E
n lo alto del promontorio rocoso, el Monje Eléctrico seguía a lomos de un caballo que, poco a poco, sin quejarse, empezaba a estar de más. Bajo la capucha de áspera estameña, el Monje miraba sin parpadear al valle, que le planteaba un problema nuevo y espantoso, porque se trataba de la Duda. No la sufría a menudo, pero cuando le atacaba, le carcomía los fundamentos mismos de su ser.
Hacía calor, el sol recorría un cielo vacío y brumoso, cayendo a plomo sobre las rocas grises y la escasa y agostada hierba. Nada se movía, ni siquiera el Monje. Pero extrañas cosas empezaban a bullir en su mente, como alguna vez sucedía cuando los datos no estaban bien dirigidos y le pasaban por el buffer de entrada.
Pero entonces el Monje empezó a creer algo, esporádica y nerviosamente al principio, luego con una ardiente llamarada blanca de fe que eliminó todas las creencias anteriores, incluida la estúpida idea de que el valle era rosa; muy pronto, en alguna parte del valle, a unos mil quinientos metros de donde él se encontraba, se abriría una puerta misteriosa que daba a un mundo extraño y remoto, una puerta que podría franquear. Pasmosa idea.
Pero por asombroso que pareciese, aquella vez tenía toda la razón.
El caballo notó que pasaba algo. Irguió las orejas y meneó la cabeza con suavidad. Al mirar durante tanto rato el mismo montón de rocas, había caído en una especie de trance, y estaba a punto de imaginar también que eran de color rosa. Sacudió la cabeza con un poco más de energía.
Con un leve movimiento de riñones y un talonazo del Monje, se pusieron en marcha bajando con cuidado por la rocosa pendiente. El camino era difícil. En su mayor parte se componía de placas sueltas de pizarra marrones y grises, interrumpidas aquí y allá por plantas verdes que se aferraban a ellas para preservar su precaria existencia. El Monje observó aquello con turbación. Ahora era un Monje más viejo y más sabio, y había dejado atrás los infantilismos. Valles de color rosa, mesas hermafroditas: etapas naturales por las que había que pasar en el camino hacia el verdadero conocimiento.
El sol caía a plomo. El Monje se limpió la cara de sudor y polvo e hizo una pausa, inclinándose sobre el cuello del caballo. Atisbo entre la trémula neblina que el calor levantaba y distinguió un montón de rocas en pleno lecho del valle. Allí, tras las rocas, era donde el Monje pensaba o, mejor dicho, creía apasionadamente desde lo más hondo de su ser, que surgiría la puerta. Trató de ajustar mejor la imagen, pero los detalles se difuminaban confusamente en los remolinos de aire caliente.
Montado en la silla y a punto de aguijonear al caballo, de pronto notó algo muy curioso.
En la lisa pared de una roca que había cerca, tan cerca, en realidad, que se sorprendió de no haberla visto antes; había una gran pintura. Torpemente ejecutada, aunque no desprovista de elegancia en los trazos, parecía muy antigua, probablemente muy, pero que muy antigua. Oscurecida, agrietada y desigual, resultaba difícil distinguir con claridad lo que representaba. Se acercó más. Parecía una primitiva escena de caza.
Evidentemente, el grupo de criaturas de múltiples miembros y color morado eran cazadores primitivos. Portaban toscas lanzas y perseguían ferozmente a un animal armado de largos cuernos que ya parecía herido. En realidad, lo único que se apreciaba claramente eran los blancos dientes de los cazadores, que parecían brillar con una blancura cuyo fulgor no había palidecido con el paso de los muchos milenios transcurridos. De hecho, el Monje hasta se avergonzó de sus propios dientes, aunque acababa de lavárselos por la mañana.
El Monje ya había visto pinturas parecidas, pero sólo en cuadros o en la televisión, nunca en la vida real. Solían hallarse en cavernas al abrigo de los elementos, de lo contrario no habrían sobrevivido. El Monje observó con más detenimiento los aledaños de la roca y observó que, si bien no se encontraba en una caverna, la pared estaba protegida del viento y de la lluvia por una amplia repisa. Sin embargo, era extraño que hubiese aguantado tanto tiempo. Y más raro aún era que, según parecía, no la hubieran descubierto todavía. Todas las pinturas rupestres eran famosas y le resultaban familiares, pero aquella no la había visto nunca.
A lo mejor se trataba de un hallazgo histórico espectacular. Tal vez si volviera a la ciudad para anunciarlo sería bien recibido, al fin le pondrían un nuevo panel matriz, y le permitirían creer…, ¿creer en qué? Hizo una pausa, parpadeó y agitó la cabeza para deshacer un momentáneo error de sistema.
Se repuso.
Creía en una puerta. Debía encontrarla. Era el camino hacia…, hacia…
La Puerta era el Camino.
Bien.
Las letras mayúsculas siempre constituían la mejor manera de tratar las cosas para las que se carecía de una respuesta adecuada.
Bruscamente, hizo que el caballo volviese la cabeza y le instó a proseguir la marcha ascendente. Al cabo de unos minutos de difíciles maniobras, llegó al fondo del valle y quedó momentáneamente desconcertado al descubrir que la fina capa de polvo que se había aposentado sobre la agrietada tierra rojiza era de un color rosáceo muy pálido, sobre todo en las orillas del lento reguero de barro que, en la estación cálida, constituía los últimos restos del río que discurría por el valle en la época de las lluvias. Desmontó y se inclinó para tocar el polvo rosado, dejándolo correr entre los dedos. Era suave y muy fino, y le produjo una sensación agradable al contactar con su piel. Era casi del mismo color, quizá algo más clara.
El caballo le estaba mirando. El Monje comprendió, tal vez con cierto retraso, que debía de tener mucha sed. Él también estaba sediento, pero trataba de no pensar en ello. Desató la cantimplora de la silla. La sintió patéticamente ligera. Desenroscó el tapón y dio un solo trago. Luego vertió un poco en el hueco de la mano y se lo ofreció al caballo, que lo sorbió con ansia de golpe.
El caballo volvió a mirarle.
El Monje meneó la cabeza con tristeza, volvió a tapar la cantimplora y la guardó en su sitio. En la pequeña parte de su mente donde almacenaba información lógica y fáctica, era consciente de que no duraría mucho y que, sin ella, ellos tampoco aguantarían. Sólo su Fe le impulsaba a seguir adelante; su Fe, que ahora se centraba en la Puerta.
Se sacudió el polvo rosado del áspero hábito y miró al amasijo de rocas, a sólo unos cien metros de distancia. Lo observó no sin un tenue ligerísimo temblor. Aunque la parte más importante de su mente se mantenía firme en la eterna e inconmovible Fe en que la Puerta estaría tras las rocas y que la Puerta sería el Camino, la porción más pequeña de su cerebro que comprendía lo de la cantimplora no podía dejar de recordar pasadas decepciones y emitía una nota muy baja, pero estridente, de advertencia.
Si decidía no acercarse a ver la Puerta por sí mismo, seguiría creyendo en ella para siempre. Se convertiría en la meta de su vida…, de lo poco de vida que le quedaba, dijo la parte de su mente que comprendía lo de la cantimplora.
Por otro lado, si se dirigía a presentar sus respetos a la Puerta y resultaba que no existía…, entonces, ¿qué?
El caballo relinchó impaciente.
Desde luego, la respuesta era muy sencilla. Disponía de todo un tablero de circuitos para abordar precisamente este problema; en realidad, constituía el verdadero meollo de su función. Seguiría creyendo en ello, fuera lo que fuese lo que los hechos revelasen. ¿Qué otra cosa significaba la Fe? La Puerta seguiría estando allí, aunque no existiese. Se dominó. La Puerta estaba allí y debía ir hacia ella, porque la Puerta era el Camino.
En vez de volver a montar, llevó el caballo de la brida. El Camino no estaba lejos, iría con humildad al encuentro de la Puerta.
Valeroso y erguido, avanzó con solemne lentitud. Se fue aproximando al grupo de rocas. Llegó. Lo rodeó. Miró.
Allí estaba la Puerta.
Hay que señalar que el caballo se llevó una buena sorpresa.
El Monje cayó de rodillas, lleno de asombro y respeto. Tan preparado estaba para llevarse una decepción, que era lo que solía llevarse aunque nunca lo admitía, que le pilló completamente desprevenido. Observó la Puerta con un rotundo y absoluto error de sistema.
Era una puerta como nunca había visto antes. Todas las puertas que conocía eran enormes objetos de acero reforzado, debido a los vídeos y lavaplatos que había tras ellas, aparte, claro está, de todos los costosos monjes eléctricos que se necesitaban para creer en todo ello. Aquella era sencilla, de madera, pequeña, más o menos de su mismo tamaño. Una puerta a la medida de un monje, pintada de blanco, con un pomo de bronce un poco abollado a un lado, a media altura. Estaba empotrada en la cara de la roca, y no había explicación alguna de su origen ni de su finalidad.
Sin saber cómo se atrevía, el pobre Monje asustado se tambaleó y, llevando el caballo de la brida, avanzó nervioso hacia ella. Al llegar, la tocó. Se sorprendió tanto al no oír alarma alguna, que retrocedió de un salto. La volvió a tocar, esta vez con más firmeza.
Despacio, bajó la mano hacia el pomo; tampoco entonces sonó la alarma. Notó que se accionaba un mecanismo. Contuvo el aliento. Nada. Empujó la Puerta, que cedió suavemente. Miró al interior, pero estaba tan oscuro en contraste con el desértico sol del exterior, que no vio nada. Al fin, casi muerto ante tanta maravilla, entró llevando al caballo tras él.
Pocos minutos después, un hombre que había estado sentado fuera del alcance de la vista junto al siguiente grupo de rocas terminó de quitarse el polvo de la cara, se levantó, estiró las piernas y regresó hacia la puerta mientras se palmeaba la ropa.