E
n lo alto de un promontorio rocoso se erguía el Monje Eléctrico a lomos de un caballo aburrido. Bajo la capucha de áspera estameña, el Monje tenía la vista fija en otro valle, el cual le planteaba un problema.
Hacía calor. En un cielo vacío y neblinoso, el sol se desplomaba sobre las rocas grises y sobre el césped escaso y reseco. Nada se movía, ni siquiera el Monje. El caballo agitaba el rabo azotando levemente el aire con ánimo de moverlo un poco, pero eso era todo. Nada más se movía.
El Monje Eléctrico era una máquina para eliminar electrodomésticos, como un lavaplatos o un vídeo. Los lavaplatos limpian aburridos platos, ahorrando las molestias de lavarlos uno mismo; los vídeos ven aburridos programas de televisión, evitándole a uno la tarea cada vez más tediosa de creerse todo lo que el mundo espera que uno se crea.
Lamentablemente, aquel Monje Eléctrico tenía un defecto: había empezado a creerse toda clase de cosas, más o menos al azar. Incluso empezaba a creerse cosas que resultaban difícilmente creíbles en Salt Lake City. Por supuesto, nunca había oído hablar de Salt Lake City. Tampoco había oído hablar del quinguiguillón, que es aproximadamente el número de kilómetros que separaban aquel valle del Gran Lago Salado de Utah.
Este era el problema que planteaba el valle. En aquel momento, el Monje creía que el valle y todo lo que había en él y en sus alrededores, incluidos el propio Monje y su caballo, tenían un uniforme tono rosa pálido. Esto explicaba cierta dificultad para distinguir una cosa de otra y, por consiguiente, impedía que hiciera algo o que se marchara a parte alguna, o al menos hacía difícil y peligrosa cualquier actividad. De ahí la inmovilidad del Monje y el aburrimiento del caballo, a quien le había tocado aguantar un montón de tonterías en su época pero que en secreto mantenía la opinión de que aquella era la más absurda de todas.
¿Desde cuándo creía el Monje tales cosas? Pues, por lo que se refería al Monje, desde siempre. La fe que mueve montañas, o que al menos hace creer contra toda evidencia que son de color rosado, era una fe sólida y permanente, una inmensa roca contra la cual ya podía el mundo lanzar lo que fuese, que no se conmovería. El caballo sabía que, en la práctica, la fe del Monje solía durar veinticuatro horas.
Pero ¿qué pasaba con ese caballo, que podía tener opiniones y se mostraba escéptico acerca de ciertas cosas? Extraño comportamiento para un cuadrúpedo, ¿verdad? ¿Acaso era un caballo raro?
No. Aunque era un bello y armonioso ejemplar de su especie, no por ello dejaba de ser un caballo completamente normal, un producto convergente de la evolución que se encuentra en muchos lugares donde hay vida. Los caballos siempre se enteran de muchas más cosas de lo que dan a entender. Resulta difícil que otra criatura los monte durante toda la jornada, cada día, sin que se forme una opinión de ella.
Por otro lado, es perfectamente posible montar toda la jornada, día tras día, sobre otra criatura y no pensar en ella ni un momento.
Cuando se construyeron los primeros modelos de aquellos monjes, se consideró importante que se reconocieran a primera vista como objetos artificiales. No hubiese habido peligro alguno en que tuvieran el aspecto de personas de carne y hueso. Pero uno no querría que su vídeo estuviera todo el día tirado en el sofá, viendo la televisión. No sería deseable que se hurgara en la nariz, bebiera cerveza o mandase a alguien a buscar pizzas.
De manera que al construir los monjes se pensó en algo original y que en la práctica fuese capaz de cabalgar. Esto era importante. Las personas, y también las cosas, parecen más honradas a caballo. Así, se consideró que dos piernas eran más convenientes y más baratas que diecisiete, diecinueve o veintitrés, los números primos más normales; se dio a los monjes una piel rosácea en vez de púrpura, lisa y suave en lugar de granulosa. Asimismo, se les limitó a una sola boca y a una nariz, pero en cambio se les confirió otro ojo, con lo que sumaron dos en total. Una criatura verdaderamente extraña, pero magnífica para creerse las cosas más ridículas.
Aquel monje empezó a ir mal cuando le dieron demasiada información para creer en un solo día. Por error, lo habían conectado con un vídeo que veía once canales de televisión a la vez y eso le propulsó a un banco de circuitos ilógicos. Claro que el vídeo sólo tenía que verlos. No debía creérselos también. Por eso son tan importantes los manuales de instrucciones.
Así que, tras una febril semana de creer que la guerra era paz, que lo bueno era malo, que la luna era queso azul y que Dios necesitaba que le enviasen un montón de dinero a determinado apartado de correos, el Monje empezó a creer que el treinta y cinco por ciento de todas las mesas eran hermafroditas y luego se hundió en una depresión. El empleado de la tienda de monjes aseguró que le hacía falta otro panel matriz, pero luego indicó que los nuevos modelos mejorados Monk Plus tenían el doble de potencia; unas características multifuncionales de capacidad negativa que les permitían retener simultáneamente hasta dieciséis ideas enteramente diferentes y contradictorias en la memoria, sin que se produjeran molestos errores de sistema; eran el doble de rápidos y al menos el triple de locuaces; y podía adquirirse uno completamente nuevo por menos de lo que costaba sustituir el panel matriz del modelo antiguo.
Ya estaba. Hecho.
El Monje defectuoso fue desterrado al desierto, donde podía creer lo que quisiera, incluida la idea de que no lo hablan tratado bien. Se le permitió quedarse con el caballo, pues esos animales eran de fabricación bastante barata.
Durante muchos días y noches, que indistintamente calculaba en tres, cuarenta y tres y quinientas noventa y ocho mil setecientas tres, vagó por el desierto, depositando su sencilla fe en rocas, pájaros, nubes y en una especie de inexistente mezcla de elefante y espárrago hasta llegar a la elevada peña que, pese al hondo fervor del creyente Monje, no era de color rosado. Ni siquiera un poquito.
Pasó el tiempo.