A
lgunos de los aspectos menos agradables de estar muerto empezaron a asaltar a Gordon delante de su casa de campo.
En realidad, bajo cualquier criterio se trataba de una casa bastante grande, pero siempre había querido tener una casa en el campo y por eso, cuando al fin le llegó el momento de comprarse una y descubrió que tenía mucho más dinero del que nunca pudo seriamente soñar que tendría, adquirió una antigua y amplia rectoría a la que llamó casa de campo a pesar de sus siete habitaciones y casi dos hectáreas de húmedo terreno de Cambridgeshire. Lo que no contribuyó a que cayese simpático a las personas que sólo tenían casas de campo, pero si Gordon Way hubiese permitido que sus actos se rigieran por la simpatía que pudiera causar a la gente, no habría sido Gordon Way.
Claro que no lo era. Ya no era Gordon Way. Sino su fantasma.
En el bolsillo tenía los fantasmas de las llaves de Gordon Way.
Al darse cuenta de ello se detuvo allí mismo, invisible. Francamente, la idea de atravesar los muros le repugnaba. Era algo que durante toda la noche había tratado penosamente de evitar. En cambio, se había dedicado a la caza de todos los objetos que tocaba con ánimo de someterlos y, de paso, sentir cierta solidez existencial. Entrar en casa, en su casa, de un modo que no fuese por la puerta y con aires de propietario, le llenaba de una dolorosa sensación de pérdida.
Al mirarla deseó que no fuese un ejemplo tan típico de gótico Victoriano, y que la luz de la luna no se reflejase, tan fría, en los gabletes de sus angostas ventanas y en sus ominosas torres. Cuando la compró, hizo el estúpido chiste de que parecía encantada, sin pensar que algún día lo estaría. ¿Y de quién sería el fantasma?
Un escalofrío le recorrió el espíritu al subir silencioso por el camino de entrada, cercado por las vagas sombras de tejos mucho más antiguos que la propia rectoría. Le inquietaba la idea de que alguien pudiese sentir miedo al subir por el camino aquella noche por temor a encontrarse con algo como él.
A su izquierda, tras una pantalla de tejos, se erguía el sombrío contorno de la vieja iglesia, ya ruinosa, únicamente utilizada en alternancia con otros pueblos vecinos y dirigida por un vicario siempre sin aliento de pedalear hasta allá y desanimado por los pocos fieles que lo esperaban al llegar. Tras el campanario de la iglesia se cernía el frío ojo de la luna.
De pronto pareció vislumbrar un movimiento, como si algo se hubiese deslizado entre los arbustos próximos a la casa, pero pensó que sólo era su imaginación, agotada por la tensión de estar muerto. ¿Precisamente allí iba a tener miedo?
Doblando la esquina de la rectoría siguió hacia la puerta de entrada, al fondo del oscuro porche recubierto de hiedra. Tuvo un súbito sobresalto al ver luz dentro de la casa. Luz eléctrica, y también el débil resplandor de lumbre del hogar. Momentos después comprendió que lo esperaban aquella noche, aunque no en su forma actual. La señora Bennett, la vieja ama de llaves, habría ido a hacerle la cama, encender la chimenea y dejarle una cena ligera. La televisión también estaría encendida, sobre todo para que pudiera apagarla con impaciencia nada más entrar.
Al acercarse, sus pasos no resonaron sobre la grava. Aunque consciente de que fracasaría en la puerta, no pudo evitar ir allí primero, para tratar de abrirla, y sólo después, oculto entre las sombras del porche, cerraría los ojos y consentiría en deslizarse vergonzosamente a través de ella. Se aproximó a la puerta y se detuvo.
Estaba abierta.
Sólo un centímetro, pero estaba abierta. Su espíritu revoloteó de miedo y sorpresa. ¿Cómo podía estar abierta? La señora Bennett siempre era muy escrupulosa con esas cosas. Quedó perplejo durante un momento y luego, con dificultad, se apoyó en la puerta. Con el pequeño empujón que pudo darle, se abrió despacio y a regañadientes, con un gruñido de protesta de los goznes. Entró y avanzó flotando por el vestíbulo de baldosas de piedra. Una ancha escalera ascendía hacia la oscuridad, pero todas las puertas que daban al vestíbulo estaban cerradas.
La que tenía más cerca comunicaba con la sala de estar, donde había fuego en la chimenea y desde donde se podían oír las apagadas persecuciones de coches de la película de la noche. Durante un par de minutos forcejeó inútilmente con el pomo de cobre, pero terminó reconociendo la humillante derrota y en un impulso de rabia se arrojó contra la puerta y pasó a través de ella.
La habitación daba una agradable sensación de bienestar doméstico. Entró bruscamente, dando tumbos, flotando a través de una mesita donde había gruesos bocadillos y un termo de café caliente, atravesando una espaciosa butaca demasiado voluminosa, la chimenea, la espesa y cálida pared de ladrillo, hasta ir a parar al oscuro y frío comedor del otro cuarto.
La puerta que daba a la sala de estar también estaba cerrada. Gordon la manipuló con dedos entumecidos y luego, rindiéndose a la evidencia, se armó de valor y la atravesó con calma y suavidad, observando por primera vez la exquisita textura interna de la madera.
La comodidad de la habitación fue casi demasiado para Gordon, que la recorrió con aire distraído, incapaz de aposentarse en ella pero dejándose penetrar por la viva sensación de calor que se desprendía de la chimenea. A él no podía calentarlo.
¿Qué harían los fantasmas durante toda la noche?, se preguntó. Inquieto, se sentó a ver la televisión. Pero pronto fueron acabándose las persecuciones de coches y sólo quedó nieve gris y ruido blanco, que no pudo desconectar. Descubrió que se había hundido demasiado en el asiento y, al levantarse de golpe, se vio confundido con partes de la butaca. Intentó divertirse poniéndose de pie encima de la mesa, pero no llegó a aliviar un estado de ánimo que inexorablemente se deslizaba del abatimiento a algo peor. A lo mejor podía dormir. Tal vez. No sentía cansancio ni tenía sueño, sólo un ansia mortal de olvidar. Volvió a atravesar la puerta cerrada y salió al sombrío vestíbulo, de donde arrancaban las sólidas escaleras que conducían a las oscuras habitaciones del piso de arriba. Subió por ellas, incorpóreo. Sabía que no tenía sentido. Si uno no puede abrir la puerta de la habitación, tampoco podrá dormir en la cama. Atravesó la puerta y, flotando, se echó sobre la colcha, que adivinaba fría aunque no podía sentirla. Parecía que la luna no iba a dejarle en paz mientras estaba ahí tumbado, con los ojos bien abiertos y vacíos, ya incapaz de recordar lo que era el sueño o cómo se dormía. El terror del vacío se apoderó de él, el horror de estar tumbado sin pausa y para siempre despierto a las cuatro de la mañana. No había ningún sitio adonde ir, nada que hacer y nadie a quien ir a despertar que no se aterrorizase ante su vista.
El peor momento fue cuando vio a Richard en la carretera, su rostro pálido y paralizado en el parabrisas. Volvió a observar su rostro y el de la pálida criatura que estaba a su lado.
Eso había sido lo que había estremecido el último resto de calor que le quedaba en lo más recóndito de la mente y que le había indicado que aquello sólo era un problema pasajero. Por la noche parecía horroroso, pero estaría bien por la mañana, cuando viese gente y solventara el asunto. Guardó en la mente el recuerdo de aquel instante y no quiso dejarlo escapar.
Había visto a Richard. Y Richard, de eso estaba seguro, le había visto a él.
Las cosas no iban a marchar bien.
Cuando se sentía tan mal por la noche, solía bajar a ver lo que había en la nevera; así que ahora bajó. Sería más agradable que la habitación iluminada por la luna. Andaría a oscuras por la cocina, tropezando con todo.
Se deslizó por la barandilla, atravesándola parcialmente, flotó a través de la puerta de la cocina con decisión, y durante cinco minutos dedicó toda su energía y concentración a encender la luz. Aquello le proporcionó una sensación de triunfo y decidió celebrarlo con una cerveza. Se dio por vencido al cabo de un par de minutos, tras hacer juegos malabares y dejar caer la lata de Fosters. No tenía la menor idea de cómo tirar de la anilla de apertura y, además, había agitado mucho la cerveza: ¿qué iba a hacer con ella si llegaba a abrirla? No tenía cuerpo para retenerla. Arrojó la lata, que rodó bajo un armario.
Empezó a notar algo. Parecía que, al igual que su visibilidad, su capacidad de sujetar los objetos crecía y disminuía a ritmo lento. Pero era un ritmo irregular, o quizá sus efectos eran unas veces más pronunciados que otras. Eso también parecía fluctuar con arreglo a un ritmo más lento. Sólo que en aquel momento le pareció que aumentaba.
En una súbita fiebre de actividad, trató de averiguar cuántas cosas de la cocina podía mover, utilizar o poner en funcionamiento. Abrió armarios y sacó cajones, espaciando cubiertos por el suelo. Logró arrancar un ronroneo a la batidora, dejó caer el molinillo de café sin haberlo puesto en marcha, abrió el gas de la cocina pero fue incapaz de encenderlo, hizo estragos en una hogaza de pan con un cuchillo de trinchar. Trató de meterse trozos de pan en la boca, los cuales cayeron de allí al suelo. Apareció un ratón que, con la piel electrificada de terror, se escabulló en seguida.
Al fin se detuvo y se sentó a la mesa de la cocina, emocionalmente agotado y físicamente exhausto. ¿Cómo reaccionaría la gente ante su muerte?, se preguntó. ¿Quién sentiría más su desaparición? Al principio se sorprenderían, luego sentirían tristeza, después se acostumbrarían y, a medida que siguieran su vida, él se convertiría en un borroso recuerdo que reflejaría el destino común de todos los mortales. Eso fue lo que más terror le infundió: no había desaparecido. Continuaba allí.
Estaba frente a un armario que aún no había podido abrir porque el picaporte estaba muy duro, y se irritó. Torpemente, cogió un bote de tomate, volvió a acercarse al amplio armario y golpeó el picaporte con el bote. La puerta se abrió de par en par y su cuerpo invisible y manchado de sangre se precipitó hacia atrás.
Hasta entonces Gordon no sabía que un fantasma podía perder el sentido. De pronto lo supo y se desmayó. Un par de horas después le despertó la explosión de la cocina de gas.