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—«… a

sí que si desea dejar algún recado, me pondré en contacto con usted lo antes posible. Tal vez». Bip. —¡Coño! ¡Maldita sea! Espera un momento. ¡Mierda! Escucha…, humm…

Clic.

Richard colgó el teléfono y dio marcha atrás, retrocediendo veinte metros para echar otra mirada a la señal del cruce que acababa de pasar entre la niebla. Había dejado la vía de sentido único de Cambridge mediante el método habitual, que consistía en dar vueltas cada vez más rápidas hasta lograr una especie de velocidad de escape y cortar por una tangente al azar, y ahora trataba de comprobar si se había metido en la dirección adecuada.

Al llegar de nuevo al cruce trató de relacionar la información de la señal con la del mapa. Pero le resultó imposible. Enteramente a propósito, el cruce se encontraba en un pliegue del mapa, y la señal del tráfico se movía maliciosamente en el viento. El instinto le indicó que iba en dirección equivocada, pero no quería desandar el camino por miedo a quedar atrapado de nuevo en el remolino gravitatorio del tráfico de Cambridge. Por lo tanto, giró a la izquierda con la esperanza de tener más suerte en aquella dirección, pero al cabo de poco se sintió inseguro y torció a la derecha a ver qué pasaba, para luego correr el albur de la izquierda y, tras otras cuantas maniobras por el estilo, se perdió por completo.

Blasfemó para sus adentros y conectó la calefacción del coche. Pensó que si se hubiese concentrado en el camino que debía seguir en vez de conducir y telefonear al mismo tiempo, al menos sabría dónde se encontraba ahora. En realidad, no le gustaba tener teléfono en el coche, le parecía una molesta intrusión. Pero Gordon había insistido y, además, lo había pagado.

Lanzó un suspiro de irritación, dio marcha atrás al Saab negro y volvió a girar. Al torcer casi chocó con alguien que arrastraba un cuerpo hacia un descampado. Al menos eso le pareció en su sobreexcitada imaginación, pero probablemente sólo se trataba de un campesino de los alrededores con un saco de materia nutritiva, aunque cualquiera adivinaba lo que hacía con ello en una noche así. Cuando los faros volvieron a describir otro semicírculo, iluminaron un momento la silueta que daba traspiés por el campo con el saco a la espalda. «Mejor él que yo», pensó Richard sombríamente, siguiendo su camino.

Al cabo de unos minutos llegó a un cruce que tenía más aspecto de carretera principal; estuvo a punto de girar a la derecha, pero en cambio torció a la izquierda. No había señalizaciones. Volvió a pulsar los botones del teléfono.

—«… me pondré en contacto con usted lo antes posible. Tal vez». Bip.

—Susan, soy Richard. ¿Por dónde empiezo? Vaya lío. Mira, lo lamento, lo siento muchísimo. Me he enredado tremendamente y la culpa es sólo mía. Oye, prometo solemnemente hacer lo que sea para arreglarlo…

Tuvo la ligera impresión de que el tono que empleaba no era el más adecuado para un contestador automático, pero siguió adelante. —De verdad, podemos tomarnos unos días de vacaciones o, si lo prefieres, sólo un fin de semana. Sí, el próximo fin de semana. Podemos ir a algún sitio donde haga sol. Por mucho que Gordon trate de presionarme, y ya sabes de lo que es capaz en ese sentido, después de todo es tu hermano, yo no…, hum, en realidad tendría que ser el siguiente fin de semana. ¡Maldita, maldita sea! Es que había prometido tenerlo…, no, mira, no importa. Nos iremos igual. Me da igual no terminar el Anthem para Comdex. No es el fin del mundo. Nos iremos de todos modos. Gordon sólo tendrá que adelantarse a… ¡Aaaahhhhhhh!

Richard dio un golpe de volante para evitar el espectro de Gordon Way, que súbitamente había aparecido delante de los faros tomando carrerilla hacia él. Pisó el freno, derrapó, intentó recordar lo que debía hacerse cuando se derrapa, lo había visto en un programa de televisión hacía mucho tiempo, ¿qué programa era? ¡Santo cielo!, ni siquiera se acordaba del título del programa, y mucho menos… ¡Ah, sí!, no se debía pisar el freno de golpe. Ya estaba hecho. El mundo giró desagradablemente a su alrededor con una fuerza lenta y pasmosa, y el coche se deslizó por la carretera, se revolvió, chocó contra la cuneta, giró de nuevo y se detuvo en seco en dirección contraria. Richard se derrumbó sobre el volante, jadeando.

Cogió el teléfono, que había dejado caer.

—Te volveré a llamar, Susan —anunció, casi sin respiración.

Colgó y alzó la vista.

De pie, en pleno resplandor de los faros, estaba el fantasma de Gordon Way, que le miraba frente al parabrisas con un terror espectral en los ojos, levantando despacio la mano y haciendo señas con el dedo.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. La aparición se había esfumado en unos segundos, pero Richard se quedó temblando, quizá no más de un minuto, hasta que un súbito chirrido de frenos y un resplandor de luces le despabiló.

Sacudió la cabeza. Vio que había parado en dirección contraria. El vehículo que había frenado casi rozando con su parachoques era un coche de policía. Respiró fuerte un par de veces y luego, envarado y tembloroso, salió a encararse con el agente, que avanzaba despacio a su encuentro, recortado a la luz de los faros del coche patrulla.

El agente lo miró de arriba abajo.

—Humm, lo siento, agente —dijo Richard con toda la calma que le fue posible transmitir a la voz—. He derrapado. Las carreteras están resbaladizas y…, humm, derrapé. El coche giró. Como ve, estoy en dirección contraria.

Señaló el coche para indicar la dirección en que se encontraba.

—Entonces, ¿quiere usted decirme por qué ha derrapado exactamente? —inquirió el policía, mirándole con fijeza a los ojos y sacando un cuaderno de notas.

—Pues, como le he dicho, las carreteras están resbaladizas a causa de la niebla y, francamente —explicó Richard, que de golpe era consciente de lo que decía, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo—, iba conduciendo con toda tranquilidad y de pronto creí, bueno, vi que mi jefe se arrojaba contra mi coche.

El policía lo observaba con mirada penetrante.

—Complejo de culpabilidad, agente —añadió Richard con una sonrisa crispada—, ya sabe lo que pasa. Estaba pensando en tomarme el fin de semana libre.

El policía pareció dudar, al filo de la sospecha y de la simpatía. Entornó un poco los ojos, pero no titubeó.

—¿Ha bebido?

—Sí —confeso Richard con un breve suspiro—, pero muy poco. Dos copas de vino, todo lo más. Humm…, y una copita de oporto. En total. No ha sido más que un pequeño despiste. Ya estoy bien.

—¿Nombre?

Richard le dio su nombre y dirección. El policía lo anotó con pulcritud en su cuaderno y, tras mirar el número de matrícula del coche, también lo anotó.

—Y entonces, ¿quién es su jefe, señor?

—Se llama Way. Gordon Way.

—Ya —dijo el policía, levantando las cejas—, el caballero de los ordenadores.

—Pues sí, eso es. Yo hago programas para la empresa. Tecnología WayForward II.

—En la comisaría tenemos uno de sus ordenadores —anunció el policía—. Que me aspen si sé cómo funciona.

—¡Ah! —dijo débilmente Richard—. ¿Qué modelo es?

—Creo que se llama Quark II.

—Pues, bueno, es muy sencillo —explicó Richard, aliviado—. No funciona. Jamás ha funcionado. Es un montón de chatarra.

—Qué curioso, señor, eso es lo que yo he dicho siempre. Otros compañeros no están de acuerdo.

—Pues tiene usted toda la razón, agente. No tiene remedio. Es el motivo principal por el que quebró la primera compañía. Le sugiero que lo utilicen como un pisapapeles grande.

—Bueno, no me gustaría seguir su consejo, señor —dijo el policía—. El aire seguiría abriendo la puerta.

—¿Qué quiere decir, agente? —preguntó Richard—. Lo usaba para mantener la puerta cerrada. En esta época del año hay unas desagradables corrientes en la comisaría. Claro que, en el verano, lo empleamos para atizarles en la cabeza a los sospechosos.

Cerró el cuaderno de notas y se lo guardó en el bolsillo. —Le recomiendo, señor, que circule despacio y tranquilo. Deje el coche y coja una buena trompa este fin de semana. Creo que es la única manera. Y ahora tenga cuidado.

Volvió al coche patrulla, bajó la ventanilla y observó la maniobra que hacía Richard para dar la vuelta antes de arrancar y perderse en la noche.

Richard respiró fuerte, volvió despacio a Londres, subió tranquilamente a su casa, se tumbó con toda calma en el sofá, se incorporó, se sirvió una buena copa de coñac y empezó a temblar en serio.

Tres cosas le provocaban los temblores.

La simple conmoción física del accidente que estuvo a punto de sufrir, que es una de esas cosas que le deja a uno más nervioso de lo que se piensa. El cuerpo se llena de adrenalina, que luego se pone agria de tanto dar vueltas por el organismo.

Luego, lo que le hizo derrapar, la extraordinaria aparición de Gordon arrojándose delante del coche. ¡Válgame Dios! Tomó un sorbo de coñac y se puso a hacer gárgaras. Dejó la copa. Era un hecho consabido que Gordon representaba una de las reservas naturales más ricas del mundo en complejos de culpabilidad para el prójimo, y era capaz de descargar una tonelada ante la puerta de uno todas las mañanas, pero Richard no se había dado cuenta de que le hubiera afectado hasta aquellos lamentables extremos.

Volvió a coger la copa, subió al primer piso y entró en su despacho, para lo cual tuvo que empujar la puerta y apartar un montón de revistas BYTE que se había caído por dentro. Luego las retiró con el pie y se dirigió al extremo de la amplia habitación. Los grandes ventanales ofrecían una buena vista del norte de Londres, por donde estaba disipando la niebla. La catedral de Saint Paul resplandecía a lo lejos; la contempló durante unos momentos, pero no le causó ninguna impresión especial. Tras los acontecimientos de la noche, lo consideró como una sorpresa agradable.

Al otro extremo de la habitación había dos mesas grandes cubiertas, según el último balance, con seis ordenadores Apple Macintosh. En medio había la nueva máquina 68020, en cuya pantalla se veía el sofá de líneas rojas dando perezosas vueltas en el interior de una imagen azul de las estrechas escaleras, a las que no faltaba el detalle de la barandilla, de la caja de la calefacción y de los fusibles ni, desde luego, la embarazosa vuelta a mitad de camino. El sofá empezaba a girar en una dirección, topaba con un obstáculo, se revolvía en otro sentido, chocaba con otra barrera e iniciaba otro radio hasta detenerse de nuevo para describir el mismo ciclo en diferente orden. No había que mirar mucho la secuencia para verla repetida. Sin duda alguna, el sofá estaba atascado.

Había otros tres Mac conectados mediante un amasijo de cables a una desordenada aglomeración de sintetizadores: un Simulator II + Programador HD, un rimero de módulos TX, un Prophet VS, un Roland JX10, un Korg DW8000, un Octapad, un controlador de guitarra Synth-Axe MIDI para zurdos y hasta una vieja máquina de percusión musical, todo ello amontonado en un rincón y almacenando polvo. También había un pequeño cassette poco usado, ya que toda la música estaba grabada en archivos de secuencias en los ordenadores.

Se dejó caer en una silla frente a uno de los Mac para ver si había alguna novedad. Mostraba un balance Untitled Excel y se preguntó por qué. Lo grabó y miró a ver si había dejado alguna nota, descubriendo que el balance contenía algunos datos que previamente había introducido para buscar información sobre las golondrinas en las bases de datos en línea World Reporter y Knowledge.

Ahora tenía cifras que detallaban sus hábitos migratorios, la forma de las alas, el perfil aerodinámico y las características de turbulencia, así como datos generales sobre las formaciones que una bandada adopta en vuelo, pero hasta el momento sólo tenía una mínima idea de cómo iba a sintetizarlo todo. Aunque esta noche se encontraba demasiado cansado para pensar de manera constructiva, hizo una selección al azar y copió toda una hilera de cifras del balance, las pasó al programa de conversión, que las clasificó, filtró y manipuló con arreglo a sus propios guarismos experimentales, cargó el fichero así convertido en el Performer, un potente programa registrador de secuencias, y a través de los canales MIDI transfirió los resultados a los sintetizadores que estuviesen conectados en aquel momento.

El resultado fue un súbito estallido de la más horrenda cacofonía. Lo paró.

Volvió a lanzar el programa de conversión, dando instrucciones para que esta vez pasara los valores de tono a sol menor. Era una función que al final estaba dispuesto a anular, porque la consideraba poco fiable. Si su firme creencia de que los ritmos y armonías musicales que nos parecen más satisfactorias podían encontrarse o, al menos, derivarse de los ritmos y armonías de los fenómenos que se producen en la naturaleza, las formas satisfactorias de modalidad y tono también tendrían que surgir de manera natural en vez de producirlas a la fuerza. De momento, forzó el proceso.

El resultado fue un súbito estallido de la más horrenda cacofonía en sol menor.

Eso bastaba en cuanto a la búsqueda de atajos al azar.

La primera tarea era relativamente sencilla. Consistía en describir la onda formada por el extremo de las alas de una golondrina en vuelo para luego sintetizar dicha onda. De ese modo conseguiría una sola nota, lo que no estaría mal para empezar, y la operación sólo le llevaría el fin de semana. Pero claro, no tenía disponible el fin de semana porque tenía que terminar la Versión 2 del Anthem para el año próximo, o «el mes», como lo denominaba Gordon.

Lo que de manera inexorable condujo a Richard a la tercera causa de sus temblores.

No había manera alguna de tomarse libre este fin de semana o el siguiente para cumplir la promesa que había hecho al contestador automático de Susan. Y eso terminaría definitivamente con todo, si el desastre de aquella noche no lo había conseguido.

Pero no había remedio. Ya estaba hecho. No se puede rectificar un recado grabado en el contestador automático de otra persona; sólo dejar que los acontecimientos sigan su curso. No había nada que hacer. Era algo irrevocable.

De pronto se le ocurrió una idea extraña. Le pilló verdaderamente de sorpresa, pero no veía qué tenía de malo.