Entusiasmado con sus historias, casi había olvidado por qué Jack estaba ahí. Vamos a pasar detrás de las sombras para llegar al país de los muertos.
Me sentó bien oírlo hablar de algo distinto que de la muerte y el vacío. No hay nada más aburrido que alguien que solo habla de su trabajo. Jack sabe distraerme, pienso que eso debe de formar parte de su manera de curarme. A los niños se les cuenta historias para ayudarlos a dormir, yo soy como un niño viejo que se orienta hacia los asomníferos desde hace mucho tiempo, pero tengo un gigante que me ayuda a soñar.
En el pasillo, los cuadros de papá parecen vigilarnos. Jack se arrodilla y rebusca en los bolsillos interiores de su enorme redingote. Saca un maletín todo abollado. Parece un técnico de televisores.
—Con esto nos guiaremos —dice al tiempo que me muestra una linterna con un ojo en lugar de bombilla—. Es un ojo de gato, permite ver a través de la noche y las sombras.
Jack se pone unos guantes negros. Podría decirse que acaba de enfundarse dos arañas gigantes. Se coloca el ojo de gato en la frente con cinta adhesiva. Parece un espeleólogo que se dispusiera a entrar a robar en algún sitio. Ausculta la casa, rozando las paredes con la punta de sus dedos enormes. Yo le sigo como si fuera su sombra, pero en pequeño. Y ahí está, metiendo las manos entre las sombras cortantes de la casa. Tus peinecillos y tus cosas de maquillaje están engastados en ellas. El gigante las tocas como un modisto examinando un tejido, deslizando la tela entre el pulgar y el índice. Luego se pone a dar golpecitos en las paredes con un pequeño martillo de acero semejante a los que utilizan los médicos para comprobar los reflejos. Coloca delicadamente la oreja contra las paredes, y parece que escucha cómo late el corazón de la casa. Yo pienso que si oye algo, más bien será el reloj de cuco, o los ratones del desván, pero prefiero no decir nada.
Palpa en el hueco de las escaleras, el desván, la cocina, el salón, el pasillo, palpa precisamente el reloj de cuco, luego el tirador de tu habitación. Le susurro «¡no…!», él me dice que sí, que es por ahí. Se apoya en la sombra de la puerta de tu habitación y la sombra se mueve. Lo veo hacer el gesto de llamar a la puerta; sin embargo, no produce ningún sonido.
—Ok… —se le escapa—. Déjame ver un poco tu sombra —añade en un tono seco.
Me doy la vuelta y abro los brazos. Me pasa la palma de la mano por la espalda y estira de los extremos.
—Bien, ¡estás más o menos aerodinámico! Pareces el fantasma de un pájaro… ¡o el de un abanico!
Nunca sé si está de buen humor o de un humor de perros, es tan voluble como el tiempo en el monte: en fin, al parecer es una enfermedad normal en un gigante.
Me da un ojo de gato, igual que el suyo en modelo reducido. Me lo pongo en la frente, estoy preparado. Es el gran día, mejor dicho, la gran noche.
Quiero encontrarte, a ti y a tu luz, y me dispongo a sumergirme en las catacumbas del mundo para ello. Hace meses que trabajo para construirme una sombra lo suficientemente sólida para permanecer vivo, mientras alimento la secreta esperanza de ir a tu encuentro al país de los muertos. Llegó el momento. Estoy nerviosísimo, como si fuera a subir al escenario por primera vez, o por última, en realidad, como siempre que subo al escenario. Quizá vuelva a verte. Estoy en un estado de euforia y de miedo tan intenso que me cuesta discernir qué es alegría y qué sufrimiento.
—¡Venga, tenemos que ir! —dice—. Si dejamos abierto demasiado tiempo, en tu casa nos encontraremos con fantasmas por todas partes.