—P
asa, querido amigo, pasa.
Las habitaciones de Reg en la facultad estaban en lo alto de unas escaleras barridas por el viento en la esquina del segundo patio, y no tenían buena iluminación o, mejor dicho, estaban perfectamente bien iluminadas cuando funcionaba la luz, que no era el caso en aquel momento, por lo que la puerta se hallaba en penumbra y además cerrada. A Reg no le resultaba fácil encontrar la llave entre una serie de objetos con los que un ninja en buena forma podría atravesar el tronco de un árbol.
En las partes más antiguas de la Facultad, las habitaciones tenían puertas dobles, como esclusas neumáticas, y como las esclusas neumáticas, eran difíciles de abrir. La puerta exterior era una robusta plancha de roble pintada de gris, sin otras características que un estrecho buzón y una cerradura cuya llave al fin encontró Reg.
Tras utilizarla, abrió la primera puerta de un tirón. La otra era una puerta corriente de color blanco con un pomo de bronce.
—Pasa, pasa —repitió Reg, abriendo la segunda puerta y buscando a tientas el interruptor de la luz.
Por un momento sólo las ascuas agonizantes de la chimenea de piedra arrojaron unas sombras rojas que brincaron como fantasmas por la habitación, pero en seguida brotó la luz eléctrica extinguiendo aquella magia. Reg vaciló un momento en el umbral, extrañamente tenso, como si quisiera asegurarse de algo antes de entrar, y luego se apresuró a dar al menos la impresión de estar de buen humor.
Era una habitación amplia, adornada con paneles, a la que una serie de muebles mansamente raídos lograba dar un aspecto bastante acogedor. Contra la pared del fondo había una antigua mesa de caoba, grande y maltratada, de patas gruesas y feas, cargada de libros, ficheros, carpetas y tambaleantes montones de papeles. Richard observó divertido que, en un lugar destacado, había un ábaco viejo y deteriorado. Y más allá, un pequeño escritorio de estilo Regencia parecía bastante valioso, y lo habría sido de no tener tantos golpes. La habitación también contenía un par de elegantes sillones georgianos, una portentosa librería victoriana y cosas por el estilo. En resumen, era la vivienda de un catedrático. En las paredes había mapas académicos y fotografías enmarcadas; en el suelo, una alfombra raída de colores deslucidos. Parecía como si la casa apenas hubiese cambiado en decenios, y tal vez fuese así porque en ella vivía un profesor.
A cada lado de la pared de enfrente se abrían dos puertas y, por anteriores visitas, Richard sabía que una daba al estudio, que tenía el aspecto de ser una versión más reducida y recargada que la habitación donde se encontraba: mayores montones de libros, pilas de papeles que corrían un peligro más inminente de derrumbarse y muebles que, por antiguos y valiosos que fuesen, ostentaban la marca de miles de tazas calientes de té o café, en muchos de cuyos círculos probablemente seguían asentándose las tazas causantes de ellos. La otra puerta daba a una pequeña cocina equipada con lo imprescindible, y a una escalera de caracol en cuya cima se hallaban el dormitorio y el cuarto de baño del catedrático.
—Intenta ponerte cómodo en el sofá —invitó Reg, inquieto como buen anfitrión—. No sé si lo lograrás. Siempre me da la impresión de que está relleno con hojas de repollo y cubiertos.
Escudriñó a Richard con aire grave.
—¿Tú tienes un buen sofá? —inquirió.
—Pues sí —contestó Richard, riendo alegremente ante lo absurdo de la pregunta.
—Pues, entonces —repuso Reg en tono solemne—, me gustaría que me dijeras dónde lo has conseguido. Los sofás me han causado continuos problemas, interminables. No he encontrado uno cómodo en toda mi vida. ¿Cómo encuentras el tuyo?
Con una leve expresión de sorpresa tropezó con un pequeño cenicero de plata que había dejado junto a una botella de oporto y tres vasos.
—Pues es curioso que me pregunte eso —dijo Richard—, nunca he llegado a sentarme en él.
—Muy sensato —Reg insistió con seriedad—, pero que muy sensato.
Soltó una perorata parecida a la que anteriormente había dedicado al abrigo y al gorro.
—No es que no quiera hacerlo —explicó Richard—, pero está encajado a mitad de un largo tramo de escaleras que conducen a mi piso. Los de la casa de muebles lo subieron hasta que no pudieron seguir, lo volvieron en todas las direcciones posibles, se quedaron atascados y, por curioso que parezca, comprobaron que tampoco podían volver a bajarlo. A estas alturas, resulta imposible.
—Qué raro —convino Reg—. Desde luego, nunca me he encontrado con un irresoluble problema matemático relacionado con los sofás. Podría ser un nuevo campo. ¿Has hablado con algún geómetra espacial?
—He hecho algo mejor que eso. Visité al hijo de un vecino que resolvía el cubo de Rubik en diecisiete segundos. Se sentó en un escalón y lo miró durante una hora antes de sentenciar que no había manera de sacarlo de ahí. Hay que reconocer que ya tiene unos años más y ha descubierto las chicas, pero su opinión me dejó perplejo.
—Cuenta, cuenta, mi querido amigo, estoy muy interesado, pero primero dime si quieres que te sirva algo. ¿Oporto, quizá? ¿O coñac? Creo que el oporto es lo mejor, conservado en las bodegas de la facultad desde 1934, una de las mejores cosechas que pueden encontrarse y, por otra parte, no tengo coñac. ¿O café? ¿Otro poco de vino, tal vez? Tengo un excelente Margaux y he estado buscando una excusa para abrirlo, aunque naturalmente debería dejarse abierto una hora o dos, lo que no quiere decir que no se pueda…, no —se apresuró a añadir—, probablemente lo mejor será no abrir el Margaux esta noche.
—Lo que más me apetecería es una taza de té —dijo Richard—, si tiene.
—¿Estás seguro? —inquirió Reg con las cejas levantadas.
—Tengo que conducir.
—Claro. Voy a la cocina y en seguida vuelvo. Por favor, prosigue, desde allí también te oigo. Continúa hablándome de tu sofá y, mientras tanto, siéntate en el mío si quieres. ¿Y está atascado desde hace mucho?
—Bueno, sólo tres o cuatro semanas —contestó Richard, sentándose—. ^Podría aserrarlo y tirarlo, pero me niego a creer que no existe una respuesta lógica. Y también me hizo pensar que, antes de comprar un mueble, sería muy útil saber si cabe por la vuelta de las escaleras. Así que he planteado el problema en tres dimensiones, en el ordenador; y hasta ahora, me dice que no hay manera.
—¿Que dice qué? —gritó Reg por encima del ruido que hacía al llenar la tetera.
—Que es imposible. Le di instrucciones para que calculara las maniobras necesarias para desatascar el sofá, y me contestó que no hay solución. Luego, y esto es lo verdaderamente misterioso, le pedí que trazara los movimientos que dejaron encajado el sofá en su actual posición, y me contestó que es imposible que haya quedado así. A menos que se efectuase una reestructuración básica de los muros. De modo que, o bien hay algún error en la estructura básica de los muros, o bien —añadió con un suspiro— hay algún error en el programa. ¿Qué diría usted?
—¿Y estás casado? —gritó Reg.
—¿Cómo? Ah, ya veo a lo que se refiere. Un sofá atascado en las escaleras durante un mes. Pues no, lo que se dice casado, no, pero sí, hay una chica en concreto con la que no estoy casado.
—¿Qué aspecto tiene? ¿A qué se dedica?
—Es violonchelista profesional. Tengo que reconocer que el sofá ha sido motivo de alguna discusión. A decir verdad, se ha mudado de nuevo a su piso hasta que lo solucione. Ella, bueno…
De pronto le acometió la tristeza, se levantó y paseó por la habitación sin rumbo fijo hasta acabar delante del moribundo fuego. Lo atizó un poco y echó otros dos troncos para protegerse del frío que reinaba en la estancia.
—En realidad es la hermana de Gordon —explicó al fin—. Pero son muy diferentes. No estoy seguro de que le gusten los ordenadores. Y no le parece bien la actitud de su hermano hacia el dinero. Me parece que no se lo reprocho del todo, y eso que ella no sabe ni la mitad.
—¿Cuál es esa mitad que no conoce?
Richard suspiró.
—Pues está relacionada con el proyecto que hizo rentable la dedicación de la empresa a los programas de informática. Se llamaba Razón y, a su modo, era sensacional.
—¿De qué se trataba?
—Pues era una especie de programa que funcionaba al revés. Es curioso la cantidad de ideas geniales que nacen de un viejo proyecto al que se le da la vuelta. Mire, ya se han escrito varios programas que ayudan a tomar decisiones ordenando todos los hechos significativos de manera adecuada y analizándolos de modo que apunten lógicamente hacia la decisión óptima. El inconveniente es que la decisión hacia la que apuntan todos los hechos adecuadamente organizados y analizados no coincide necesariamente con la que uno quiere.
—Siiií —dijo Reg desde la cocina.
—Bueno, pues Gordon tuvo la gran intuición de concebir un programa que permitía especificar de antemano a qué decisión se deseaba llegar, y sólo después se le suministraban los datos. La función del programa, que podía realizarse con suma facilidad, consistía sencillamente en elaborar una serie plausible de pasos con sentido lógico para relacionar las premisas con el objetivo a lograr.
—He de decir que funcionaba de maravilla. Gordon pudo comprarse un Porsche casi de inmediato, pese a estar completamente arruinado y ser un pésimo conductor. Ni su banquero fue capaz de encontrar un solo fallo en su razonamiento. Ni siquiera cuando lo dejó hecho chatarra tres semanas después.
—¡Santo cielo! ¿Y se vendió bien el programa?
—No. No llegó a venderse un solo ejemplar.
—Me sorprendes. Daba la impresión de ser un éxito seguro. —Y así era— aseguró Richard, en tono vacilante. —El proyecto lo compró el Pentágono, que a continuación lo puso a buen recaudo. La operación proporcionó a WayForward una base financiera muy sólida. Por otro lado, su fundamento moral no es algo sobre lo que yo me apoyaría. Hace poco he estado analizando los argumentos esgrimidos en favor del proyecto de la Guerra de las Galaxias, y si uno sabe lo que está buscando, la configuración de los algoritmos resulta muy clara.
—Tan clara, en realidad, que examinando la política del Pentágono de los dos últimos años, creo estar bastante seguro de que la Marina de los Estados Unidos está utilizando la versión 2.00 del programa, mientras que, por el motivo que sea, la Fuerza Aérea sólo posee la versión 1.5 probada en beta. Es muy raro. —¿Tienes una copia?
—Desde luego que no —contestó Richard—. No me gustaría tener nada que ver con ello. De todos modos, cuando el Pentágono lo adquirió, lo compró todo. Hasta el último vestigio de código, cada disco, cada folio de notas. Me alegré de ver el final del asunto. Y no sé si lo logramos. Yo estoy muy ocupado con mis propios proyectos. Volvió a atizar el fuego y se preguntó qué hacía allí con todo el trabajo que tenía pendiente. Gordon estaba continuamente incitándole a que terminase la nueva y más potente versión del Anthem para aprovechar el nuevo Macintosh II, y estaba muy atrasado. Y en cuanto al módulo propuesto para convertir en tiempo real la información de llegada del índice Dow Jones en datos MIDI, él lo interpretó como una broma, pero Gordon, lógicamente, se entusiasmó con la idea e insistió en su puesta en práctica. Eso también debía estar acabado, pero no lo estaba. De pronto se le ocurrió por qué estaba precisamente allí.
Bueno, había sido una velada agradable, aunque no comprendía por qué Reg había mostrado tanto interés en verle. Cogió un par de libros de la mesa que, evidentemente, también se utilizaba para comer, porque si bien los libros llevaban semanas allí, la ausencia de polvo a su alrededor revelaba, que los habían desplazado no hacía mucho. Quizá, pensó, la necesidad de charlar amistosamente con alguien distinto era tan imperiosa como cualquier otra cuando se vivía en una comunidad tan cerrada como la de una facultad de Cambridge, incluso hoy en día. Era un viejo simpático, pero en la cena resultó claro que muchos de sus colegas consideraban sus excentricidades como una dieta demasiado fuerte y monótona. Sobre todo cuando tenían que enfrentarse a las suyas propias. Pensó en Susan y sintió irritación, pero ya estaba acostumbrado a eso. Hojeó los libros que había cogido.
Uno de ellos, antiguo, relataba las apariciones de Borley Rectory, la mansión más llena de fantasmas de Inglaterra. Tenía el lomo hecho jirones, y las fotografías estaban tan descoloridas y borrosas que eran prácticamente indescifrables. Contempló una instantánea que le pareció una toma muy acertada (o falsa) de un fantasma, pero cuando leyó el epígrafe comprobó que se trataba de una fotografía del autor. El otro libro era más reciente y, por casualidad, era una guía de las islas griegas. Empezó a hojearlo al azar y entonces cayó un trozo de papel.
—¿Earl Grey o Lapsang Souchong? —preguntó Reg, gritando—. ¿O Darjeeling? ¿O PG Tips? De todos modos, me temo que sólo tengo bolsitas. Y ninguna de ellas es muy fresca.
—Darjeeling está muy bien —contestó Richard, agachándose a recoger el papel.
—¿Leche?
—Sí, por favor.
—¿Un terrón o dos?
—Uno, por favor.
Richard volvió a guardar el papel en el libro, observando que había una nota escrita con caracteres apresurados. Por extraño que pareciese, la nota decía: «Mira este sencillo salero de plata. Observa este simple gorro».
—¿Azúcar?
—¡Eh! ¿Cómo? —preguntó Richard, sorprendido. Se apresuró a colocar el libro en su pila correspondiente.
—Sólo una bromita de las mías —explicó Reg, jovial—, para ver si me escucha la gente.
Salió sonriente de la cocina, sostenía una pequeña bandeja con dos tazas que arrojó de pronto al suelo. El té se derramó por la alfombra. Una taza se rompió y la otra fue a parar bajo la mesa. Reg se inclinó sobre el marco de la puerta, pálido y con los ojos desencajados.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Richard, sin saber qué hacer—. ¿Quiere que llame a un médico?
Reg le hizo gestos tranquilizadores.
—Estoy bien —contestó—. Me encuentro perfectamente. Me pareció oír, bueno, un ruido que me sobresaltó. Pero no era nada. Sólo estoy un poco mareado por los vapores del té, supongo. Deja que recupere el aliento. Creo que un poco de, hmm, de oporto me sentará bien. Lo siento mucho, no pretendía asustarle.
Hizo un gesto hacia la botella de oporto. Richard se apresuró a llenar una copita y se la ofreció.
—¿Qué clase de ruido? —inquirió, preguntándose por qué demonios se habría descompuesto de aquel modo.
En aquel momento se oyó ruido en el piso de arriba y luego un rumor como de una respiración sumamente agitada.
—Esto… —musitó Reg.
La copa de oporto yacía hecha añicos a sus pies. Arriba, al parecer alguien pataleaba.
—¿Lo oyes?
—Pues, sí…
Esa respuesta pareció animar al anciano.
Richard miró nervioso al techo.
—¿Hay alguien arriba? —inquirió, sintiendo que era una pregunta tonta pero que tenía que hacerla de todos modos.
—No… —contestó Reg con un susurro cuyo tono aterrorizado sorprendió a Richard—, nadie. Ahí no debería haber nadie…
—Entonces…
Reg luchaba tembloroso por ponerse en pie. De pronto adoptó un aire de firme resolución.
—Tengo que subir —anunció despacio—. Debo hacerlo. Espérame aquí, por favor.
—Oiga, ¿qué ocurre? —preguntó Richard, interponiéndose entre Reg y la puerta—. ¿Es un ladrón? Mire, ya iré yo. Estoy seguro de que no es nada, el viento o algo así.
Richard no sabía por qué decía aquello. Era evidente que no se trataba del viento ni nada parecido, porque si es posible que el viento haga ruidos semejantes a una respiración agitada, rara vez pataleaba de aquel modo.
—No —repuso el anciano, apartándole con un gesto cortés pero firme—, tengo que hacerlo yo.
Impotente, Richard le siguió al pasillo que daba a la pequeña cocina. De allí arrancaban unos oscuros peldaños de madera que parecían deteriorados y arañados.
Reg pulsó un interruptor. Se encendió una bombilla de luz macilenta que colgaba desnuda en lo alto de la escalera, y la miró con torva aprensión.
—Espera aquí —dijo.
Subió dos escalones, se volvió y miró a Richard con aire muy serio.
—Siento que te hayas visto envuelto en… lo que representa el aspecto más difícil de mi existencia. Pero ya estás metido en ello y, por lamentable que pueda ser, debo pedirte algo. No sé exactamente lo que me espera allá arriba. Ignoro si es algo que me he buscado tontamente con mis… mis aficiones, o si sólo soy una víctima inocente. Si se trata de lo primero, el único culpable seria yo, porque soy como un médico que no puede dejar de fumar o, quizá peor aún, como un ecologista que no puede prescindir del coche. Si se trata de lo segundo, entonces espero que no te pase a ti también.
—Lo que debo pedirte es lo siguiente. Cuando vuelva a bajar las escaleras, en el supuesto de que así sea, claro está, si mi comportamiento te parece un poco raro, si no parezco yo mismo, debes saltar sobre mí y arrojarme al suelo. ¿Comprendes? Debes evitar que llegue a hacer cualquier cosa.
—Pero ¿cómo lo sabré? —preguntó Richard, incrédulo—. Lo siento, no quería expresarlo así, pero es que no sé de qué…
—Lo sabrás —afirmó Reg—. Ahora espérame en la sala de estar, por favor. Y cierra la puerta.
Moviendo la cabeza con expresión de asombro, Richard dio media vuelta e hizo lo que le habían dicho. Desde la amplia y desordenada habitación oyó el ruido que hacía el profesor al subir la escalera, peldaño a peldaño. Subía con grave deliberación, como el lento tictac de un gran reloj. Richard le oyó llegar al rellano. Reinó el silencio. Pasaron los segundos; cinco, quizá diez, veinte. Luego se oyó el movimiento y la agitada respiración del principio, que tanto había perturbado al profesor.
Richard se acercó deprisa a la puerta, pero no la abrió. El frío de la estancia le oprimía e inquietaba. Sacudió la cabeza para librarse de la sensación y luego contuvo el aliento: de nuevo se oían pasos que cruzaban despacio los dos metros del rellano para detenerse otra vez.
Sólo segundos después oyó Richard el largo y lento chirrido de la puerta que se abría centímetro a centímetro, cautelosamente, hasta que al fin debió de quedar abierta de par en par. Durante mucho, mucho rato no pasó nada más.
Luego la puerta volvió a cerrarse, despacio.
Los pasos cruzaron el rellano y cesaron de nuevo. Richard retrocedió sin apartar la mirada de la puerta. Los pasos iniciaron otra vez el descenso por la escalera, despacio, pausadamente, silenciosos, hasta llegar abajo. Luego, al cabo de unos segundos más, el pomo de la puerta empezó a girar. Se abrió la puerta y Reg entró tranquilamente.
—Todo va bien, no es más que un caballo en el cuarto de baño —dijo con voz queda.
Richard saltó sobre él y lo arrojó al suelo con una llave de lucha libre.
—No —jadeó Reg—, no, quita, déjame, ¡estoy perfectamente bien, maldita sea!
No sin gran dificultad, se desprendió de Richard y se incorporó jadeando, resoplando y pasándose las manos por los escasos cabellos. Richard, de pie frente a él, mantenía una actitud cautelosa aunque cada vez se sentía más perplejo. Retrocedió y dejó que Reg se sentara en un sillón.
—Sólo un caballo —repitió—. Pero, humm, gracias por haberme hecho caso al pie de la letra.
Se sacudió el polvo.
—Un caballo —dijo Richard.
—Sí.
Richard salió de la estancia, miró por las escaleras y volvió.
—¿Un caballo? —repitió.
—Sí, eso es —confirmó el profesor, haciendo un gesto a Richard, que se disponía a salir de nuevo para investigar—. Espera, «déjalo, no durará mucho[3]».
Richard lo miró fijamente, incrédulo.
—¿Dice que hay un caballo en su cuarto de baño y lo único que se le ocurre es citar canciones de Los Beatles?
El profesor le miró desconcertado.
—Escucha —dijo—, si te he… alarmado antes, lo siento, sólo fue un ligero sobresalto. Estas cosas pasan, mi querido amigo, no te preocupes por ello. ¡Santo cielo, en mis tiempos vi cosas más raras! Muchas. Bastante más raras. Sólo es una yegua, por amor de Dios. Luego subiré y la dejaré salir. No te preocupes, por favor. Recobremos el ánimo con un poco de oporto.
—Pero… ¿cómo se ha metido ahí?
—Bueno, pues la ventana del baño estaba abierta. Espero que salga por el mismo sitio.
No era la primera vez, aunque no iba a ser la última, que Richard se quedaba mirándole con ojos empequeñecidos por la sorpresa.
—Lo está haciendo a propósito, ¿no?
—¿Haciendo qué, mi querido amigo?
—No creo que haya caballo alguno en su cuarto de baño —afirmó Richard de pronto—. No sé lo que habrá, no sé lo que pretende, ignoro qué clase de velada es esta, pero no me creo que haya un caballo en su cuarto de baño.
Y desechando las protestas de Reg, subió a investigar.
No era un baño grande.
Las paredes estaban cubiertas de antiguos paneles de roble que, dadas la edad y las características del edificio, probablemente tenían un valor incalculable, pero por lo demás el mobiliario era austero e institucional. Había un suelo de deteriorado linóleo a cuadros blancos y negros, una bañera pequeña, bien limpia pero con manchas muy viejas y rasguños en el esmalte, y un lavabo también pequeño con un cepillo y pasta de dientes en un vaso de Duralex cerca de los grifos. Atornillado en el posiblemente inestimable panel de encima del lavabo, había un armarito metálico con un espejo en la parte frontal. Parecía haber sido repintado muchas veces, y el espejo estaba picado en las esquinas. La taza estaba equipada con una cisterna de hierro forjado que se accionaba tirando de una cadena. En un rincón había un armario de madera pintado de color crema con una silla vieja al lado sobre la cual se amontonaban unas toallas pulcramente dobladas pero pequeñas y deshilachadas. En el cuarto de baño, ocupando la mayor parte del espacio, también había un caballo.
Richard lo miró con los ojos en blanco, el cuadrúpedo se fijó en él con una especie de expresión apreciativa. Richard se tambaleó un poco. El caballo permaneció absolutamente quieto. Al cabo de un momento, se puso a mirar el armario. Parecía si no contento, al menos enteramente resignado a estar allí hasta que lo trasladaran a otra parte. También parecía… ¿qué era aquello?
Le bañaba el resplandor de la luna que entraba por la ventana que, abierta pero pequeña y situada además en el segundo piso, sugería que la teoría de que el caballo hubiera entrado por ella era absolutamente fantástica. El caballo tenía algo raro, pero Richard no acertaba a decir qué. Bueno, desde luego, había una cosa muy rara: el hecho de que estuviera en un cuarto de baño universitario. A lo mejor eso era todo.
Con cierta cautela, extendió la mano para darle unas palmaditas en el cuello. Tenía un tacto normal, firme y lustroso, indicativo de buena salud. El efecto de la luz de la luna sobre su pelo resultaba un tanto desconcertante, pero todo parece un poco raro bajo el resplandor lunar. El caballo sacudió la crin cuando le tocó, pero no pareció importarle mucho.
Tras el éxito de las palmaditas, Richard lo acarició repetidas veces y le rascó suavemente la quijada. Luego vio que el baño tenía otra puerta al otro extremo. Avanzó con cautela en torno al caballo y se acercó a la otra entrada. Se apoyó contra ella y la entornó. Daba al dormitorio del profesor, un cuarto pequeño atestado de libros y zapatos con una cama estrecha. La habitación tenía otra puerta, que comunicaba con el rellano.
Richard observó que en el suelo del descansillo habla rasguños y arañazos recientes, como en las escaleras, y las marcas confirmaban la idea de que, como fuese, habían empujado al caballo escaleras arriba. No le hubiese gustado ocuparse de la tarea, y menos aún que el caballo hubiera hecho lo mismo con él, pero no dejaba de ser posible.
Pero ¿por qué?
Lanzó una última mirada al caballo, que se la devolvió y bajó las escaleras.
—Hay un caballo en el cuarto de baño —anunció— y, después de todo, tomaré un poco de oporto.
Se sirvió una copa y otra para Reg, que contemplaba tranquilamente el fuego y tenía la suya vacía.
—Afortunadamente saqué tres copas —comentó Reg en tono despreocupado—. Antes no sabía por qué, pero ahora recuerdo. Preguntaste si podías traer una amiga, pero al parecer no lo has hecho. Por culpa del sofá, claro. No importa, esas cosas pasan. Basta, no tanto, vas a derramarlo.
Richard se olvidó de pronto de todas las preguntas relacionadas con el caballo.
—¿Ah, sí?
—Sí, ahora me acuerdo. Volviste a llamar para preguntarme si no había inconveniente, según recuerdo. Te contesté que me encantaría y que esperaba que la trajeras. Si estuviera en tu lugar, me ocuparía del sofá. No sacrificaría mi felicidad por un sofá. O quizá ella pensó que una velada con tu viejo tutor sería enormemente aburrida y se decidió por la alternativa más placentera de lavarse la cabeza. ¡Válgame Dios!, yo hubiese hecho lo mismo en su lugar. Sólo la falta de pelo es lo que me obliga estos días a frecuentar una compañía tan excitante.
Ahora le tocaba a Richard estar pálido y con los ojos desorbitados. Sí, había supuesto que Susan no querría venir. Sí, le había dicho que sería tremendamente aburrido. Pero ella insistió en que quería ir porque sería la única manera de verle durante unos minutos sin la cara bañada por la luz del monitor de un ordenador, así que él consintió y aceptó traerla.
Sólo que lo había olvidado. No había ido a recogerla.
—¿Puedo llamar por teléfono? —preguntó.