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E

l Monje Eléctrico ya no sabía en qué creer. Durante las últimas horas había pasado por una confusa serie de sistemas de creencia, la mayoría de los cuales no le habían aportado el duradero solaz espiritual que estaba eternamente obligado a buscar.

Francamente, estaba harto. Y cansado. Desanimado. Además, y eso le pilló de sorpresa, echaba mucho de menos a su caballo. Una criatura obtusa y humilde, desde luego, que apenas merecía la preocupación de alguien cuya mente estaba destinada para siempre a inquietudes mayores que superaban la comprensión de un simple caballo; pero le echaba de menos de todos modos.

Quería montarlo, acariciarlo. Deseaba sentir su falta de entendimiento. Se preguntó dónde estaría.

Desconsolado, dejó colgar el pie de la rama del árbol donde había pasado la noche. Se había encaramado a él en pos de algún sueño extraño y fantástico; pero se atascó y hubo de permanecer allí hasta el amanecer. Incluso ahora, a la luz del día, no estaba seguro de cómo iba a bajar. Por un momento estuvo peligrosamente cerca de creer que podía volar, pero la idea fue atajada por un protocolario control de errores que le sugirió no ser tan imbécil.

Pero era un problema.

Fuese cual fuese el fervoroso impulso que, inspirado en las alas de la esperanza, le había empujado a trepar las ramas del árbol en las mágicas horas de la noche, no le había facilitado las instrucciones para volver a bajar cuando, al igual que en muchísimas apariciones ardientes de la fe, lo había abandonado por la mañana.

Y hablando, o más bien pensando, de cosas ardientes, poco antes de amanecer había habido un incendio a poca distancia de allí. Creyó que había estallado en la dirección de donde él venía cuando se sintió arrastrado por un hondo impulso espiritual hacia aquel árbol, incómodamente alto pero, por lo demás, enojosamente ordinario. Ansió ir a venerar el fuego, entregarse eternamente a su sagrada luz, pero mientras pugnaba inútilmente por hallar un camino entre las ramas, llegaron equipos de bomberos y apagaron el divino resplandor. Eso fue otro credo tirado por la ventana.

Hacía horas que había salido el sol y, aunque había ocupado el tiempo lo mejor que pudo, creyendo en nubes, ramitas, en una especie articulada de escarabajo volador, ahora creía que estaba harto y tenía, además, el pleno convencimiento de que le estaba entrando hambre.

Deseó haber tenido la precaución de llevarse algo de comida de la mansión que había visitado por la noche, adonde había trasportado su sagrada carga para sepultarla en el santo armario de las escobas, pero había caído en las garras de una pasión ciega al creer que asuntos tan mundanos como el de alimentarse no tenían ninguna importancia y que el árbol proveería. Pues sí, había provisto. Ramas. Y los monjes no comen ramas.

En realidad, ahora que lo pensaba, se sentía un tanto incómodo por algunas de las cosas que había creído por la noche, y ciertos resultados le parecieron confusos. Le habían ordenado claramente que «disparase», y se sintió extrañamente inclinado a obedecer, pero quizá se equivocara al cumplir tan precipitadamente una orden dada en una lengua que hacía dos minutos acababa de aprender. Desde luego, la reacción de la persona a la que había disparado le pareció un tanto exagerada. En su mundo, la gente a quien disparaba de aquella manera volvía por más al cabo de una semana, pero no creía que esa persona hiciera lo mismo.

Un golpe de viento sacudió el árbol, doblándolo vertiginosamente. Descendió un poco. Al principio fue muy fácil, porque las ramas estaban bastante juntas. La última parte parecía constituir un obstáculo: una caída en picado que podría causarle graves heridas o desgarramientos internos y que, además, podría inducirle a creer cosas extremadamente raras.

Levantó un momento la vista al oír voces en un lugar apartado del campo, donde acababa de detenerse una especie de camión. Observó con cuidado, pero no vio nada especial en que creer, de modo que volvió a su introspección.

Recordó la extraña llamada de función que había sentido anoche, desconocida hasta entonces, aunque tenía la impresión de que era algo que llamaban remordimiento. No se había sentido nada cómodo ante la manera en que la persona a quien había disparado yacía en tierra y, tras alejarse un poco, había vuelto a echar otra mirada. El rostro de aquella persona sugería claramente que algo pasaba, que aquello era algo fuera de lo corriente. Al Monje le inquietó que le hubiese estropeado la tarde.

Sin embargo, pensó, lo importante era hacer lo que uno creía que estaba bien. Seguidamente se le ocurrió que, como ya le había estropeado la tarde a aquella persona, no estaría de más acompañarla a su casa. Un rápido registro de sus bolsillos le indicó su dirección, y también encontró mapas y unas llaves. El trayecto resultó difícil, pero su fe le ayudó en el camino.

De pronto flotó por el valle la palabra «cuarto de baño».

Volvió a mirar el camión, a lo lejos. Había un hombre vestido con un uniforme azul explicándole algo a otro que llevaba un mono de trabajo y parecía disgustado por algo. El viento le trajo las palabras «hasta que sepamos quién es el dueño» y «completamente chiflado, desde luego». El del mono aceptaba claramente la situación, aunque de mala gana.

Momentos después, de la parte trasera del camión sacaron un caballo. El Monje parpadeó. Sus circuitos vibraron, estremecidos de asombro. Al fin había algo en lo que podía creer, un acontecimiento verdaderamente milagroso, una tardía recompensa por su inquebrantable, aunque promiscua, devoción.

El caballo se movía con paso tranquilo, complaciente. Hacía mucho que estaba acostumbrado a ir por donde lo llevaban, pero por una vez no parecía importarle. Encontraba agradable aquel campo. Había hierba. Un seto que podía contemplar. Y espacio suficiente para trotar, si después tenía ganas de hacerlo. Los humanos lo habían traído allí, dejándolo campar a su antojo, y eso sí le gustaba. Dio unos pasos y luego, porque sí, dejó de caminar. Podía hacer lo que quisiera.

Qué placer. Qué gusto tan grande y desacostumbrado. Observó el campo despacio y luego decidió planificarse para pasar el día tranquilo. Más tarde, un trotecito, pensó; quizá hacia las tres. Y después una siestecita por la parte derecha del campo, donde había más hierba. Parecía un lugar adecuado para pensar en la cena.

Le pareció que el lado sur se prestaba más para la comida, ya que por allí corría un riachuelo. ¡Santo cielo, almorzar junto a un arroyo! Una bendición. También le gustaba mucho la idea de pasar media hora caminando un poco hacia la izquierda y otra media hora hacia la derecha; no sabía por qué. Tampoco sabía si entre las dos y las tres lo pasaría mejor sacudiendo el rabo o rumiando cosas. Claro que, si así lo deseaba, bien podía hacer ambas cosas e ir a trotar un poco más tarde. Y acababa de descubrir lo que parecía un espléndido seto para considerar las cosas, en donde podía pasar agradablemente una o dos horas antes de comer.

Bien. Un plan excelente. Y lo mejor es que ya podía ignorarlo por completo. En cambio, se dirigió al único árbol del campo y allí se detuvo con aire de complacencia. El Monje Eléctrico se tiró del árbol y cayó a lomos del caballo con un grito que se parecía sospechosamente a «¡Jerónimo!».