«E
n Xanadú construyó Kubla Khan una lujosa mansión de recreo».
Era evidente que el lector pertenecía a la escuela de pensamiento cuya teoría mantiene que la seriedad o grandeza de un poema se comunicaba mejor leyéndolo con voz de estúpido. Subía y bajaba de tono hasta que las palabras parecían ocultarse y salir corriendo a buscar refugio.
«Donde corría el sagrado río Alf
entre cavernas sin humana medida
hasta un mar sin sol».
Richard volvió a apoyarse en el respaldo de la silla. Las palabras le resultaban muy familiares, tal como correspondía a un licenciado en inglés de la Facultad de Saint Cedd’s, y se acomodaban fácilmente en su mente. La relación que la universidad mantenía con Coleridge se consideraba muy seria pese a la afición del famoso autor a determinados productos farmacéuticos que recrean el espíritu y bajo cuya influencia compuso su obra más importante, en un sueño.
El manuscrito se guardaba en la caja fuerte de la biblioteca de la facultad y, en la Cena Coleridge el poema siempre se leía directamente del manuscrito.
«Y así dos veces ocho kilómetros de tierra feroz
circundada de torres y murallas;
y manantiales sinuosos que brillaban en jardines
de múltiples árboles de esencias;
y había bosques tan antiguos como las colinas,
que albergaban soleados claros de verdura».
Richard se preguntó cuánto duraría. Miró a un lado, a su antiguo jefe de estudios, y le molestó la firme determinación de la postura que adoptaba para leer. La cantarina voz le irritó al principio, pero al rato empezó a adormecerle y se puso a contemplar un reguero de cera que se escurría por el borde de una vela, ya casi consumida, que ahora arrojaba una luz mortecina sobre los restos de la cena.
«Pero ¡ah! ¡Aquel hondo y embrujado abismo
que se abría por la verde colina a través del refugio de cedros!
¡Primitivo paisaje! ¡Más santo y encantado
que nunca bajo la luna menguante cuando el femenino
fantasma gemía por su demoníaco amante!».
Las pequeñas cantidades de clarete que se había permitido durante la comida corrían cálidamente por sus venas y, dejando vagar la mente, recordó la pregunta que Reg le había formulado durante la cena y sintió curiosidad por lo que habría hecho últimamente su amigo… ¿Era esa la palabra, amigo? Más que una persona, parecía una sucesión de acontecimientos extraordinarios. La idea de que Dirk tuviese amigos, más parecía remitirse a una serie de conceptos mal encadenados, como pensar que la crisis de Suez iba a estallar de nuevo por un panecillo.
Svlad Cjelli. Popularmente conocido como Dirk, aunque la palabra ¿popular?, otra vez, no parecía adecuada. Famoso, desde luego; solicitado, interminablemente comentado, cierto. Pero ¿popular? Sólo en el sentido en que puede serlo un grave accidente en la autopista: todo el mundo aminora la velocidad para verlo bien, pero nadie se acerca demasiado a las llamas. Infame era más conveniente. Svlad Cjelli, infamemente conocido como Dirk.
Era más rollizo que el resto de los estudiantes y tenía más sombreros. Es decir, sólo tenía el que llevaba normalmente, pero lo lucía con una pasión que resultaba extraña en alguien tan joven. El sombrero era redondo, de color rojo oscuro y con alas rectas, y parecía moverse como suspendido en un soporte cardánico que en cualquier ocasión le aseguraba una posición perfectamente horizontal por mucho que su propietario sacudiese la cabeza… Como sombrero resultaba notable, aunque como ornamento personal no acababa de convencer. Habría sido una prenda fina y elegante, bien proporcionada y favorecedora, si el dueño hubiese sido una lamparilla de mesilla de noche, pero no otra cosa.
La gente gravitaba a su alrededor atraída por las historias que se negaba a contar de sí mismo, aun cuando nunca estuvo claro que el origen de tales historias no fuese su postura de negarse a contarlas.
Las historias estaban relacionadas con poderes psíquicos que supuestamente había heredado por parte de madre, cuya familia, según aseguraba, había vivido en la parte más elegante de Transilvania. Es decir, él no lo aseguraba en absoluto, llegando a afirmar que se trataba de una tontería sin sentido. Negaba enérgicamente que hubiese murciélagos de ninguna clase en su familia y amenazaba con querellarse con cualquiera que lanzase aquellos maliciosos infundios, pero hacía gala de llevar un amplio abrigo de piel de grandes faldones, y en su habitación tenía uno de esos aparatos que se supone curan los dolores de espalda cuando uno se cuelga boca abajo de ellos. Dejaba que la gente le sorprendiera colgado de esa manera del aparato a las horas más raras del día y, sobre todo, por la noche, para afirmar enérgicamente que aquello carecía de implicación alguna.
Mediante una ingeniosa serie de negativas estratégicamente desplegadas sobre las cosas más exóticas y emocionantes, logró crear el mito de que era profeta, místico, telépata, visionario, clarividente y vampiro psicopástico.
¿Qué quería decir «psicopástico»?
Era un término de su cosecha, y enérgicamente negaba que tuviese significación alguna.
«Y de aquel abismo, bullendo en incesante torbellino,
como si la tierra respirase a raudos y grandes borbotones,
una fuente brotaba vigorosa;
entre sus rápidos chorros, casi discontinuos,
enormes fragmentos se arqueaban…».
Dirk también había estado siempre sin un céntimo. En eso hubo cambios.
Los inició un compañero de habitación, un crédulo individuo llamado Mander que probablemente, si se llegara a conocer la verdad, fue escogido por Dirk debido a su credulidad.
Steve Mander observó que cuando Dirk se acostaba borracho, hablaba en sueños. Y no sólo eso, sino que, dormido, decía cosas del tipo: «La apertura de rutas comerciales hacia el parloteo mascullante constituyó el momento crucial para la expansión del imperio en la estúpida cháchara de ronquidos. Comentario».
«Como granizo al rebotar,
o el brozoso grano bajo el mayal».
La primera vez, Steve Mander se incorporó en la cama con un sobresalto. Fue poco antes de los exámenes trimestrales de segundo curso, y lo que Dirk acaba de decir, o de murmurar sensatamente, se parecía mucho a una pregunta de la asignatura de Historia de la Economía. Mander se levantó despacio, se acercó a la cama de Dirk y se esforzó por escuchar, pero aparte de unos murmullos enteramente inconexos sobre Schleswig-Holstein y la guerra francoprusiana, que Dirk dirigía sin tregua a la almohada, no se enteró de nada más.
Sin embargo, la noticia se extendió con calma y discreción, como un reguero de pólvora.
«Y entre las rocas danzantes, súbitamente precipitado
caía imponente el río sagrado».
Durante el mes siguiente, Dirk recibió continuas invitaciones a beber y a comer con la esperanza de que se durmiera profundamente y soñara en voz alta con preguntas del examen. Lo raro fue que, cuanto mejor era la comida y más refinada la cosecha del vino a que le invitaban, menos tendencia mostraba a dormir con la cara sobre la almohada.
Pero su plan consistía en explotar sus pretendidos poderes sin admitir formalmente que los poseía. En realidad, a las historias sobre sus supuestas aptitudes solía reaccionar con franca incredulidad, y aun con cierta hostilidad.
«Serpenteando ocho kilómetros entre bosques y valles,
con intrincado movimiento, el río sagrado va,
entre cavernas sin humana medida,
se hunde fragoroso en un mar sin vida;
¡y en medio del tumulto, Kubla oye de lejos
ancestrales voces que gritan guerreras profecías!».
Dirk también era, aunque lo negaba, clariaudiente. A veces, en sueños, tarareaba melodías que dos semanas después se convertían en números uno. Lo que en realidad no resultaba muy difícil de organizar.
De hecho, siempre llevaba a cabo el mínimo de investigaciones posibles para apoyar tales mitos. Era perezoso y, en el fondo, lo que hacía era fomentar el crédulo entusiasmo de la gente para que le hiciesen trabajos. La desidia era fundamental; si sus supuestas proezas paranormales se hubiesen explicado de manera detallada y precisa, la gente habría sospechado y buscado otros razonamientos. Por otro lado, cuanto más imprecisas y ambiguas eran sus «predicciones», más firme se hacía la credulidad de la gente. Dirk nunca dio mucha importancia a tal situación; al menos, no parecía dársela. En realidad, el provecho que como estudiante sacaba de las continuas invitaciones de otra gente a beber y comer era más considerable de lo que nadie podía imaginar, a menos que se dedicase a hacer cuentas.
Y por supuesto jamás afirmó —en realidad, lo negaba enérgicamente— que nada de aquello fuese verdad ni en lo más remoto.
Por lo tanto, se hallaba en buena situación para realizar un espléndido y sabroso negocio cuando llegaran los exámenes finales.
«La sombra de la mansión de recreo
flotaba en medio de las olas;
allí se oía la combinada medida
de las grutas y la fuente.
Era un milagro de raro artificio,
¡una soleada mansión de recreo en cavernas de hielo!».
—¡Santo cielo…!
Reg pareció despertar de pronto con un sobresalto de la leve modorra en que había caído bajo el influjo del vino y la lectura, y miró a su alrededor con absoluta sorpresa, pero nada había cambiado. Los versos de Coleridge resonaban en el silencio cálido y satisfecho que se había apoderado del enorme comedor. Tras fruncir de nuevo el ceño con rápido gesto, Reg inició otra siestecita, pero permaneció un poco más atento esta vez.
«Una doncella con una dulzaina
en una visión contemplé una vez;
era una virgen abisinia,
y con su dulzaina tocaba
y cantaba al Monte Abora».
Sometido a hipnosis, Dirk permitió que lo convencieran para hacer una firme predicción sobre las preguntas que iban a caer en el examen final de aquel curso. Sugirió la idea explicando exactamente lo que jamás estaría dispuesto a hacer, aunque en muchos aspectos, comentó, le hubiese gustado hacerlo sólo para tener la posibilidad de refutar sus supuestas habilidades tan enérgicamente negadas.
Y tras preparar cuidadosamente el terreno de ese modo, al fin aceptó, sólo para acabar de una vez por todas con aquella cuestión, tan enormemente absurda y aburrida. Formularía sus predicciones con el método de la escritura automática bajo un control adecuado; el resultado se guardaría en un sobre lacrado y se depositaría en el banco hasta después de los exámenes.
Luego lo abrirían para comprobar su exactitud una vez realizados los exámenes.
No es de extrañar que una buena cantidad de gente le ofreciera fuertes sumas para que le dejara ver las predicciones escritas, pero él se escandalizó ante tal idea que, según afirmó, sería deshonesta…
«Si pudiera revivir en mí
su armonía y su canción,
hasta inundarme de un gozo tal,
que con música fuerte y alta
construyera esa mansión en el aire,
¡esa mansión soleada!
¡esas cavernas de hielo!».
Luego, poco tiempo después, Dirk se dejó ver por la ciudad con una especie de expresión grave y humillada. Al principio no hizo caso de las preguntas sobre lo que le preocupaba, pero después dio a entender que iban a someter a su madre a una operación dental sumamente cara que, por razones que se negó a comentar, debía hacerse en una clínica privada, sólo que no disponía del dinero.
Desde entonces, la tendencia para aceptar donativos destinados a los supuestos gastos médicos de su madre a cambio de rápidas ojeadas a sus predicciones escritas sobre los exámenes demostró ser lo bastante suave y fácil como para seguirla con la mínima dificultad posible.
Luego resultó que el único dentista que podía realizar la misteriosa operación era un cirujano de la Europa del Este que ahora vivía en Malibú y, por lo tanto, fue necesario incrementar el nivel de los donativos de manera bastante brusca.
Por supuesto, seguía negando que sus dotes fuesen lo que se suponía que eran, y llegó a afirmar su inexistencia insistiendo en que no se habría embarcado en el asunto si no fuese para refutarlas; y aparte de eso, como la gente parecía tener en sus capacidades una fe de la que él mismo carecía, pues allá ellos, estaba satisfecho de complacerlos hasta el punto de permitirles que pagasen la operación de su santa madre.
Aquella situación sólo podría reportarle beneficios.
O eso creía.
«Y todos los que oyeran los verían allí,
y todos gritarían, ¡cuidado! ¡Cuidado!
¡sus ojos destellantes, sus cabellos al viento!».
Las preguntas que Dirk escribió sometido a hipnosis mediante la escritura automática, las había recopilado limitándose a efectuar la mínima cantidad de investigación que cualquier estudiante habría llevado a cabo mediante el análisis de exámenes anteriores para comprobar si había series repetidas y deducir, a través de hipótesis inteligentes, lo que podrían preguntar. Como cualquiera en su caso, estaba bastante seguro de lograr un índice de aciertos lo bastante elevado como para contentar a los crédulos y lo suficientemente bajo como para que todo el asunto pareciese inocente por completo.
Y así fue.
Lo que provocó su caída, causando un frenesí que terminó con su expulsión de Cambridge en el asiento trasero de un coche celular, fue que todos los exámenes que vendió resultaron ser exactamente los mismos que pusieron.
Iguales. Palabra por palabra. Hasta la última coma.
«Traza tres círculos a su alrededor
y cierra los ojos en santo temor,
porque él ha probado la ambrosía
y bebido la leche del Paraíso…».
Y aparte de una lluvia de artículos aparecidos en periódicos sensacionalistas donde le denunciaban por farsante, eso fue lo que proclamó a bombo y platillo su autenticidad, así que ya podían denunciarlo de nuevo como farsante para después volver a proclamar su autenticidad hasta que se aburrieran y encontrasen algún sabroso jugador de billar con quien meterse.
Desde entonces Richard se había encontrado varias veces con Dirk, que le saludaba con la sonrisita recelosa del que desea saber si debe dinero antes de adoptar una expresión de simpatía que revela la esperanza de dar un sablazo. A Richard, los continuos cambios de nombre de Dirk le sugerían que no era el único a quien dispensaba ese trato.
Sintió una punzada de tristeza al pensar que alguien que irradiaba tanta brillantez en los estrechos confines de una colectividad universitaria se hubiese diluido de tal manera en la vida corriente. Y se extrañó de que Reg le preguntara por él, de buenas a primeras, de una manera que parecía tan casual e indiferente.
Volvió a mirar a su alrededor, a Reg, que roncaba suavemente a su lado; a la pequeña Sarah, absorta en silenciosa concentración; el enorme comedor, bañado por una macilenta y temblorosa luz; los retratos de antiguos primeros ministros y poetas colgados de lo alto de las sombrías paredes, con algún destello de las velas reflejándose en sus dientes; al jefe de estudios de inglés que, en pie, leía con voz de recitar poesía; el libro de «Kubla Khan», que tenía en las manos; y por último, subrepticiamente, el reloj. Volvió a retreparse en la silla.
La voz proseguía con la lectura de la segunda parte del poema, enteramente desconocida.