces contra la ventana, pero aparte de eso reinaba el silencio. El metrónomo estaba quieto. Miró el reloj. Era algo más de la una.

—Has estado hipnotizado casi una hora —explicó Dirk—, y en ese tiempo me he enterado de muchas cosas interesantes y no he entendido otras que ahora quisiera discutir contigo. Quizá te venga bien un poco de aire fresco para reanimarte, te propongo un paseo tonificante por el canal. Allí nadie te buscará. ¡Janice!

Silencio.

Richard seguía sin tener claras un montón de cosas y adoptó una expresión ceñuda. Cuando recuperó la memoria del pasado inmediato se incorporó de golpe en el asiento como si por la puerta hubiese irrumpido un elefante.

—¡Janice! —volvió a gritar Dirk—. ¡Miss Pearce…! Puñetera chica.

Se dirigió a la puerta tras la cual se sentaba Janice Pierce con la mirada fija en un lapicero.

—Venga —dijo Dirk—, vámonos. Larguémonos de este podrido agujero. Creamos lo increíble. Hagamos lo imposible. Preparémonos para luchar contra el inefable yo, a ver si al final no podemos destruirlo. Venga, Janice…

—Cierre el pico.

Dirk se encogió de hombros y luego cogió de la mesa el libro que Janice había estropeado al tratar de cerrar el cajón de golpe. Lo hojeó, frunció el ceño y, con un suspiro, volvió a ponerlo donde estaba. Janice se dedicó de nuevo a la operación a la que, evidentemente, estaba entregada momentos antes, que consistía en escribir una larga nota con el lapicero.

Richard lo observaba todo en silencio, con la sensación de no encontrarse allí. Meneó la cabeza.

—Ahora los acontecimientos pueden parecerte envueltos en una gran confusión. Pero tenemos algunos elementos interesantes para desenredar la maraña —dijo Dirk—. Porque de todos los hechos que me has contado, sólo dos son físicamente imposibles.

—¿Imposibles? —repitió Richard con el ceño fruncido.

—Sí —repuso Dirk—, completa y absolutamente imposibles. —Sonrió y prosiguió—: Afortunadamente has venido al sitio adecuado para exponer tu interesante problema, porque en mi diccionario no figura la palabra «imposible». En realidad —añadió blandiendo el maltratado libro—, ha desaparecido todo entre «arenque» y «mermelada». Gracias, miss Pierce, una vez más ha vuelto usted a prestarme un inestimable servicio, por lo que le quedo agradecido y, en el caso de que esta empresa tenga un feliz resultado, hasta trataré de pagarle. Entretanto, tenemos muchas cosas en qué pensar y dejo la oficina en sus capaces manos.

Sonó el teléfono y Janice contestó.

—Buenas tardes —dijo—. Emporio Frutero Wainwright. Mister Wainwright no puede ponerse al aparato porque no está bien de la cabeza y cree que es un pepino. Gracias por llamar.

Colgó bruscamente. Alzó la vista y vio cerrarse la puerta tras su exjefe y su perplejo cliente.

—¿Imposible? —dijo Richard, sorprendido.

—Todo ello —insistió Dirk—. Completa y absolutamente, cómo decir, inexplicable. Es absurdo utilizar la palabra «imposible» para describir algo que evidentemente ocurrió. Pero nada de lo que conocemos puede explicarlo.

El aire fresco que corría por el Grand Union Canal volvió a aguzar los sentidos de Richard. Había recuperado sus facultades normales y, aunque el hecho de la muerte de Gordon continuaba sobresaltándole, al menos ya era capaz de pensar con mayor claridad. Pero por extraño que parezca, de momento eso era lo último en la mente de Dirk, que se preocupaba de los detalles más insignificantes de la secuencia de extraños incidentes de la noche anterior y sobre los cuales no dejaba de interrogarle.

Un corredor y un ciclista que iban en sentidos opuestos se cruzaron y, tras los gritos con que ambos pretendían apartar al otro del camino, estuvieron a punto de chocar escapando por poco a las oscuras y lentas aguas del canal. Contemplaba la escena con mucha atención una anciana de movimientos lentísimos que tiraba de un perro aún más lento. En la otra orilla había grandes fábricas vacías con los cristales de todas las ventanas rotos y brillantes. Una barcaza quemada se mecía débilmente en el canal. En su interior, en un charco de agua nauseabunda, flotaban un par de envases de detergente. Por el puente más cercano circulaban con estruendo camiones pesados que hacían vibrar los cimientos de las casas, emitiendo gases por el tubo de escape y asustando a una señora que intentaba cruzar la calle con su prole.

Dirk y Richard caminaban por la orilla del South Hackney, a kilómetro y medio de la oficina del detective, en dirección al centro de Islington, donde Dirk sabía que estaban los salvavidas más próximos.

—Pero si sólo fue un juego de manos, por amor de Dios —dijo Richard—. Los hace continuamente. No es más que un truco. Parece imposible, pero estoy seguro de que si le preguntas a cualquier prestidigitador te dirá que, en cuanto se aprende el truco, es muy fácil. En Nueva York vi una vez a uno en la calle que…

—Mira, esas cosas son fáciles —explicó Dirk a Richard, que seguía perplejo—. Lo de aserrar por la mitad a una señora es fácil. Aserrar a una señora por la mitad y luego volverla a unir es menos fácil, pero puede hacerse con práctica. El truco que me has descrito con el jarrón de doscientos años de antigüedad y el salero de la facultad es —hizo una pausa para dar énfasis a sus palabras— completa y absolutamente imposible.

—Bueno, a lo mejor se me escaparon un par de detalles, pero…

—Claro, sin duda. Pero la ventaja de interrogar a alguien bajo hipnosis consiste en que el interrogador ve la escena con más detalles de los que el sujeto percibió en el momento de los hechos. Esa niña, Sarah, por ejemplo. ¿Recuerdas cómo iba vestida?

—Pues no —dijo Richard vagamente—. Supongo que con un vestido de alguna clase…

—¿Color? ¿Tejido?

—Pues no recuerdo, no había mucha luz. Se sentaba varias sillas más allá. Apenas la distinguía.

—Llevaba un vestido de algodón azul oscuro tirando a violeta ceñido a la cintura, con manga ranglán, cuello blanco tipo Peter Pan y seis pequeños botones nacarados en la parte delantera; del tercer botón colgaba un hilo. Era morena y llevaba el pelo recogido en la nuca con una peineta en forma de mariposa.

—Si me vas a decir que sabes todo eso sólo con mirar a un arañazo que tengo en los zapatos, como Sherlock Holmes, me temo que no te creeré.

—No, no —protestó Dirk—, es mucho más sencillo. Tú mismo me lo dijiste bajo hipnosis.

Richard meneó la cabeza.

—No es cierto. Ni siquiera sé qué es un cuello Peter Pan.

—Pero yo sí, y me lo describiste con todo detalle. Igual que el juego de manos. Y ese truco es imposible en la forma en que se desarrolló. Créeme. Sé de lo que estoy hablando. Hay otras cosas que me gustaría averiguar de ese profesor, como por ejemplo, quién escribió la nota que descubriste sobre la mesa y cuántas preguntas hizo realmente Jorge III, pero…

—¿Qué?

—Pero creo que sería mejor preguntárselo directamente a ese individuo. A menos que… —se interrumpió, frunciendo el ceño con aire de concentración, y prosiguió—: A menos que me tomara estos asuntos con frivolidad y prefiriese saber las respuestas antes que las preguntas. Y no es así. Desde luego que no.

Miró abstraído a la lejanía y efectuó un cálculo aproximado de la distancia que aún quedaba para llegar al próximo salvavidas.

—Y la otra cosa imposible —prosiguió, justo cuando a Richard se le ocurrió decir una palabra—, o al menos la segunda cosa absolutamente inexplicable es, claro está, el asunto de tu sofá.

—¡Dirk! —exclamó Richard con irritación—. ¿Puedo recordarte que han asesinado a Gordon Way y que por lo visto yo soy el sospechoso? Nada de eso tiene la más mínima conexión con el asesinato, y yo…

—Pero me siento sumamente inclinado a creer que existe una relación.

—¡Es absurdo!

—Yo creo en la fundamental interre…

—Sí, sí —le interrumpió Richard—. La fundamental interrelación de todas las cosas. Oye, Dirk, yo no soy una crédula anciana y a mí no me vas a sacar un viaje a las Bermudas. Si me vas a ayudar, limítate a los hechos.

—Creo que todas las cosas están fundamentalmente interrelacionadas —repuso Dirk, irguiendo la cabeza con aire ofendido—, como todo aquel que siga los principios de la mecánica cuántica hasta sus últimas consecuencias lógicas no podrá negar, si es que es honesto. Pero también creo que unas cosas están más íntimamente relacionadas que otras. Y cuando dos hechos aparentemente imposibles y una secuencia de otros hechos de características muy peculiares ocurren a la misma persona, y si esa persona se convierte de pronto en el sospechoso de un asesinato sumamente curioso, entonces me parece que la solución hay que buscarla en el eslabón que relaciona todos esos acontecimientos. Tú eres el elemento de conexión y, además, te has comportado de forma extraña y anormal.

—No es así. Bueno, me han pasado algunas cosas raras, pero… —Anoche te vi trepar por la fachada de un edificio y penetrar en el piso de tu novia, Susan Way.

—Quizá fuese algo anormal —se justificó Richard—, y puede que ni siquiera fuese sensato. Pero sí fue enteramente lógico y racional. Quería rectificar un error que había cometido para que nadie saliera perjudicado.

Dirk reflexionó un instante y apretó un poco el paso. —Y lo que hiciste fue solucionar de una forma enteramente razonable y normal el problema del mensaje que habías dejado en la cinta… Sí, me lo contaste todo durante nuestra pequeña sesión. ¿Crees que cualquier otro lo hubiese solucionado así?

Richard frunció el ceño como para decir que no sabía a qué venía todo aquel alboroto.

—No sé si cualquiera lo habría solucionado así —dijo—. Puede que yo tenga una mentalidad más lógica y precisa que la mayoría de la gente, y a eso se debe que sepa hacer programas informáticos. Solucioné el problema con lógica y precisión. —¿Y no fue algo desproporcionado, quizá?—. Para mí era muy importante no decepcionar otra vez a Susan. —De modo que estás enteramente satisfecho de los motivos que tuviste para hacerlo, ¿no?

—Sí —insistió Richard, molesto.

—¿Sabes lo que solía decirme mi tía solterona, la que vivía en Winnipeg? —No.

Richard se quitó la ropa y se tiró al canal. Dirk se precipitó hacia el salvavidas, al que acababan de llegar, lo sacó del soporte y lo arrojó hacia Richard que, con aire de estar completamente perdido y desorientado, a duras penas se mantenía a flote en medio del canal.

—Agárrate a esto —gritó Dirk— y yo te arrastraré hasta aquí. —No te preocupes— contestó Richard, —sé nadar.

—No, no sabes —aulló Dirk—. Cógete a eso.

Richard trató de nadar decididamente hacia la orilla, pero desistió en seguida y, abatido, se agarró al salvavidas. Dirk tiró de la cuerda hasta acercar a Richard a la orilla, y luego se agachó y le tendió la mano. Richard salió del agua resoplando y escupiendo, y se sentó en la orilla temblando y con las manos en el regazo.

—¡Qué agua tan pestilente! —exclamó, volviendo a escupir—. Es de lo más desagradable. ¡Vaya! ¡Uf! Normalmente nado bastante bien. Me ha debido dar un calambre. ¡Qué coincidencia tan afortunada que estuviéramos tan cerca de un salvavidas! Ah, gracias.

Lo último lo dijo en respuesta a la amplia toalla que le había dado Dirk. Con ella se frotó enérgicamente, casi despellejándose, para quitarse la suciedad del agua. Se puso en pie y miró alrededor.

—¿Sabes dónde están mis pantalones?

—¡Joven! —exclamó la anciana del perro, que acababa de llegar a su altura.

Se detuvo frente a ellos mirándolos con severidad, y estaba a punto de reprenderles cuando Dirk se le adelantó.

—Le pido mil excusas, señora mía, por cualquier ofensa que mi amigo pueda haberle causado sin querer. Le ruego que acepte esto, con mis respetos.

Le tendió un puñado de anémonas que recogió a los pies de Richard. La anciana se las quitó de la mano con un bastonazo y, llena de horror, siguió su camino tirando del perro.

—No has sido muy amable —le recriminó Richard, poniéndose la ropa por debajo de la toalla, que ahora tenía estratégicamente ceñida al cuerpo.

—No me parece una señora muy amable —repuso Dirk—. Siempre anda por aquí, tirando de su pobre perro y echando reprimendas a la gente. ¿Has disfrutado del baño?

—Pues no mucho —confesó Richard, frotándose brevemente el pelo—. No me había dado cuenta de lo pestilente y frío que es el canal. Toma, gracias. —Le devolvió la toalla—. ¿Siempre llevas una toalla en la cartera?

—¿Siempre te das un baño por la tarde?

—No, suelo bañarme por la mañana en la piscina de Highbury Fields, para despertarme y refrescar las ideas. Sólo que recordé que esta mañana no había ido.

—Y esa fue la única razón por la que te tiraste al agua, ¿verdad?

—Pues sí. Pensé que un poco de ejercicio me ayudaría a enfrentarme a la situación.

—¿Y no te parece un poco desproporcionado el hecho de desnudarte y tirarte al canal?

—No, quizá no haya sido muy prudente, dado el estado del agua, pero estoy completamente satisfecho de…

—Estás completamente satisfecho de los motivos que te han impulsado a hacerlo.

—Sí.

—Entonces, ¿no ha tenido nada que ver con lo de mi tía?

—¿De qué demonios estás hablando? —dijo Richard, receloso y con el ceño fruncido.

—Te lo explicaré —contestó Dirk.

Fue a sentarse a un banco y volvió a abrir la cartera. Dobló la toalla, la guardó y sacó una grabadora Sony. Hizo señas a Richard para que se acercase y puso en marcha el aparato. En el pequeño altavoz se oyó a Dirk que, con un sonsonete monótono, decía: «Dentro de un momento chasquearé los dedos, te despertarás y lo olvidarás todo salvo las instrucciones que ahora te daré. Dentro de poco iremos a dar un paseo por el canal y cuando me oigas decir mi “tía solterona, la que vivía en Winnipeg…”».

Dirk sujetó a Richard del brazo.

—«… te quitarás la ropa y te tirarás al canal» —prosiguió la cinta—. «Comprobarás que no puedes nadar, pero ni tendrás miedo ni te ahogarás, simplemente te limitarás a mantenerte a flote hasta que yo te lance el salvavidas…».

Dirk paró la cinta y observó el rostro de Richard, que por segunda vez en aquel día estaba pálido por la conmoción.

—Me interesaría saber exactamente qué te pasó para que anoche treparas por la fachada del edificio de miss Way y penetrases en su casa —dijo Dirk—. Y por qué lo hiciste.

Richard no contestó. Continuó mirando la cinta con aire perplejo.

—En la cinta de Susan había un mensaje de Gordon —dijo al cabo con voz trémula—. Llamó desde el coche. La cinta está en mi casa. Dirk, de pronto tengo mucho miedo de todo esto.