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G

ordon Way yacía en el suelo sin saber qué hacer.

Estaba muerto. No parecía haber muchas dudas al respecto. Tenía un horrendo agujero en el pecho, aunque los borbotones de sangre que de él manaban se habían convertido en un lento goteo. Aparte de eso, no se observaba ningún movimiento en su pecho ni, en realidad, en ninguna otra parte de su cuerpo.

Miró hacia arriba y a los lados y comprobó que fuera cual fuera la parte de él que se estaba moviendo, no era ninguna parte de su cuerpo. La niebla le envolvía suavemente y no le explicaba nada. A unos pasos vio la escopeta, humeando levemente en la hierba.

Continuó allí tendido, como el que se despierta a las cuatro de la mañana, incapaz de relajarse pero sin saber qué hacer con sus pensamientos. Comprendió que se encontraba un tanto conmocionado, lo cual explicaría su incapacidad de pensar claramente pero no justificaba en absoluto el hecho de que no pudiera pensar.

En la gran polémica que ha hecho furor durante siglos sobre lo que ocurre, si es que sucede algo, después de la muerte, ya sea cielo, infierno, purgatorio o extinción, jamás se puso en duda un aspecto: que al morir se conocería la respuesta.

Gordon Way estaba muerto, pero no tenía la menor idea de cómo actuar al respecto. Era una situación de la que carecía de experiencia.

Se incorporó. El cuerpo que se sentó le pareció tan real como el que seguía en tierra, enfriándose lentamente, rindiendo el calor de la sangre en estelas de vapor que se mezclaban con la niebla en el aire frío de la noche.

Siguió con el experimento, tratando de levantarse despacio, perplejo y tambaleante. Parecía que el suelo le daba apoyo, lo sostenía. Pero entonces resultó que carecía de peso que pudiera sustentarse en parte alguna. Al inclinarse a tocar el suelo, no sintió nada aparte de una remota resistencia elástica, como la que se percibe al recoger algo con el brazo dormido. Tenía el brazo dormido. Y las piernas, y el otro brazo, el pecho y la cabeza.

Tenía el cuerpo dormido. No sabía por qué, no tenía la mente dormida.

Se quedó de pie, inmerso en un terror paralizante, insomne, mientras la niebla se enroscaba despacio en su interior.

Volvió a mirar el cuerpo, el cosificado cuerpo con expresión pasmada que yacía quieto y desfigurado en el suelo, y su carne deseó sentir un hormigueo. O mejor dicho, deseó carne que pudiera sentir hormigueos. Quería carne. Quería cuerpo. No tenía ni una ni otro. Un súbito alarido de terror se le escapó de los labios, pero no se oyó nada. Se estremeció y no sintió nada.

Del coche surgía música y un chorro de luz. Intentó caminar con firmeza, pero sus pasos eran débiles y apagados, inseguros y, en fin, incorpóreos. El suelo parecía endeble bajo sus pies.

La puerta del conductor seguía abierta, como la había dejado al bajar para ocuparse del maletero, pensando que sólo tardaría un momento. Ya habían transcurrido dos minutos desde que estaba vivo. Desde que era una persona. Desde que pensó que volvería a subir en seguida al coche y seguir su camino. Hacía dos minutos y toda una vida.

Aquello era un disparate, ¿verdad?, pensó de pronto. Paseó alrededor del coche y se inclinó a mirar en el retrovisor exterior. Era él exactamente, aunque parecía haber recibido un tremendo susto, que era lo que podía esperarse, pero era él, estaba normal. Debían ser imaginaciones suyas, una horrenda pesadilla. Soñaba despierto. Se le ocurrió la idea y echó el aliento en el retrovisor.

Nada. No se empañó ni pizca. Eso dejaría satisfecho a un médico, como siempre pasaba en la televisión: si no se empañaba el espejo, no había aliento. A lo mejor, pensó inquieto, tal vez se debía a la calefacción de los retrovisores. ¿No tenían calefacción los retrovisores exteriores de su coche? ¿No le había insistido el vendedor en que esto tenía calefacción, aquello dispositivo eléctrico y lo otro dirección asistida? Eso era. Digital, con calefacción, dirección asistida, controlado por ordenador, retrovisores resistentes al aliento…

Comprendió que no se le ocurrían más que tonterías. Despacio, se dio la vuelta y volvió a mirar temeroso el cuerpo tendido en el suelo con medio pecho desgarrado. Desde luego, eso dejaría satisfecho a un médico. El espectáculo sería insoportable si se tratase de otro, pero siendo su propio cadáver…

Estaba muerto. Muerto…, muerto… Intentó que la palabra resonase dramáticamente en su mente, pero no lo logró. No era la banda sonora de una película, estaba muerto.

Mirando su cadáver con pasmada fascinación, le angustió la expresión de suprema estupidez que reflejaba su rostro. Claro que era perfectamente comprensible. Era pura y simplemente la expresión que puede esperarse en una persona a la que, con su propia escopeta, alguien escondido en el maletero de su coche acaba de disparar. De todos modos, le desagradaba la idea de que lo encontraran con ese aspecto. Se arrodilló junto al cadáver con la esperanza de dar a sus facciones una apariencia de dignidad o, cuando menos, de inteligencia normal.

Resultó ser una tarea difícil, casi imposible. Trató de estirar la piel, desagradablemente familiar, pero no podía tocarla ni hacer nada con los dedos. Era como modelar algo con plastilina con las manos dormidas, aunque la mano no resbalaba por el material, sino que lo atravesaba. En este caso, la mano atravesaba su cara. El horror y la rabia lo atenazaron ante su maldita impotencia, y de pronto se sorprendió estrangulando y sacudiendo su propio cuerpo en una sólida y furiosa tenaza. Dio un paso atrás, estupefacto. Sólo logró añadir una mirada bizca y un labio torcido a la expresión de absurda sorpresa del cadáver. Y unos cardenales que empezaban a florecer en el cuello.

Se puso a llorar y esta vez pareció surgir ruido, un extraño lamento que procedía de lo más hondo de lo que fuese aquella cosa en que se había convertido. Con las manos sobre la cara, retrocedió tambaleándose y volvió al coche. Se derrumbó en el asiento del conductor, que lo recibió con aire distante y relajado, como una tía que desaprueba la vida que uno ha llevado durante los últimos quince años y te ofrece la obligada copa de jerez pero se niega a mirarte a los ojos.

¿Podría ir al médico?

Para evitar enfrentarse con lo absurdo de la ocurrencia, se agarró furiosamente al volante, pero sus manos pasaron a través de él. Trató de accionar el mando de transmisión automática y acabó golpeándolo con rabia, aunque sin lograr asirlo o pulsarlo.

El estéreo seguía tocando música ambiental en el teléfono, que durante todo ese tiempo había estado escuchando pacientemente en el asiento del pasajero. Lo miró y, lleno de una creciente excitación, comprendió que seguía en línea con el contestador automático de Susan. Era de los que no se detienen hasta que uno no cuelga. Aún seguía en comunicación con el mundo.

Trató desesperadamente de coger el aparato, se le escapó, lo dejó y al final se vio obligado a agacharse y ponerse junto al auricular.

—¡Susan! —gritó, y su voz era un lamento áspero y remoto, perdido en el viento—. ¡Socorro, Susan! ¡Ayúdame, por amor de Dios! Estoy muerto, Susan… Estoy muerto…, y no sé qué hacer.

Volvió a derrumbarse, sollozando de desesperación. Trató de aferrarse al teléfono como un niño a la manta, en busca de consuelo.

—¡Ayúdame, Susan! —gritó de nuevo.

—«Bip» —dijo el teléfono.

Miró de nuevo el aparato. Esta vez había logrado accionar algo. Había conseguido apretar el botón que desconectaba la llamada. Febrilmente, intentó agarrarlo otra vez, pero continuamente la mano lo atravesaba y al final se quedó inmóvil sobre el asiento. No podía tocarlo. Era incapaz de apretar los botones. Furioso, lo arrojó contra la ventanilla. Y también tuvo respuesta para eso. Rebotó en el cristal, atravesó su cuerpo, brincó en el asiento y fue a parar a la transmisión, indiferente a sus nuevas tentativas de atraparlo. Se quedó quieto durante varios minutos, moviendo despacio la cabeza a medida que el terror daba paso a la más completa desolación.

Pasaron un par de coches, pero no observaron nada extraño, sólo un vehículo parado en la cuneta. En su rápida travesía nocturna sus faros tal vez no enfocaron el cadáver tendido en la hierba, detrás del coche. Y desde luego, no habían observado el fantasma que lloraba quedamente en el interior del Mercedes.

Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí. Apenas era consciente del paso del tiempo, sólo sabía que transcurría lento. Había pocos estímulos externos que lo marcaran. No sentía frío. En realidad, casi no recordaba la sensación de frío, sólo sabía que en aquel momento debería tenerla.

Al fin abandonó su patética inmovilidad. Tendría que hacer algo, aunque no sabía qué. Tal vez, si intentase llegar a su casa de campo… Pero si lo lograba, ¿qué haría allí? Simplemente necesitaba hacer algo. Tenía que pasar la noche en algún sitio.

Dominándose, salió del coche, pasando fácilmente el pie y la rodilla a través del marco de la puerta. Se dirigió hacia el cadáver, para darle otro vistazo. Pero no estaba.

Como si la noche no le hubiera dado ya bastantes sobresaltos. Pasmado, se fijó en la húmeda huella formada en la hierba.

Su cuerpo había desaparecido.