El pequeño tractor amarillo de los servicios fúnebres nos espera. Ha cavado por la mañana. Está todo preparado. El montículo de tierra removida en medio de las antiguas tumbas. Un centenar de rostros cerrados con doble vuelta entra en el recinto del cementerio. El ciempiés gigante se consolida delante de la fosa. El coche fúnebre escupe el ataúd dentro. Todo transcurre a cámara lenta. La gente arroja lágrimas, flores y puñados de tierra. Sé que estás encerrada ahí. Lo sé, pero no puedo creerlo. Ahora, lo siento. Soy capaz de verme desde fuera. Como un presentimiento que se convierte en una evidencia. No me queda sangre, tengo noche en las venas, negra y helada. Tiemblo, sombra y piel, como el foque de un barco. La gran tempestad, en silencio, por favor.
La temperatura de mi corazón cae bajo cero. Estás muerta. Mi sombra de gigante se despliega de nuevo y flota al viento. No es el momento. Se engancha en la acacia que te cubre. Jack surge de detrás de una tumba y la desengancha despacio.
Veo la fosa, con el ataúd dentro, y mamá dentro. Voy a saltar. El viento quiere acariciarme la piel, pero los circuitos están cortados. No siento nada, no soy nada.
Jack tira violentamente de la sombra, como el cochero de una diligencia que decide pararla en seco. Me asusto, me doy la vuelta. Jack me mira con su cara de esperpento.
Quiero gritar más alto que el último crujido de una secuoya, como si tuviera un micrófono clavado en mi corazón, otro en la garganta y hubiese instalado unos bailes enormes dirigidos hacia la fosa. ¡Escuchad este sonido!, son diez tormentas de truenos en la punta de mis diez dedos chascando contra mis dientes diatónicos la melodía de Dios o del diablo, da lo mismo cuál, yo quiero la que taladre y tú oigas. ¡Quiero despertarte, quiero que vuelvas con nosotros!
Jack permanece impasible, me oye gritar. Parece que está haciendo el tonto con unas sombras chinescas gigantes entre las ramas de la acacia. O que trata de aterrorizarme; es su manera de intentar que piense en otra cosa, he notado que es su estrategia desde el momento en que se me apareció.
Papá y Lisa tienen los ojos nublados. Bajo sus párpados se cuece la tortilla más amarga del mundo, corremos el riesgo de mantener ese sabor durante mucho tiempo. La gente nos mira como si tuviéramos la cara llena de sangre; sin duda debe de ser así.
De pronto, me avergüenzo ante la posibilidad de poner en un aprieto a todo el mundo haciendo el chorra delante de la fosa. No hago ni el menor ruido. El canoso de las pompas fúnebres me dice que hay que marcharse. El ciempiés de gente triste se disloca en la parte trasera del cementerio y se forma de nuevo en los coches. El tractor amarillo enardece sus tentáculos de metal. Pala mecánica bien engrasada, rugido de motor.
—Hay que irse, señor…
—Gracias —respondo para mostrarme educado.
—Con mucho gusto… eh… de nada, es lo normal señor.
Si no fuera por una cuestión de tradición y de respeto a los otros «habitantes» del cementerio, además de flores, te traería pasteles y libros. Pájaros, hacen falta pájaros, plantaré huevos de pájaro, iré a escondidas y tú acabarás por salir del cascarón, iré a regarte. Bebo tal cantidad de gaseosa que mis lágrimas tienen burbujas, ¿funciona lo de escaparse en una burbuja? Iré a recolectar todo eso, y tú no te perderás en la tierra negra, organizaré tu evasión. Los funcionarios y la gente que trabajan con la muerte no se lo creerán, probablemente opinen que eso no se hace, pero yo lo lograré.