E
sta vez no habría testigos.
Esta vez sólo había la tierra muerta, un trueno y el inicio de la suave y monótona llovizna del nordeste que parecía acompañar tantos acontecimientos importantes del mundo.
Habían cedido las tormentas de la víspera y del día anterior, al igual que las inundaciones de la semana precedente. El cielo aún seguía henchido de lluvia, pero todo lo que caía ahora era una especie de chubasco monótono.
El viento barría la llanura en penumbra, vagaba por las bajas colinas y soplaba por un estrecho valle en el que una estructura, una especie de torre solitaria, se erguía en una pesadilla de fango e inclinación.
Era el muñón renegrido de una torre. Parecía una efusión de magma surgida de uno de los más pestilentes pozos del averno, y se inclinaba formando un ángulo extraño, como presionada por algo mucho más tremendo que su enorme peso. Era como algo muerto, fenecido siglos atrás.
El único movimiento era el de un río de lodo que discurría perezosamente por el fondo del valle junto a la torre. Un kilómetro más allá, el río caía por un barranco y desaparecía bajo tierra.
Pero a medida que las sombras del atardecer se espesaban, resultó que la torre no carecía por entero de vida. Una mortecina luz roja brillaba en sus recintos más recónditos.
La luz apenas se distinguía; claro que no había nadie para verla, pero de todos modos era una luz. Cada pocos minutos crecía y brillaba algo más, para luego debilitarse gradualmente hasta casi desaparecer. El viento traía al mismo tiempo un sonido bajo y agudo que, lastimero, llegaba a un punto culminante para luego desvanecerse.
Pasó el tiempo y luego apareció otra luz más tenue, que se movía. Surgió de la parte baja y ascendió a sacudidas por el fuste de la torre, haciendo alguna pausa en el camino. Después, la luz y la vaga silueta que, según pudo observarse, la portaba, desaparecieron de nuevo en el interior de la torre.
Transcurrió una hora y, al cabo, la oscuridad fue completa. El mundo parecía muerto, la noche era un vacío.
Y el resplandor surgió de nuevo en lo alto de la torre, esta vez aumentando decididamente su intensidad. Rápidamente llegó al punto de fulgor que había alcanzado antes y siguió aumentando sin parar. El sonido agudo que la acompañaba subió de tono hasta convertirse en un grito de queja. El chillido continuó sin pausa antes de transformarse en un ruido cegador y la luz en un resplandor ensordecedor.
Y entonces, bruscamente, ambos cesaron.
Durante una milésima de segundo reinó una silenciosa oscuridad.
Otra luz, pálida y sorprendente surgió ondulante de las profundidades del fango, al pie de la torre. El cielo se encogió, tembló una montaña de barro, tierra y cielo intercambiaron gritos, apareció un horrible color rosado, un verde súbito, un prolongado naranja que manchó las nubes y, entonces, la luz desapareció y la noche quedó por fin envuelta en una profunda, espantosa oscuridad. No se oía más que un suave tintineo de agua.
Pero por la mañana el sol salió con un inusual brillo en un día que era, o se anunciaba, si hubiera habido alguien para anunciarlo, más cálido, claro y radiante: un día mucho más alegre que todos los que se habían conocido hasta entonces. Un río de cristalinas aguas corría por los destrozados restos del valle. Y el tiempo empezó a transcurrir en serio.