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ichard se marchó con tanta precipitación como la buena educación permitía.
Dijo que muchas gracias, que había pasado una espléndida velada y que cuando Reg pasara por Londres no dejase de comunicárselo y, ¿podía ayudar en algo con lo del caballo? ¿No? Bueno, pues entonces muy bien, y muchísimas gracias otra vez.
Cuando la puerta se cerró tras él, se quedó quieto unos momentos, considerando la situación.
Durante los escasos minutos en que la luz del dormitorio de Reg iluminó el rellano de la escalera, no había observado marcas en el entarimado. Parecía raro que el caballo sólo hubiese arañado el suelo en la alcoba.
Bueno, todo era muy raro, por supuesto, pero había otra cosa extraña que añadir a la serie. Se suponía que había sido una velada tranquila, lejos del trabajo.
En un impulso, llamó a casa del vecino de Reg. Tardaron tanto tiempo en abrir, que Richard ya había desistido y dado media vuelta cuando al fin oyó el chirrido de la puerta.
Sufrió una leve conmoción al ver que, mirándole con severidad como si fuese un pájaro insignificante y sospechoso, estaba el catedrático de la nariz puntiaguda como la quilla de un yate.
—Hum, disculpe —dijo bruscamente Richard—, pero ¿ha visto u oído a un caballo subir las escaleras esta noche?
El profesor dejó de tirarse obsesivamente de los dedos. Ladeó un poco la cabeza y luego pareció emprender un largo viaje hacia su interior para encontrar la voz, que resultó ser suave y tenue.
—Esto es lo primero que alguien me ha dicho en diecisiete años, tres meses, dos días, cinco horas, diecinueve minutos y veinte segundos. Lo he contado.
Cerró la puerta con suavidad.
Richard cruzó casi corriendo el segundo patio.
Cuando llegó al primer patio, se tranquilizó y frenó hasta avanzar como si paseara.
El frío aire de la noche le dolía en los pulmones, y no había razón alguna para ir corriendo. No había logrado hablar con Susan porque Reg tenía el teléfono estropeado, y este era otro punto sobre el que se mostraba misteriosamente reservado. Pero, al fin y al cabo, podía tener su explicación lógica. Seguramente no había pagado la factura.
Estaba a punto de salir a la calle, pero en cambio decidió hacer una visita a la casita del portero, oculta bajo el gran arco de la entrada a la facultad. Era un cobertizo estrecho, lleno de llaves, recados y un calentador eléctrico. Al fondo, una radio parloteaba para sí misma.
—Disculpe —dijo al hombre alto vestido de negro que estaba detrás del mostrador con los brazos cruzados—, me…
—Sí, míster MacDuff, ¿en qué puedo servirle?
En su actual estado de ánimo, Richard se habría visto en apuros para recordar su propio nombre, y se sorprendió un poco. Sin embargo, los porteros universitarios son famosos por su capacidad para realizar tales proezas memorísticas y por su tendencia a demostrarla a la menor provocación.
—¿Sabe si hay un caballo en alguna parte de la facultad? —preguntó Richard—. Quiero decir que si en el recinto universitario había algún caballo.
El portero no pestañeó.
—No, señor, y sí, señor. ¿Puedo servirle en algo más, míster MacDuff?
—Pues, no —contestó Richard, tamborileando los dedos en el mostrador—. No, gracias. Muchísimas gracias por su ayuda. Me alegro de volver a verle, hmm…, Bob —aventuró—. Bueno, entonces, buenas noches.
Se marchó.
El portero siguió inmóvil con los brazos cruzados, aunque meneando la cabeza muy, muy poquito.
—Aquí tienes otro poco de café, Bill —dijo otro portero, fuerte y de corta estatura, saliendo de un cuarto interior—. ¿No hace un poco más de frío esta noche?
—Creo que sí, Fred, gracias —repuso Bill, cogiendo la taza.
Bebió un sorbo.
—Digan lo que digan, a las personas no se les quitan las rarezas. Aquel tipo acaba de preguntarme si había un caballo en la facultad.
—¿Ah, sí? —Fred dio un sorbo a su café, dejando que el humo le escociera en los ojos—. Antes me vino un individuo, una especie de monje extranjero. Al principio no entendí nada de lo que me decía. Pero pareció contentarse con quedarse junto al fuego y escuchar las noticias por la radio.
—Extranjero, ¿eh?
—Al final le dije que se largara. Quedarse junto al fuego de ese modo… Entonces me preguntó que si ese era su cometido, largarse, y yo le dije en mi mejor tono de Bogart: «Más vale que lo creas, amigo».
—¿De veras? A mí me suena más a Jimmy Cagney.
—No, esa es mi voz de Bogart. Mi voz de Jimmy Cagney es esta: «Más vale que lo creas, amigo».
Bill lo miró, ceñudo.
—¿Esa es tu voz de Jimmy Cagney? Siempre creí que era tu voz de Kenneth McKellar.
—No escuchas bien, Billy, no tienes oído. Este es Kenneth McKellar: «Bueno, tu coges la carretera principal y yo la secundaria…».
—Ah, ya entiendo. Yo pensaba en el Kenneth McKellar escocés. ¿Y qué te dijo entonces el monje, Fred?
—Pues me miró a los ojos, Bill, y me dijo en su rara especie de…
—Olvídate del acento, Fred, sólo cuéntame lo que te dijo, si es que vale la pena.
—Sólo me dijo que me creía.
—Ya. Entonces no es una historia muy interesante, Fred.
—Bueno, a lo mejor no. Sólo te lo cuento porque añadió que había dejado el caballo en un lavabo y que me ocupase de que siguiera bien.