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o era aquella observación lo que le puso en tensión, claro, ya lo había pensado muchas veces. Siempre que había estado en su casa, en realidad. Siempre le había chocado, normalmente porque venía de su piso, que era cuatro veces mayor y estaba atestado. Esta vez venía de su piso, sólo que por un camino un tanto excéntrico, y por eso la observación le puso nervioso de manera poco corriente.
Volvió a mirar por la ventana, se volvió y cruzó de puntillas la habitación hacia la mesita donde estaban el teléfono y el contestador automático.
Pensó que ir de puntillas no tenía sentido. Susan no estaba. En realidad, le hubiese interesado mucho saber dónde estaba, del mismo modo que a ella también le habría interesado mucho saber dónde habla estado él a primeras horas de la noche.
Se dio cuenta de que seguía de puntillas. Se dio un golpe en la pierna para dejar de hacerlo, pero siguió andando así de todos modos.
Escalar el muro había sido terrible. Se limpió la frente con la manga de su jersey más viejo y grasiento. Había tenido un momento desagradable cuando su vida pasó como un relámpago ante sus ojos, pero había estado demasiado preocupado por si se caía y se había perdido lo mejor. Lo mejor, según había comprendido, se refería a Susan. O a los ordenadores. Nunca a Susan y a los ordenadores; en general, eso había sido lo peor. Y por eso estaba allí, pensó. Parecía falto de convencimiento, y se lo volvió a repetir para sí.
Miró el reloj. Las doce menos cuarto. Se le ocurrió que, antes de tocar nada, sería mejor que fuese a lavarse las manos, que tenía húmedas y sucias. No era la policía lo que le preocupaba, sino la aterradora asistenta de Susan, que se darla cuenta.
Fue al baño, dio la luz, limpió el interruptor, y luego contempló su sorprendido rostro en el espejo brillantemente iluminado por un tubo fluorescente. Abrió el grifo y puso las manos bajo el agua. Por un momento recordó la cálida y cambiante luz de las velas de la Cena Coleridge, y las imágenes se perdieron en el oscuro y remoto pasado de las primeras horas de la noche, cuando la vida parecía fácil y sin preocupaciones; el vino y la conversación, simples juegos malabares. Imaginó el rostro pálido y ovalado de Sarah, maravillada y con los ojos fuera de las órbitas. Se lavó la cara.
Pensó:
«… ¡Cuidado! ¡Cuidado!
¡Sus ojos destellantes! ¡Los cabellos al viento!».
Se peinó. También recordó los cuadros colgados entre las sombras, sobre sus cabezas. Se lavó los dientes. El débil zumbido del tubo fluorescente le devolvió al presente y de pronto, pasmado, recordó que estaba allí en calidad de ladrón.
Algo le llevó a mirarse a los ojos en el espejo. Sacudió la cabeza, tratando de poner sus ideas en claro.
¿Cuándo volvería Susan? Eso dependería, naturalmente, de lo que estuviera haciendo. Se secó las manos con rapidez y volvió al contestador automático. Accionó los botones y le remordió la conciencia. Le pareció que la cinta tardaba una eternidad en rebobinarse y, con un estremecimiento, comprendió que tal vez fuese porque Gordon había llamado cuando aún estaba entre los mortales.
No había pensado en que habría otros recados grabados aparte del suyo, y escuchar los mensajes de otras personas equivalía a abrirles el correo. Volvió a explicarse para sus adentros que sólo trataba de corregir un error que había cometido para no causar un daño irrevocable. Sólo escucharía lo mínimo posible hasta que encontrara su propia voz. Eso no estarla mal, ni siquiera atendería a lo que dijeran. Gruñó para sus adentros, apretó los dientes y pulsó el botón de Play con tanta fuerza que no acertó, dando, en cambio, a la tecla del Eject y sacando la cassette por error. Volvió a introducirla y, con más cuidado, dio al Play.
Bip.
—Hola, Susan, soy Gordon —dijo el contestador automático. Richard hizo correr la cinta durante unos segundos—. Voy de camino a la casa de campo…, necesito saber si Richard se ocupa del asunto. Quiero decir que si está en ello de verdad…
Richard adoptó una mueca sombría y volvió a rebobinar la cinta hacia adelante. Le sentó muy mal que Gordon tratase de presionarle a través de Susan, cosa que su jefe siempre negaba. Richard no podía culpar a Susan si se enfadaba al verse mezclada de esta forma en su trabajo.
Clic.
—«… Respuesta Armada. Por favor, haz una nota para que Susan mande hacer un letrero con un pincho afilado en la parte de abajo, a la altura adecuada para que lo vean los conejos».
¿Cómo?, murmuró Richard para sus adentros, dudando un momento en seguir rebobinando la cinta hacia adelante. Le daba la impresión de que Gordon quería parecerse desesperadamente a Howard Hughes y, aunque jamás podría aspirar a ser tan rico como él, al menos intentaba ser el doble de excéntrico. Un hecho. Una realidad tangible.
—«Me refiero a Susan, la secretaria de la oficina, no a ti, claro está» —prosiguió la voz de Gordon en el contestador automático—. «¿Dónde estaba? Ah, sí. Richard y Anthem 2.00. Susan, eso tiene que estar en prueba beta dentro de dos…».
Con los labios apretados, Richard continuó pasando la cinta hacia adelante.
—«… el caso es que sólo hay una persona que esté verdaderamente en posición de saber si está sacando adelante el trabajo o si no hace más que soñar, y esa persona…».
Volvió a dar con rabia al botón del rebobinado. Se había prometido que no escucharía, y ahora se enfadaba por lo que oía. Tenía que ponerle remedio. Bueno, otro intento más.
Entonces sólo escuchó una música. Qué raro. Dio otra vez hacia adelante, y lo mismo: música. ¿Por qué llamaba para grabar música en el contestador automático?
Sonó el teléfono. Paró el contestador y cogió el teléfono pero, al darse cuenta de lo que hacía, casi lo soltó, como si fuese una anguila eléctrica.
—Regla número uno del robo con escalo —dijo una voz—. No contestar el teléfono cuando se está en pleno trabajo. Por amor de Dios, ¿quién es usted?
Richard se quedó paralizado. Tardó unos instantes en recobrar la voz antes de preguntar:
—¿Quién llama?
—Regla número dos —prosiguió la voz—. Preparación. Llevar las herramientas adecuadas. Guantes. Tener una mínima idea de lo que uno se trae entre manos antes de colgarse de las ventanas en plena noche.
—Regla número tres. No olvidar nunca la Regla número dos.
—¿Quién es? —exclamó Richard.
—Vigilancia vecinal —prosiguió la voz, imperturbable—. Si mira por la ventana de la parte de atrás, verá…
Arrastrando el teléfono, Richard se apresuró a la ventana y miró al exterior. Un destello lejano le sobresaltó.
—Regla número cuatro. No ponerse donde puedan sacarle una fotografía.
—Regla número cinco…, ¿me estás escuchando, MacDuff?
—¿Cómo? Sí… —contestó Richard, pasmado—. ¿Es que me conoce?
—Regla número cinco. No admitir nunca la propia identidad.
Richard permaneció en silencio, respirando fuerte.
—Si te interesa —continuó la voz—, te daré un cursillo…
Richard no respondió.
—Aprendes despacio —comentó la voz—, pero aprendes. Claro que si aprendieras de prisa, ya habrías colgado. Pero eres curioso e incompetente, y por eso no lo haces. Da la casualidad de que, por tentadora que sea la idea, no doy cursillos a aprendices de ladrón. Estoy seguro de que concederían becas. Si no queda más remedio que admitirlos, al menos que tengan cierta formación.
—No obstante, si diese un cursillo así, dejaría que te matricularas gratis, porque yo también soy muy curioso. Tengo curiosidad por saber por qué míster MacDuff que, según tengo entendido, es ahora un joven próspero en el campo de la industria de ordenadores, tiene de pronto la necesidad de recurrir a un robo con escalo. —¿Quién…?
—Así que hago ciertas indagaciones, llamo a la Telefónica y descubro que el piso que están robando es el de una tal señorita S. Way. Sé que el jefe de Richard MacDuff es el famoso míster Way, y me pregunto si por casualidad son parientes. —¿Quién…?
—Estás hablando con Svlad, corrientemente conocido como «Dirk» Cjelli, que en la actualidad utiliza el nombre de Gently por motivos que sería ocioso explicar en estos momentos. Te doy las buenas noches. Si quieres saber más, estaré en el Pizza Express de Upper Street dentro de diez minutos. Lleva algo de dinero.
—¿Dirk? —exclamó Richard—. ¿Estás tratando de chantajearme? —No, idiota, para las pizzas.
Se oyó un ruidito metálico y Dirk Gently colgó. Richard quedó inmóvil unos momentos, volvió a enjugarse la frente y colgó el teléfono con suavidad, como si fuese un hámster herido. Tenía en la cabeza un ligero zumbido, y empezó a chuparse el dedo pulgar. En las profundidades de su corteza cerebral, montones de sinapsis se cogieron de la mano y se pusieron a bailar en corro cantando antiguas canciones de cuna. Sacudió la cabeza con intención de detenerlas y volvió a sentarse rápidamente junto al contestador automático.
Luchó con la idea de volver a pulsar el botón de Play, pero lo activó de todos modos antes de decidirse. Apenas había pasado unos cuatro segundos de relajante música ligera cuando se oyó el ruido de una llave en la cerradura de la puerta. Lleno de pánico, Richard pulsó con el pulgar el botón de Eject, sacó la cinta, se la guardó precipitadamente en el bolsillo de los vaqueros y la sustituyó por la primera de una hilera que se amontonaba junto al vídeo. Al lado del suyo, en su casa, tenía una pila parecida. Se las daba Susan, la de la oficina, la pobre y sufrida Susan de la oficina. Debía acordarse de sentir simpatía por ella al día siguiente, cuando tuviese tiempo y pudiera concentrarse.
De pronto, sin siquiera darse cuenta de lo que hacía, cambió de idea. En un abrir y cerrar de ojos volvió a sacar del aparato la cinta que acababa de meter, la sustituyó por la que se había guardado, accionó el mando del rebobinado y, de un salto, se colocó en el sofá, donde trató de adoptar una postura indolente con aires de triunfador. En un impulso, se puso la mano izquierda a la espalda, donde podía serle útil.
Estaba intentando ordenar sus facciones en una expresión compuesta a partes iguales de arrepentimiento, jovialidad y atracción sexual, cuando se abrió la puerta y apareció Michael Wenton-Weakes. Todo se paró.
Fuera, el viento cesó. Las lechuzas se detuvieron en pleno vuelo. Bueno, quizá sí, quizá no, pero lo cierto es que la calefacción central se cortó en aquel preciso momento, tal vez incapaz de arreglárselas con el sobrenatural escalofrío que barrió súbitamente la habitación. —¿Qué haces aquí, Wednesday?— inquirió Richard, levantándose del sofá como levitado por la ira.
Michael Wenton-Weakes era un hombre robusto de cara triste, habitualmente conocido como Michael Wednesday-Week porque solía prometer que terminaría las cosas para el miércoles de la semana siguiente. Llevaba un traje que había tenido un corte soberbio cuarenta años antes, cuando lo compró su padre.
Michael Wenton-Weakes ocupaba un lugar muy destacado en la pequeña pero selecta lista de personas a las que Richard aborrecía por completo. Le desagradaba porque le parecía odiosa la idea de que un privilegiado se compadeciera de sí mismo porque pensaba que el mundo no entendía verdaderamente los problemas de la gente privilegiada. Por otra parte, él tampoco caía simpático a Michael por la sencilla razón de que Richard le detestaba y no trataba de ocultarlo.
Michael se volvió y lanzó una mirada lúgubre al pasillo mientras entraba Susan, que se detuvo al ver a Richard. Dejó el bolso, se quitó la bufanda, se desabrochó el abrigo, se lo quitó, se lo tendió a Michael, se dirigió hacia Richard y le dio una bofetada.
—Eso es lo que he estado esperando toda la noche —anunció, furiosa—. Y no finjas que lo que ocultas a la espalda es un ramo de flores que has olvidado traerme. Ya intentaste ese truco la última vez.
Se volvió y echó a andar con aire majestuoso. —Esta vez he olvidado una caja de bombones— dijo tristemente Richard, extendiendo la mano vacía hacia Susan, que ya le daba la espalda. —He escalado sin ella. Cuando entré, me sentí como un idiota.
—Eso no tiene gracia —aseguró Susan.
Se metió en la cocina y pareció que se ponía a moler café sólo con las manos. Para alguien que siempre tenía un aspecto tan pulcro, dulce y delicado, tenía un genio de cuidado.
—Es verdad —dijo Richard, ignorando por completo a Michael—. Casi me mato.
—No me siento con fuerzas para eso —repuso Susan desde la cocina—, pero si quieres que te lance un objeto grande y afilado, ¿por qué no vienes aquí y me cuentas algo divertido?
—Supongo que, a estas alturas, no tendrá sentido decirte que lo siento —dijo Richard, gritando.
—¡Y que lo digas! —convino Susan, saliendo precipitadamente de la cocina.
Lo miró con ojos que echaban chispas y llegó a dar unas patadas en el suelo.
—Vamos, Richard, supongo que vas a decirme que se te ha vuelto a olvidar. ¿Cómo puedes tener la cara dura de estar ahí, con brazos, piernas y cabeza, como si fueses un ser humano? Tu conducta avergonzaría a un bacilo de la diarrea. Apuesto a que incluso el más ínfimo microbio de la disentería hace acto de presencia para llevar de vez en cuando a su novia a dar una vueltecita por las paredes del intestino. Bueno, espero que hayas pasado una horrible velada.
—Pues sí —confirmó Richard—. No te habría gustado. Había un caballo en el cuarto de baño, y ya sé cómo te disgustan esas cosas. —Bueno, Michael— dijo bruscamente Susan, —no te quedes ahí parado como un pasmarote. Muchas gracias por la cena y el concierto, has estado encantador y he disfrutado escuchando tus problemas toda la noche porque suponía un agradable cambio con respecto a los míos. Pero creo que sería mejor que encontrase tu libro y te echara a la calle. Tengo que despotricar y pelearme en serio, y me doy cuenta de cuánto molestan esas cosas a tu delicada sensibilidad.
Ella volvió a cogerle su abrigo y lo colgó. Antes, cuando lo sostenía, parecía enteramente absorto en la labor, al margen de todo lo demás. Sin él pareció desnudo y un poco perdido. Se vio obligado a volver a la vida. Dirigió a Richard la opresiva mirada de sus grandes ojos.
—Richard —dijo—, humm, he leído tu artículo en Fathom. Sobre música y, hum…
—Paisajes fractales —terminó secamente Richard. No quería hablar con Michael y, desde luego, no quería verse envuelto en una conversación sobre su lamentable revista. O mejor dicho, sobre la revista que fue de Michael. Ese era un aspecto concreto de la conversación en que Richard no quería verse envuelto.
—Pues sí. Muy interesante, desde luego —afirmó Michael con su voz suave y engolada—. Formas de montañas y árboles, toda clase de cosas. Algas recicladas.
—Algoritmos recurrentes.
—Sí, claro. Muy interesante. Pero qué equivocación, qué tremendo error. Para la revista, quiero decir. Al fin y al cabo, es una revista de arte. Desde luego, yo no habría permitido una cosa así. Ross la ha destrozado totalmente. Por completo. Tendrá que marcharse. Tiene que irse. Carece de sensibilidad y es un ladrón.
—No es un ladrón, Wednesday, eso es completamente absurdo —soltó Richard que, pese a su firme intención de no hacerlo, se vio envuelto en la discusión—. El no tiene nada que ver con el hecho de que te despidieran. La culpa fue sólo tuya, y tú…
Tomó aliento bruscamente.
—Richard —advirtió Michael en su tono más suave y tranquilo, discutir con él era como enredarse en la seda de un paracaídas—, creo que no entiendes lo importante que…
—Michael —le interrumpió Susan en tono suave pero firme, abriendo la puerta.
Michael Wenton-Weakes asintió débilmente y pareció desinflarse.
—Tu libro —añadió Susan, tendiéndole un volumen pequeño y antiguo sobre la arquitectura eclesiástica de Kent.
Lo cogió, murmuró unas breves palabras de agradecimiento, miró un momento alrededor como si de pronto notara algo raro, luego se dominó, se despidió con un movimiento de cabeza y se marchó.
Richard no se dio cuenta de lo tenso que estaba hasta que Michael se marchó; entonces, de pronto, logró relajarse. Siempre le había molestado la indulgente condescendencia que Susan mostraba hacia Michael, aun cuando intentase disimularla con un trato tremendamente descortés. Precisamente por eso, quizá.
—¿Qué puedo decirte, Susan…? —inquirió sin convicción—. Para empezar, podrías decir «uf». Ni siquiera me has dado esa satisfacción cuando te he abofeteado, y pensé que te había dado un buen sopapo. ¡Santo Dios!, qué frío hace aquí. ¿Qué hace esa ventana abierta de par en par? Fue a cerrarla.
—Ya te lo he dicho. He entrado por ahí —dijo Richard con el tono indicado para que ella lo mirase sorprendida—. De verdad, como en los anuncios de bombones, sólo me he olvidado la caja. Se encogió tímidamente de hombros. Susan lo miró, pasmada.
—¿Qué bicho te ha picado para hacer una cosa así? —preguntó. Asomó la cabeza por la ventana y miró hacia abajo—. Podrías haberte matado —dijo, volviéndose hacía él.
—Pues sí, bueno… Pero me pareció la única manera de… —Se dominó—. Hiciste que te devolviera la llave, ¿recuerdas?
—Sí. Me cansé de que vinieras a saquearme la despensa cuando no querías molestarte en hacer la compra. ¿De verdad has escalado la fachada, Richard?
—Pues, es que quería estar aquí cuando entraras. Susan sacudió la cabeza, perpleja.
—Habría sido muchísimo mejor que hubieses estado aquí a la hora que convinimos. ¿Por eso llevas esa ropa tan sucia y tan vieja? —Sí. ¿No pensarás que he ido a cenar así a Saint Cedd’s?—. Bueno, ya no sé qué entiendes por un comportamiento racional. —Suspiró, buscó algo en un cajón, tendió a Richard un llavero con dos llaves y añadió—: Si van a salvarte la vida, tómalas. Estoy demasiado cansada para seguir enfadada. El salir con Michael me ha quitado las ganas.
—Nunca he entendido por qué lo aguantas —dijo Richard, yendo a por el café.
—Sé que no te cae simpático, pero es muy amable y resulta encantador dentro de su melancólica manera de ser. Normalmente, resulta muy tranquilizador estar con alguien tan retraído, porque no te exige nada. Pero le obsesiona la idea de que yo pueda hacer algo por su revista. Y no puedo, claro. La vida no es así. Pero lo siento por él.
—Yo no. Todo le ha resultado demasiado fácil en la vida. Y sigue teniéndolo facilísimo. Sólo que le han quitado el juguete, eso es todo. No parece injusto, ¿verdad?
—No se trata de si es justo o no. Me da pena porque no es feliz.
—Pues claro que no es feliz. Al Ross ha convertido Fathom en una revista muy aguda e inteligente que, de pronto, todo el mundo quiere leer. Antes no era más que un montón de tonterías. Su única función real consistía en que Michael comiese y adulara a quien le apetecía con el pretexto de que a lo mejor escribía un articulito. Apenas llegó a sacar un verdadero número. Todo fue una farsa. Le servía para adular su ego. Y yo no encuentro eso ni bonito ni interesante. Me he enrollado con eso y no tenía intención dé hacerlo.
Susan se encogió de hombros, molesta.
—Creo que exageras —dijo—, aunque me parece que si continúa insistiendo en que haga algo que desde luego no puedo hacer, tendré que dejarlo correr. Es demasiado pesado. De todos modos, escucha, me alegro de que te hayas aburrido esta noche. Quiero que hablemos de lo que vamos a hacer este fin de semana.
—Bueno —dijo Richard—, pues…
—Pero antes será mejor que eche un vistazo a los recados.
Pasó por delante de él y se dirigió al contestador automático. Escuchó los primeros segundos del mensaje de Gordon y luego sacó bruscamente la cassette.
—No puedo entretenerme con esto —declaró, entregándosela.
—¿Podrías dársela directamente a Susan mañana, en la oficina? Evítale un viaje. Si hay algo importante, me llamará.
—Bueno, sí —contestó Richard, que parpadeó y se guardó la cinta en el bolsillo estremeciéndose de sorpresa por el alivio momentáneo.
—De todos modos, el fin de semana… —prosiguió Susan, sentándose en el sofá.
—Susan, yo… —le interrumpió Richard, pasándose la mano por la frente.
—Me parece que tendré que trabajar. Nicola está enferma y tengo que sustituirla el viernes de la semana que viene en el Wigmore. Es Vivaldi y Mozart, no sé qué más, lo que significa que tendré que ensayar mucho este fin de semana. Lo siento.
—Bueno —dijo Richard—, en realidad yo también tengo que trabajar.
Se sentó a su lado.
—Lo sé. Gordon insiste en que te sermonee. Ojalá no lo hiciera. No es de mi incumbencia y me pone en una situación denigrante. Estoy harta de que la gente me presione, Richard. Al menos, tú no lo haces. —Tomó un sorbo de café y añadió—: Pero estoy segura de que existe una especie de zona intermedia entre la presión y el olvido absoluto que me gustaría mucho explorar. Dame un abrazo. La abrazó, sintiendo que era monstruosa e inmerecidamente afortunado. Una hora después se marchó y descubrió que el Pizza Express estaba cerrado.
Entretanto, Michael Wenton-Weakes volvía a su casa en Chelsea. Sentado en el asiento trasero del taxi contemplaba las calles con mirada inexpresiva y repiqueteaba suavemente con los dedos en la ventanilla en un ritmo meditabundo. Rap tap tapa rapatap tap tap.
Era una de esas personas blandas, entre vaca y calamar, que no son peligrosas siempre que consigan lo que quieren. Y como siempre había tenido lo que quería y parecía gratamente satisfecho por ello, a nadie se le había ocurrido nunca que fuera otra cosa que una persona blanda, entre vaca y calamar. Habría que palpar mucho calamar para encontrar un trozo que no se hundiera al apretarlo. Esa era la parte que protegían los demás trozos blandos de calamar. Michael Wenton-Weakes era el hijo menor del difunto Lord Magna, editor, propietario de periódicos y padre indulgente donde los haya, bajo cuyo protector paraguas había disfrutado Michael dirigiendo su propia revistilla con pérdidas magníficas. Lord Magna había presidido la gradual pero digna decadencia del imperio editorial originalmente fundado por su padre, el primer Lord Magna. Michael siguió golpeando suavemente los nudillos contra la ventanilla. Rapatap tap tap. Recordó el pasmoso, terrible día en que su padre se electrocutó cuando cambiaba un enchufe y en el cual su madre se hizo cargo del negocio. No sólo tomó las riendas, sino que empezó a dirigirlo con un entusiasmo y una determinación enteramente inesperados. Examinó la empresa y su funcionamiento, o su andadura, según decía ella, con aguda perspicacia y hasta llegó a investigar las cuentas de la revista de Michael. Rap tap tap.
Michael sabía lo suficiente de negocios como para reconocer lo que significaban los números, y había asegurado a su padre que los números significaban realmente lo que decían.
—No puedo permitir que este trabajo sea simplemente una sinecura, eso debes entenderlo, muchacho, tendrás que pagar tu parte, de otro modo, ¿qué parecería esto, qué sería? —le decía su padre. Y Michael asentía gravemente, empezando a calcular los números del mes siguiente o a buscar una salida a la situación.
Michael solía referirse a su madre como una vieja hacha de guerra, pero para que la comparación fuese fidedigna, habría que decir que se trataba de un hacha de guerra de exquisita factura, espléndidamente equilibrada, con un mínimo de elegantes grabados que se interrumpían justo al borde de su cortante y refulgente filo. Un mandoble de tal instrumento y uno no sabría qué le había pasado hasta que tratara de mirar la hora un poco después y descubriese que le había desaparecido el brazo.
Entre bastidores, había pasado los días esperando pacientemente, o cuando menos aparentando paciencia, en su papel de devota esposa, de cariñosa pero estricta madre. Ahora alguien la había sacado —para cambiar por un momento de metáfora— de su vaina, y todo el mundo corría para ponerse a cubierto.
Incluido Michael.
Ella creía a pies juntillas que Michael, a quien adoraba en silencio, estaba muy mimado en el pleno y peor sentido de la palabra y, aunque ya tarde, decidió poner remedio a tal situación.
No tardó más de cinco minutos en descubrir que falsificaba las cuentas todos los meses, y que la revista era para Michael un juego que representaba una sangría monetaria con sus continuas y exageradas cuentas de restaurante, recibos de taxi y gastos de personal que alegremente consignaba como impuestos inexistentes. Y todo el asunto se perdía entre la gigantesca contabilidad de Magna House.
Entonces llamó a Michael a su presencia. Rap tap tap rapatap.
—¿Cómo quieres que te trate —le preguntó—, como hijo mío o como director de una de mis revistas? A mí me da lo mismo.
—¿Tus revistas? Pues, soy tu hijo, pero no entiendo…
—Muy bien, Michael. Quiero que mires estas cifras —le interrumpió bruscamente, tendiéndole una hoja impresa en ordenador—. Las de la izquierda expresan los ingresos y gastos verdaderos de Fathom, las de la derecha son las tuyas. ¿Notas algo raro en ellas? —Madre, puedo explicártelo, yo…
—Bien —dijo con dulzura Lady Magna—. Me alegro mucho de eso.
Volvió a coger la hoja de papel.
—Vale. ¿Se te ocurre alguna idea de cómo dirigir la revista de manera óptima en el futuro?
—Sí, desde luego. Algunas muy sólidas. Yo…
—Bien —aprobó Lady Magna con una animada sonrisa—. Bueno, eso me resulta enteramente satisfactorio, entonces.
—No quieres escuchar…
—No, eso es todo, cariño. Me alegro de saber que tienes que decir algo al respecto, para aclararlo. Estoy segura de que el nuevo director de Fathom se alegrará de oírlo, sea lo que sea.
—¡Cómo! —exclamó Michael, perplejo—. ¿Quieres decir que vas a vender Fathom?
—No. Quiero decir que ya la he vendido. Me temo que no han dado mucho por ella. Una libra, con la promesa de que seguirás siendo director durante los tres próximos números, y después el asunto quedará a la decisión del nuevo propietario.
Michael la miró con ojos desorbitados.
—Venga, vamos —le dijo su madre en tono razonable—, no podíamos seguir en las mismas circunstancias que hasta ahora, ¿verdad? Siempre has estado de acuerdo con tu padre en que este trabajo no debería ser una sinecura para ti. Y como a mí me resultaría muy difícil creerme tus historias o resistirme a ellas, pensé pasar el problema a alguien con quien tuvieras unas relaciones más objetivas. Y ahora, Michael, tengo otra entrevista.
—Bueno, pero… ¿a quién se la has vendido? —balbuceó Michael.
—A Gordon Way.
—¡A Gordon Way! Pero, madre, por amor de Dios, si ese…
—Tiene mucho interés en que le consideren protector de las artes. Y creo que digo bien. Estoy segura de que te irá espléndidamente, cariño. Y ahora, si no te importa.
Michel se mantuvo firme.
—¡Jamás he oído nada tan ultrajante! Yo…
—¿Sabes que eso es exactamente lo mismo que dijo míster Way cuando le mostré esas cifras? Y luego me pidió que siguieras de director durante tres números.
Michael bufó y resopló, se puso encarnado y agitó el dedo en señal de reprobación, pero no se le ocurrió nada más que decir, salvo:
—¿Qué diferencia habría habido si te hubiese pedido que me trataras como director de una de tus revistas?
—Pues que, naturalmente, cariño, te habría llamado míster Wenton-Weakes, hijito —respondió con su sonrisa más dulce Lady Magna quien, haciendo un pequeño gesto por debajo de su barbilla, añadió—: Y ahora no te diría que te ajustaras el nudo de la corbata.
Rap tap tap rapatap.
—¿Era el número diecisiete, jefe?
—¿Qué? ¿Cómo? —dijo Michael, sacudiendo la cabeza.
—Dijo el diecisiete, ¿no? —repitió el taxista—. Porque ya estamos.
—¡Ah! Ah, sí; gracias.
Bajó y hurgó en el bolsillo buscando dinero.
—Con que rap tap tap, ¿eh?
—¿Cómo? —inquirió Michael, pagándole la carrera.
—Rap tap tap —repitió el taxista—, todo el puñetero viaje. Algo le preocupa, ¿eh, amigo?
—Métase en sus propios asquerosos asuntos —soltó bruscamente Michael.
—Lo que usted diga, amigo. Sólo que pensé que se iba a volver majareta o algo así —repuso el taxista, alejándose.
Michael entró en su casa y pasó por el frío vestíbulo al comedor, encendió la luz del techo y se sirvió un coñac. Se quitó el abrigo, lo echó por encima de la gran mesa de caoba y acercó una silla a la ventana, donde se sentó con la copa a rumiar sus penas. Rap tap tap, prosiguió en la ventana.
De mal humor, había seguido de director de los siguientes números, tal como se había estipulado, y a continuación se le despidió con pocos miramientos. Se nombró a un nuevo director, un tal A. J. Ross, joven ambicioso que pronto convirtió la revista en un éxito rotundo. Entretanto, Michael se sintió perdido y desnudo. No le quedaba nada.
Volvió a repiquetear en la ventana y, como hacía con frecuencia, contempló la lamparita colocada en el alféizar. Era una lámpara corriente, bastante fea, y lo único que siempre le llamaba la atención era que se trataba de la que había electrocutado a su padre; en aquel mismo sitio.
El viejo era un idiota que no tenía conocimientos técnicos de ninguna clase. Michael le recordaba, concentrado, con los ojos entornados tras las gafas de media luna y chupándose el bigote mientras trataba de desentrañar las arcanas complejidades de un enchufe de trece amperios. Parecía que lo había vuelto a conectar a la pared sin colocar de nuevo la cubierta de protección y que después se puso a cambiar el fusible in Mu. Así recibió la descarga que detuvo su ya debilitado corazón.
Un error tan simple, pensó Richard, tan evidente, que cualquiera podía cometer, pero de consecuencias catastróficas. Completamente catastróficas. La muerte de su padre, sus propias pérdidas, la ascensión del desagradable Ross y el desastroso éxito de su revista, y…
Rap tap tap.
Miró su reflejo en la ventana y las sombras de los arbustos al otro lado. Volvió a mirar la lámpara. Ese era el objeto, aquel el lugar adecuado, y el error muy simple. Sencillo de cometer, fácil de evitar. Lo único que le separaba de aquel simple momento era la invisible barrera de los meses que habían transcurrido. Una extraña y súbita calma se apoderó de él como si algo se hubiese resuelto en su interior.
Rap tap tap.
Fathom era suya. Iba a ser un éxito, era su vida. Le habían quitado la vida y eso requería una respuesta.
Rap tap tap, ¡crac!
Se sorprendió al ver que de pronto había dado un puñetazo a la ventana, rompiendo el cristal y haciéndose una gran herida.