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quella misma mañana Michael Wenton-Weakes se levantó de un extraño humor. Había que conocerlo bastante bien para saber que estaba de un humor particularmente extraño porque, para empezar, la gente ya le consideraba un poco raro. Pocas personas le conocían así de bien. Su madre, quizá, pero entre ellos existía una especie de guerra fría y no se hablaban desde hacía semanas.
También tenía un hermano mayor, Peter, que ahora ostentaba un altísimo rango en la infantería de Marina. Sin contar el entierro de su padre, Michael no había visto a Peter desde que este volvió de las Malvinas cubierto de gloria, ascensos y un frío desprecio hacia su hermano menor. A Peter le encantó que su madre se hiciese cargo de Magna y, con ese motivo, envió a Michael una tarjeta de Navidad del regimiento. Su mayor satisfacción seguía consistiendo en tirarse a una trinchera embarrada y disparar una ametralladora al menos durante un minuto, y no creía que la industria periodística y editorial británica, aun en su actual situación de inestabilidad, fuese a procurarle ese placer, como mínimo hasta que en ella se introdujeran algunos australianos más.
Michael se levantó muy tarde tras una noche de fría brutalidad seguida de sueños inquietos que aún le inquietaban a la última luz de la mañana. Las pesadillas rebosaban de las familiares sensaciones de pérdida, aislamiento, culpabilidad, etcétera, pero inexplicablemente también incluían grandes cantidades de barro. Por la facultad que la noche poseía de condensar las cosas, la pesadilla de barro y soledad pareció prolongarse horriblemente durante un tiempo inimaginable, y sólo concluyó con la aparición de seres viscosos que arrastraban las patas en un mar de babas. Aquello fue la gota que colmó el vaso, y se despertó sobresaltado, bañado en un sudor frío. Aunque todo el asunto del barro le había parecido extraño, la sensación de pérdida, de soledad y, en particular, de la pesadumbre, la necesidad de enmendar un error, todo aquello había encontrado fácilmente un hueco en su espíritu.
Incluso los seres viscosos con patas le parecían extrañamente familiares, y su irritante presencia persistía en su imaginación mientras se preparaba un tardío desayuno. Tomó un pomelo y té chino y ojeó un poco las páginas de arte del Daily Telegraph; después, con bastante dificultad, se cambió la venda que llevaba sobre los cortes de la mano. Una vez realizados esos pequeños menesteres, se encontró sin saber qué hacer a continuación.
Podía repasar los acontecimientos de la noche pasada con una tranquilidad y un despego que no podía haberse imaginado. Había salido bien, se había hecho con limpieza y correctamente. Pero no había resuelto nada. Estaba todo por hacer.
¿Todo qué? Frunció el ceño.
Normalmente, a esa hora solía pasarse por el club. Y lo hacía con la placentera sensación de que había muchas otra cosas que debería hacer. Pero ahora no había otra cosa que hacer, por lo que el tiempo que desperdiciase, allí o en otra parte, le llenarla de impaciencia. Al llegar haría lo de siempre: se complacería en un gin-tonic y una conversación sin importancia para luego hojear tranquilamente las páginas del Times Literary Supplement, Opera, The New Yorker o cualquier otra publicación que le cayera en las manos, pero no cabía duda de que últimamente se entregaba a aquellas ocupaciones con menos agrado y entusiasmo que antes.
Y después almorzaría. Hoy, de nuevo, no tenía planes para comer con nadie, y por lo tanto se quedaría probablemente en el club y tomaría un lenguado de Dover a la plancha, poco hecho, con patatas hervidas y, de postre, una buena porción de bizcocho borracho. Una copita o dos de Sancerre. Luego, café; y después, la tarde, con lo que quisiera ofrecerle.
Pero hoy se sentía extrañamente impulsado a no hacer eso. Flexionó los músculos de la mano herida, se sirvió otra taza de té, miró con curiosa indiferencia el enorme cuchillo de cocina que seguía junto a la finísima tetera de porcelana y esperó un momento a ver qué hacía a continuación. En realidad, lo que hizo después fue subir al primer piso.
Su casa era de una perfección que rayaba en lo gélido, y tenía el aspecto que gusta a la gente que compra copias de mueble de estilo. Con salvedad, claro está, de que aquí todo era auténtico, cristal de roca, caoba y alfombras de Bruselas, y sólo parecía falso por su total ausencia de vida.
Entró en su estudio, la única habitación de la casa donde no imperaba un orden inútil, aunque entre el desorden de libros y periódicos reinase, en cambio, una desidia estéril. Una fina capa de polvo se había instalado sobre todos los objetos. Hacía semanas que Michael no entraba allí, y la señora de la limpieza tenía claras instrucciones de dejarlo todo como estaba. No trabajaba allí desde la edición del último número de Fanthom. No el último número real, sino el último número correcto. El último número por lo que a él tocaba. Dejó la taza de porcelana sobre la fina capa de polvo y se dirigió a inspeccionar su antiguo tocadiscos. En él encontró una antigua grabación de unos conciertos de viento de Vivaldi. La puso y se sentó.
Esperó otra vez a ver qué haría a continuación y, para su sorpresa, descubrió que ya lo estaba haciendo: escuchar música. Una expresión de asombro empezó a insinuársele en el rostro al comprender que nunca lo había hecho antes. Había oído música muchas, muchas veces, apreciaba sumamente los sonidos y a menudo le parecía un agradable telón de fondo para hablar de cosas como la temporada de conciertos, pero jamás se le había ocurrido que estuviera realmente escuchando. Se quedó estupefacto por la interacción de melodía y contrapunto que de repente se le revelaba con una claridad que nada debía a la superficie impregnada de polvo del disco o a los catorce años de antigüedad de la aguja.
Pero junto con la revelación tuvo una casi inmediata sensación de desengaño que no hizo sino confundirle más. La música le pareció de pronto extrañamente frustrante. Era como si su capacidad de entender la música se hubiese incrementado súbitamente hasta superar las posibilidades de satisfacción que la propia música encerraba. Todo ello en un dramático momento. Se esforzó en escuchar lo que se estaba perdiendo y sintió que la música era como un ave sin alas que ni siquiera sabía qué función había perdido. Caminaba muy bien, pero en realidad debería remontarse, se deslizaba por donde habría de abatirse en picado, se arrastraba cuando tendría que ascender y ladearse y caer en barrena, andaba y debería vibrar sintiendo el vuelo. Ni siquiera alzaba la vista alguna vez.
Levantó la cabeza y, al cabo del rato, se dio cuenta de que sólo miraba estúpidamente el techo. Sacudió la cabeza y descubrió que la sensación había desaparecido, dejándolo atontado y un poco mareado. No había desaparecido por entero, sino que se había hundido en su interior, a una profundidad a la que él no podía llegar. La música proseguía como telón de fondo; era como un agradable surtido de amenos sonidos, pero ya no le emocionaba.
Necesitaba indicios de qué era lo que acababa de experimentar, y por la cabeza le pasó rápidamente la idea de dónde podría encontrarlos. La desechó con irritación, pero volvió a pensar en ella una y otra vez hasta que al fin obró en consecuencia.
De debajo del escritorio sacó una amplia papelera metálica. Como de momento había prohibido la entrada a la señora de la limpieza, la papelera no se había vaciado y en ella encontró lo que parecían los mugrientos restos de un cenicero. Superó el desagrado con sombría determinación y, despacio, depositó el contenido del odioso objeto sobre la mesa pegando torpemente sus pedazos con cinta adhesiva que se enrollaba, pegaba mal y se le fijaba en los dedos regordetes y en el escritorio hasta que al fin, toscamente ensamblado, tuvo ante sí un ejemplar de Fathom. Editado por aquel ser execrable, A. J. Ross.
Pasmoso.
Pasó las pegajosas y apelmazadas hojas como si estuviera rebuscando entre menudillos de pollo. Ni una sola línea que tratase de Joan Sutherland o Marilyn Horne. Ni una semblanza de ninguno de los principales marchantes de Cork Street, ni una sola. Su serie sobre los Rossetti, interrumpida. «Chismes del salón verde», suprimido. Meneó incrédulo la cabeza ante la pura… Había encontrado el artículo que buscaba.
Música y paisajes fractales, de Richard MacDuff.
Se saltó los dos primeros párrafos introductorios y empezó a leer un poco más adelante:
El análisis matemático y el diseño informático nos revelan que las formas y procesos que hallamos en la naturaleza —la forma en que crecen las plantas, el modo en que los copos de nieve y las islas se forman, el dibujo que la luz traza sobre una superficie, la forma en que la leche se repliega y extiende al removerla en el café, el modo en que una carcajada contagia a una multitud—, todas esas cosas y su complejidad aparentemente mágica pueden describirse mediante la interacción de procesos matemáticos que resultan, en el mejor caso, aún más mágicos dentro de su simplicidad. Las formas que creemos fortuitas son, en realidad, consecuencias de complejas redes cambiantes de números que obedecen a normas sencillas. La misma palabra «natural», que solemos entender como «sin estructurar», describe efectivamente formas y procesos que parecen tan insondables y complejos que no llegamos a percibir conscientemente las simples leyes naturales que los regulan. Todos ellos pueden describirse con números.
Extrañamente, esa idea le parecía ahora a Michael menos desagradable que en la primera y rápida lectura. Continuó con creciente atención.
Sin embargo, sabemos que la mente es capaz de entender toda la complejidad y simplicidad de esos temas. Un globo que se mueve en el aire responde a la fuerza y dirección con que se le impulsa, a la acción de la gravedad, la fricción del aire que debe superar empleando su energía, la turbulencia del viento en torno a su superficie y la velocidad y dirección del giro del globo. Y no obstante, alguien que tuviese dificultad en calcular cuántas son 3 x 4 x 5 no tardaría en efectuar un cálculo diferencial y toda una serie de operaciones afines encaminadas a atrapar un globo que se desplaza en el aire. Las personas que denominan «instinto» a tal capacidad se limitan a dar un nombre a dicho fenómeno, pero no explican nada.
Creo que en la música es donde los seres humanos se acercan más a la expresión de nuestro conocimiento de las complejidades de la naturaleza. Es el arte más abstracto, no tiene más sentido ni propósito que existir en sí misma.
Todo aspecto particular de una composición musical puede representarse mediante series numéricas. Desde la organización de los movimientos de una sinfonía hasta las pautas de ritmo y tono que conforman las melodías y armonías, pasando por el timbre de las propias notas, su frecuencia, la forma en que cambian en el tiempo, en suma, todos los elementos de un sonido que distinguen la cadencia del flautín y el tañido de los timbales, todo ello puede explicarse mediante series y jerarquías numéricas.
Y según mi experiencia, cuantas más relaciones internas existan entre las series numéricas de los diferentes niveles de la jerarquía, por complejas y sutiles que tales relaciones puedan ser, más satisfactoria y, sí, más completa parecerá la música.
En realidad, cuanto más sutiles y complejas sean estas relaciones, y cuanto más lejos estén del alcance de la mente consciente —por lo que entiendo, esa parte de la mente que puede efectuar cálculos diferenciales tan asombrosamente rápidos que colocarán la mano en el sitio exacto para atrapar un globo en vuelo—, más se revelará en ello esa parte del cerebro. La música de cierta complejidad (e incluso «Tres ratones ciegos» puede poseer su propia complejidad en el momento en que alguien lo toque en un instrumento con su timbre y articulación personales) sobrepasa la mente consciente hasta penetrar en la capacidad matemática particular de cada individuo, que mora en el inconsciente y responde a todas las complejidades internas, relaciones y proporciones de las que creemos ignorarlo todo.
Algunos se oponen a tal concepción de la música, arguyendo que si esta se reduce a las matemáticas, ¿dónde queda la emoción? Yo contestaría que la emoción nunca ha estado al margen.
Las cosas que pueden suscitar nuestras emociones —la forma de una flor o una urna griega, cómo crece un niño, el viento al acariciar el rostro, el desplazamiento de las nubes, sus formas, la danza de la luz sobre el agua, los narcisos que palpitan con la brisa o el movimiento de la cabeza de la persona amada con las correspondientes oscilaciones del cabello, la curva descrita por la caída del último acorde de una música que agoniza—, todo eso puede describirse mediante la compleja fluencia de los números. No es una reducción de la música, sino su belleza. No hay más que preguntar a Newton, o a Einstein. Al poeta (Keats) que dijo que lo que la imaginación percibe como belleza debe ser verdad. También pudo haber dicho que lo que la mano percibe como globo debe ser verdad, pero no lo dijo porque era poeta y prefería vagar bajo los árboles con un frasco de láudano y un cuaderno que jugar al criquet, pero lo mismo habría sido verdad.
Eso despertó un vago recuerdo en la memoria de Michael, pero de momento no pudo situarlo.
Porque ello está en el centro de la relación entre nuestra comprensión «instintiva» de contorno, forma, movimiento y luz, por un lado, y, por otro, con nuestras respuestas emocionales a tales manifestaciones.
Y por eso creo que debe existir una forma de música inherente a la naturaleza, que reside en los objetos naturales, en la configuración de los procesos naturales. Una música que darla una satisfacción tan intensa como toda la belleza que existe en la naturaleza; al fin y al cabo, nuestras emociones más intensas son una manifestación de la belleza que reside en la naturaleza…
Michael dejó de leer y apartó poco a poco los ojos de la página. Se preguntó qué sería una música así, si la conocía, y rebuscó en los apartados meandros de su memoria. Cada uno de los recuerdos, que afloraron a su mente parecía confirmar que la había oído alguna vez y que segundos después sólo quedó el último eco agonizante de algo que era incapaz de percibir y escuchar. Dejó la revista a un lado. Luego recordó que la mención de Keats fue lo que había despertado su memoria.
Los seres viscosos con patas de su pesadilla. Una fría calma le inundó al sentir que se acercaba mucho a algo.
Coleridge. Eso era.
«Sí, seres viscosos con patas se arrastraban
sobre el viscoso mar».
La balada del viejo marinero.
Aturdido, Michael se acercó a la librería y cogió la antología de Coleridge. Se la llevó al asiento y, con cierta aprensión, pasó las páginas hasta dar con los primeros versos.
«Es un viejo marinero,
y vencía a uno de cada tres».
Las palabras le resultaban muy familiares y, sin embargo, al seguir leyéndolas le despertaban extrañas sensaciones y recuerdos espantosos que estaba seguro de que no eran suyos. Le causaban una impresión de pérdida y desolación de una tremenda intensidad que, aun consciente de que no era suya, poseía una resonancia tan perfecta, ahora, en medio de sus aflicciones, que no pudo sino entregarse a ella por entero.
«Y miles, miles de seres viscosos
continuaron su existencia, igual que yo».