A
la mañana siguiente, Richard se despertó dos veces.
Bajó a prepararse el desayuno que, caprichoso e indeciso, no salió nada bien. Dejó que se quemara la tostada, derramó el café y comprobó que, pese a que el día anterior había tenido la intención de comprar mermelada, no lo había hecho. Al ver su poco decidido intento de alimentarse, pensó que a lo mejor podía sacar tiempo por la noche para invitar a Susan a una buena cena y compensarla por la noche pasada. Había un restaurante que había entusiasmado a Gordon y que no dejaba de recomendarles. Gordon no se equivocaba con los restaurantes; desde luego parecía pasar bastante tiempo en ellos. Se dio golpecitos en los dientes con un lápiz y al cabo de un par de minutos se levantó, fue a su habitación y sacó una guía de teléfono de debajo de un montón de revistas de informática.
L’Esprit de l’escalier.
Telefoneó y trató de reservar mesa, pero al indicar para cuándo la quería fue como si les contara un chiste.
—Ah, no, monsieur —dijo el maître—. Lo lamento, pero es imposible. En estos momentos es preciso hacer la reserva al menos con tres semanas de anticipación. Perdón, monsieur.
A Richard le maravilló la idea de que alguien supiera realmente qué quería hacer con tres semanas de adelanto. Dio las gracias al maître y colgó. Bueno, pues otra vez pizza. Eso le recordó la cita de anoche, a la que no acudió y, al cabo de un momento, le picó la curiosidad y volvió a coger la guía. Gentleman. Gentles… Gentry.
No había Gently. Ni uno. Consultó otra guía a la que faltaba el tomo de la S a la Z, que su asistenta tiraba una y otra vez a la basura por motivos que él jamás lograba imaginar. Desde luego no figuraba Cjelli ni nada parecido. No Jently, ni Dgently, ni Dzently ni nada remotamente semejante. Pensó si vendría por Tjently, Tsentli o Tzentli y llamó a Información, pero no le contestaron. Se dio golpecitos en los dientes con el lápiz y contempló las vueltas que daba el sillón en la pantalla del ordenador.
Qué curioso que Reg le hubiese preguntado por Dirk sólo unas horas antes con tanta urgencia. ¿Qué se hacía cuando uno quería localizar a alguien, qué pasos se seguían?
Llamó a la policía, pero tampoco le contestaron. No podía hacer más. De momento había hecho todo lo posible, salvo contratar a un detective privado, y había mejores formas de perder el tiempo y el dinero. Volvería a encontrarse con Dirk, como solía pasar cada pocos años.
De todos modos, le resultaba difícil creer que existiesen detectives privados. ¿Qué tipo de personas eran? ¿Qué aspecto tenían, dónde trabajaban? ¿Qué corbata llevarían? Probablemente tendrían que ser corbatas distintas de lo que la gente esperaba en los detectives privados. Figúrate, pensar en ese problema nada más levantarse. Aunque sólo fuese por curiosidad, y porque era lo único que podía hacer en vez de ponerse a trabajar en el Anthem, se dedicó a hojear las páginas amarillas.
Detectives privados — véase Agencias de investigación.
Esas palabras casi parecían raras en un contexto tan sólido y práctico. Prosiguió la consulta de la guía. Academias de enseñanza, Acuarios, Administradores de fincas, Agencias de investigación…
En aquel momento sonó el teléfono y contestó con cierta sequedad. No le gustaba que le interrumpieran.
—¿Pasa algo, Richard?
—¡Ah, hola, Kate! No, lo siento. Es que estaba pensando en otra cosa.
Kate Anselm era otra de las principales programadoras de Tecnologías de WayForward. Trabajaba en un proyecto a largo plazo de inteligencia artificial, la clase de cosas que parecían una idea absurda hasta que la oías hablar sobre ello. Gordon necesitaba que le explicase el tema con bastante frecuencia, en parte porque el dinero que costaba le ponía nervioso, y en parte porque, bueno, no cabía duda de que le gustaba oírla hablar de lo que fuese.
—No quería molestarte —anunció ella—, pero es que no puedo localizar a Gordon. No contesta ni en Londres ni en la casa de campo, ni tampoco en el coche. Y resulta raro para alguien que tiene tal obsesión por el teléfono. ¿Sabes que se ha instalado uno en la sauna? Como lo oyes.
—No he hablado con él desde ayer —repuso Richard.
De pronto recordó la cinta que se había llevado del contestador automático de Susan, y esperó con toda su alma que no se tratase de algo más importante que las quejas de Gordon sobre los conejos.
—Sé que iba a la casa de campo. No sé dónde debe de estar. ¿Has probado…? —sugirió, pero fue incapaz de pensar en otro sitio—. ¡Santo cielo!
—¿Richard?
—Qué raro.
—¿Qué ocurre, Richard?
—Nada, Kate. Que acabo de leer algo de lo más asombroso.
—¿Sí? ¿Qué estás leyendo?
—Bueno, la guía de teléfonos…
—¿De verdad? Tengo que ir corriendo a comprar una. ¿Han caducado los derechos cinematográficos?
—Mira, Kate, lo siento. ¿Puedo llamarte más tarde? No sé dónde estará Gordon en este momento y…
—No te preocupes. Ya sé cómo te pones cuando estás ansioso por pasar la página. Siempre está uno con el alma en vilo hasta el final, ¿verdad? El culpable debe ser Zbigniew. Que pases un buen fin de semana.
Colgó.
Richard también colgó y se quedó mirando el recuadro publicitario de las páginas amarillas que tenía delante.
DIRK GENTLY AGENCIA DE INVESTIGACIONES HOLÍSTICAS
Resolvemos los crímenes por completo.
Encontramos por completo a las personas.
Llame hoy para la solución completa de su problema
(Especialidad en gatos perdidos y divorcios engorrosos).
33a Peckender St., Londres NI 01-359 9112
Peckender Street sólo estaba a unos minutos andando. Escribió la dirección, se puso el abrigo y trotó escaleras abajo, deteniéndose a efectuar otra rápida inspección del sofá. Pensó que seguramente había algo que se le escapaba. El sillón estaba encajado en un pequeño recodo de la larga y estrecha escalera. En aquel punto, que correspondía al primer piso, justo debajo del de Richard, las escaleras se interrumpían para dar lugar a un descansillo de unos dos metros. Sin embargo, la inspección no reveló nada nuevo y, tras saltar por encima del sillón, salió por el portal.
En Islington apenas se puede arrojar un ladrillo sin dar a una tienda de antigüedades, una agencia inmobiliaria o una librería. Y en caso de no hacer blanco en ellas, sin duda se les desconectaría la alarma antirrobo, que no se pondría de nuevo en marcha hasta pasado el fin de semana. Un coche patrulla realizaba su habitual juego de regates hasta adelantarle y frenar con un chirrido. Richard cruzó la calle por detrás de él.
El día era frío y luminoso, le resultaba agradable. Atravesó la parte alta de Islington Green, donde sacudían a los borrachos, pasó por el solar del antiguo Collins Music Hall, que había ardido hasta los cimientos, y recorrió el Camden Passage, donde timaban a los turistas norteamericanos. Curioseó entre las antigüedades y se fijó en unos pendientes que, según le pareció, le gustarían a Susan, pero no se decidió. No estaba seguro de que fuesen de su estilo, así que lo dejó. Miró en una librería y, en un impulso, compró una antología de poemas de Coleridge sólo porque estaba allí. Luego pasó por callejas tortuosas, cruzó el canal, por las propiedades municipales que lo bordeaban, por una serie de plazuelas cada vez más pequeñas hasta dar al fin con Peckender Street, que resultó estar mucho más lejos de lo que había pensado.
Era una calle por la que los agentes inmobiliarios suelen pasear salivando en sus Jaguar. Había innumerables tiendas a punto de cerrar, de una arquitectura industrial victoriana, junto a deterioradas casas en promontorios de tardío estilo georgiano que ardían en deseos de que las demoliesen para que en su lugar surgieran robustos y jóvenes cubos de cemento. Los agentes inmobiliarios correteaban por la calle en hambrientos rebaños, observándose con mutuo recelo y a punto de escribir algo en los cuadernos.
El número 33, que al fin encontró entre el 37 y el 45, se encontraba en un estado penoso, pero no peor que el de las demás casas. La planta baja era una agencia de viajes con el escaparate roto y con unos carteles de la BOAC[4] que actualmente debían de ser bastante valiosos. El portal contiguo estaba pintado de rojo vivo, no muy bien, pero al menos recientemente. Junto a la puerta había un timbre con un letrero bien escrito que rezaba: «Dominique, Clases de Francés, Tercer piso». Pero lo que más llamaba la atención era la audaz y reluciente placa de cobre justo en medio de la puerta con una leyenda que decía: «Dirk Gently, Agencia de investigaciones holísticas». Nada más. Parecía completamente nueva, incluso los tornillos que la sujetaban todavía estaban relucientes.
Richard abrió la puerta de un empujón y miró al interior. Vio un pasillo angosto y húmedo en el que no había nada aparte del arranque de unas escaleras. Al fondo había una puerta con muestras de no haber sido abierta durante los últimos años y unas estanterías de metal; apoyada contra ella había una pecera y los restos de una bicicleta. Todo lo demás, paredes, suelo, escaleras y lo que se distinguía de la puerta del fondo estaba pintado de gris con idea de adecentarlo sin mucho gasto, aunque ahora presentaba muchos arañazos y había una mancha de humedad cerca del techo de la que sobresalía un grupo de hongos en forma de taza.
Oyó ruido como de voces airadas y al empezar a subir las escaleras distinguió el rumor de dos discusiones distintas, pero acaloradas, que se desarrollaban en el piso de arriba.
Una, o al menos su mitad, acabó bruscamente, con la aparición de un hombre de excesiva corpulencia que bajaba con gran estruendo ajustándose el cuello de la gabardina. La otra mitad de aquella discusión prosiguió en un francés torrencial y ofendido.
—Ahórrese el dinero, amigo, es un completo desastre —le advirtió el hombre, dándole un empujón al pasar y perdiéndose en la fría mañana.
La otra discusión era más apagada. Cuando llegó al primer pasillo, oyó que una puerta se cerraba de golpe y aquellas voces también cesaron. Miró por la puerta más cercana, que estaba abierta. Daba a la salita de espera de una oficina cuya puerta interior estaba bien cerrada. Una mujer feúcha y de aspecto juvenil sacaba del cajón barras de maquillaje y paquetes de kleenex y los guardaba con brusquedad en el bolso.
—¿Es aquí la Agencia de investigaciones? —inquirió Richard en tono de incertidumbre.
La mujer asintió, mordiéndose el labio y sin levantar la cabeza.
—¿Y está míster Gently?
—Quizá sí —anunció, echándose hacia atrás el pelo, que era demasiado rizado para que le quedara bien en esa posición—, y quizá no. No estoy en condiciones de asegurarlo. No es de mi incumbencia saber dónde está. Su paradero siempre es cosa suya.
Recogió el último frasco de laca de uñas e intentó cerrar de golpe el cajón. Un grueso libro en posición vertical impidió la operación. Volvió a intentarlo, sin éxito. Cogió el libro, arrancó unas cuantas hojas y volvió a colocarlo. Esta vez pudo cerrar fácilmente el cajón.
—¿Es usted su secretaria? —preguntó Richard.
—Soy su exsecretaria, y pretendo seguir siéndolo —contestó ella, cerrando firmemente el bolso—. Si quiere gastarse el dinero en ridículas y costosas placas de cobre en vez de pagarme a mí, que lo haga. Pero eso yo no lo aguanto, muchas gracias. No es bueno para la empresa. Contestar adecuadamente al teléfono sí lo es, y me gustaría ver cómo lo hace esa elegante placa. Si me disculpa, me gustaría salir pitando, por favor.
Richard se apartó y ella salió pitando.
—¡Ya era hora! —gritó una voz desde el despacho interior. Sonó un teléfono y alguien lo cogió inmediatamente.
—¿Sí? —contestó irritada la voz de dentro.
La muchacha volvió a por su pañuelo, pero con sigilo, para que su exjefe no la oyera. Luego se marchó definitivamente.
—Sí, Dirk Gently, Agencia de investigaciones holísticas. ¿En qué puedo servirle?
Había cesado el torrente de francés en el piso de arriba. Reinaba una especie de calma tensa.
—De acuerdo, señora Sunderland —dijo la voz de dentro—, los divorcios complicados son nuestra especialidad.
Hubo una pausa.
—Sí, gracias, señora Sunderland, no tan complicado.
Colgaron el teléfono, pero inmediatamente sonó otro.
Richard echó un vistazo a la siniestra oficinilla. El mobiliario era muy escaso. Un escritorio de aglomerado con un revestimiento de madera, un viejo archivador gris y una papelera metálica de color verde oscuro. En la pared, un póster de Duran Duran en el que, con rotulador rojo y en gruesos caracteres, habían escrito: «Quítelo, por favor».
Bajo el letrero, otra caligrafía había garabateado: «No».
Debajo del último, el autor del primero había puesto: «Insisto en que lo quite».
Debajo de ese, el responsable del segundo había respondido: «¡Ni hablar!».
Y debajo: «¡Está despedida!».
Y otra vez debajo: «¡Qué bien!».
En eso pareció quedar la cuestión.
Llamó a la puerta interior, pero no contestaron. En cambio, la voz proseguía:
—Me alegro mucho de que me lo pregunte, señora Rawlison. El término «holístico» se refiere a mi convicción de que debemos ocuparnos de la interrelación fundamental de todas las cosas. Yo no me dedico a cosas tan mezquinas como polvos para huellas digitales, pruebas reveladoras como pelusa en los bolsillos y huellas anodinas. Yo creo que la solución de todos los problemas puede encontrarse en el tejido y la trama del conjunto. Las relaciones entre causa y efecto suelen ser más sutiles y complejas de lo que nosotros podríamos naturalmente suponer con nuestra grosera e inmediata comprensión del mundo físico, señora Rawlison.
—Permítame ponerle un ejemplo. Si le duelen las muelas y va a la acupuntura le pondrán una aguja en el muslo, ¿verdad? ¿Sabe usted por qué, señora Rawlison?
—Ni yo tampoco, señora Rawlison, pero nosotros intentamos averiguarlo. Ha sido un placer hablar con usted, señora Rawlison. Adiós.
Al colgar ese teléfono, sonó otro.
Richard entornó la puerta y atisbo al interior.
Era el mismo Svlad, o Dirk, Cjelli. Tenía el cuerpo un poco más orondo, los ojos y el cuello más colorados y la mirada algo más perdida, pero en lo fundamental era el mismo rostro que recordaba muy claramente de nueve años antes subiendo con tétrica sonrisa al furgón de un coche celular de la policía de Cambridgeshire. Llevaba un viejo traje de paño grueso marrón claro que parecía haber sido utilizado a menudo para realizar expediciones entre zarzales en un pasado remoto y más feliz, una camisa roja de cuadros que no lograba hacer juego del todo con el traje y una corbata verde a rayas de imposible vinculación con las otras dos prendas. También llevaba unas gruesas gafas de montura metálica que al menos en parte explicaban su idea sobre la vestimenta.
—¡Qué alegría tan grande me produce oírla, señora Bluthall! Sentí mucho el fallecimiento de miss Tiddles. Angustiosa noticia, sin duda. Y sin embargo, y sin embargo… ¿Dejaremos que la negra desesperación nos oculte la más suave luz donde ya mora para siempre su bienaventurada gatita? Creo que no. Escuche. Me parece estar oyendo a miss Tiddles, está maullando. La llama a usted, señora Bluthall. Dice que está contenta, en paz. Añade que gozarla aún de mayor paz si usted pagase una factura. ¿Significa eso algo para usted, señora Bluthall? Y ahora que me acuerdo, creo haberle enviado una hace menos de tres meses. Me pregunto si será eso lo que turba su eterno descanso.
Con un gesto brusco, Dirk indicó a Richard que entrase y luego le hizo señas para que le pasase el arrugado paquete de cigarrillos franceses que habla apenas fuera de su alcance.
—Entonces, el domingo por la noche, señora Bluthall. El domingo por la noche, a las ocho y media. Ya sabe la dirección. Sí, estoy seguro de que miss Tiddles aparecerá, igual que su cuaderno de cheques. Hasta entonces, señora Bluthall, hasta entonces.
Otro teléfono sonó en el momento en que se libraba de la señora Bluthall. Lo cogió, encendiendo al mismo tiempo el arrugado cigarrillo.
—¡Ah, señora Sauskind! —respondió a la nueva llamada—. Mi cliente más antigua y diría que más valiosa. Buenos días tenga usted, señora Sauskind, muy buenos días. Me temo que, lamentablemente, aún no hay señales del joven Roderik, pero la búsqueda se intensifica a medida que se acerca a sus etapas finales, de eso estoy convencido, y confío en que un día de estos el tunantuelo volverá de forma permanente a sus brazos y maullará sin parar. ¡Ah, sí!, y espero que haya recibido la factura.
El arrugado cigarrillo de Dirk lo estaba tanto que no tiraba, así que sujetó el teléfono en el hombro y rebuscó otro en el paquete, pero estaba vacío.
Exploró la mesa en busca de un trozo de papel y un lápiz gastado y escribió una nota que pasó a Richard.
—Sí, señora Sauskind —aseguró al teléfono—, la escucho con la mayor atención.
La nota decía: «Dile a la secretaria que vaya a por pitillos».
—Sí —prosiguió Dirk al teléfono—, pero como me he esforzado en explicarle durante los siete años que nos conocemos, señora Sauskind, en este asunto me inclino por el punto de vista de la mecánica cuántica. Mi teoría es que su gato no se ha perdido, sino que su estructura ondular se ha disgregado de forma pasajera y debe reconstruirse. Schrödinger. Planck. Etcétera.
Richard escribió en la misma nota: «Ya no tienes secretaria», y se la volvió a pasar a Dirk.
Dirk lo pensó un momento y luego añadió en el papel: «¡Maldita sea su estampa!», y la pasó de nuevo.
—Estoy de acuerdo con usted, señora Sauskind —continuó Dirk en tono despreocupado—, en que diecinueve años es, podríamos decir, una edad venerable para un gato, pero ¿podemos permitirnos creer que un gato como Roderick no la haya alcanzado? ¿Y deberíamos abandonarle a su destino ahora, en el otoño de su vida? No cabe duda de que este es el momento en que más necesita el apoyo de nuestras incesantes investigaciones. Es el momento en que deberíamos redoblar nuestros esfuerzos y, con su permiso, señora Sauskind, eso es lo que pretendo hacer. Imagínese, señora Sauskind, con qué cara le miraría si no hiciese por él algo tan sencillo.
Richard manoseó la nota, se encogió de hombros, escribió: «Yo iré a por ellos», y la pasó a Dirk.
Dirk meneó la cabeza con aire de admonición y escribió: «No puedo imaginar mayor amabilidad». En cuanto Richard lo leyó, Dirk volvió a coger la nota y añadió: «Pide dinero a la secretaria». Richard examinó pensativo el mensaje, cogió el lápiz y subrayó la frase que antes había escrito: «Ya no tienes secretaria». Volvió a pasar el papel a Dirk, que se limitó a echarle una ojeada y a hacer una marca en «No puedo imaginar mayor amabilidad».
—Sí, bueno —prosiguió Dirk con la señora Sauskind—, usted podría repasar los apartados de la factura que no acaba de entender. Sólo los apartados más amplios. Richard salió.
Bajó corriendo las escaleras y se cruzó con un muchacho esperanzado con cazadora vaquera y pelo muy corto que miraba expectante hacia arriba.
—¿Merece la pena, amigo? —preguntó a Richard—. Es algo tremendo —contestó Richard—, sencillamente asombroso.
Encontró un quiosco cerca y cogió un par de paquetes de Disque Bleu para Richard y un ejemplar de Personal Computer World con una fotografía de Gordon Way en la portada.
—Qué lástima, ¿verdad? —comentó el vendedor—. ¿Cómo? Ah…, pues sí —dijo Richard.
Él solía pensar lo mismo, pero le sorprendió ver que sus sentimientos tuviesen tanto eco. Cogió también el Guardian, pagó y se marchó. Cuando volvió, Dirk seguía al teléfono con los pies encima de la mesa. Evidentemente, llevaba las negociaciones con soltura.
—Sí, en las Bahamas los costes fueron, bueno, caros, señora Sauskind, eso es normal en los costes. Por eso se llaman así.
Cogió los paquetes de cigarrillos que le ofrecían, pareció decepcionado de que sólo hubiese dos, pero enarcó brevemente las cejas hacia Richard en señal de agradecimiento por el favor que le había hecho y luego le indicó que se sentara. Del piso de arriba se filtraba el rumor de una discusión mantenida en parte en francés.
—Claro que le explicaré de nuevo por qué el viaje a las Bahamas fue tan absolutamente necesario —dijo Dirk Gently en tono conciliador—. Nada podría causarme mayor placer. Como ya sabe, señora Sauskind, mi teoría se basa en la interrelación de todas las cosas. Además, tracé y uní mediante triángulos los vectores de la interrelación de todos los datos, lo que me condujo a una playa de las Bermudas y, por consiguiente, será necesario que la visite de cuando en cuando en el curso de mis investigaciones. Desearía que no fuese así porque, lamentablemente, soy tan alérgico al sol como a los ponches de ron, pero todos tenemos nuestra cruz, ¿verdad, señora Sauskind?
Del teléfono surgió un borbotón de palabras.
—Me entristece usted, señora Sauskind. Desearía decirle desde lo más profundo de mi ser que su escepticismo es una recompensa y un acicate para mí, pero a pesar de que tengo la mejor voluntad del mundo no puedo hacerlo. El caso me ha agotado, señora Sauskind, me ha dejado vacío. Creo que en la factura encontrará un dato referido a tal punto. Veamos.
Cogió un papel de calco que tenía cerca.
—«Detectar y efectuar la triangulación de los vectores de la interconexión de todos los datos, 150 libras». Ya comentaremos eso. «Seguir la pista de los mismos a una playa de las Bahamas, viaje y alojamiento». Sólo 1500 libras. El alojamiento fue angustiosamente modesto, desde luego. Ah, sí; aquí está. «Lucha contra el agotador escepticismo de los clientes y bebidas: 327,50 libras». Quisiera no tener que presentarle estos gastos, mi querida señora Sauskind, ojalá no me viera continuamente en esta situación. El que no crea en mis métodos, sólo me dificulta más el trabajo, señora Sauskind y, por lo tanto, a pesar mío lo encarece.
Arriba, el rumor de la discusión subía de tono por momentos. La voz francesa parecía a punto de llegar a la histeria, pero Richard no distinguía las palabras.
—Sí, señora Sauskind —continuaba Dirk—, reconozco que el coste de la investigación se ha alejado un poco de las estimaciones iniciales, pero estoy seguro de que usted también reconocerá que un trabajo de siete años ha de ser más difícil que el que se solventa en una tarde y que, por lo tanto, también debe ser más caro. Tengo que revisar continuamente mis cálculos sobre la dificultad de la tarea, a la vista de los obstáculos que se presentan.
El parloteo que salía del teléfono se hacía más frenético. —Mi querida señora Sauskind, ¿o puedo llamarla Joyce? Entonces, de acuerdo. Mi querida señora Sauskind, permítame decirle lo siguiente. No se preocupe por esa factura, que no la desconcierte ni la alarme. Le ruego que no la convierta en una fuente de ansiedad para usted. Sólo apriete los dientes y páguela.
Quitó los pies de encima de la mesa y se inclinó sobre el escritorio, acercando inexorablemente el teléfono hacia la horquilla.
—Como siempre, ha sido un gran placer hablar con usted, señora Sauskind. De momento, adiós.
Finalmente colgó, cogió el aparato entero y lo arrojó a la papelera.
—Mi querido Richard MacDuff —dijo, sacando de debajo del escritorio una caja ancha y plana y depositándola al otro lado de la mesa—. Ahí tienes tu pizza. Richard la miró, pasmado.
—No, gracias. He desayunado. Cómetela tú, por favor. —Les dije que te pasarías el fin de semana a pagar la cuenta. A propósito, bienvenido a mis oficinas—. Hizo un gesto vago hacia el destartalado despacho y, señalando a la ventana, añadió: —La luz funciona y la gravedad también. Dejó caer un lápiz al suelo.
—Con todo lo demás tenemos que correr un riesgo. —¿Qué es esto?— inquirió Richard, aclarándose la garganta.
—¿Qué es qué?
—¡Esto! —exclamó Richard—. Todo esto. Según parece, tienes una agencia de investigaciones holísticas, y yo no sé qué es eso.
—Facilito un servicio único en el mundo —explicó Dirk—. El término «holísticas» se refiere a mi convicción de que debemos ocuparlos de la interrelación fundamental de todas…
—Sí, eso ya lo he oído antes —le interrumpió Richard—. Debo decir que me parece una excusa para aprovecharte de crédulas ancianas.
—¿Aprovecharme? Bueno, supongo que así sería si me pagaran alguna vez. Pero te aseguro, querido Richard, que no parece haber ni el más remoto peligro de ello. Vivo de lo que se acostumbra a denominar esperanzas. Espero casos fascinantes y lucrativos, mi secretaria espera que le pague, el dueño de su casa espera que ella le abone el alquiler, la compañía de la luz espera que el dueño le pague la factura, y así sucesivamente. Me parece una forma de vida en la que reina un maravilloso optimismo. Entretanto, ofrezco a una serie de señoras encantadoras y estúpidas la oportunidad de sentirse alegremente malhumoradas y prácticamente les garantizo la libertad de sus gatos. ¿Es que hay, me preguntas (y formulo la pregunta por ti, porque sé que sabes cómo me fastidia que me interrumpan), es que existe un solo caso que requiera la más mínima parte de mi intelecto y que, ocioso es decirlo, sea prodigioso? No. Pero ¿me desespero? ¿Estoy deprimido? Sí. Hasta hoy.
—Vaya, me alegro —comentó Richard—. Pero ¿qué eran todas esas tonterías de gatos y mecánica cuántica?
Suspirando, Dirk abrió la tapa de la pizza con un rápido y experto movimiento de los dedos. Examinó con cierta tristeza la fría circunferencia y cortó un pedazo. Sobre el escritorio se esparcieron trocitos de pimientos y anchoas.
—Richard, estoy seguro de que conoces la teoría del gato de Schrödinger —dijo mientras se introducía en la boca la mayor parte del pedazo.
—Pues claro. Bueno, relativamente.
—¿De qué se trata?
—Es un ejemplo —contestó Richard, removiéndose incómodo en el asiento— del principio de que, a nivel cuántico, todos los acontecimientos están regidos por probabilidades…
—A nivel cuántico y, por consiguiente, a todos los niveles —le interrumpió Dirk—. Aunque a cualquier nivel superior al subatómico, los efectos acumulativos de tales probabilidades no se distinguen, en circunstancias normales, de los efectos de leyes físicas fuertes y rápidas. Continúa.
Se llenó la boca con más pizza fría.
Richard pensó que ya la tenía bastante llena. Así que, con eso y con todo lo que hablaba, por sus labios había un tráfico casi incesante. Por otro lado, en una conversación normal sus oídos permanecían en una inactividad casi absoluta. Se le ocurrió que si Lamarck hubiese tenido razón y se estableciese una relación entre su conducta actual y la de varias generaciones anteriores, había grandes posibilidades de que hubiese que efectuar un buen cambio de cañerías en el cerebro.
—No sólo los acontecimientos a nivel cuántico están regidos por probabilidades, sino que esas probabilidades ni siquiera se traducen en acontecimientos hasta que son medidas. O para utilizar una frase que te acabo de oír en otro extraño sentido, el acto de medir cancela la probabilidad de la estructura ondular. Hasta ese punto, todos los posibles medios de acción, incluido, por ejemplo, un electrón, coexisten con la probabilidad de la estructura ondular. Nada está decidido hasta que se mide.
—Más o menos —concedió Dirk, tomando otro bocado—. Pero ¿y lo del gato?
Richard decidió que sólo había un medio de evitar el espectáculo de Dirk comiéndose el resto de la pizza, y era comerse él lo que quedaba. Lo cogió, hizo un rollo y dio un mordisquito por el extremo. Estaba bastante bueno. Tomó otro bocado. Dirk observaba la operación con sorprendido disgusto.
—Así que la idea subyacente al Gato de Schrödinger era tratar de imaginar un modo de que los efectos del comportamiento probabilístico a nivel cuántico pudiesen observarse a escala macroscópica. O en otras palabras, en el plano cotidiano.
—Eso es —dijo Dirk, mirando el resto de la pizza con expresión abatida. Richard dio otro mordisco y prosiguió animadamente:
—Así que suponte que metes un gato en una caja que se pueda cerrar herméticamente. En la misma caja también pones un trocito de material radiactivo y un frasco con gas venenoso. Haces lo necesario para que después de un período de tiempo determinado haya una probabilidad de exactamente el cincuenta por ciento de que un átomo del fragmento de material radiactivo se desintegre y emita un electrón. Si llega a desintegrarse, producirá la descarga del gas y matará al gato. Si no, el gato vivirá. Cincuenta por ciento de probabilidades. Dependiendo de una posibilidad del cincuenta por ciento de que un átomo llegue o no a desintegrarse.
—El problema, tal y como yo lo entiendo, es el siguiente: como la desintegración de un solo átomo es un hecho a nivel cuántico que no puede resolverse en un sentido u otro hasta que no se observa, y como la observación no se efectúa hasta que se abre la caja y se comprueba si el gato está vivo o muerto, de ello se deduce una consecuencia de lo más extraordinaria. Hasta que la caja se abre, el gato existe en un estado indeterminado. La posibilidad de que esté vivo y la posibilidad de que esté muerto son dos formas ondulares diferentes que se superponen mutuamente en la caja. Schrödinger expone esta idea para ilustrar lo que él consideraba absurdo en la teoría de los cuantos.
Dirk se levantó y se acercó a la ventana, probablemente no tanto para contemplar el mezquino panorama que ofrecía de un viejo almacén en el que un actor alternativo despilfarraba sus amplios honorarios en la transformación del solar en apartamentos de lujo, como para no presenciar la desaparición del último resto de pizza.
—¡Bravo! —exclamó—. Exacto.
—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con… esta agencia de investigaciones?
—Ah, ya. Bueno, pues unos investigadores realizaron una vez ese experimento, pero cuando abrieron la caja el gato no estaba ni vivo ni muerto, sino que habla desaparecido sin dejar ni rastro, y entonces me llamaron a mí. Por fin pude deducir que no había ocurrido nada extraordinario. Sólo que el gato se había cansado de que lo encerraran sin cesar en una caja y lo gasearan de vez en cuando y había aprovechado la primera oportunidad para largarse por la ventana. Sólo tardé unos segundos en poner en la ventana un plato de leche y decir «Bernice» con voz incitante. El gato se llamaba Bernice, ¿entiendes?
—Bueno, espera un momento —le dijo Richard.
—Y recuperaron el gato en seguida. Un caso bastante sencillo, pero parece que produjo gran impresión en ciertos círculos y, como suele suceder, una cosa llevó a otra y todo culminó en la próspera actividad que tienes ante ti.
—Espera un momento, aguarda un poco —insistió Richard, dando una palmada en la mesa.
—¿Sí? —inquirió Dirk con aire inocente.
—¿De qué estás hablando, Dirk?
—¿Te has perdido en algún punto de la explicación?
—Pues no sé por dónde empezar —protestó Richard—. Muy bien. Has dicho que unos investigadores llevaron a cabo el experimento. Eso es una estupidez. El Gato de Schrödinger no es un experimento real. Sólo un ejemplo que sirve como base para debatir una hipótesis. Es algo imposible de llevar a cabo.
Dirk le observaba con extraña atención.
—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?
—Porque no se puede demostrar. La idea consiste en imaginar qué va a ocurrir antes de efectuar la observación. No puede saberse qué pasa dentro de la caja sin mirar, y en cuanto se mira, el conjunto ondular se disuelve y las probabilidades se resuelven. Es frustrante. Completamente inútil.
—Hasta el momento, todo lo que dices es absolutamente correcto —repuso Dirk, volviendo a su asiento. Sacó un cigarrillo, le dio unos golpecitos en la mesa, se inclinó hacia adelante, apuntó con el filtro hacia Richard y prosiguió—: Pero piensa en esto. Suponte que incorporas en el experimento a un médium, una persona con poderes psíquicos, clarividente, que pueda adivinar el estado de salud del gato sin abrir la caja. Alguien que tenga, quizá, cierta afinidad con los gatos. ¿Qué pasaría? ¿Nos aportaría eso un nuevo enfoque del problema de la física cuántica?
—¿Es eso lo que querían hacer?
—Eso es lo que hicieron.
—Dirk, eso es una completa tontería. Dirk enarcó las cejas con aire desafiante.
—De acuerdo, muy bien —dijo Richard, alzando las manos con las palmas hacia arriba—, sigamos el argumento hasta el final. Aun admitiendo, que no lo admito ni por un momento, que la clarividencia tenga algún fundamento, ello no alteraría la característica esencial del experimento, es decir, su imposibilidad. Como dije, todo gira en torno a lo que ocurra en el interior de la caja antes de la observación. No importa la forma de la observación, ni si se mira en la caja con los ojos o con…, bueno, con la mente, si insistes. Si se opera mediante la clarividencia, ello no dejaría de ser otra forma de mirar en el interior de la caja y, si no, resulta improcedente.
—Dependería, claro está, del punto de vista que adoptes respecto a la clarividencia…
—Ah, ¿sí? —repuso Richard—. ¿Y qué concepto tienes tú de la clarividencia? Dado tu historial, tendría interés en conocerlo.
Dirk volvió a dar golpecitos con el cigarrillo sobre la mesa y miró a Richard con el ceño fruncido. Hubo un silencio denso y prolongado, sólo interrumpido por el rumor de lejanos gritos en francés.
—De la clarividencia opino lo que siempre he pensado —anunció Dirk, al cabo.
—¿Y qué es?
—Que yo no soy clarividente.
—¿De verdad? —inquirió Richard—. ¿Y qué me dices de los exámenes?
La mirada de Dirk se ensombreció ante aquella alusión.
—Fue una casualidad —dijo bruscamente, en voz baja—. Una extraña e inquietante coincidencia, pero coincidencia a fin y al cabo. Que, debería añadir, fue la causa de que pasara una considerable temporada en la cárcel. Las coincidencias pueden ser algo horripilante y peligroso…
Dirk dedicó a Richard otra de sus fijas y apreciativas miradas.
—Te he estado observando atentamente —prosiguió—. Para un hombre en tu situación, pareces sumamente tranquilo. A Richard aquello le pareció un comentario extraño, y por un momento trató de encontrarle sentido. Entonces se hizo la luz, y le resultó molesta.
—¡Santo cielo! —exclamó—. No te lo habrá encargado a ti también, ¿verdad?
A su vez, Dirk pareció perplejo por aquella observación.
—¿Quién no me habrá encargado qué?
—Gordon. No, claro que no. Gordon Way. Tiene la costumbre de hacer que otras personas ejerzan presión sobre mí para que prosiga el trabajo que él considera importante. Por un momento creí que… Bueno, olvídalo. ¿A qué te referías, entonces?
—Así que Gordon Way tiene esa costumbre, ¿eh?
—Sí, y no me gusta. ¿Por qué?
Dirk miró duramente a Richard durante un momento, dando golpecitos en la mesa con un lápiz. Luego se retrepó en la silla y anunció lo siguiente:
—Hoy, antes de amanecer, se ha descubierto el cadáver de Gordon Way. Le han disparado, estrangulado y luego incendiaron su casa. La policía cree que no le dispararon en la casa, porque sólo hallaron perdigones en su cuerpo. Sin embargo, han encontrado algunos cerca del Mercedes 500 SEC de míster Way, que estaba abandonado a unos cinco kilómetros de su casa, lo que hace suponer que el cuerpo fue trasladado después del asesinato. Además, el médico que examinó el cadáver opina que míster Way fue estrangulado después de los disparos, lo que parece indicar cierta confusión mental por parte del asesino.
—Por una sorprendente coincidencia, parece que la policía tuvo anoche la oportunidad de entrevistar a un caballero con aire muy confuso, que padecía el extraño complejo de culpa de que acababa de atropellar a su jefe. Era un tal Richard MacDuff, y su jefe era el difunto Gordon Way. Por otra parte, se sugirió que míster Richard MacDuff es una de las dos personas que más probablemente se beneficiarían de la muerte de míster Way, pues no cabe duda de que Tecnologías WayForward pasará al menos en parte a sus manos. La otra persona es miss Susan Way, su único pariente, en cuyo piso, según se observó, entró por la fuerza anoche míster Richard MacDuff. Claro que las policía ignora esto último y, si podemos evitarlo, no lo sabrá. No obstante, las relaciones entre ambos individuos se someterán a un examen detallado. Las noticias de la radio afirman que se ha organizado una urgente búsqueda de míster MacDuff, de quien se cree que contribuirá a la buena marcha de las pesquisas policiales, pero por el tono del locutor estaba claro que era de lo más culpable.
—Mi tarifa de honorarios es la siguiente: doscientas libras al día más gastos. Los gastos no son negociables, y a veces pueden sorprender a quienes no comprenden estas cosas como algo circunstancial. Todos ellos son necesarios y, como he dicho, no negociables. ¿Estoy contratado?
—Lo siento —dijo Richard, asintiendo levemente—, ¿podrías repetírmelo desde el principio?