Cuando tuviste que marcharte de casa para ir al hospital, unas sombras ocuparon tu lugar. Las he visto extenderse, primero por la cocina, por entre las cazuelas inmóviles, luego se enredaron entre tus peinecitos y en el cuarto de la plancha, como unas telas de araña opacas. Al principio, me bastaba con soplarles un poco encima para que desapareciesen. Y mientras, pensaba y decía en voz alta que regresarías.
Después transcurrieron los días, tuviste que quedarte en el hospital, y las sombras se solidificaron en casa. Se extendían por debajo de la puerta de tu habitación, parecían auténticas plantas carnívoras. Los últimos días, era imposible tocar, ni siquiera acercarse al pomo de la puerta. Las sombras se aferraban a los cuadros colgados en el pasillo y trepaban por la pintura. Parecía que las paredes se agrietaban.
Papá las veía igual que yo; sin embargo, nadie decía nada. Nos dábamos cuenta de que se hacían un poco más densas cada día, pero nos negábamos a prestarles demasiada atención. Mamá regresará, y estas asquerosas sombras se largarán por donde han venido, punto final. Yo sentía cómo aumentaba nuestra preocupación por la forma en que papá hablaba con Lisa por teléfono, y también por la forma de no telefonear a Lisa. El instinto de supervivencia y el miedo nos impidieron casi hasta el final rendirnos a la evidencia.
Ahora, las sombras han debido de agarrarse como el cemento armado hasta los dientes. Toda la casa debe de estar minada.
Papá conducirá, hay que seguir comportándose como personas vivas. Sus brazos abrirán el portalón de madera que cierra mal debido a la humedad del otoño que lo hincha. Subir las grandes escaleras de piedra que se enroscan alrededor del pino piñonero y dar con la forma acertada de meter la llave en la cerradura de la puerta de entrada. Y el álamo gigante que tenemos que cortar, ¿no se decidirá a agitar sus raíces hasta el fondo del garaje para levantar la casa entera y lanzarla a que se estrelle contra el pórtico del cementerio?
No sé cuáles son mis habilidades, ni para qué podrían servir ahora. Me da miedo que papá y Lisa se topen con dificultades sobrenaturales al intentar hacerse con ese último vestido, allí en el armario infestado de sombras. Me concentro en la idea de ver llegar el coche. Y pensar que mañana debemos subir al escenario. Ni siquiera estoy seguro de saber todavía cómo va eso de sacar notas musicales de mi cuerpo, ahora que tengo un agujero dentro.
Y está el álamo gigante, muerto con la cabeza en el cielo por encima de la casa; espero que aún siga en pie. ¿Fingirá estar vivo, con sus sombras aferradas al tejado, antes de que vengan a cortarlo también a él? Dicen que es demasiado grande, que nos arriesgamos a que el viento lo arranque y aplaste la mitad de la urbanización. Pues a mí me gusta. Los gatos trepaban por él cuando paseabas esas maneritas tuyas al ir a coger el correo bajo sus ramas; cuando esta casa todavía no era una tumba con agua y electricidad.
¿Qué haremos ahora que siempre es de noche para ti? ¿Qué significa la vida sin ti? ¿Qué te sucede a ti allá arriba? ¿Nada? ¿El vacío? ¿La noche, cosas del cielo, el consuelo?
Pues yo no quiero ni pensarlo, mi sangre lo rechaza de plano, el agujero dentro de mi cuerpo silba. Es un sonido negro, como los de los viejos pitidos del tren. En cuanto esas ideas se me pasan por la cabeza, el gran temblor de cuerpo se pone en marcha rítmicamente. Solo quiero que no sea verdad, que nos dejemos ya de esas estupideces de hospital, que nos dejemos ya de la muerte, porque se hace tarde, se hace vacío y ahora querría que regresásemos todos a casa.
Si es preciso, trucaré los relojes del mundo entero.