¿Y este libro tendrá magia dentro? El gigante me dijo que los libros eran instrumentos para luchar contra la noche. En cualquier caso, me ayudan a refrescar los recuerdos.

Me viene a la memoria cuando tú me leías tus pequeños textos. Leías a toda prisa porque el corazón te latía más rápido. Leerme tus relatos te producía mucha emoción, una madre compartiendo sus pensamientos más íntimos con su hijo.

A los sesenta años cumplidos, mi madre se volcó en la poesía y los relatos. Empezó a escribir relatos cortos, historias que ocultaba dentro de ella desde hacía demasiado tiempo. Historias que redactaba con avidez y cierta melancolía. Creo que, durante una época, los «libros» que escribía en su habitación le procuraron bienestar y le resultaron saludables. Se sentaba en mi cama y sacaba «su libro», un viejo cuaderno de espiral con cuadrículas pequeñas que debía de haber comprado para hacer cuentas, no poesía. Lo manoseaba nerviosa y lo leía como si lo que hubiera escrito corriese el peligro de borrarse cuando lo recorrieran sus ojos.

—¡Despacio, si vas demasiado rápido no entiendo nada!

—Sí, sí.

Pero la lectura cada vez se aceleraba más. Mi madre respiraba entrecortadamente y le faltaba aliento a la voz, pero las palabras fluían. Recitaba poemas con sabor a canela, un sabor característico de sus guisos.

Por su cumpleaños le regalé lo que más tarde sería el primer libro de su nueva colección: era un cuaderno ilustrado con la cubierta de El principito de Saint-Exupéry, igual que el que yo utilizaba para pasar a limpio mis historias. «¡Así tus poemas dejarán de codearse con las matemáticas!»

Parece mentira, pero hasta hace muy poco tiempo, iba a darle las buenas noches a su habitación y ella me decía: «¿Quieres que te lea uno de los nuevos…?». Le daba apuro pronunciar la palabra «poema» al referirse a lo que ella escribía. Había santificado el acto de la escritura sin darse demasiada cuenta de ello. Siempre utilizaba el mismo boli, siempre los mismos cuadernos. Para mí se había convertido en una escritora-gran chef, sus creaciones siempre resultaban originales y ceremoniosas. Me pedía consejos, charlábamos sin orden ni concierto sobre cada uno de sus textos. Mi madre solo me leía a mí. Escribir se había convertido en una especie de actividad secreta que la excitaba y la asustaba al mismo tiempo; sin embargo, había cogido gusto a sus citas nocturnas consigo misma.

Me quedé con su cuaderno de El principito. Lo guardo cerca de mí, con los libros que me regaló el gigante.

El efecto del asomnífero no es radical, me escurro por entre mi sombra hasta los ojos, para ver bien oscuro incluso con los ojos abiertos. Creo que se me ha roto el mecanismo de los párpados, ya no puedo cerrarlos. Brotan los recuerdos, enfurecidos. El hospital, los grados de la máquina de la morfina, Charlotte con su año y medio trotando por el pasillo, Mathilde con sus seis años y medio quieta sentada. Un poco más lejos, tú escondes los huevos de Pascua en el jardín. Eso era antes de los hilos de plástico y las agujas.

Un año y medio antes. Regreso de una gira, Lisa y papá van a buscarme a la estación. Tú llevabas un tiempo cansada. Antes de irme de gira me dijeron que estarías unos días ingresada porque iban a hacerte una intervención insignificante; fue la explicación que me dieron para protegerme. Ahora que he vuelto a casa, papá me anuncia que has estado grave, pero que afortunadamente lo peor ya ha pasado. La operación ha sido un éxito. Lisa ahoga un sollozo.