Hay que ponerse en marcha. Enfundarse el traje. Es el mismo traje que visto en mis conciertos ya que no tengo otro. Todo el mundo está triste a la vez que guapos. Bien vestido. Las manos se ocultan en los bolsillos. En el pantalón del traje holgado puedo apretar el relojito roto. Allá vamos, pese a la piel de los ojos tan arrugada como la superficie de un lago un día de mucho viento.
Los invitados al entierro caminan inclinados como fantasmas de árboles muertos. Las personas que queremos nos rodean, parecen incómodos y cargan con una bolsa de amor en los brazos. Quieren dárnosla sin que nos estorbe. No sabemos qué hacer con todo ese amor en los ojos de la gente, con las flores y con la beatería que parece impregnarlo todo. Han venido disfrazados de regalos oscuros. Los hombres trajeados, yo el primero, las mujeres endomingadas para la muerte. Puede decirse que es por ti, puede decirse lo que se quiera, pero queda la muerte y nada más.
El sol golpea la iglesia en el momento en que llegas dentro del ataúd que tanto nos costó elegir. El sol golpea sin calor, como un recuerdo del verano. Los plátanos del pueblo nos indican el camino, ellos también se han puesto su traje oscuro para la ocasión. Arrastran el viento en sus ramas, es la música de fondo, para que el silencio no engrandezca demasiado el vacío. Y el viento agita las ropas bien planchadas y los cabellos bien peinados. La gente deja sus bolsas de amor en el suelo y todo se hace añicos. Conozco ese ruido de corazón roto. Incluso las flores que se rozan entre ellas suenan como huesos. Quiero a esa gente sencillamente por estar justo donde están. No pretenden nada más que eso, estar ahí. Siento que se me despliega la sombra, me agarro a ella y la meto hecha una bola en los bolsillos del pantalón; no quiero que la vean. El ataúd está ahí.
Siempre podéis organizar esto solemnemente, abrir el maletero del coche fúnebre y las puertas de la iglesia, pero ella ya se ha ido, hay truco. No la venceréis. Os aseguro que hay truco. Mi madre no está ahí dentro, ya se encuentra lejos, la conozco, es traviesa, no se la puede atrapar. A los traviesos no se les puede matar. Coge impulso para regresar, no le quitéis su impulso, no toquéis de esa manera la caja, vais a hacerle daño con las flores.
El sol golpea el ataúd, y todos nos adentramos lentamente en la iglesia. La ancianita, esa pequeña porción de drama cómico, agita sus ricillos canosos y pone toda su alma en la batalla contra el vacío. Es un apuesto Don Quijote, siempre hacen bien los don quijotes. En esta ocasión no me río. No entiendo cómo no me transformo en nada, pero aguanto.
Lisa lee dos poemas de mamá, los lee en voz alta. La imagen que despliega es la de un jarrón lleno de agua de lágrimas. Podemos ver moverse las flores negras y verdes en sus ojos, podemos oír claramente cómo crujen las espinas en su boca. Lisa lee para ti. Lee tus poemas para nosotros.
Salimos de la iglesia en dirección al cementerio.
¡Huye! ¡Sálvate!
El cortejo mortuorio, un enorme ciempiés con cabeza de coche fúnebre que hace ruiditos de asfalto, se desliza hacia la salida del pueblo. Son las once y los pájaros pían tranquilamente.
Jack el Gigante aparece a mi espalda, me arregla un poco el nudo de la corbata, el que tengo en la garganta, y alisa mi sombra con la palma de su enorme mano. Aún tiene el estúpido caracol pegado en la oreja izquierda. Miro a Lisa, veo que ella no lo ve, por tanto, no digo nada. Me vuelvo, los plátanos del colegio no nos han seguido, llegamos a la entrada del cementerio.