Los días pasan, la noche permanece. Te echo de menos. Echo de menos tus abrazos, tus pasos cuyo sonido creo reconocer. La mayor parte del tiempo, te echo de menos en conjunto, con tu voz y tu manera de ser mi madre. Te veo en el tren, en los niños refugiados en los regazos de sus madres. Sonrío un poco, luego me siento solo con mis escalofríos.
Sé que debo entrenarme a soñar y a recordar, no permitir que el vacío me infle la cara como un globo. Pero no lo consigo. Acarreo por todas partes los libros que me prescribió el gigante, los hojeo un poco, pero no tengo fuerza para concentrarme en su lectura.
Me vibra el teléfono, no contesto, pero escucho el mensaje. Es la voz de papá: «Han entrado a robar en casa, se han llevado las joyas de mamá».
No puedo hablar, estoy tan furioso como un dragón; si abro la boca pegaré fuego a la mitad del vagón. Los malos recuerdos se me aglutinan en la comisura de los labios. Tengo que escupir. Tormenta de guindilla. ¿Serán los nuevos vecinos ladrones de joyas?, ¿asaltacasas?, ¿pisasombras?, ¿rompesueños?
Pues yo escaparé de ellos, les daré cortes de mangas haciendo molinetes con los brazos, me saldrán moratones, me saldrán cardenales. Y si el insomnio me fatiga demasiado, iré a saborear el alba, a olvidarlos, sentado en mi tabla de surf, esperando una ola o a que nieve en el océano. Mi sombra estará tan afilada como un sílex e iré a instruirme en las cuestiones de la paciencia. ¡Espuma de nieve enroscada en las crestas! Me hacen cosquillas vuestras dentelladas de perros domésticos, ¡me río de ellas con sorna rabia ira ira ira rabia, sí!
Pero procuro contenerme y tan solo me muestro algo crispado ante ellos, porque siempre resultas un poco ridículo cuando estás furioso —sobre todo yo—, incluso a veces es bastante cómico. Pero este es mi último medio de defensa. Suceda lo que suceda, que me vuelva un corpulento sombrío o que me quede como un esperpento, jamás en la vida quiero convertirme en un mediocre.
El tren mece tranquilamente mis tormentas cerebrales. La película de la ventana aún muestra las llanuras verdosas del centro de Francia, un volcán apagado que ya solo escupe agua mineral y arbustos limpios sobre ellas. Devolvedme Islandia; ¡Jack, imita otra vez para mí a un árbol muerto, dame viento y tempestades! ¡Estoy harto de esta tarde agradable y plácida y me agota ver el paisaje domesticado a lo largo de la vía! Quiero crecer y para ello me da clase un gigante; sin embargo, voy a evitar convertirme en un adulto gris.
Es el momento de cambiar de tren. Me deslizo a un compartimento de cuatro literas, en las de abajo duermen dos niños, parecen ángeles en pijama. Su padre duerme en la de arriba a la izquierda. Yo trepo a la de arriba a la derecha; me recuerda las camas superpuestas con mi hermana durante las vacaciones de esquí. Me encanta este ambiente de campamento. Me distraigo con mi sombra de gigante, acercando y después alejando mis manos de la fuente luminosa. Si separo mucho los dedos como Nosferatu, siento frío en la espalda.