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Las consecuencias

La noticia de la liberación de París había provocado casi tanto entusiasmo en el resto de Francia como en la propia capital. En Caen, el comandante Massey del equipo de asuntos civiles británico escribía: «He visto a los franceses en las calles llorando de alegría mientras se quitan el sombrero al oír la Marsellesa».1 Pero los ciudadanos de Caen y de otras ciudades y pueblos duramente castigados temían, comprensiblemente, que en medio del júbilo que se vivía en París su sufrimiento pasara al olvido. Y parecía que sus temores se cumplían a medida que la guerra iba trasladándose hacia la frontera alemana. De Gaulle visitó por fin Caen en octubre y prometió dar todo su apoyo a la ciudad, pero al cabo de dos meses el ministro para la reconstrucción avisaba a la región de que pasarían «muchos años» antes de poder reconstruir Calvados.2

El cruel martirio de Normandía había servido efectivamente para salvar al resto de Francia. No obstante, el debate sobre el excesivo número de víctimas de los bombardeos y la artillería de los aliados está condenado a seguir vivo. En total perecieron 19 890 civiles en Francia durante la liberación de Normandía, y el número de heridos graves fue mucho mayor. A estas cifras hay que añadir los 15 000 muertos y los 19 000 heridos de los primeros cinco meses de 1944, durante el bombardeo preparatorio de la Operación Overlord. Los 70 000 civiles muertos en Francia por la acción de los aliados en el curso de la guerra son motivo de honda reflexión, y más si tenemos en cuenta que esta cifra excede el número total de víctimas británicas a causa de los bombardeos alemanes.

Aunque algunos pueblos y zonas rurales se salvaron milagrosamente de las consecuencias de la guerra durante las batallas, grandes regiones sufrieron los efectos de la devastación: socavones abiertos por bombas, bosques arrasados y huertas destruidas. El hedor pestilente de los cuerpos abotagados de los animales en descomposición seguía flotando en el aire. Con la ayuda de bulldozers, o incinerándolos tras rociarlos de gasolina, los ingenieros aliados hicieron todo lo posible por eliminar este grave problema, pero cuando las tropas abandonaban el lugar para continuar su avance, a los campesinos no les quedaba más que su propia fuerza física y una pala para enterrar los cadáveres. Tras la liberación, las víctimas siguieron sumándose debido a la explosión de las bombas sin estallar y a las minas. Se dice que en Troarn y su región murieron más personas después de la batalla que durante ella. Muchos niños perdieron la vida al jugar con granadas y otros explosivos abandonados por ambos bandos.

Al igual que las ciudades y los pueblos arrasados por los bombardeos, las aldeas y las casas rurales de piedra que los alemanes habían utilizado como fortín habían quedado devastadas por el fuego de la artillería y los morteros. Sólo en el departamento de Calvados, 76 000 personas habían perdido sus casas y prácticamente todas sus pertenencias.3 El saqueo y el daño innecesario llevados a cabo por los soldados aliados sólo vinieron a añadir más amargura en el mar de fuertes emociones mezcladas que muchos sintieron con la llegada de la liberación. Algunos murmuraban que habían recibido mejor trato de los alemanes. «Hay quienes celebran los desembarcos», decía la esposa del alcalde del régimen de Vichy de la localidad de Montebourg. «Pero para mí, fueron el comienzo de nuestras desgracias. Como saben, sufríamos una ocupación, pero al menos teníamos lo que necesitábamos».4 Aunque la mayoría de los normandos no habrían estado de acuerdo con su pensamiento político, lo cierto es que la enorme presencia aliada en Normandía resultó opresiva. En cualquier caso, como supieron comprender los soldados aliados más perceptivos, la población local tenía mucho por lo que llorar, independientemente incluso de lo que pudieran haber perdido. Mucha gente estaba angustiada por los esposos y los hermanos que seguían prisioneros o se encontraban realizando trabajos forzados en Alemania. El temor era aún mayor cuando se trataba de miembros de la Resistencia que habían sido detenidos por la Gestapo y trasladados a un campo de concentración.

Los equipos de servicios civiles de los aliados, en colaboración con las autoridades francesas, hicieron todo lo que estuvo en sus manos por distribuir alimentos, ayudar a los refugiados y restaurar los servicios básicos. No obstante, algunas localidades seguirían sin suministro de agua o electricidad hasta bien entrado el otoño. Los sistemas de alcantarillado sufrieron daños considerables, y las plagas de ratas se convirtieron en una grave amenaza para la salud pública. En Caen, sólo había ocho mil casas habitables para una población de sesenta mil personas. Apenas quedaban siluetas de ciudades y pueblos reconocibles tras el derrumbamiento de campanarios y torres de antiguas iglesias a causa de los bombardeos por parte de tanques y cañones con el fin de destruir cualquier posible puesto de observación alemán. Otro de los factores que no haría más que intensificar los sentimientos de animadversión sería el trato dispensado a los prisioneros de guerra alemanes, que fueron puestos a trabajar por los aliados, y recibieron regularmente raciones de comida del ejército, de acuerdo con las normas establecidas por la Cruz Roja Internacional. Esto significaba que se alimentaban más y mejor que la propia población local.

A pesar de los ingentes esfuerzos que se exigieron a la sociedad normanda, sus hombres y mujeres descubrieron una «camaraderie du malheur», una solidaridad en el sufrimiento.5 Los jóvenes habían demostrado un sorprendente grado de coraje y sacrificio personal en la Defensa Pasiva, mientras que la mayoría de los campesinos, a pesar de su reputación de independientes, e incluso de tacaños, habían demostrado una gran generosidad a los miles de refugiados que huían de las ciudades y pueblos bombardeados. La familia Saingt, propietaria de una fábrica cervecera en Fleury, al sur de Caen, había dado cobijo en las profundidades de sus bodegas a unas novecientas personas durante la batalla, a quienes además suministró todo aquello que estuvo en sus manos.6 Incluso en los momentos de máxima tensión durante los bombardeos de la ciudad, apenas se produjeron enfrentamientos entre los refugiados, y prácticamente todo el mundo demostró una «disciplina ejemplar», hasta en las tareas de distribución de alimentos.7 La prolongada crisis, como muchos señalaron, no sólo supuso una especie de equiparación social, sino que también sirvió para sacar lo mejor de cada uno.

Muchos soldados británicos y americanos, abrumados por las calurosas bienvenidas que recibían en cuanto abandonaban los escenarios de las batallas, no pudieron evitar comparar aquellas muestras de efusión con las frías acogidas que a veces tuvieron en Normandía. Esto sólo viene a demostrar una gran falta de imaginación. No se puede culpar a los normandos de que temieran que la invasión fracasara con el consiguiente regreso de los alemanes para aplicar durísimas medidas de represalia. Y la población local, al contemplar los graves daños infligidos a sus vidas, difícilmente podía sentir alegría, aun cuando no hubiera el menor resquicio de duda respecto al éxito irreversible del desembarco aliado en el continente.

Considerando las circunstancias, la mayoría de los normandos mostraron una extraordinaria predisposición a perdonar. La 195.a Unidad Sanitaria de Campaña instaló un puesto de socorro cerca de Honfleur, junto a un castillo que se asomaba al Sena. El comedor de oficiales se encontraba en una casita vecina, en la que los médicos eran acogidos con gran hospitalidad por parte del anciano que vivía solo en ella. Al cabo de unos días, como había cesado la resistencia al sur del Sena y los únicos pacientes eran civiles del lugar que habían resultado heridos durante los combates, los médicos decidieron dar una fiesta. «Invitaron a la condesa del castillo y a su familia». La dama aceptó, pero exigió que la fiesta se celebrara en el castillo. Tres días antes de su llegada, contó la condesa, la esposa de su anfitrión murió durante el ataque lanzado por un avión de la RAF contra los alemanes en retirada. Los oficiales médicos quedaron helados al pensar en la amabilidad demostrada por el anciano francés, «que había sufrido una pérdida tan trágica la víspera de la liberación», sobre todo teniendo en cuenta que el causante de la muerte de su esposa había sido un avión británico.8

«La vida de civil resultará increíblemente aburrida», escribía en su diario el egocéntrico general Patton tras el triunfo de la campaña de Normandía. «Sin multitudes que te reciban llenas de júbilo, sin flores, sin aviones privados. Estoy convencido de que el mejor final para un oficial es la última bala de la guerra[83]». 9 Le habría ido mucho mejor si hubiera recordado la famosa frase del duque de Wellington: «Después de una batalla perdida, la mayor de las miserias es una batalla ganada».

La ferocidad de los combates en el noroeste de Francia es incuestionable. Y a pesar de los irónicos comentarios de la propaganda soviética, la batalla de Normandía fue sin duda comparable a la librada en el frente oriental. Durante los tres meses de aquel verano, la Wehrmacht sufrió casi 240 000 bajas y perdió a otros 200 000 hombres que cayeron en manos de los aliados. El XXI Grupo de Ejército de británicos, canadienses y polacos tuvo 83 045 bajas, y los americanos, 125 847. Además, las fuerzas aéreas aliadas perdieron a 16 714 hombres entre muertos y desaparecidos.

La disputa en la que se enzarzaron los generales aliados, reclamando la gloria y repartiendo culpabilidades en sus informes y en sus libros de memorias, fue igualmente feroz. Es presumible que aquel agudo observador de las flaquezas humanas, el mariscal sir Alan Brooke, no se sorprendiera de ello. A raíz de la pelea que mantuvieron en el mes de junio unos altos oficiales de la Marina ya había escrito el siguiente comentario: «Es curioso cómo hombres insignificantes y de poca talla puedan tener algo que ver con asuntos de mando».10

Montgomery se colocó en el centro de aquella tormenta de posguerra debido principalmente a sus ridículas declaraciones afirmando que todo se había desarrollado según su plan maestro. Creía que debía ser equiparado a Marlborough y a Wellington, y denigraba implícitamente a sus colegas americanos. Él solo prácticamente había conseguido en Normandía que la mayoría de los altos oficiales americanos se convirtieran en antibritánicos en el momento preciso en el que el poder de Gran Bretaña caía en picado. Así pues, su comportamiento constituyó un desastre diplomático de primera magnitud. Independientemente del mérito de sus argumentos a finales de agosto de 1944 acerca del ataque planeado contra Alemania, lo cierto es que Montgomery condujo pésimamente la situación. Había provocado también a los altos mandos de la RAF, cuya ira por su falta de claridad durante las operaciones llevadas a cabo en Normandía superaba a la de los americanos.

Eisenhower, que se caracterizaba por su gran tolerancia, se negó a perdonar a Montgomery a raíz de sus declaraciones al final de la guerra. «Ante todo es un psicópata», exclamó en una entrevista en 1963, harto ya del general británico. «No olviden lo siguiente. Es tan egocéntrico, que este hombre —todo lo que hace es perfecto— no ha cometido ni un solo error en su vida».11 Fue una verdadera pena que con su actitud Montgomery desviara al final la atención del mundo de sus incuestionables cualidades y del sacrificio de sus hombres, que fueron los que resistieron al grueso de las formaciones acorazadas alemanas y tuvieron que hacer frente a la mayor concentración enemiga de cañones antitanque de 88 mm.

La inesperada batalla de desgaste de Montgomery, tan imprevista como los sangrientos combates de los americanos en el Bocage, se vio perjudicada evidentemente por los retrasos causados por unas condiciones meteorológicas impropias de mediados de junio. Sin embargo, también es cierto que tanto los británicos como los americanos subestimaron gravemente el espíritu tenaz y disciplinado de los soldados de la Wehrmacht. Ello fue debido en parte a una equivocada valoración de la eficacia de la propaganda nazi a la hora de persuadir a sus hombres de que la derrota en Normandía significaba la aniquilación de la madre patria. Aquellos soldados, especialmente los de la SS, creían firmemente que tenían mucho que perder. Sus ejércitos ya habían ofrecido muchas razones para desatar la furia de los aliados.

La batalla de Normandía no se desarrolló en realidad según lo planeado, pero ni siquiera los críticos de salón pudieron poner en tela de juicio el resultado final, por imperfecto que fuera. También debemos pensar qué habría ocurrido si la extraordinaria iniciativa del Día D hubiera acabado en fracaso; por ejemplo, si la flota de la invasión hubiera zarpado para adentrarse en la gran tormenta de mediados de junio. El mapa de posguerra y la historia de Europa habrían sido efectivamente muy distintos.