Se terminan los festejos de la muerte. La gente regresa a sus casas en grupos. Y a mí me asusta volver a la mía, aunque ya estoy en ella.
Aún tengo el relojito en el bolsillo del pantalón. Las sombras recobran sus derechos. Casi se las puede oír ajustándose en las cerraduras y en las patas de los muebles. Las sombras hacen unos ruidos de escalofrío. La mía no es la excepción a la regla.
Ahora el gigante debe de estar lejos. La casa se encuentra vacía. Incluso la familia se ha ido. Los vecinos vuelven a convertirse en vecinos. Cada uno ha dicho «adiós», «ánimo», «hasta pronto» o una mezcla de las tres cosas, y se ha marchado en su coche. Los coches han bajado por la urbanización, y al cabo de unos cuantos metros todo ha quedado en silencio. Ha regresado el vacío. Realmente nunca nos había abandonado. Sin embargo, ahora que toda la logística de la muerte ha llegado a su fin, aquí está de nuevo justo delante de nuestras caras.