Allá voy, empezaré por salir de este estúpido aparcamiento lleno hasta los topes de vacío y me enfrentaré quijotescamente con el Big Ben y los relojes más grandes del mundo. Escalaré, ya lo verás, mira, trepo por ese maldito campanario inglés y retuerzo las agujas, ¡mira! Es un poco antes de las 19.30, ¡no te vencerán! ¡Mira cómo hago de manivela con los musculitos que me fabricaste en tu vientre hace treinta años! ¡Te levantas! ¡Ya no hay tubos de plástico, ya no hay sopa asquerosa ni hamburguesa de asfalto, y tampoco galletas con trocitos de gravilla! ¡Vuelas hacia casa! ¡Allí comeremos en la terraza y tendrás los ojos abiertos como canicas de color ágata-avellana! ¡Mira, los aviones van hacia atrás, todo el mundo habla al revés! ¡Tus nietas, Mathilde y Charlotte, vuelven a estar en tu regazo, pondremos un disco un poco alto en el estéreo del comedor para que se oiga desde la terraza! ¡Mira, el vacío y la noche! ¡Les partimos la cara a manivelazos! ¡Big Ben! ¡Ya no hay nada en tu vientre, eres libre! ¡El álamo gigante, mira cómo reverdece; los gatos que trepan por él tienen savia en las patas y se pringan por todas partes cuando se pelean o se abrazan! ¡Ay, huele a tarta de manzana, y además has puesto hadas canela; no va a quedar ni una miga! Y tú estás ahí, con tus horquillas en el pelo, contoneándote mientras dejas caer «Está buena, ¿eh? Está buena, ¿eh? Está buena, ¿eh?…».