Lisa está sentada en el asiento trasero del coche, junto a mí. Exactamente como cuando íbamos a esquiar. Nadie se pone delante, en «tu sitio». El problema con las sombras se confirma. La muerte se ha instalado en la parte delantera y nos vigila por el retrovisor. Ocupa tu lugar; no puedo aceptarlo, no puedo creerlo.
Papá arranca el motor, aún me pregunto cómo es capaz de conducir. El coche sube atravesando la ciudad, como teledirigido. Los árboles empiezan a reemplazar a los edificios, la noche se condensa contra el parabrisas. El resto es como un bosque que nos abraza y el viento bate sobre nosotros.
Del hospital a casa hay más o menos diez kilómetros. Y hoy se convierten en los diez kilómetros más largos de mi vida. Me conozco de memoria el perfil de todos los montes del horizonte, de todas las curvas. He pasado por aquí en la «ruta» para ir al instituto, en coche para acudir a la universidad, hasta en la furgoneta de nuestra gira musical para descargar los instrumentos en el garaje. Es el camino de regreso a casa. Papá se esfuerza por conducir como lo hace siempre. Sin embargo, yo tengo la sensación de que ya ni siquiera existe la casa, de que nunca encontraremos el cartel que anuncia «Montéléger».
El cielo está salpicado de asfalto helado, rasca en el techo del coche. Papá sigue concentrado en conducir, con esa singular idea de que no, la casa no ha debido de moverse. Los faros iluminan, las ruedas giran, las marchas cambian. No nos cruzamos con otros coches, únicamente con sombras, que se extienden por el horizonte como los pantalones negros de todo un equipo de fútbol fantasma.
Papá se las apaña bien al volante. No obstante, conducir con una tormenta de soledad y vacío es complicado. Todo arde, todo explota, los árboles clavados al revés en el cielo, el cielo clavado en el parabrisas. Creo que sopla un fuerte viento, pero nadie dice nada. Todos estamos asustados, pero nadie dice nada. Únicamente el motor cambia de sonido cuando papá desembraga. Me vienen a la cabeza algunos recuerdos de las vacaciones de esquí, son recuerdos que se encienden e inmediatamente se apagan.
Llegamos a «Montéléger», con sus escasas luces de pueblo dormido. En el centro está la iglesia, presidiendo el pueblo. Pronto la veremos. Un poco más lejos se encuentra el colegio y sus olores de vuelta al cole. En las aceras, las cáscaras de plátano que la lluvia ha pegado unas a otras.
El arrollo atraviesa el pueblo. Ese conoce todos mis secretos. Ahí he pescado sueños al salir de clase, sueños de ranas. He soñado con chicas tumbadas en él. Eran sueños sabrosos mientras iba de tu mano. Podía soñar tranquilo, fingir que me escapaba, gritar, caminar al revés, aminorar-acelerar, por el camino que nos llevaba a casa. En cualquier caso, tú me tenías cogido, ese es un trabajo de madre y yo lo había interiorizado muy bien.
Recuerdo el ambiente de la merienda, jugábamos a fútbol entre las piedras, recuerdo los relatos del día en el cole, los «¿Qué hay para cenar hoy?» apurándonos un poco como quien no quiere la cosa para no perdernos a Goldorak. ¿También a él lo habrán vencido? ¿Habrá acabado su vida de súper héroe con un tubo de oxígeno en la nariz? Puede ser que lo hayan dejado oxidarse en su cacerola volante, que se haya puesto enfermo por no poder seguir volando y que haya perdido sus preciosos cuernos con forma de plátano. ¡Eh! Goldorak sin sus cornofulgurantes debe de parecerse a un punk de chatarra de ciento cincuenta años. ¿También él habrá tenido que ponerse un horrible pijama de hospital de papel con los zapatos de plástico de bolsa de basura a juego? Ahora debe de andar por el fondo del arroyo, abandonado como un juguete roto, rodeado de ranas muertas.
¿Nos habrá seguido el gigante? Teniendo en cuenta el tamaño de sus piernas, corriendo ha de alcanzar la velocidad de un coche.
El coche aminora la marcha y sube por la urbanización, que se conoce de memoria. Todas las casas están exactamente igual que siempre, y esta normalidad resulta del todo aterradora. Las farolas nos miran con cara como de: «Control de identidad, por favor. Tengan la amabilidad de sacar las estrellas de los bolsillos, del pelo, de los ojos. Todo lo que brille, deposítenlo en la bolsa de plástico: sus sonrisas, sus recuerdos, ya no los necesitaran allá adonde ahora van».
He guardado mis recuerdos y mis historias del gigante. No es el momento de hablar de ello con Lisa y papá; aún no. Siento los huesos, agrandados en los hombros, pero no la piel. Estoy colgado de mi esqueleto.