7

E

ra la víspera del último día de su vida, Gordon Way se preguntaba si la lluvia aguantaría hasta el fin de semana. El informe meteorológico anunciaba un cambio: niebla por la noche y un viernes y sábado con sol y frío, tal vez acompañados por algunos chubascos dispersos en la tarde del domingo, cuando todo el mundo regresara a la ciudad.

Es decir, todo el mundo menos Gordon Way.

El informe del tiempo no lo mencionaba, claro está, no era cosa suya, pero su horóscopo se había equivocado bastante. Se había referido a una desusada actividad planetaria en su signo, instándole a distinguir entre sus deseos y necesidades, por lo que le sugería que abordase los problemas emocionales o laborales con decisión y absoluta honradez; pero, inexplicablemente, no mencionaba que estaría muerto antes de que acabase el día.

Cerca de Cambridge salió de la autopista y se detuvo en una pequeña estación de servicio para echar gasolina.

—Muy bien, te llamaré mañana —dijo—, o esta noche. O llámame tú. Dentro de media hora estaré en la casa de campo. Sí, sé lo importante que es el proyecto para ti. Muy bien, sé lo que significa para ti, punto y aparte. Tú lo quieres y yo también. Claro que sí. Y no digo que no vayamos a seguir apoyándolo. Lo único que digo es que es muy costoso y que deberíamos considerar el asunto con decisión y absoluta honradez. Escucha, ¿por qué no vienes a la casa de campo y lo discutimos? De acuerdo, sí, vale, lo sé. Comprendo. Ya pensaremos en ello, Kate. Después hablaremos. Hasta luego.

Colgó y siguió sentado en el coche durante un rato.

Era un coche grande, un Mercedes plateado de los que salen en los anuncios, y no sólo en los de los Mercedes. Gordon Way, hermano de Susan y jefe de Richard MacDuff, era un hombre acaudalado, fundador y propietario de Tecnologías WayForward II. Por supuesto, la empresa había quebrado por las razones acostumbradas arrastrando consigo su primera fortuna.

Afortunadamente, ya había labrado otra.

Las «razones acostumbradas» eran que se había metido en el negocio de los ordenadores justo cuando todos los doceañeros del país súbitamente se habían hartado de trastos que se estropeaban. En cambio, su segunda fortuna la había hecho en el campo de los programas informáticos. Como resultado de dos programas importantes, uno de los cuales era Anthem (el otro, más útil, no se había comercializado), Tecnologías WayForward II se había convertido en la única compañía británica de microinformática que solía citarse junto a empresas norteamericanas tan serias como Microsoft o Lotus. Esa cita diría probablemente algo así: «A diferencia de las grandes empresas estadounidenses, como Microsoft y Lotus, Tecnologías WayForward…» pero no era más que un comienzo. WayForward estaba ahí. Y le pertenecía.

Metió una cinta en la ranura de la cadena estéreo. El aparato la aceptó con un decoroso ruidito metálico y unos momentos después el Bolero de Ravel fluyó por ocho altavoces perfectamente ajustados y tapizados con una fina rejilla en negro mate. El estéreo era tan suave y espacioso, que casi se percibía la pista de hielo. Golpeó levemente con los dedos en el almohadillado borde del volante. Miró al salpicadero. Vio unas cifras graciosamente iluminadas, lucecitas tenues e inmaculadas. Al cabo de un rato recordó que se encontraba en una gasolinera y que tenía que bajar para llenar el depósito.

Tardó un par de minutos. Hasta que dejó la pistola del surtidor no paró de dar patadas al suelo para combatir el frío aire de la noche, y luego se dirigió a la mugrienta caseta, pagó la gasolina, recordó que debía comprar unos mapas de la región y se quedó unos minutos hablando animadamente con el cajero sobre las orientaciones que la industria de la microinformática adoptaría al año siguiente. Sugirió que el tratamiento paralelo sería la clave de una producción verdaderamente intuitiva de programas, pero mostró serias dudas de que la investigación sobre la inteligencia artificial per se y, en particular, la que se basaba en el lenguaje ProLog, lograra producir cualquier artículo serio y comercialmente viable en un futuro próximo, al menos en lo que se refería a la burótica[1], tema que no fascinaba en absoluto al cajero.

—A ese hombre le gustaba hablar —diría más tarde a la policía—. ¡Vaya que sí! Si me hubiese ido a los servicios durante diez minutos, se lo habría explicado todo a la caja. Y si hubiese tardado quince minutos, la caja también se habría ido. Sí, estoy seguro de que es él —añadiría a la vista de una fotografía de Gordon Way—. Al principio no estaba seguro porque aquí tiene la boca cerrada.

—¿Y puede asegurar que no observó nada sospechoso? —insistió el policía—. ¿Nada que le pareciese raro?

—No. Como le he dicho, no era más que un cliente como cualquier otro en una noche como las demás. El policía lo miraba perplejo.

—Sólo una pregunta más. Si yo hiciera de pronto esto… —prosiguió, poniéndose bizco, sacando la lengua por la comisura de los labios, agitándose de un lado a otro y metiéndose los dedos en las orejas, ¿le parecería raro?

—Bueno…, pues, sí —contestó el cajero, retrocediendo asustado—. Creería que se ha vuelto loco de atar.

—Bien —dijo el policía, guardándose el cuaderno—, es que a veces hay personas que tienen una idea peculiar de lo que significa «raro», ¿comprende usted, caballero? Si la de ayer fue una noche como las demás, exactamente igual que cualquier otra, entonces yo soy un grano en el culo de la tía de la Marquesa de Queensbury. Más tarde le necesitaremos para que haga una declaración, señor. Gracias por dedicarnos su tiempo.

Pero aún no había pasado nada.

Aquella noche, Gordon se guardó los mapas en el bolsillo y volvió al coche. Bajo las luces, el relente lo había cubierto con una fina capa de húmedas perlas de color mate y parecía, bueno, parecía un Mercedes Benz sumamente caro. Por una décima de segundo Gordon se sorprendió deseando poseer algo semejante, pero ya estaba bastante acostumbrado a desechar ese tipo de pensamientos que sólo conducían a un círculo vicioso y le dejaban confuso y deprimido. Le dio unas palmaditas como correspondía a su calidad de propietario y, al dar la vuelta, vio que el maletero no estaba bien cerrado y empujó la tapa de un golpe hasta que quedó encajada con un sólido chasquido. Bueno, esa solidez demostraba algo, ¿no? Los anticuados valores de la calidad y el buen hacer. Pensó en una docena de cosas que tenía que decir a Susan y subió al coche, conectando el código automático del teléfono en cuanto enfiló hacia la carretera.

—«… así que si quiere dejar un recado, estaré con usted en cuanto sea posible. Tal vez». Bip.

—Hola, Susan, soy Gordon —dijo, poniéndose el teléfono en difícil equilibrio sobre el hombro—. Voy de camino a la casa de campo. Es, humm, el jueves por la noche y son las, humm, ocho cuarenta y siete. Hay un poco de niebla en la carretera. Escucha, este fin de semana viene esa gente de los Estados Unidos para discutir a fondo la distribución del Anthem versión 2.00, llevar la campaña publicitaria y todo eso, y oye, ya sabes que no me gusta pedirte este tipo de cosas, pero también sabes que siempre lo hago de todos modos, así que ahí va. Sencillamente necesito saber si Richard se ocupa del asunto. Quiero decir que si está en ello de verdad. Podría preguntárselo a él, pero me diría que sí, que todo va bien, pero la mayoría de las veces…, ¡coño con ese camión, qué luces tan fuertes lleva!, ningún camionero cabrón las baja, es un milagro si no acabo muerto en la cuneta. Sería algo extraordinario, ¿verdad?, dejar tus últimas palabras en un contestador automático. No veo razón para que los camiones no tengan interruptores automáticos para bajar los faros. Escucha, hazme el favor de escribir una nota a Susan, no me refiero a ti, claro, sino a Susan, la secretaria de la oficina, y pedirle que envíe una carta de mi parte a ese individuo de la Secretaría de Medio Ambiente y le asegure que podemos aportar la tecnología si él aporta el asesoramiento legal. Es por el bien público y de todos modos me debe un favor y, además, ¿qué sentido tiene poseer un CBE[2] si no se puede dar una patadita en el culo de alguien? Puedes decirle que llevo toda la semana hablando con los norteamericanos. Por Dios, eso me recuerda…, espero haberme acordado de traer las escopetas de caza. ¿Qué les pasa a esos norteamericanos, que se vuelven locos por matar mis conejos? Les he comprado unos mapas para ver si puedo convencerlos de que den largos y saludables paseos y quitarles de la cabeza lo de disparar a los conejos. Me dan muchísima pena los animalitos. Me parece que cuando vengan los norteamericanos voy a poner uno de esos letreros en el césped, ya sabes, como los que ellos tienen en Beverly Hills, que diga «Respuesta armada». Haz el favor de enviarle una nota a Susan para que encargue un letrero que diga «Respuesta armada» con un pincho afilado en la parte de abajo, a la altura adecuada para que lo vean los conejos. Me refiero a Susan, la secretaria de la oficina, no a ti, claro.

—¿Dónde estaba?

—Ah, sí. Richard y Anthem 2.00. Susan, eso tiene que estar en prueba beta dentro de dos semanas. Richard me dice que va muy bien. Pero cada vez que le veo, en la pantalla del ordenador tiene un sofá dando vueltas en el vacío. Asegura que es un concepto importante, pero yo lo único que distingo es un mueble. La gente que quiere que la contabilidad de su empresa les cante una canción, no quiere comprar un sofá giratorio. Y a estas alturas, tampoco creo que deba convertir las pautas de erosión del Himalaya en un quinteto de flauta. Y en cuanto a lo que esté tramando Kate, Susan, pues no puedo ocultar que estoy inquieto por los salarios y el tiempo de ordenador que eso consume. Podría significar una importante investigación y un proceso a largo plazo, pero también existe la posibilidad, sólo una posibilidad, digo, pero una posibilidad a pesar de todo, de que nos debamos por entero a nosotros mismos para evaluar y explorar, y ahí está el intríngulis. Qué raro, oigo un ruido en el maletero, creí que lo había cerrado bien.

—De todos modos, lo principal es Richard. Y el caso es que sólo hay una persona que esté verdaderamente en posición de saber si está llevando adelante el trabajo importante, o si no hace más que soñar, y me temo que esa persona es Susan. Me refiero a ti, claro está, no a Susan, la secretaria de la oficina. No me gusta pedírtelo, de verdad que no, pero ¿podrías tomar cartas en el asunto? ¿Hacerle comprender lo importante que es? Sólo tienes que asegurarte de que comprende que Tecnologías WayForward está destinada a ser una empresa comercial en expansión, y no un terreno de juego para chalados. Ese es el problema con los chalados: se les ocurre una gran idea que funciona de verdad y luego esperan que les financies durante años mientras ellos se dedican a estudiar la topografía de su ombligo. Lo siento, tengo que parar y arreglar el maletero, me parece que no lo he cerrado bien. Vuelvo en seguida.

Dejó el teléfono en el asiento de al lado, paró en la hierba de la cuneta y bajó del coche. Al acercarse a la parte trasera, el maletero se abrió y apareció un hombre que le disparó en el pecho los dos cañones de una escopeta de caza y luego se dedicó a sus asuntos.

La sorpresa de Gordon Way al ver que lo mataban a tiros no fue nada comparada con lo que sucedió después.