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D

irk Gently repasó de nuevo los hechos más destacados mientras el mundo de Richard MacDuff se hundía despacio y silenciosamente en un mar oscuro y helado cuya expectante presencia, a unos centímetros de sus pies, ni siquiera había sospechado.

Cuando Dirk acabó su segundo análisis, la habitación permaneció en silencio durante medio minuto mientras Richard lo miraba fijamente.

—¿Dónde has oído eso? —se limitó a preguntar, al fin.

—Por la radio —contestó Dirk encogiéndose ligeramente de hombros—. Al menos lo más importante. Claro que ahora lo dicen en todos los noticiarios. Y los detalles, bueno, los detalles son el resultado de discretas investigaciones entre algunos de mis contactos. En la comisaría de Cambrigde, por motivos que te puedes imaginar, conozco a un par de personas.

—Ni siquiera me decido a creerte —dijo Richard con voz queda—. ¿Puedo llamar por teléfono?

Cortésmente, Dirk cogió el teléfono de la papelera y se lo entregó. Richard marcó el número de Susan.

Contestaron casi inmediatamente, y una voz asustada dijo:

—¿Diga?

—Hola, Susan, soy Ri…

—¡Richard! ¿Dónde estás? ¿Dónde te has metido, por amor de Dios? ¿Estás bien?

—No le digas dónde estás —terció Dirk.

—Susan, ¿qué ha pasado?

—¿Es que no…?

—Me han dicho que algo le ha ocurrido a Gordon pero…

—¿Que le ha ocurrido algo? Está muerto, Richard, lo han asesinado.

—Cuelga —ordenó Dirk.

—Susan, escuucha…

—Cuelga —repitió Dirk, arrebatándole el teléfono y cortando la comunicación.

—Puede que la policía tenga el teléfono intervenido y estén localizando la llamada —explicó, descolgando el teléfono y tirándolo de nuevo a la papelera.

—¡Pero tengo que ir a la policía! —exclamó Richard.

—¿Ir a la policía?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Tengo que presentarme a la policía y decirles que soy inocente.

—¿Decirles que eres inocente? —repitió Dirk, incrédulo—. Bueno, entonces espero que con eso se arregle todo. Lástima que el doctor Crippen no pensara en eso. Podía haberle evitado muchas molestias.

—¡Sí, pero él era culpable!

—Sí, eso parece. Y de momento tú también lo eres, según parece.

—¡Pero yo no lo hice, por amor de Dios!

—Recuerda que estás hablando con alguien que ha estado en la cárcel por algo que no hizo. Ya te he dicho que las coincidencias son algo extraño y peligroso. Créeme, es mucho mejor encontrar una prueba irrefutable de tu inocencia, que languidecer en un calabozo esperando que la policía, que ya está convencida de tu culpabilidad, la encuentre por ti.

—No puedo pensar con claridad —dijo Richard, llevándose la mano a la frente—. Cállate un momento y déjame examinar el asunto.

—Si me permites…

—¡Déjame pensar…!

Dirk se encogió de hombros y estudió de nuevo su cigarrillo, que parecía darle problemas.

—No sirve de nada —dijo Richard al cabo de unos instantes—. No puedo hacerme cargo de la situación. Es como estudiar trigonometría mientras te dan patadas en la cabeza. Vale, dime lo que crees que debo hacer.

—Hipnotismo.

—¿Qué?

—Dadas las circunstancias, no es raro que no puedas pensar con claridad. Pero es vital que alguien piense por ti. Sería mucho más sencillo para los dos que me permitieras hipnotizarte. Mucho me temo que en tu mente hay un montón de datos revueltos que no se desenredarán hasta que no te concentres, que no afloran a tu conciencia porque no comprendes su importancia. Con tu permiso, podemos arreglar todo eso en seguida.

—Pues está decidido —dijo Richard, poniéndose en pie—. Voy a la policía.

—Muy bien —accedió Dirk, echándose hacia atrás en el asiento y extendiendo las manos sobre la mesa—. Te deseo mucha suerte. Cuando salgas, ten la amabilidad de decir a mi secretaria que me traiga cerillas.

—No tienes secretaria —le recordó Richard saliendo del despacho.

Dirk permaneció inmóvil durante un rato, meditando. Hizo un valeroso pero inútil intento de doblar el triste y vacío envoltorio de la pizza para meterlo en la papelera y luego fue a un armario y sacó un metrónomo.

Al ver la luz del día, Richard parpadeó. Permaneció inmóvil en lo alto de la escalera que daba a la calle, oscilando levemente, y luego se lanzó hacia abajo con un extraño paso de baile que reflejaba la vertiginosa danza de sus pensamientos. Por un lado, sencillamente se negaba a creer que no hubiese una prueba contundente de que él no había cometido el asesinato y, por otro, tenía que reconocer que todo era raro en extremo.

Le pareció imposible pensar en el asunto con claridad o cierta lógica. La idea de que habían asesinado a Gordon seguía estallándole en la mente, desorganizando sus demás pensamientos y sumiéndole en la más absoluta confusión. Por un momento se le ocurrió que el asesino debía de ser un tirador rapidísimo para apretar el gatillo antes de quedar absolutamente abrumado por un inmenso sentimiento de culpa, pero en seguida se arrepintió de haberlo pensado. En realidad, se sentía un tanto sorprendido por la naturaleza de las ideas que se le pasaban por la imaginación. Parecían inadecuadas, indignas, y la mayoría estaban relacionadas con las consecuencias que aquello tendría para sus proyectos en la empresa. Buscó en su interior algún sentimiento de dolor o pesadumbre, y supuso que habría alguno escondido en algún sitio, probablemente tras la enorme barrera de la conmoción.

Volvió a divisar Islington Green, apenas consciente de la distancia que había recorrido a pie. La súbita visión del coche patrulla aparcado delante de su casa le golpeó como un martillazo. Giró rápidamente sobre sus talones y, con enérgica concentración, se puso a mirar el menú que exhibían en el escaparate de un restaurante griego.

«Dolmades», pensó, desesperado. «Suvlaki». «Una salchicha griega, con muchas especias», se le ocurrió, agitado.

Sin volverse, trató de reconstruir la escena en su imaginación. Había un policía vigilando la calle y, según podía recordar por la breve ojeada que había echado, el portal de su casa estaba abierto. La policía estaba en su apartamento. Dentro de su casa. ¡Fassolia plaki! ¡Un tazón de judías verdes guisadas con salsa de tomate y verduras!

Intentó mirar de reojo, por encima del hombro. El policía le observaba. Volvió a clavar los ojos en el menú e intentó llenarse la cabeza de carne picada fina y mezclada con patatas, miga de pan, hierbas y cebolla, todo ello hecho albóndigas y frito. El policía debía de haberle reconocido y en aquel mismo momento estaría cruzando apresuradamente la calle para detenerlo y llevarle a rastras hasta un coche celular, como hicieron aquella vez con Dirk en Cambrigde. Puso los hombros tensos para disminuir la impresión, pero ninguna mano lo agarró. Volvió a atisbar hacia atrás. El policía, indiferente, miraba en otra dirección. Impávido.

Le resultaba evidente que su comportamiento no era el de alguien que fuese a entregarse a la policía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Torpe y envarado, trató de moverse con naturalidad, despegándose del escaparate y alejándose unos metros y luego, al llegar otra vez a Camden Passage, echó a andar de prisa y respiró ahogadamente. ¿Adónde podía ir? ¿A casa de Susan? No, la policía estaría con ella o vigilando. ¿A la oficina central, en Primrose Hill? Tampoco, por la misma razón. ¿Por qué demonios actuaba como un fugitivo?, se preguntó indignado.

Al igual que había insistido con Dirk, se repitió que no debería escapar de la policía. Pensó que, tal como le habían enseñado de pequeño, la policía estaba para ayudar y proteger al inocente. Esa idea le hizo echar a correr y casi chocó con el nuevo y orgulloso propietario de una lámpara de pie eduardina bastante fea. Interrumpió bruscamente su carrera y siguió andando, mirando a su alrededor con aire acosado. Las familiares fachadas de las tiendas llenas de antiguos objetos de cobre pulido, de pronto le parecían amenazadoras y cargadas de agresividad.

¿Quién podría querer matar a Gordon? Esa idea empezó a martillearle al pasar por Charlton Place. Hasta el momento, lo único que se le había ocurrido es que él no deseaba su muerte. Pero ¿quién la habría querido? Era una idea nueva. A mucha gente no le cala simpático, pero había una gran diferencia entre tener antipatía a alguien, incluso mucha aversión, y llegar a matarlo, estrangularlo, arrastrarlo por el campo y prender fuego a su casa. Era esa diferencia lo que mantenía diariamente con vida a la mayoría de la población. ¿Se trataba únicamente de un robo?

Dirk no le había dicho que faltase nada, pero él tampoco se lo había preguntado.

Dirk. La imagen de aquel personaje absurdo, pero un tanto impresionante, sentado como un enorme sapo en su mugrienta oficina, persistía en la mente de Richard. Se dio cuenta de que estaba desandando el camino que antes habla hecho y, deliberadamente, torció a la derecha en vez de a la izquierda. Si seguía así acabarla loco. Sólo necesitaba espacio y algo de tiempo para pensar y ordenar las ideas. Muy bien, y ahora ¿adónde iba? Se detuvo un momento, dio la vuelta y volvió a pararse. De pronto, la idea de los domades le pareció muy atractiva. Debería haber entrado tranquilamente y pedirlos. Siguió andando. Sus pasos le conducían inexorablemente de vuelta a las serpenteantes callejas de más allá del canal. Se detuvo brevemente en una esquina, junto a una tienda, y luego pasó de prisa ante los solares del ayuntamiento, dejando atrás la zona de los especuladores inmobiliarios y llegando al fin ante la puerta del 33 de Peckender Street. Una ráfaga de viento azotó la calle y un niño tropezó con él.

—¡A tomar por culo! —gorjeó el niño, que hizo una pausa, le miró y añadió—: Oiga, míster, ¿me da su chaqueta? —No— contestó Richard. —¿Por qué no?— dijo la criatura. —Pues porque me gusta.

—No entiendo por qué —masculló el niño—. ¡A tomar por culo! Siguió su camino con aire indolente, lanzando de un puntapié una piedra contra un gato.

Richard entró de nuevo en el edificio, subió inquieto las escaleras y atisbo al interior de la oficina.

La secretaria de Dirk, sentada a su escritorio, tenía la cabeza gacha y los brazos cruzados. —No estoy aquí— advirtió. —Ya veo— dijo Richard.

—Sólo he vuelto —explicó ella sin levantar la vista del punto de la mesa al que miraba con enfado— para asegurarme de que se ha dado cuenta de que me he despedido. Si no, se le olvidaría. —¿Está?— preguntó Richard.

—¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Será mejor que pregunte a alguien que trabaje para él, porque yo no soy empleada suya. —¡Hágale pasar!— gritó la voz de Dirk.

La secretaria frunció el ceño, se levantó y abrió de par en par la puerta interior.

—Hágale entrar usted mismo —dijo. Cerró de un portazo y volvió a su asiento—. ¿Y por qué no me hago entrar yo solo? —sugirió Richard—. Ni siquiera le oigo —dijo la exsecretaria de Dirk con la mirada fija en su escritorio—. ¿Cómo piensa que puedo oírle si no estoy aquí?

Richard hizo un gesto conciliador, que ella ignoró, se dirigió a la puerta del despacho de Dirk y la abrió. Se sobresaltó al ver la habitación en penumbra. La persiana estaba echada y Dirk, reclinado sobre su asiento, tenía el rostro extrañamente iluminado por una serie de objetos colocados sobre la mesa. En el extremo del escritorio había un viejo faro de bicicleta vuelto del revés que alumbraba débilmente un metrónomo que oscilaba con suavidad de un lado a otro. Atada al vástago del instrumento había una cucharita de plata muy pulida.

Richard tiró sobre la mesa un par de cajas de cerillas.

—Siéntate, relájate y mira fijamente la cucharita —dijo Dirk—, empiezas a tener sueño…

Otro coche patrulla se detuvo con un chirrido de ruedas ante la casa de Richard. Bajó un hombre de expresión sombría y se acercó a uno de los agentes que estaban de guardia.

—Inspector Masón, Brigada de investigación criminal —dijo, enseñando una tarjeta de identidad—. ¿Es esta la casa de MacDuff?

El agente asintió con la cabeza y le indicó la puerta lateral, que daba a una larga y estrecha escalera por la que se subía al apartamento del último piso. Masón entró apresuradamente y volvió a salir a toda prisa.

—Hay un sofá en medio de la escalera —dijo—. Que lo quiten.

—Ya lo han intentado unos compañeros, señor —explicó el agente—. Parece que está atascado. De momento, hay que saltar por encima. Lo siento, señor.

Masón le lanzó otra mirada sombría perteneciente a un amplio repertorio que había creado y que iba desde un sombrío muy sombrío, en lo más bajo de la escala, hasta llegar a un sombrío leve, harto y resignado, que reservaba para el cumpleaños de sus hijos.

—Que lo quiten —repitió sombríamente.

Volvió a entrar con sombría expresión por la puerta, tirándose del abrigo y del pantalón a fin de prepararse para la sombría ascensión que le esperaba.

—¿Sigue sin haber rastro de él? —preguntó el conductor del coche patrulla, presentándose como el sargento Gilks. Tenía una expresión hastiada.

—No, que yo sepa —dijo el agente—. Pero a mí nadie me cuenta nada.

—Sé cómo se siente —convino Gilks—. Cuando la Brigada de investigación criminal entra en acción, a uno lo relegan a simple conductor. Y yo soy el único que sabe qué aspecto tiene. Anoche le paré en la carretera. Acabábamos de salir de la casa. Un verdadero cuadro.

—Vaya nochecita, ¿eh?